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Prólogo

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La dignidad de la persona fue el tema del discurso que leí el 5 de mayo de 1986 en el acto de recepción como Académico de número en la Academia de Jurisprudencia y Legislación. La contestación de Antonio Hernández Gil, comenzó con estas palabras:

«De la primera promoción a la que expliqué Derecho civil en la Facultad de Derecho de la entonces todavía Universidad Central de Madrid, hay un selecto grupo de juristas que ha acreditado su valía tanto en el ejercicio de la profesión de abogado, como en el de otras profesiones jurídicas, así como en la dedicación a la Universidad en su doble faceta docente e investigadora. Miembro muy destacado de ese grupo es el hoy académico D. Jesús González Pérez, en el que concurren todas esas dedicaciones a que me he referido: abogado de primera línea, registrador de la propiedad, catedrático de derecho administrativo y autor de publicaciones en las que el crecido número de las mismas no hace resentirse su gran calidad. Probablemente la evocación de aquellos años formativos, la amistad surgida y mantenida desde entonces y el recuerdo de algunas contiendas forenses, incruentas aunque ardorosas, en las que nos hemos dado la mano y combatido el argumento, ha llevado a Jesús a elegirme para que conteste a su discurso de ingreso.

Se lo agradezco mucho porque me da ocasión de mantener una nueva relación con él e introducirme en el campo de sus preocupaciones.»

La evocación de aquellos años formativos y la amistad surgida y mantenida desde entonces, fueron, desde luego, las razones que motivaron mi elección para que me recibiera en nombre de la Corporación. Y su magisterio estuvo muy presente al redactar el discurso. Y lo ha estado al preparar esta nueva edición.

La primera, que hizo Civitas en el año 1986, no contenía otra modificación de la que había hecho para la Academia, que la adición de alguna referencia bibliográfica.

Entonces, no habían transcurrido ocho años desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978, que, en su art. 10.1, consagraba la persona y su dignidad, principio rector del ordenamiento jurídico. No era este artículo, como se afirmó por algunos, una «laguna iusnaturalista», en un texto que no era expresión de ninguna concepción doctrinal; no era una excepción que confirmara la regla, sino una superación de la concepción positivista reinante. No obstante, fué esta concepción positivista la que basada en la ambigüedad de algunos preceptos –consecuencia del tan elogiado consenso– llegó a imponerse como la «políticamente correcta».

Al defender el origen divino de la dignidad, al mantener que el único fundamento firme de la dignidad de la persona está en su origen divino, el discurso que leí era políticamente incorrecto, manifiestamente incorrecto. Y pesimista. No obstante, ante alguna de las sentencias dictadas por aquel primer Tribunal Constitucional había ciertas esperanzas de que pudiera encontrar en él tutela judicial eficaz el desarrollo de algunos de los derechos irrenunciables e inherentes a la dignidad de la persona, rectamente entendidos.

No ha sido así. Ante una legislación cada día más en la línea del llamado «progresismo», el Tribunal Constitucional ha respondido con una interpretación marcadamente positivista llegando a negar la existencia de derechos incuestionables inherentes a la dignidad o a desnaturalizarlos, como ponen de manifiesto luminosos votos particulares a algunas sentencias, impropias de tal nombre.

Eran tan graves los atentados a la dignidad, que me consideré obligado a hacer una nueva edición de este libro, después de tantos años, para denunciar las lesiones que se habían cometido y se seguían cometiendo a los derechos a ella inherentes en todos los sectores del ordenamiento jurídico.

Desgraciadamente, el panorama que nos ofrece la realidad es cada día más triste. Al imperialismo transnacional del dinero solo se opone un pensamiento débil que, en palabras del Papa Francisco (20 de junio de 2014), es como una enfermedad que rebaja el nivel ético general, de modo que en nombre de un falso concepto de tolerancia se termina persiguiendo a los que defienden la verdad sobre el hombre y sus consecuencias éticas.

Por todo ello, si incorrectas políticamente fueron las primeras ediciones de este libro, más lo es esta.

La dignidad de la persona

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