Читать книгу Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez - Страница 12

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Lo único mejor que madrugar un lunes es madrugar un lunes después de haber dormido una hora menos de lo que tendrías que haber dormido. Es genial. Genial, genial. Como si estuvieras a punto de pisar una caca por la calle y reaccionaras quitándote el zapato. Así he empezado yo la semana: pisando descalza una caca.

¿Y por qué he dormido una hora de menos? Pues porque yo creía que tenía mis «gafas de repuesto» en el cajón del mueble del salón, y resulta que no, que no estaban ahí. Así que anoche perdí más de una hora de necesario sueño y de preciosa vida revolviendo a fondo toda la casa y comprobando cada cajón, armario, arcón, caja, cofre, nevera y recóndito escondite en general, hasta que encontré mis otras gafas: unas que me regaló mi madre cuando yo tenía dieciséis años y perdí las anteriores, y que en realidad guardo más como recuerdo que como objeto práctico. En su momento me habían sacado de un buen apuro —igual que harán ahora—, pero la verdad es que metálicas, ovaladas y gruesas son feas como una rata calva. Ya me quedaban mal cuando el mayor problema de mi cara adolescente eran cuatro granitos en la frente, no te digo nada ahora, que tiene arrugas, incipiente papada, cejas mal depiladas y la sombra de un bigote. Y cuatro granitos en la frente. Y dos verrugas en el cuello. Que una puede pensar que qué tendrán que ver las verrugas con las gafas, pero es que al final pues todo aporta al conjunto.

Le pregunté a Didier, solo para estar segura de que no se me había vuelto a pasar algo por alto, si toda esta semana tendría el turno de tarde y me confirmó que sí: que esta semana no había intercambiado turnos con nadie sin consultar primero con su familia si nos parecía bien a los demás que, oye, no habría dejado de ser un detalle.

Entre los dos levantamos a los mayores, y los dejé en la cocina mientras fui a prepararme con calma. Me fui al baño y examiné un largo rato mi imagen en el espejo con las gafas puestas. Era como ver un bebé recién nacido con la boca llena de dientes: no es que fuera aterrador, pero tiene un toque espeluznante que hace que prefieras mirar en cualquier otra dirección.

Sí. Igualito que una rata calva.

Guardé las gafas en su funda y la funda en el fondo del bolso, mientras una oscura parte de mí deseaba que el fondo de mi bolso conectara con alguna caldera del infierno. Con una pequeñita. Con la de tostar el pan por las mañanas, aunque fuera. Luego recordé el esfuerzo que le costó a mi madre comprarme aquellas gafas y con qué ilusión lo había hecho, y me sentí muy culpable.

Estupendo. Ahora me siento fea y culpable. Empezamos el lunes de puta madre.

Eché un vistazo a la cocina antes de bajar a Ronin.

—¿Pero qué les has dado?

Didier me miró como no comprendiendo. Podría haberle preguntado a Ronin y me habría mirado igual.

—Cola Cao —me dijo, como si fuera lo más normal del mundo—. Con galletas.

¡Y con galletas, además! ¡¿Pero qué irresponsable desfachatez es esta?!

—Ah, muy bien. O sea que lo de los desayunos sanos nos lo pasamos ya por el forro, ¿no?

—Joder, Paz. Pero si ayer tú…

¡Ah! ¿Ahora es culpa mía?

—No, no, vale, estupendo —dije, sin saber muy bien si estaba irritada por el desayuno o por las gafas—. Saco a Ronin. Vigila al bebé.

* * *

Cuando Dero se fue de casa con los niños nos despedimos con un casto besito, de esos que das por rutina y que juraste que tú nunca darías, pero que das, porque si no es como que te falta algo. Quitar el besito de rutina es la declaración de guerra intraparejil definitiva. Una de esas cosas que pueden llevar a una secesión. Es un poco como el pedal del hombre muerto de los trenes: si se aprieta, es que todo sigue ok. Si no, es que la cosa está a punto de descarrilar, probablemente a cámara lenta y con toneladas de chispas efectistas. Eso es exactamente: es el besito del hombre muerto.

Respiré hondo.

Adoro los putos lunes.

Llevé corriendo a Teo a la escuelita, le di un poco de teta, se quedó llorando con Carla y justo de la que me iba apareció Marisol.

—¡Buenos días, Paz! —¿Por qué me sonríes, pedazo de cínica, si sé que no me quieres decir nada bueno?—. ¿Podemos hablar un momento?

Le contesté girándome para irme.

—¡En otro rato, Marisol, que me tengo que ir ya!

Sé que está feo, pero la dejé ahí con media palabra en la boca. De verdad que no podía pararme: hoy era el primer día que iba a trabajar en coche y aún no controlo los tiempos. Solo me faltaba llegar tarde también hoy. Intenté suavizar la situación despidiéndome con la mano tan amablemente como puede una despedirse de alguien a quien está intentando evitar.

De camino a la oficina se me ocurrió que, ya que Dero trabajaría hoy de dos a diez, y los niños tenían patinaje por la tarde, yo podía aprovechar y ver en ese ratito a Vane, que buena falta me hacía despejar un poco la cabeza. Así que la llamé desde el coche.

—¿Qué pasa, gorda? —me preguntó desde el otro lado del teléfono una delicada voz de tetera hirviendo.

—¿Qué pasa, golfa? —le respondí yo—. Te invito a tomar algo esta tarde.

—Oye, ya sé que como no tengo mil hijos tú te crees que no tengo nada que hacer en la vida, pero es que yo también puedo tener planes, ¿vale?

—Ya. ¿Tienes planes hoy?

—Pues sí, sí, tengo planes. —Te veo venir, Vane—. He quedao con el príncipe William, que ha dejao a la Megan por mí.

—¿Megan no es la de Harry?

—¡Ay, yo qué sé! —Rio—. Bueno, venga, ¿dónde quedamos?

—¿Pero no tenías planes?

—¿Piri ni tiníis plinis?

—A ver, Gabi y Maya tienen patinaje de cuatro y media a seis. ¿Nos tomamos un vinito en Cacos?

—Vaaaaaaaaaaaaaale.

—¡Guay!

—¿Guay? ¿Qué tienes, cinco años?

—Ciao, cariñín.

De pronto tuve un pensamiento fugaz. Llamé a Dero.

—Amore, ¿te has acordado de avisar en el cole de que esta semana los niños se quedan a comedor?

—Hostia, no…

—Vale. —Respira, Paz, respira—. No pasa nada. ¿Puedes llamar para avisar, porfa?

—Claro. ¿Me das el teléfono?

¿En serio, Didier? ¿EN SERIO?

—Cariño, estoy conduciendo.

—Mándamelo cuando aparques.

Me cago en… RESPIRA, PAAAAAAAAAZZZZZZ, RESPIRAAAAAAAAA.

—¿Estás muy ocupado? ¿No lo puedes buscar en Google?

—Bueno, anda, vale —me dijo con aire resignado —, ya lo busco yo.

Perdona, ¿eh? ¿A qué viene ese tono? ¡Que no me estás haciendo ningún favor, que también son tus hijos, coño!

—Ok, amore. Ciao. ¡Ah! Por si acaso: te recuerdo que mañana Teo tiene cita en el pediatra y que tienes que llevarlo tú.

—Joder, no me acordaba. —¿Y por qué no me sorprende?—. ¿A qué hora?

¿Me ves cara de ser la agenda de toda la familia, Didier?

—A las once y cuarto. —Joder, pues va a ser que sí lo soy—. Venga, te dejo.

Como la cosa siga así, antes de que acabe el lunes necesitaré una bombona de oxígeno. Y a lo mejor un marido nuevo. O unos diazepanes. O una combinación de todo ello.

Aparqué a diez minutos andando del trabajo y todavía conseguí llegar cinco minutos antes de la hora. Vicente me miró sonriente.

—¿Has venido en coche?

—Sí.

Habría sido un buen momento para que mi moderno jefe me agradeciera el esfuerzo extra. No, no habría sido un buen momento: habría sido un momento de puta madre.

—¿Lo ves, Paz, como solo es cuestión de que te organices mejor?

Sonreí, asentí, me giré para irme hacia mi mesa y, cuando estaba segura de que Vicente ya no podía oírme, resoplé muy fuerte. Y, después, resoplé otra vez.

* * * *

A las cuatro, con una mochila con Teo en mi espalda y dos mochilas cargadas con los patines y cascos de Gabi y Maya castigándome las manos, me planté en el cole para recoger a mis dos hijos mayores del comedor y llevarlos a patinaje.

—¿Por qué no nos dijisteis que hoy nos quedábamos a comedor? —me espetó Gabi, que cuando quiere es tan incisivo como su madre o, peor, como MI madre.

—Pues porque no nos acordamos, Gabi, lo siento. —A veces me olvido de que lo que es obvio para mí para ellos puede no serlo tanto. Tendríamos que habérselo dicho—. Esta semana papá está de tarde, os quedáis toda la semana. ¿Te hace sentir mal que no os lo dijéramos?

Se lo pensó un momento.

—No —dijo con tranquilidad, levantando los hombros—. Es que me ha parecido raro.

—A mí sí me hace sentir mal —dijo Maya haciendo pucheros.

—Vaya… —Me agaché para ponerme a la altura los ojitos oscuros de mi hija mediana—. Lo siento mucho, Maya.

—No quiero llamarme Maya.

Sonreí mientras le retiraba un mechón de pelo de la cara.

—Es verdad, perdona: Isla.

—Tampoco quiero llamarme Isla.

—Vale. —Madre mía, esta niña lo va a pasar fatal cuando vaya a hacerse el DNI—. ¿Y cómo te quieres llamar?

—Quiero llamarme Brisa.

—¡Wow! —Esta hija mía está fatal de lo suyo. Ojalá no cambie nunca—. Es un nombre precioso, Brisa. ¿Nos vamos a patinar?

* * * *

—Pero vamos a ver, puta gorda —le espeté a Vane en cuanto entró por la puerta del Cacos—, ¿tengo una hora y media para tomar algo y llegas tarde?

—¿Y qué quieres? —me dijo la tía, tan campante—. ¡Fue el bus!

—Si yo fuera una mala persona, Vanessa, te diría que tendrías que haber venido en coche.

—¿Si fueras una mala persona?

—Sí. O un jefe moderno. Pero soy una buena persona, así que no te lo voy a decir.

—Bueno, tía, te tengo que contar —me dijo nerviosa mientras se quitaba la chaqueta—. Muy fuerte todo.

Una nunca sabe qué esperarse de la Vane cuando algo es «muy fuerte», porque para ella algo «muy fuerte» abarca un espectro en la escala de lo increíble que puede ir desde «me han reclutado para la primera expedición a Marte» hasta «me he comprado unos calcetines de Friends». Eso es un plus positivo en las quedadas con Vane porque, como no sabes qué esperar, pues puedes esperarte cualquier cosa. Además, para redondear el momento, Teo se había quedado dormido en la mochila, así que la girada de mi mejor amiga tendría toda mi atención.

—¿Te acuerdas que te conté que había conocido a un tío en Tinder?

Vale, hoy toca Tinder OTRA VEZ. Vane, hija, ¿por qué no lees un poco, o vas al cine o alguna cosa?

—Vagamente. ¿Cuál de ellos?

—¡Tía, pues el que te dije que me gustaba mucho!

—Vane, eso no responde a mi pregunta.

—Rubén. El que tenía la foto de perfil en blanco y negro con un gato sobre su torso desnudo.

—¡Ah, sí! Muy guapo. ¿Y?

—Tía, pues que quedamos.

—¿Sí? ¿Y qué tal?

—Muy bien, tía. Quedamos la primera vez y genial. Fuimos a tomar algo y a un concierto, pero no pasó nada.

Ay, Vane, que ya te están mareando…

—¿Y habéis vuelto a quedar?

—¡Síííííííí!

¡¿Sí?!

—¿Sí?

—¡Sí!

—Tía, qué fuerte, ja, ja, ja, ja. Bueno —la apremié—, y cuéntame: ¿cómo es? ¿Qué tal?

—Muy bien, Paz. Es un tío genial, superamable, sonriente… Es fotógrafo, ¿sabes? Y es tan mono, tía… ¡Es trans y me dijo que no se había atrevido a decírmelo la primera vez que quedamos! Que tenía miedo de que me asustara o algo. Es tan cuqui… ¡Y superinteligente! ¿Sabes que el tío habla TRES idiomas?

—Hablar muchos idiomas no es lo mismo que ser muy inteligente, Vane. La prueba es que tú hablas cuatro.

—¿Oye, y tú qué tal con Dero? ¿Le has dicho ya que eres gilipollas o estás esperando a ver si se da cuenta él solo?

Vane es de las pocas personas en el planeta capaz de hacerme reír insultándome. Me gusta pensar que es recíproco. Ambas sonreímos y les pegamos un buen quite a nuestras copas de moscato.

—Bueno, y… —Levanté las cejas como alternativa a decir en voz alta: «¿Ya habéis follao?».

—Buah, Paz, increíble.

—No me digas.

—No te lo creerías. Jamás en mi vida he tenido un sexo tan bestial. Floto. No puedo pensar en otra cosa.

Y ahora, gracias a la detallada descripción que siguió a ese comentario, yo tampoco. Gracias por tanto, Vane. Me acabé mi copa bebiendo despacio, pero sin soltarla, apoyándola de vez en cuando contra mi cara para sentir el frío en la mejilla, como un recordatorio de que aquella conversación estaba teniendo lugar en la realidad y no en una distopía de Almodóvar.

—No me puedo creer —dije con la mirada perdida cuando Vane terminó su relato de 50 arcoíris de Grey— que tu vida sexual sea mucho mejor que la mía.

—Pero vamos a ver, idiota —me preguntó falsamente ofendida—, ¿y se puede saber por qué no?

—¿Qué hago mal, Vane? —Estiré la mano para robarle su copa y me la terminé de un trago, aunque, en honor a la verdad, era más un golpe de efecto que otra cosa, porque en realidad desde hacía ya un rato en su copa solo quedaba la condensación apegotonada en el fondo.

—¿Qué pasa, Paz?

—Es como si nos hubiéramos perdido el ritmo.

—¿Que no os corréis a la vez?

—¡¿A la vez?! Ja, ja, ja, ja. ¡Joder, Vane, hay veces que ni el mismo día! Pero no. No es eso, es que… No sé. Es como si… Como si no tuviéramos tiempo para encontrarnos.

—¿Pero cómo no vais a tener tiempo, tía? ¡Si vivís juntos!

—Sí, Vane, ya sé que vivo con mi marido, gracias por tan audaz observación. —Meneé la cabeza—. Pero es que a veces… —me costaba encontrar la forma de describirlo—, a veces parece que somos solo compañeros de piso, ¿sabes? Compañeros de piso que follan de vez en cuando. —Hice un cálculo rápido—. MUY de vez en cuando. ¡Hace como dos semanas de la última vez, Vane!

—¡¿Dos semanas?!

—Dos semanas. Ya no tenemos tiempo para encontrarnos y disfrutarnos un buen rato, ¿sabes? —resoplé—. Mira, la semana pasada me depilé entera y compré una crema superguay y planeé una noche que iba a ser genial y… Nah, al final se fue todo a la mierda. —Vi mi copa vacía y lamenté no tener un sorbito más de vino.

—Mujer, seguro que encontráis ese tiempo si te organizas bien. —Miré a Vane con mi cara de «si no fueras mi amiga te insultaría muy fuerte ahora mismo». De hecho, probablemente fue el hecho de que guardara silencio lo que hizo que se diera cuenta de que acababa de ofenderme muchísimo—. ¿Qué? ¿Qué he dicho?

Teo gruñó un poquito. Yo miré el reloj.

—¿Sabes por qué tu vida sexual es tan buena, Vane?

—¿Por qué?

—Porque no tienes hijos —y añadí, maliciosamente—, TODAVÍA —y una risa de Úrsula de La Sirenita anegó silenciosamente todo mi ser—. Bueno, se acabó la hora del vino. Tengo que ir a buscar a Gabi y a Brisa.

—Vale —dijo Vane levantándose y alcanzándome la chaqueta—. ¿Quién es Brisa?

* * *

Después de la cena, mientras la prole al completo jugaba con el escándalo propio de las once de la noche, Didier estaba sacando la ropa mojada de la lavadora y yo fregaba los platos dándole vueltas en mi ignorante cabeza a todas las (im)posibilidades sexuales que Vane me había contado por la tarde.

—Dero —dije, distraída—, ¿tú crees que todavía sabemos follar?

Dero dejó de sacar ropa de la lavadora y me miró con una expresión que sé leer perfectamente porque es la misma que me ponía mi padre cuando le decía que por mi cumpleaños quería un caballo: «¿Pero qué tonterías estás diciendo, Paz?».

—¿Se puede saber qué te ha contado Vane? —dijo al fin con una leve sonrisa.

Me lo pensé un momento.

—Nada —respondí, negando con la cabeza.

—Ya… —Y siguió sacando ropa—. No, Paz. No sabemos. Nuestros hijos han aparecido ahí por esporas. Como los ficus.

—Dero —dije, muy seria.

—Qué.

—No estoy segura de que los ficus se reproduzcan por esporas.

Mamá en busca del polvo perdido

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