Читать книгу Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez - Страница 9
ОглавлениеNo pasa nada. Esto no es como cuando te pasas la cuchilla, que a los dos días ya te está picando todo porque los pelillos salen empujando por lo gordo —por lo gordo del pelito, quiero decir— y es como frotarte un estropajillo por el toto. No, esta mierda es buena: la cera lo saca todo y, aparte de que, cuando sale, sale más suavecito —o eso creo recordar— tarda más en salir, y aún tengo por delante varios días de piel suave, lista para una sesión de sobeteo e introspección bucal, sesión que en mi mente imagino insultantemente larga, como la saga de Fast & Furious.
Me siento más ligera, más ágil y, además, tengo una inquietante sensación de fresquito en el chumi; una cosa parecida a un calambrito, como si pudiera notar cómo se enredan los pelitos que ya no tengo. El síndrome del pelito fantasma. Esto marcha.
Y con este ánimo vigoroso empecé el viernes, que es un día que per se me encanta, porque yo todos los viernes me levanto pensando que al día siguiente es sábado y por fin podré dormir la mañana y eso es algo que necesito mucho. Siempre.
Me levanté al primer toque de despertador. Bueno, en realidad al segundo, pero que solo hay cinco minutos de diferencia y son los cinco minutitos más de rigor, así que me levanté bien de tiempo. Dero sí se había levantado al primer toque y ya estaba haciendo el café cuando yo entré en la cocina.
—Buenos días, amore —le dije poniendo mi más seductora sonrisa mientras le tocaba el culo con una palmada.
—¿Qué te pasa?
—Nada… —le respondí, forzando un poco más mi sonrisa juguetona, para que leyera en ella que estoy TODA depilada—. ¿Por qué lo preguntas?
—Que te hace la boca una mueca. ¿Te duelen las encías otra vez?
Adiós sonrisa.
—Estoy sonriendo, gilipollas.
—¿Y desde cuándo sonríes así?
—… —Definitivamente, ya no sonreía cuando le quité la mano del culo.
—¡¿Qué?!
Que no me lo pones fácil, patán.
—Nada —dije, volviendo los ojos tan hacia arriba que casi alcancé a verme la nuca por dentro—. Voy a despertar a los peques.
Levanté a los mayores, me vestí rápido y saqué a Ronin a hacer sus cosas de Ronin mientras todos desayunaban. Cuando volví a casa, Maya jugaba con su cepillo de dientes y Gabi se sacaba mocos mirando al infinito, aún descalzo, sentado en el sofá.
—¡Venga, chicos! —dije sonriendo, aguantando mis ganas de hacer de altavoz del reloj y pegar un grito—. ¡Pis y dientes!
Les ayudé a terminar de prepararse y, justo cuando los abrazaba antes de que se fueran con Didier, me dio por preguntar:
—¿Qué lleváis hoy de almuerzo?
—No sé —dijeron ambos.
—¿Qué llevan? —pregunté a Didier.
—¿No se lo has puesto tú?
¿Cuándo, Didier? ¿Mientras les ayudaba con los dientes? ¿O mientras estaba en la calle con el perro?
—No. —Decidí que no dejaría que estas pequeñas vicisitudes, normales en nuestra rutina ajetreada de padres de tres, echara abajo mis ganas de «estrenar» mi preciosa depilación—. Venga, no pasa nada. Chicos, hoy lleváis un plátano.
Se oyeron dos larguísimos jos que yo sentí mucho, pero, mira, les viene bien comer fruta, así que tirando que era tarde.
Qué le vamos a hacer.
—Hasta luego, Gabi. Te quiero. —Besito—. Te quiero, Maya. Que tengas un día genial —besito.
—¡Mamá! ¡Que me llamo Isla!
—Hasta luego, Isla —besito.
—¡A ella le has dado dos besos!
—Hasta luego, Gabi —besito.
Tengo que confesarlo: adoro estar con ellos, pero hay días que, cuando se van, respiro hondo y disfruto del silencio. Ojalá pudiera estirarlo aunque fuera diez minutos, pero eso me costaría, muy probablemente, no despedirme del bebé en la guarde y/o llegar tarde a trabajar, así que… Respiré hondo rápidamente y a correr.
Me hice el café con la leche que sobró de sus desayunos, puse la lavadora, estiré sus camas, ordené los cojines del sofá —¿por qué coño nadie más ordena estos putos cojines?—, rescaté unas braguitas de unicornio para echarlas a lavar y… ¡Joder! Estaba segura de que había dejado cargando mi cepillo de dientes, pero estaba enchufado el de Dero. Así que a mitad de faena el cepillo se me quedó sin batería. Estupendo.
* * *
Un poco antes de las nueve y cuarto, con el corazón encogido y un bebé lacrimoso en la teta izquierda, estaba escuchando el cariñoso comentario de Carla en la puerta de la escuelita:
—Es que Marisol cree que el problema es la teta, que si no le dieras él se quedaría más tranquilo.
Marisol puede meterse en sus asuntos y dejarme tranquila.
—¿Y tú estás de acuerdo con eso?
—Yo no soy la que manda aquí, Paz —se limitó a responder Carla, encogiéndose de hombros—. Tengo que decirte lo que me dice ella.
Justo en ese momento una madre a la que conozco de vista del barrio posaba a su hijo en la puerta con otra de las cuidadoras y se iba corriendo, dejando a su peque llorando a moco tendido.
—¿Y ese por qué llora?
Carla sonrió y se encogió de hombros otra vez. Aquí a nadie parece importarle que lloren los bebés. Ya no te digo lo que importa que lloren las mamás.
* * *
—Paz, es que ya no sé cómo decírtelo. No podemos seguir así.
—Lo sé, Vicente, lo sé. Lo siento.
—No sirve lamentarse: lo que sirve es resolver el problema.
¿Eso qué lo has sacado, de un póster motivacional de gatitos? ¿Eres coach ahora o qué, Vicente?
—Ya, Vicente, pero es que es el autobús.
—Pues coge el anterior.
Qué cachondo, Vicente. Qué clarividente que eres. Esta empresa se mantiene en pie por tus grandiosas ideas. ¡Qué coño! Tú solito mantienes España entera en pie.
—Vicente, el anterior me pasa media hora antes, no puedo… De verdad que no me da tiempo. Sería un caos en casa y yo llegaría aquí media hora antes. ¿Qué hago media hora en la calle sin hacer nada?
—Pues ven en coche, Paz, o volando. Arréglalo como quieras, pero si sigues llegando tarde hablaré con recursos humanos y veremos qué medidas tomar.
No le quedó muy fino el jefe moderno. No gritó, pero fino, lo que se dice fino, pues tampoco lo vi. «Hablaré con recursos humanos y veremos qué medidas tomar» es el nuevo «te mando a la puta calle». Así que nada. A partir del lunes tendré que ir a trabajar en coche. Habrá que reorganizarse. Con suerte, no demasiado. Aunque adiós a mi ratito diario de lectura en el autobús.
Mierda.
—¿Cómo vas con los cursos?
—¿Cómo que cómo voy? No voy.
—¿Cómo que no vas?
—No tengo las claves de acceso.
—¿No se las has pedido a Lucía?
—No… ¿No me dijiste que le ibas a decir tú que me las mandara?
—¿Y ves que no te llegan y no se las pides? A ver, Paz, que estamos a 17, se nos echa el mes encima… —y bufó, claramente molesto—. Vale. Ya se lo recuerdo luego.
—Muy bien, Vicente.
Pero a Vicente debió olvidársele «esta cosa tan importante y urgente», porque era la una y media de la tarde y yo no había recibido nada. Así que a mediodía, justo antes de irme, asomé la nariz por el despacho de Lucía para recordarle, por favor, que me enviara las claves para acceder a los dichosos cursos. No vaya a ser que luego tengan que restarme puntos extra.
* * *
Le conté las novedades a Dero durante la comida.
—Y nada, que me tocará ir en coche.
—Pero si está fatal para aparcar y encima es zona azul. ¿Te van a pagar la ORA?
—Sí, seguro que sí, ja, ja, ja. Intentaré aparcar un poco más arriba, que ya no hay zona azul, e iré andando que son diez minutos.
—Bueno —dijo Dero con el gesto torcido—, si no hay más remedio… ¡Ah! Acuérdate que este domingo es el cumpleaños de Iris.
—Sí, sí, me acuerdo.
—¿Podrás comprar tú el regalo?
—¿Pero no ibas a comprarlo tú?
—¿Y cuándo lo compro, Paz? Llevo toda la semana a turno partido.
—Joder, es verdad… Vale, voy yo, pero que sepas que te acabas de cargar el rato de parque de esta tarde de Isla.
Maya lo miró de lado y apretó mucho el entrecejo, pero mucho. Tanto que yo aún no descarto que esta niña nos salga jedi, porque creo que a veces —como hoy— practica para separar, con un grado satisfactorio de dramatismo, las cabezas de sus cuerpos. Por suerte para Dero es un arte que aún no domina. Aún.
Mientras amamantaba al bebé —que hoy tampoco ha querido comerse lo que tenía en el plato porque, según su criterio, el suelo ha de tener más hambre que él—, Dero sacó a Ronin y yo les pedí a los niños que le dieran de comer a Gatalina. A las cuatro de la tarde Dero se fue hacia el trabajo —por fin se acaba la semana de turno partido. Joder, cuánto la odio— y yo hice el esfuerzo de salir aprisa de casa para que los niños pudieran disfrutar de un ratito de parque antes de las clases de baile de Maya. No sin primero pararme un momento a rellenar el cuenco de Ronin y, de paso, el de Gatalina, porque Ronin se había comido todo el pienso de la gata al volver de la calle.
A ver, confieso que, antes de ponerme a dar paseos buscando un regalo improvisado, miré en Amazon, porque maldita la gana que tenía yo de patear tiendas con el bebé cargado en la mochila, menos aún en el barrio de las clases de baile, que hay una tienda cada tres calles porque son todo bares y locales de actividades. Y un karaoke. Pero nada de lo que me gustaba llegaría el sábado, así que no arriesgué. Gabi y yo nos ocupamos de buscar algo mientras Maya lo daba todo en la clase que tocaba hoy: baile moderno.
Al final compramos lo que nunca nos falla: un libro. Por varios motivos: con un libro quedas de puta madre porque estás regalando cultura y, además, ¿quién se atreve a quejarse porque le regalen un libro? Nadie. Nadie se atreve a decir en voz alta «es que a mi hijo/a no le gusta leer». Eso no pasa. Así que recorrimos andando las doce calles que separan la escuela de baile con la librería de mi amigo Rafa y compramos uno sobre una niña a la que echaban del colegio por decir muchos tacos, que los tacos siempre son una buena combinación con los niños.
Cuando recogimos a Maya a las seis y media, Lola, la profesora, me comentó que en breve nos mandarían un mensaje con «la nueva equipación para llevar a las clases» porque a partir de la semana que viene empiezan con lo nuevo: flamenco. Que mira que a mí jamás en la vida me ha gustado el flamenco, pero es que si la niña me sale más del revés que yo me nace con las orejas detrás de las rodillas. Pero acepté las noticias, feliz. ¿Por qué? ¿Porque quiero que mi hija esté contenta haciendo lo que más le gusta? No. Bueno, que eso está muy bien, a ver, pero no: acepté feliz porque hoy la niña tuvo baile, y el mayor se pateó conmigo una docena de calles buscando un regalo para Iris, y el pequeño no se echó la siesta. Y el fresquito de mi toto, que sacudía unos pelitos que ya no estaban ahí, me decía a gritos que los niños se dormirían temprano.
* * *
El primero en caer fue el bebé, y, mientras Gabi y Maya jugaban su ratito de rigor antes de irse para la cama y Didier fregaba los platos de la cena, yo vi el momento claro:
—Dero, me voy a dar una ducha rápida, ¿vale?
Me metí en la ducha con el agua calentita —a ratos quemaba un poco, porque Dero seguía con los platos, pero nada que mi ímpetu amoroso no pudiera superar— y comprobé satisfecha que ya no tenía ningún recóndito pegote de cera por ahí escondido —aunque la falta de tironcitos a lo largo del día ya lo habían anunciado—. Didier se asomó por la puerta del baño:
—Los peques ya están en la cama. Voy a sacar a Ronin.
Salí rápido de la ducha y recuperé de su escondite —a.k.a.: el armario de las toallas— el bote de crema del Mercadona: mango y fruta de la pasión.
¡Oh, sí! ¡¡Esto funciona, esto funciona!!
Me embadurné de crema de arriba abajo, salvando algunas partes delicadas porque, a ver, eso al olfato es agradable, pero al gusto lo mismo sabe ácido o ve tú a saber, así que había que ir con cuidado.
Cubierta con el suave albornoz que me había autorregalado por Navidad, fui a darles un beso de buenas noches a los niños. Maya ya dormía. Cuando empecé a leerle Harry Potter a Gabi, oí a Dero volver con Ronin. Gabi se durmió antes de haber terminado la segunda página.
¡Bien, bien, bien!
Me ceñí el cinturón del albornoz para marcar cintura, me aseguré de tener las tetas en posición sexi —es decir: con los pezones apuntando el frente— y dejé caer «descuidadamente» un hombro del albornoz, por aquello de darle a todo una apariencia casual y NADA premeditada. Me revolví el pelo, y me fui derechita al salón dispuesta a darlo todo en ese sofá maravilloso. Que está destrozado, con manchas y lleno de muelles de saltar tres criaturas —dos de ellas, por cierto, concebidas en él—, pero maravilloso igualmente.
Dero estaba allí sentado, mirando la tele como quien mira el vacío abisal de una existencia fútil e incierta. Me senté a su lado y le eché una pierna por encima, mientras con un dedo jugaba con un rizo de mi pelo. Me miró, arrugó ligeramente las cejas e hizo una mueca.
—¿A qué hueles?
Hice acopio de toda la teatralidad aprendida en mi infancia en las telenovelas que veía mi prima y me incorporé de un salto, agarrándole por el cuello.
—¡A PASIÓN, AMORE! —le dije, juraría que con un poco de acento venezolano.
—¿A qué?
—Que huelo a fruta de la pasión.
Dero olfateó un rato, arrugando la nariz, con gesto desagradable. Yo estaba flipando mucho porque, a ver, no esperaba que me agarrara de repente y me empotrara contra la pared —o bueno, a lo mejor un poco sí—. Pero, vamos, que lo que no me esperaba era que pusiera esa cara que estaba poniendo.
—¿Es la crema del Mercadona?
Hostia, qué pasa: ¿ahora eres experto en potingues?
—S… Sí.
—Ya decía yo —me dijo—. Es la que usa mi madre.
¡¡PERO QUÉ ME ESTÁS CONTANDO, MANOLO!!
—¿Que qué?
—Es la que usa mi madre. Se pone como una loca cuando reponen en el súper porque dice que se agota rapidísimo. Cada vez que pilla un bote anda todo el día pringándose. Luego voy a verla y me tiene toda la tarde oliéndole las manos.
—Ah. —Lo vi venir—. ¿Y te gusta?
—Hombre, cari… A ver, me gusta… Pero es que es olor de señora. Huele como mi madre.
Puta vida, tete. No puedo follar sabiendo que huelo como mi suegra. No es que no pueda follar si huelo como mi suegra, es que no puedo follar CON DIDIER si huelo COMO SU MADRE.
—A ver, amor —me dijo el pobre, tocándome la pierna, quizá adivinando en mi cara que el hombro caído de mi albornoz no era casual—, que podemos…
¡¿PERO QUÉ DICES, DESVIAO?!
—No, no, cari… —suspiré, quitando su mano de mi pierna. Aquello no tenía NADA que ver con lo que yo había imaginado—. Mejor, déjalo. Ya mañana, si eso.