Читать книгу Mamá en busca del polvo perdido - Jessica Gómez - Страница 6

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Hubo una época en la que yo tenía tiempo —y me sobraba— para ir, por lo menos por lo menos, una vez al mes a hacerme la cera en todo el cuerpo. Luego nació Gabriel y, salvados sus primeros meses de vida, recuperé la costumbre, aunque en lugar de una vez al mes, pues bueno… Cada tres meses o así me pasaba por allí a que me dejaran lisa y limpita. Y poco antes de que naciera Maya recuerdo perfectamente que estaba espatarrada en la camilla con las ingles dispuestas a entrar en faena, y Eva me dijo, desde esa posición de autoridad que solo un palito untado en cera caliente puede otorgar:

—Maja, menuda pelambrera tienes aquí. No sé si voy a tener cera bastante para quitarte todo esto.

A lo cual respondí en forma de promesa:

—Ya, es que me he organizado fatal… Pero ahora con la segunda, como ya tengo práctica del primero, seguro que todo será más fácil. Así que me voy a organizar bien y voy a volver a venir una vez al mes por lo menos.

Y esa fue la última vez que me hice la cera.

¿Por qué? Pues porque nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para creer que lo sabes todo y, en consecuencia, escupir gilipolleces que luego te tendrás que volver a tragar.

Así que, desde que nació Maya, depilación de vez en cuando a cuchilla y, también de vez en cuando, unas pincitas en las cejas. El bigotillo nunca más, porque lo de las cremas —una cosa tan de mi madre— no termina de encajar conmigo y, sobre todo, porque hay algo dentro de mí que se resiste a ver mi propia imagen en el espejo afeitándome el bigote con una maquinilla igual que mi padre. De hecho, desde que nació Teo —y de eso hace más de un año—, tampoco he vuelto a depilarme las cejas. Aunque no me preocupa, porque por lo que veo en Instagram me parece que depilarse las cejas ya no está de moda.

Pero el SEÑOR POLVAZO que voy a echar con Didier, en mi mente, implica muchas cosas; como un montón de tequieros y guarradas a la oreja, bastante de mirarse a los ojos y sonreír como si fuera la primera vez que nos vemos en un largo tiempo y muchos, muchos minutos de caricias, de estas de «disfrutar cada centímetro de nuestra piel». Y las caricias a contrapelo no son eróticas, así que vamos a empezar preparando el terreno: me voy a hacer la cera. Y puede que después me vuelva loca e incluso me ponga cremitas perfumadas o alguna cosa de esas. Dero y yo llevamos sin tocarnos desde el incidente de la rodilla, pero no podremos resistirnos a una piel suave que huela a… No sé, ¿a qué huelen esas cremas?

Como muestra de mi renovada energía y de mi ánimo de volver a dominar mi vida y hacer que las cosas cambien, hoy me levanté al primer toque de despertador. Oí a Dero levantarse en la habitación de al lado —porque anoche Gabi nos pidió muy por favor y muy fuerte que si podía dormir conmigo y su hermanito, así que se intercambiaron el sitio—. Me fui a la cocina a ponerme con los desayunos de los niños y, justo cuando le iba a preguntar a Dero si quería el café frío o caliente, oí la ducha. Me asomé por la puerta del baño:

—¡Iba a ducharme yo!

—¿Y yo qué sabía?

—… —Apreté los labios.

—¿Qué?

Pensé: Podías haber preguntado. Dije:

—Nada.

Esto suponía un ligero contratiempo, porque no puedo ir a hacerme la cera sin ducharme antes, pero seguro que encontraba un rato.

Puede que después de comer, antes de llevar a Maya a la clase de pintura… Tendré que comer rápido.

Volví a la cocina y rematé los desayunos de los niños: tostadas con mantequilla y unas rebanaditas de plátano. Cuando abrí el armario de las mierdas azucaradas para coger unas pocas lágrimas de chocolate negro —que les pirran con el plátano—, una de las bisagras se desencajó y la puerta me aplastó el pulgar.

¿Por qué, oh, Hado Adverso? ¿Por qué cada vez que quiero mejorar mi vida me castigas?

Me asomé otra vez a la puerta del baño, chupándome el dedo.

—Dero, se ha roto una bisagra del armario de las mierdas. ¿Lo podrás arreglar?

—Claro.

—Pero ¿pronto?

—Que sí, que sí. Esta semana lo hago.

—Ya…

En fin. Los desayunos son uno de los motivos por los que ahora mismo les caigo mal a mis hijos, desde que hace dos semanas les dije que el azúcar se iba a acabar en esta casa, pero me consuela pensar que tal vez, cuando crezcan, sea uno de los motivos por los que me quieran más. Les preparé también dos bocadillos de queso que guardé en las mochilas, puse los desayunos en la mesa, acompañados de dos vasitos de leche, y fui a por ellos.

Mientras Dero llevaba en brazos a Maya hasta la mesa, yo desperté a Gabi con mucho —muchísimo— cuidado de no despertar a Teo, porque que el bebé se despierte antes de tiempo puede alterar toda la estructura de la realidad contenida en mi casa por las mañanas. Mi prepubescente de diez años tenía mimito, lo llevé en brazos a él también hasta la mesa y le di un beso en la cabeza a mi hija, que en ese momento miraba sus rodajas de plátano con cara de asco:

—Buenos días, Maya.

Y Maya me dio los buenos días con esa combinación que solo le he visto hacer a ella: poner cara triste y hablar con voz enfadada:

—No quiero llamarme Maya.

Ya empezamos. Mil páginas de internet, doce candidaturas, dos meses de dudas y una discusión con su padre para elegirle nombre, para que ella se lo cambie todas las semanas.

—Ah, ¿no? ¿Y cómo te quieres llamar?

Entonces se le iluminó la cara —porque obviamente había elegido el nombre más increíble del mundo— y dijo feliz y sonriente:

—Quiero llamarme Isla.

—¿Isla?

—Sí.

—Pues muy bien, Isla —le dije, dándole una palmadita en el hombro—. Es un nombre precioso. Cómete el plátano rápido que se nos hace tarde.

Dero, ya vestido, apareció por el pasillo con la ropa de los niños.

—Es al revés.

—¿Qué es al revés?

—Que hoy es martes, la que tiene gimnasia es Maya.— Le cogí la ropa de los brazos y lo miré con un poco de condescendiente amabilidad—. Vete a desayunar, anda, que ya se la cojo yo.

Cambié rápido los leggings de Maya por su chándal, y el chándal de Gabi por… Bueno, por el otro chándal de Gabi; el que se pone los días de no-gimnasia. Le grité a Gabi que le diera de comer a Gatalina y fui a vestirme rápido mientras Dero salía de casa con Ronin, que bajaba las escaleras como si hubiera nacido con el único propósito de hacer pis. Tengo la teoría de que los perros tienen un código secreto y que el primero en mearse en el único arbolito de mi calle se lo queda el resto del día.

A las ocho y media en punto mi marido y mis dos hijos mayores salían por la puerta de casa. En la cocina, Gatalina me miraba suplicante junto a un comedero vacío. Aproveché la leche que los niños habían dejado para hacerme el café —por el que en ese momento sentía más deseo del que jamás podré sentir por hombre alguno—, y me lo tomé de un par de sorbos mientras echaba de comer a la gata y al perro. Fui a ordenar rápido el sofá: quité los pijamas del respaldo, coloqué los cojines y, ¡oh!, sorpresa: unas braguitas de Frozen por ahí escondidas.

Estoy hasta las narices de recoger ropa sucia cada día en el sofá. Voy a empezar a tirarla, ya verás cómo espabilan cuando se queden sin ropa interior.

Eché un ojo a Teo para asegurarme de que seguía durmiendo plácidamente. La experiencia me decía que eso podía cambiar en cualquier momento, así que fui volando a peinarme y a lavarme los dientes. Habría jurado que antes de irme a dormir había dejado mi cepillo de dientes eléctrico cargando, pero en su lugar estaba el de Didier, así que tuve que cepillarme los dientes con un cepillo eléctrico apagado. A mi periodoncista esto no iba a gustarle nada.

* * *

A las nueve y cuarto llegué con Teo a la puerta de la guardería, a cuatro calles de mi casa. Es el peor momento del día, con diferencia. Si existe una forma de hacer entender a mi bebé de un año y medio que no voy a abandonarlo para siempre y que, si pudiera, me lo llevaría conmigo al trabajo, yo no la conozco. Y si existe una forma de hacer que ninguno de los dos esté llorando a moco tendido a las nueve y veinte, tampoco sé cuál es.

—Pero, mujer, tú no llores —me dijo, con toda su buenísima voluntad, la cachonda de la cuidadora—. Si luego él está supercontento y de ti ni se acuerda.

No me consuela que me digas que mi bebé adorado se olvida de su madre en cuanto me pierde de vista, ¿sabes? Además, sé que me mientes. No me mientas, joder.

—Carla, llevamos así un mes. Yo creo que algo no estamos haciendo bien…

Teo empezó a balbucear «tita, tita»entre un sollozo y otro, así que lo cargué sobre una cadera y me saqué la teta izquierda para calmarlo un poco. Carla me miró con ternura, y me dijo sonriendo:

—Marisol cree que este es el problema.

Marisol que se preocupe de gestionar papeles y hacer cuentas, y que me deje a mí la educación de mi hijo, por favor.

—Ya —contesté—. Bueno, no sé, ya veremos.

Me di cinco minutos más para amamantar y achuchar a mi bollo y, con el corazón descosido, dejé a Teo en brazos de Carla, esa arpía malvada que cuida a mi hijo pequeño y hasta osa darle de comer mientras yo no estoy.

Cogí el autobús por los pelos, y aproveché el trayecto para poner en marcha mi plan. Saqué el móvil y busqué en la agenda. No tenía el número —debí perderlo en algún cambio de teléfono—, pero ahí estaba Google para solucionarme la papeleta. Llamé.

—Crème Vanille, buenos días.

—Hola… ¿Eva?

—No, Eva no llega hasta las diez. ¿Le quieres dejar algún recado?

—No, no, no hace falta. Quería ver si podría pedir cita para esta tarde.

—¿Para qué sería?

—Quería… —Noté en el cuello la mirada de la señora sentada a mi lado, esa sensación certera de que alguien sin nada mejor que hacer está pendiente de tu conversación. Intenté bajar un poco la voz—. Quería hacerme la cera.

—¿Qué zona?

Miré de reojo a la señora. Sí, claramente tenía la antena puesta. Bajé la voz otro poco.

—Todo.

—¿Todo qué?

Joder, qué pesada.

—Pues todo.

—¿Labio, cejas, axilas, piernas e ingles?

No, coño, tanto no.

—Tanto no.

—¿Entonces?

La señora me seguía mirando. Aquello era ridículo.

—Piernas e ingles.

—¿Completas o brasileñas?

—¿Qué?

—¿Completas o brasileñas?

Ya te había oído la primera vez, boba, es que no tengo clara la diferencia.

—No lo tengo claro. ¿Lo puedo decidir después?

—Sin problema. A las cinco hay sitio.

A las cinco no me da tiempo.

—A las cinco no me da tiempo a llegar. ¿Podría ser un poco más tarde?

—Más tarde ya está todo cogido. Solo me queda a las cinco, y si no para el jueves.

—Ok. A las cinco entonces.

Bueno, Dero puede llevar a Maya a pintura y también a Gabi y a Teo. No hay problema.

—¿Tienes ficha de clienta?

No sé si es que yo empezaba a caerle plasta o que la tipa estaba masticando chicle, pero no me gustaba nada el tonito que estaba cobrando la voz al otro lado del teléfono.

—Pues no lo sé…

—¿Cuándo fue la última vez que viniste?

—Pues tampoco lo sé…

Y oí una exhalación al otro lado de la línea.

Perdona, tía petarda: ¿ACABAS DE SUSPIRAR?

—Bueno, pero hará menos de un año, ¿no?

—No, no. Más de un año seguro.

—Uy, cariño, entonces ya no tienes. Todas las fichas de más de un año las borramos.

Me han borrado. Una tiene hijos y la borran de la vida. Sacadme la sangre, donad mi cuerpo a la ciencia, quedaos con mi móvil, qué importa ya…

—Pero no te preocupes —siguió la voz del chicle— que te hacemos otra sobre la marcha.

—¡Ah, ok! ¡Gracias! —respondí animada—. Hasta esta tarde.

Colgué y miré a la señora de al lado que, automáticamente, giró la cabeza para mirar por la ventanilla con disimulo. Puede que tenga una mente algo retorcida, pero preguntándome a qué vendría la intriga de la mujer por mi cruzada depilatoria no pude evitar pensar si no sería simple y sana curiosidad, teniendo en cuenta que sus cejas no estaban hechas de pelo, sino que estaban asimétricamente dibujadas por una delgada línea de lo que parecía perfilador de labios marrón. Preferí ignorarlo y darme a mi pequeño placer de todas las mañanas —que es el único ratito que consigo tener para ello en todo el día—: sacar mi libro del bolso y leer sin más distracción que una voz ocasional anunciando la próxima parada. Estoy leyendo a Pratchett. Madre mía, qué placer.

* * *

No sé cómo lo hace, pero el autobús siempre consigue transmitir al universo el estado temporal con el que yo llego a la parada. Si yo llegaba temprano —aquellos tiempos en que conseguía ir temprano—, parecía que las calles se abrían a su paso para que él avanzara raudo y yo pudiera llegar a mi destino con tiempo para, incluso, tomarme un café rápido antes de entrar a trabajar. Sin embargo, otros días, como hoy, es como si el conductor quisiera hacer patente para que lo vea todo el mundo que yo voy con el tiempo pegado al culo, y para ello el autobús llegó tarde a mi parada. Y yo llegué cinco larguísimos minutos tarde al trabajo.

Me fui a mi mesa, encendí el ordenador y abrí el Illustrator pensando que nadie, salvo Javi y María —cuyas mesas lindan con la mía al frente y a la izquierda—, se habría dado cuenta. Pero antes siquiera de haberme puesto las gafas, la nariz del jefe asomó por encima del panel que separa mi mesa del pasillo imaginario que, a su vez, nos separa a los de diseño con la zona de muestras e impresión.

—¿Acabas de llegar, Paz?

No.

—Sí.

—¿Podemos hablar un momento?

No quiero.

—Claro.

Vicente es uno de esos jefes que quieren ser modernos y comprensivos, y para conseguirlo lo que hace es echarte la bronca sin gritar —cosa que agradezco mucho— y sin usar insultos —cosa que agradezco aún más—, pero la bronca, llevar, te la llevas igual. Y, además, te jode el doble porque, como te lo dice sonriendo y de buen rollo, pues al final sales hecha mierda porque si al menos te gritara, podrías irte pensando que es un gilipollas y así equilibrarías la situación, pero como es muy guay y muy amable, pues eso: que sales hecha mierda. Que su despacho de jefe moderno no tenga paredes porque quiere «ser uno más entre sus empleados» no ayuda a mejorar la cosa, porque estar estarás en su mesa, pero oír, lo oye todo el mundo.

—A ver, Paz, yo entiendo que necesitas un tiempo para readaptarte al trabajo, pero es que hace ya un mes que volviste de la excedencia y estás llegando tarde casi todos los días —dijo mientras me hacía un gesto con la mano para que me sentara, aunque él se quedó de pie apoyado en el pico de la mesa, lo que hizo que yo tuviera que levantar mucho la cabeza para poder mirarlo. Esta técnica es de primero de mafioso—. Si encima de que estás con jornada reducida me llegas tarde a diario, ¿el trabajo cuándo me lo resuelves?

—Ya, Vicente, perdona. Es que dependo del autobús…

—Pues tendrás que coger el autobús antes.

—Vicente, si pudiera hacer eso, ya lo habría hecho. Es que no me da tiempo a coger el anterior, si no Didier y yo no nos arreglamos con los niños.

—¿Y pretendes repercutir en el trabajo tu falta de organización en casa?

Ahí estaba. Ojalá me hubiera dicho eso gritándome para poder llamarlo gilipollas, aunque solo fuera en mi mente. Pero no: me lo dijo con su voz de colega que intenta hacerme ver una cosa obvia, como cuando yo le pregunto a Gabi: «¿Y estás esperando a ver si tus platos se recogen solos?».

Qué hijo de puta, Vicente.

—Lo siento, Vicente.

—Mira, Paz, soluciónalo como quieras, pero soluciónalo. Entiende que no es justo para el resto de tus compañeros.

—Vale, Vicente.

Me levanté para irme y, cuando tenía el culo a media asta, añadió:

—¡Ah! Y aún tienes que hacer las dos formaciones que te faltan.

Me pregunto si mi cara de conejito ante un camión en la autopista fue muy evidente para él porque siguió:

—Las que hicieron los demás mientras estabas de excedencia. Ponte al día. Y tienes de tope hasta que termine el mes o no nos entra para las subvenciones. Luego le digo a Lucía que te mande las claves de acceso.

—Va… Vale.

Se hizo un silencio un poco incómodo, como si Vicente quisiese echarme de su mesa de una puta vez, pero no quisiera ser grosero —porque es un jefe moderno— y yo no supiera si ya tenía permiso para que mi culo recorriera la otra mitad del camino hasta la verticalidad. Al final, Vicente tosió, y yo me fui, creo que aún ligeramente encorvada.

* * *

Recogí a Teo en la escuelita a las dos y media, nos fuimos a casa y, en cuanto abrí el portal, oí gritos que sospeché serían de Gabi y Maya, discutiendo a saber por qué. Tal vez uno le hubiera dado un mordisco demasiado grande al pastel imaginario del otro.

Cuando llegué al tercero, antes de abrir la puerta, oí también a Didier, coherente como solo él sabe serlo, gritándoles a los niños que no quería seguir oyendo gritos. Mi bebé y yo nos miramos y creo que los dos dudamos si abrir la puerta número dos o quedarnos con el apartamento en Torrevieja. Pero, venga, a esta casa se viene a jugar: abrimos la puerta y adentro.

Dero había hecho para comer unos elaboradísimos y complejos macarrones con tomate. Insistí en añadir un par de latas de atún para que al menos los niños comieran algo de proteína, para su disgusto.

—Venga, Maya, si hasta ayer te gustaba el atún…

—¡Que no me llamo Maya! ¡Que me llamo Isla!

—Pues más a mi favor. A las islas les gustan los atunes. —Miré a Dero pensando ya en mi plan para esta tarde, e intenté sacar una sonrisa en «código pareja»: con una evidente intención traviesa para nosotros, pero sutil como para que la pillaran los niños—. Esta tarde tengo que ir a un sitio a las cinco.

—Ni de coña.

Pues no me ha funcionado el «código pareja».

—¿Cómo que ni de coña?

—Paz, que yo esta tarde trabajo.

—¡¿Pero cómo que trabajas?! ¿Esta semana no estabas solo por las mañanas?

—No, le cambié el turno a Aitor, te lo dije el viernes.

—Creía que era solo ayer…

—No, amore. Voy toda la semana a horario partido.

—¡Mierda!

Unas risitas tras unos platos de pasta con el atún intacto confirmaron que mamá había dicho «mierda» muy fuerte. Teo, por su parte, lanzó tres macarrones por el aire que fueron a estrellarse contra la nevera, en prueba de disconformidad. O de conformidad, yo qué sé.

—¿Era importante? —preguntó Dero—. ¿Llamo a mi madre?

—¡NO! O sea —rectifiqué, bajando decibelios—, no, no, tranquilo. No es urgente, lo puedo cambiar.

A las cuatro en punto de la tarde Dero se fue y yo llamé al Crème Vanille —que yo nunca entenderé por qué Eva le puso un nombre tan rebuscado, si ella es de mi barrio de toda la vida y no ha pisado Francia desde que tenía ocho años y la llevaron a Disneylandia. Con lo bonito que habría sido que le pusiera al sitio el nombre de su padre: Emiliano. Que vale que tiene mala rima, pero a Emiliano lo conoce todo el mundo. Lo habría petado—.

—Crème Vanille, buenas tardes.

Qué suerte la mía, la del chicle otra vez.

—Hola, soy Paz Noriega, tengo cita a las cinco… —suspiré, resignada—. ¿Podríamos cambiarla para el jueves?

Estoy segura de que oí su cara de indignación por anular una cita con tan poco tiempo. Tengo la habilidad de oír las caras. Y también la de ponerme la pierna por detrás de la cabeza, pero a esa —increíblemente— le saco menos partido.

—Muy bien, señora Noriega. Le pongo el jueves a las cinco.

Hubo un tiempo en que el «señora Noriega» habría desatado la furia en mí. A mis poquísimos treinta y nueve años ya estoy, tristemente, acostumbrada. Malditos.

—De acuerdo, gracias.

Muy a mi pesar no me quedó otro remedio que implicar a mi madre en mi plan. Abrí la agenda del móvil y toqué su nombre.

—Hola, mamá.

—¡Hombre, buenos ojos te oigan!

Me prometí a mí misma que, por muy madre que yo llegue a ser y por muchos nietos y bisnietos que llegue a tener, jamás diré una frase como esa. Aunque una voz dentro de mí me susurró: «Este será otro yonunca que te acabarás tragando».

—Mami, necesito pedirte un favor. ¿Podrías quedarte con los niños este jueves por la tarde? Tengo que ir a un sitio.

—¿Adónde?

Sabía que no podría evitar darle detalles: era una batalla perdida antes de empezar, un duelo de espadas al que yo acudía armada con un calcetín, así que ni lo intenté.

—Voy a hacerme la cera.

—¡Hombre, qué bien! ¡Ya era hora de que te arreglaras un poco!

—Sí, ya…

—Es que, hija, no te cuidas nada —y continuó un murmullo constante de amoroso reproche materno que se fue volviendo un poco inaudible mientras yo intentaba cerrar la conversación.

—Ya, mami, ya, oye, escucha, que no me puedo liar, que tengo que llevar a Maya a pintura y estoy sola con los tres.

—Vete limpia, ¿eh? ¿Tienes ropa interior limpia? —seguía el murmullo.

—Mamá, sí, mami, que tengo que colgar. ¿Te parece bien si te los llevo después de comer?

—Vale, sí. ¿Y a la peluquería cuándo vas?

—Te veo el jueves, mami, ¿vale? Muchas gracias.

Respiré hondo al colgar. Tocada, pero no hundida.

Maya apareció por mi izquierda, con sus largos — largos largos— rizos al viento y un papelito doblado en la mano.

—Traigo carta del cole.

—Ah, muchas gracias, Isla.

Abrí el papelito:


Me cago en la puta.

Pues empezamos bien.


Mamá en busca del polvo perdido

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