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Yo no iba con mi madre cuando alquiló el apartamento. (¡Por supuesto!) La gente me vio cuando nos mudamos, pero supongo que me tomaron por algún crío que mi madre había empleado para ayudarla. No se dieron cuenta de la verdad hasta la mañana siguiente cuando salimos hacia el instituto donde iba a ser inscrito.

Nuestro apartamento estaba en un complejo de edificios de los llamados «ajardinados», cerca del East River. «Ajardinados» significaba que había zonas de césped que separaban los diferentes edificios. Cuando pasamos entre ellos, mi madre se aseguró de que todo el que estuviera mirando (que debía de ser la mayoría de los otros inquilinos) conociese mi verdadero estatus. Parloteaba y me sonreía con esa vivacidad tan suya, apretando mi mano de vez en cuando o dándome un rápido apretón de hombros con un brazo.

—¿No es un lugar precioso, Allen? —dijo, alegre—. Seguro que vamos a ser muy felices aquí, ¿no crees?

—Precioso. Seguro —contesté.

—¿Qué dices, cariño?

Le dije que estaba respondiendo a sus dos preguntas: era un lugar precioso y seguro que íbamos a ser muy felices allí.

Bajó la voz un poco y sus ojos mostraron preocupación.

—Esto puede ser el comienzo de una vida maravillosa para ti, Allen. Lo aprovecharás, ¿verdad? ¿No le causarás más problemas a tu madre?

—Sí y no —repliqué.

—¿Qué quieres decir, cariño?

—Sí, lo aprovecharé. No, no le causaré más problemas a mi madre.

—Veamos... ¿Cuándo tienes la cita con el psiquiatra, esta semana o la que viene?

—La que viene. El lunes por la tarde.

De nuevo me lanzó una mirada preocupada.

—Parece que no estás muy comunicativo esta mañana, Allen. ¿Te preocupa algo?

—Estaba preguntándome una cosa —le expliqué—. Un par de cosas.

—¿Sí?

—Por qué tuviste que casarte con un negro...

La alegre sonrisita desapareció de su rostro.

—¡Oh, Allen! —exclamó.

—Y si tenías que hacerlo, por qué no pudiste elegir a uno con la piel clara.

Seguimos caminando hacia el instituto por el paseo que había junto al río. A lo lejos, más allá de Hell Gate, el sol de la mañana pintaba Manhattan con asombrosos tonos pastel.

—Allen —me dijo—. Creía que me habías prometido que no ibas a causarme más problemas.

—Yo no soy el que te causa problemas. Los causan las circunstancias. Y tú controlas las circunstancias.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—Piénsalo —le contesté—. Piensa en mí, cuando llegue a casa un par de horas antes que tú esta noche y todas las noches...

—¿Y qué?

—Nos hemos trasladado a un lugar bastante lujoso, todos blancos, clase media alta... Tendrán guardias de seguridad por todas partes. ¿Qué crees que sucederá cuando aparezca un negrito y se disponga a entrar en uno de los apartamentos?

—¡Tienes derecho a estar allí, Allen! ¡El mismo derecho que cualquier otra persona!

—Claro, claro que sí —repliqué.

Suspiró y volvió la cabeza para contemplar un remolcador que venía río abajo. Cuando estuvo a nuestra altura, nos separaba una distancia de unos cien metros. Dos miembros de la tripulación estaban apoyados en la borda; se habían quedado embobados mirando a mi madre y probablemente se preguntaban qué estaba haciendo con un crío negro. Alguien de a bordo, tal vez el capitán, hizo sonar la sirena simulando un silbido de admiración.

Mi madre se echó a reír y los saludó con la mano. Yo les hice burla llevándome el pulgar a la nariz. Ella volvió a suspirar, vaciló, e hizo que me sentara en uno de los bancos que había junto al río.

—No te preocupes pensando que vas a tener problemas, Allen —me explicó, tranquila—. La empresa que se ocupa de los apartamentos está haciendo grandes esfuerzos para asegurarse de que no surja ninguno. Tuve una pequeña conversación con ellos antes de alquilar el apartamento. Les hablé con gran firmeza de las realidades de la vida; además, recientemente han estado bajo considerable presión por parte de las autoridades del Departamento de Vivienda. Así que...

—Ya veo —le dije—. Soy la «prueba A», ¿no? La prueba de que ellos no discriminan a los negros. Quizá podría sacarles algo de pasta por vivir ahí.

Bajó la mirada mientras retorcía su pequeño pañuelo entre las manos.

—No quería decírtelo —explicó—. No encontraba forma de hacerlo con tacto, para que no te resultara ofensivo, así que no iba a contarte nada. Pero cuando he visto lo preocupado que estabas...

—Las tribulaciones de la maternidad —dije—. ¡Oh, haces que se me parta el corazón!

—Allen. Tan sólo dime qué quieres que haga. ¡Dímelo, y lo haré!

—No, no lo harás —repuse.

—¡Por supuesto que sí! Haré cualquier cosa por verte feliz.

—Está bien —dije—. Invierte el proceso de mi nacimiento. Devuélveme al lugar de donde vine.

Diferentes expresiones revolotearon por su cara. Desconcierto, resignación, preocupación y miedo. Después apretó los labios y su mirada se endureció.

—Está bien —exclamó—. ¡Está bien, jovencito!

Yo conocía ese tono y la expresión que lo acompañaba. Se puso bruscamente de pie y se encaminó por el paseo del río hacia el instituto. Tuve que correr para alcanzarla.

—Oye. ¿A qué viene tanto follón? —pregunté—. No he hecho nada. Te prometí que no te causaría problemas, y no lo haré.

—Y no has causado ninguno esta mañana, ¿verdad? ¡Te has mostrado tan alegre y educado como te ha sido posible!

—Lo siento —contesté—. Te pido perdón. Es que estaba nervioso, disgustado, y...

—Está bien —volvió a decir—. ¡Está bien!

Lo que significaba que no estaba bien en absoluto. Y, por supuesto, suplicarle no hubiera mejorado las cosas. Nada lo hubiera hecho, ni siquiera portarme bien como constantemente me insistía que hiciera. No importaba lo que yo hiciera; siempre me la cargaba. Así que, puesto que las cosas eran así, como siempre habían sido...

Desde luego, yo no la culpaba.

Si hubiese estado en su lugar, una tía blanca y guapísima, que había tenido la mala suerte de tener que cargar con un chiquillo negro, de cabello ensortijado, tampoco lo habría podido soportar.

No lo habría podido soportar.

Hijo de la ira

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