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Mi siguiente clase, y la última de la mañana, era literatura inglesa. Además de Franklin, «el negro cómico» de la clase de matemáticas, había otros dos negros en ella, hermano y hermana.

Ambos vestían de forma muy elegante. Eran casi tan oscuros de piel como yo pero no tenían el cabello tan lanudo; ellos tenían pelo, pelo de verdad, y no una peluca, y lo llevaban tan largo como les era posible. A la chica le llegaba hasta más abajo de los hombros y a él le caía sobre el cuello.

No sé por qué los negros le dan tanta importancia a la mierda del pelo. Pero la cuestión es que se la dan. Si no pueden tenerlo en la cabeza, se lo dejan en la cara, unos bigotes de mierda tan escasos que parecen el capullo de una oruga o, a veces, una perilla con unos tres pelos y medio. Otra cosa que he notado recientemente es lo de las gafas de sol. Como regla general, las gafas y el pelo van juntas.

Dadle a cualquier timador de Harlem un par de gafas del baratillo y un poco de pelo y se cree que es el puto rey del mambo. Es todo cuanto necesita, gafas y pelo, y ya tenemos al rey de la mierda.

No me extraña que la gente se ría de los negros y los desprecie. Esos estúpidos hijos de puta con pretensiones nos dejan mal a todos.

El hermano y la hermana de que os estaba hablando no usaban gafas porque eran negros de clase alta, y te lo hacían saber de inmediato. Apenas había salido yo de la clase de inglés que ese tipo, Steve Hadley, se pegó a mí, se presentó, presentó a su hermana y me sugirió que almorzáramos juntos. Antes de que nos hubiésemos sentado en la cafetería, ya me había enterado de que su padre era médico y de que ya conocían mi pequeña exhibición en la clase de matemáticas, lo mismo que muchas otras cosas sobre mí.

Creo que debí de parecer intrigado, quizá también molesto. Él se echó a reír y me dijo que esperaba que no me hubiera enfadado, pero que él y su hermana, Lizbeth, habían sentido curiosidad por mí.

—Te diré lo que sucede, Al —me contó muy serio—. Liz y yo hemos estado un poco solos aquí. Hemos estao buscando...

—Estao, no, estado —lo interrumpió Lizbeth vivamente—. Ya sabes lo que dice papá sobre esas cosas.

—Estado —repitió Steve—. Hemos estado buscando a alguien con quien más o menos pudiéramos encajar, ¿sabes? Liz se encontró con Josie Blair justo después de que tu madre y tú hablaseis con el director esta mañana. En realidad no son amigas, pero Josie es una chica dulce, siempre con miedo de ofender, y cuando Liz quiere enterarse de algo, vaya si se entera. Así es que ya habíamos casi decidido que tú eras de los nuestros y, bueno...

«¡Caray con el mamón pretencioso!», pensé. «¡Te voy a poner fino!»

Asentí con gran seriedad. Dije que hacer amistad con alguien era un paso bastante drástico, por lo que sería mejor que lo hablaran un poco más entre ellos antes de decidirse respecto a mí.

—Después de todo, hay bastantes negros aquí. Es probable que tú y Liz podáis encontrar otro que os vaya mejor.

—No —negó con la cabeza firmemente—. No nos mezclamos con los negros. Hay gente de color, como nosotros, y luego están los negros. Igual que hay judíos y kikes[1] y esto...

—¿Católicos y beatujos?

—¡Eso, eso! Y...

—¿Alemanes y boches? ¿Italianos y macarronis? ¿Bohemios y melenudos? ¿Mejicanos y espaldas mojadas? ¿Puertorriqueños y...?

—Steve —lo interrumpió Lizbeth—, por favor, ¿puedes traerme otro vaso de leche?

Steve contestó que por supuesto y fue a colocarse en la cola ante el mostrador de la comida. Pensé que Lizbeth aprovecharía su ausencia para ponerme verde, pero no lo hizo. Los cobistas no ponen verdes a las personas a quienes están dando coba. Lo que me preguntó fue si me había gustado la academia militar.

—Oh, me encantó —contesté—. ¿Cómo no iba a gustarme? Es una de las mejores instituciones de su estilo en este país, según dicen aquí, y yo era el único estudiante negro.

Ella asintió, soñadora, con la barbilla apoyada en una mano.

—¡Maravilloso! ¡Qué oportunidad tan maravillosa! Papá daría cualquier cosa por meter a Steve en un sitio así.

—¿Y qué piensa Steve?

—¿Que qué piensa? Opinaría lo mismo que papá, desde luego. Hay que tragar muchas cosas que a uno no le gustan para llegar a ser algo en este mundo. Desde luego papá tuvo que tragar bastante para llegar a ser médico.

—Estoy seguro —respondí—. Pero ahora que lo es, ya no tiene por qué aguantar, ¿verdad? No más malos tragos para el doctor Hadley.

—Sabes perfectamente que las cosas no son así. —Bajó la cabeza—. Pero piensa que sería mucho peor si no fuese médico. Así debemos pensar, Allen —continuó diciendo con gran seriedad—. Al menos es lo que papá nos ha enseñado a Steve y a mí. Si hay oportunidades que nos están vedadas, pues aprovechemos las que están a nuestro alcance. Por otro lado, si no puedes conseguir los amigos adecuados, los que te aportarán algo bueno, es mejor que no tengas ninguno.

—Comprendo lo que tu padre quiere decir —repliqué, entrecerrando los ojos para hacerme el interesado y el enterado—. No dejes escapar ocasión alguna, ni social ni profesional, y llegarás a donde deseas. O por lo menos en parte. Tarde o temprano.

—Eso es —dijo Steve, que regresaba en ese momento con la leche—. Tienes toda la razón, Allen. Hermanita, ¿le has contado algo acerca de las grandes convenciones a las que asiste papá? ¡Un año hasta leyó un trabajo en la AMA![2]

—Figúrate —comenté.

Sonó el timbre que señalaba el final de la hora del almuerzo.

Cuando salíamos juntos de la cafetería, Steve me contó que la mayoría de los otros alumnos de color eran de otros vecindarios y tenían que ir y venir en los autobuses del instituto.

—¿Te puedes creer que muchos son de Harlem?

—¡Terrible! —exclamé.

—Josie vive por aquí —comentó Lizbeth—. Su padre trabaja media jornada como guardián de un edificio o algo por el estilo, y con el empleo les dan un apartamento en el sótano. Supongo que no debe de ser gran cosa; pero, en realidad, no lo sé. Josie me cae bastante bien, muy bien en realidad. Aunque, desde luego, no somos íntimas.

«¡Zorra!», pensé. «¡Eres una pequeña zorra orgullosa!»

—Vamos a ver —dijo Steve—. Puedes venir andando desde tu casa, ¿no es así, Al? Claro que sí. Vives en una zona increíblemente buena.

—De modo que hasta sabes mi dirección —repliqué.

—La sabemos por necesidad. Papá trató de conseguir un apartamento allí. Creímos que iba a lograrlo, porque siempre hacen excepciones para los médicos, pero... —Movió la cabeza frunciendo el ceño—. Supongo que debe de haber sido por culpa de mamá.

Lizbeth dijo que, por supuesto, había sido por culpa de mamá. En cuanto la gente la veía, todo se iba al garete.

—No sabes la suerte que tienes con una madre como la tuya, Allen. Elegante, guapa y con estilo. Seguro que nunca tendrá problemas para vivir donde quiera.

—No mientras siga siendo blanca —repuse—, ni mientras me mantenga en un segundo plano.

—En fin... —Lizbeth se encogió de hombros y cambió de tema—. Claro que nosotros también vivimos en una zona bastante buena. En Woodside. No es tan elegante como la tuya, pero es aceptable.

Steve me preguntó si tenía coche. Dije que no y, de inmediato, se ofrecieron para llevarme a casa en el suyo. Y quizá podríamos pasar antes por su casa a tomar una Coca-Cola o algo así. Su padre y su madre, que trabajaba como enfermera con él, estaban en el hospital, por lo que no tendríamos el típico problema de molestar a los padres.

Acepté la proposición y quedamos en reunirnos a la salida del instituto. Después, ellos subieron las escaleras, hacia su siguiente clase, mientras yo comenzaba a bajar a la primera planta, hacia la mía.

De repente me sentí muy bien porque, en ese momento, me di cuenta de que, comparado con un par de lastimosos mierdas como los Hadley, yo estaba bastante bien situado. Al lado de esos pelotas estirados, me sentía como un rey. Sin embargo, aunque eran unos miserables, ¡y que par de miserables!, ya no los despreciaba ni quería machacarlos. Hasta me impresionó un poco cuando recordé lo que había estado pensando. Los planes que había hecho para ellos.

Es decir, Dios mío, ¿por qué hacer daño a alguien tan apestoso que me hacía parecer perfumado? ¿Cómo podía sentir hacia ellos otra cosa que no fuera una compasión enfermiza? De todos modos soy justo, el hijo de puta más justo que os encontraréis nunca, claro que según mis propios valores. Y Steve y Liz Hadley ya habían recibido su castigo, impuesto por ellos mismos y por el cabrón de su viejo, el médico.

Así es que, como he dicho, me sentía muy bien, y tolerante. Sentía cosquillas en el estómago, alegría y buena voluntad. Después pasé por delante del despacho del señor Velie y le saludé con la cabeza y le sonreí porque estaba en la puerta, mirando por el pasillo como si buscase a alguien. Y resultó que estaba buscando a alguien.

A mí.

Su mano se cerró sobre mi brazo con un familiar apretón; una sensación experimentada miles de veces por mí, y que me llenaba de temor y de odio simultáneos. Me habló también con un tono que me era familiar, y el temor y el odio empezaron a arder con lentitud para después llamear con fuerza.

Me arrastró a través de la puerta de la verja, pasando junto a la vacía mesa de Josie Blair (¿por qué me alegré tanto de que no estuviera allí para verme?), y entramos en su despacho privado.

Cerró la puerta y ordenó que me sentara. Yo le pregunté por qué, qué problema había, o algo por el estilo. No me contestó, sólo señaló con gesto severo hacia una silla. De nuevo empecé a preguntarle qué pasaba, pero no tuve la oportunidad de terminar.

Me agarró por los hombros y, de un golpe, me hizo sentar en la silla.

Con tanta fuerza que me dolió la columna.

Hijo de la ira

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