Читать книгу Hijo de la ira - Jim Thompson - Страница 6

2

Оглавление

Tome cualquier gran edificio de ladrillo rojo, cualquier edificio de tres plantas, viejo y mal diseñado. Colóquelo más o menos en una manzana de tierra con escasa hierba. Manche el poco brillo del defectuoso cristal de sus ventanas. Encere sus suelos sin fregar y mal barridos. Llénelo con el doble de estudiantes para los que ha sido edificado. El resultado: un instituto de Nueva York. Prácticamente cualquier instituto de la ciudad de Nueva York.

Este instituto en particular.

Había una verja delante del despacho exterior del director que separaba las áreas de recepción y de trabajo. Una chica de unos dieciocho años escribía a máquina en un escritorio, frente a la verja, una negra, con la piel de color marrón claro y el cabello lacio castaño oscuro. Yo me quedé unos pasos atrás mientras mi madre se dirigía al escritorio de la chica, le daba su nombre y le explicaba el asunto que nos llevaba allí.

La chica le sonrió, y tenía una sonrisa muy bonita.

—¿Una inscripción? Oh, no será necesario que vea al director para eso. Yo puedo...

—¿Cómo se llama usted? —preguntó mi madre.

—Pues, esto, Josie, quiero decir, Josephine, señora. Josephine Blair.

—¿Y no diría usted, señorita Josie Josephine Blair, que estoy mucho mejor cualificada que usted para saber lo que es necesario para mi hijo?

—Bu... bueno, sí, señora. Pero...

—Gracias —contestó mi madre—. ¡Muchísimas gracias! —Atravesó la entrada y se metió en el despacho del director antes de que Josephine Blair pudiese parpadear con uno de sus enormes y bellos ojos. Me dispuse a seguir a mi madre pero la chica se recuperó de inmediato.

—¿Sí? —preguntó colocándose delante de mí—. ¿Puedo servirte en algo?

—Soy al que van a inscribir —expliqué—. Allen Smith. —Entonces, tratando de ser justo y asegurándome de que lo entendía, añadí—: El hijo de la señora Mary Smith. La señora que ha armado tanto alboroto al pasar por aquí.

—¡Basta ya! —Dio un golpe con el pie—. ¿Qué es lo que... lo que...?

Su voz se fue apagando. A pesar de mi color y mi pelo lanudo vio mi parecido con mi madre.

—Lo siento mucho —dijo—. No me he dado... esto... cuenta...

—No pasa nada —le dije—. Sólo estoy buscando un sitio para cagar.

Le pregunté si podía prestarme un trozo de tiza porque me gustaba pintar dibujos guarros en las paredes de los cagaderos. Todavía estaba mirándome, intentando recomponerse, cuando mamá llamó: «¡Allen!». Así que entré en el despacho del director.

Su nombre, quiero decir, el del director, era Velie. Me pareció que tendría unos treinta y cinco años, más o menos la edad de mi madre, y por su constitución física podría haberse hecho pasar por un entrenador de fútbol. Enseguida me di cuenta de que mi madre se lo había metido en el bolsillo trasero del pantalón, hablando en sentido figurado, algo que, en sentido literal, estaba muy cerca de donde le hubiese gustado estar.

Mi madre tenía eso. ¿Saben lo que quiero decir? Lo tenía a toneladas. Al pobre papá lo habían volado por los aires en Corea, pero le había tocado la lotería antes de irse.

Claro que es probable que haya mujeres con tanto como mi madre: rostros tan bellos y medidas tan buenas. Pero no había visto a ninguna que supiese empaquetarlo tan bien. Uno se fijaba en su traje chaqueta de Saks Fifth Avenue, rebajado a 399,99 dólares. Se fijaba en la miniatura de sombrero de Hattie Carnegie, muy especial, 140 dólares. Se fijaba en la blusa bordada a mano de I. Magnin, sólo 112,50 dólares. Se fijaba en...

Velie se estaba fijando, aparentemente en lo mismo en que se había fijado la primera vez que la vio. Estaba contemplando todas esas cosas, y el bonito paquete que las envolvía, mientras pensaba que había regalitos en él que sobrepasaban sus fantasías más salvajes. También estaba decidiendo que podía obtenerlos, lo que era bastante razonable.

Una mujer que se acuesta con un negro es, indudablemente, bastante fácil.

Desde luego, una mujer que se acuesta con un negro estará más que dispuesta a entregarse a un blanco.

—¡Bueno, muy bien! —soltó Velie por fin, cuando pudo quitarle los ojos de encima, concediéndome una sonrisa—. Me alegro mucho de que pases a formar parte de nuestro cuerpo de estudiantes, Allen.

—Gracias, señor —dije.

—Tu madre me ha enseñado la ficha de la academia militar con tus notas. Muy buenas, Allen. Muy, muy buenas.

—Gracias...

—Señor Velie —le interrumpió mi madre abruptamente—. ¿He puesto el teléfono de mi casa en la tarjeta que le di? Oh, sí, veo que sí. Bien, quiero que usted sepa que puede llamarme a cualquier hora después de las seis de la tarde. Por supuesto, puede llamarme al trabajo durante el horario de oficina. Si en ese momento estuviese ocupada, deje usted su teléfono y le llamaré enseguida.

Velie asintió, sonriendo.

—Gracias, señora Smith, desde luego que... —Se interrumpió, vacilando y pasándose la lengua por los labios—. ¿Llamarla? —preguntó.

—Sí. Para hablar de Allen. En caso de que tenga usted algún problema con él.

—¿Problema? No entiendo qué...

—Allen roba algunas veces —dijo mi madre—. También miente. Es un embustero muy hábil y convincente. Y cuando se enfurece, tiene una lengua muy sucia. No sólo eso, sino que también...

No terminó la parte del no-sólo-eso. No podía. La verdad es que nunca se encontraron pruebas. Sólo alguna evidencia circunstancial, y no lo bastante importante como para poder servirle a la policía.

Velie se había girado y estaba mirando por la ventana, posiblemente contemplando cómo el culo de sus sueños se iba volando.

—Señora Smith —murmuró—. La verdad es que aquí no estamos preparados para tratar con niños problemáticos.

—Allen está en el último curso, señor Velie, y puesto que va a graduarse dentro de menos de un año..., siete meses, en realidad...

—Lo sé, pero es que no creo...

—Estoy segura de que usted tiene otros estudiantes que roban, señor Velie. Otros que mienten y que, de vez en cuando, dicen palabras sucias. Creo que un padre coopera mejor con las autoridades escolares siendo objetivo respecto a sus hijos, por eso le he contado todo esto. No puedo creer que usted vaya a castigarnos, a mí y a mi hijo, porque le he dicho la verdad sobre él en lugar de ocultársela.

Velie tampoco creía que fuera a hacerlo. Por supuesto, no podía castigar la verdad y premiar el engaño. Y así estaban las cosas, ¿no?

Y allí estaba ese jugoso trozo de culo, girando en pleno vuelo y agitando las alas para regresar a la ventana.

—Bien, desde luego hay mucho en lo que usted ha dicho, señora Smith —comentó Velie portentosamente, queriendo decir que había mucho dentro de la blusa bordada a mano de I. Magnin—. No estoy del todo convencido de que Allen no fuera a estar mejor en un instituto privado pero...

—Algunos psiquiatras muy buenos opinan lo contrario —declaró mi madre—. Allen va a tener que vivir su vida, la vida de un negro, en un mundo dominado por blancos, en un ambiente sin protección. En la sociedad en conjunto, y no en una parte protegida de ella. Los psiquiatras opinan que cuanto antes haga frente a esa sociedad, mejor se irá adaptando a ella.

Velie asintió de manera un poco sombría. Es cruel mencionar la psiquiatría a un hombre que está absorto en sueños sobre culos.

—¡Oh, señor Velie! —Mi madre le lanzó una mirada traviesa—. ¿No será usted uno de ésos?

—Mmm... ¿Ésos, señora Smith?

—Ya sabe... ¡Una de esas personas que palidecen ante la sola mención de la psiquiatría! —Lanzó una deliciosa carcajada—. No puedo creerlo. Usted no, seguro. ¡El director de un gran instituto no!

—Bueno...

Velie aseguró que no era de ésos. Ni pasarle por el pensamiento, etc. En realidad, él creía profundamente en la psiquiatría. Sacó del cajón de su escritorio una ficha de horarios, escribió en ella todos mis datos, seguidos del nombre de mi madre, su ocupación y demás. Luego estudió un registro de temas y clases e hizo un horario de asignaturas para mí.

—Vamos a ver —dijo mientras miraba su reloj—. La primera clase acaba dentro de unos cinco minutos. Si quieres comenzar ya, Allen...

Yo dije que sí señor y me puse en pie. Mi madre permaneció sentada.

—Ve a tu clase, cariño. Tengo que hablar con el señor Velie un poco más, si usted me lo permite.

—Por supuesto, faltaría más —declaró Velie—. Allen, dale tu horario a la chica de ahí fuera. Se llama Josie...

—Gracias, señor. Y adiós, madre querida —dije.

Me incliné hacia ella y la besé en la boca, apretando mis labios con fuerza contra los suyos. Hizo un gesto brusco para apartarse de mí, naturalmente, echando todo el peso de su cuerpo hacia atrás, y yo, con una pequeña y rápida maniobra de mi pie, tiré de las patas de la silla hacia arriba en el momento en que ella se echaba hacia atrás.

Lanzó un pequeño grito y estuvo a punto de dar una voltereta hacia atrás. Su falda voló hacia arriba, y la blusa soltó amarras, ofreciendo a Velie una buena vista de todo lo que ella tenía desde el culo hasta el apetito.

La agarré en el último instante mientras murmuraba palabras de disculpas. Estaba demasiado ocupada arreglándose la ropa para levantarse y asesinarme, como indudablemente hubiese querido hacer, así que escapé sin problemas al despacho exterior.

Le di mi horario a Josie Blair con una humilde sonrisa de disculpa en el rostro.

—Por favor, perdona la ordinariez de mi lenguaje de hace un rato —le dije—. No sé qué me pasó, pero, desde luego, no era modo de hablar a una chica tan agradable como tú.

—Fue todo culpa mía —replicó con dulzura—. Veo lógico que te enfadaras.

—No es verdad —contesté—. Fue culpa mía. Si me lo pides, me pondré de rodillas y besaré tus pies.

Me dirigió una mirada interrogante y nerviosa. Comencé a hacer reverencias y a gesticular exageradamente mientras me dirigía hacia la puerta de la verja.

—Si tuvieras la amabilidad de mostrarme dónde está mi clase...

—Oh, esto..., claro que sí. Por supuesto.

Pasé delante de ella rápidamente y mantuve la puerta de la verja abierta para que me precediera. Me dio las gracias con una sonrisa y comenzó a atravesarla, y yo...

Bueno, ya sabéis lo que hice.

La puerta le dio con tanta fuerza en las nalgas que casi la levantó en el aire. Soltó un «¡Uf!» de sobresalto y dolor y fue trastabillando hasta que chocó con la pared de enfrente. La empujé hasta el pasillo a toda velocidad, donde mamá y Velie no pudieran oírla, soltando al mismo tiempo tal chorro de disculpas que casi me las creí yo mismo.

—¡Qué horror! —dije, dándole en el trasero como si estuviese sacudiéndole el polvo—. Se me ha resbalado de las manos. Un momento antes la tenía agarrada, y al siguiente... Espero que no te hayas lastimado mucho. Nunca me lo perdonaría si te hubieses hecho daño...

Continué dándole coba y poniendo en mi cara una expresión compungida, como si estuviese a punto de llorar. La verdad es que, cuando quiero, puedo ser un buen actor. (¡Que le pregunten a mi madre!) Así pues, Josie Blair quedó tan convencida de mis buenas intenciones, aunque le costaba, que hasta sonrió un poco a través de sus incipientes lágrimas.

—Estas cosas pasan —dijo—. Vamos a olvidarlo, ¿vale?

—Eres demasiado buena —repliqué—. Debiera ponerme de rodillas y besar tus tobillos. Seguro que te duelen, ¿verdad? Con un tropezón como ése...

—Más vale que nos demos prisa —dijo, empezando a andar por el pasillo—. Llegarás tarde a tu primera clase.

—Lo prefiero a verte sufrir —contesté—. ¿Dónde te duele? Dímelo y me pondré de rodillas y...

—Veo que estamos en la misma aula —comentó mirando mi horario—. El aula de la señorita Critchett. Estoy segura de que te gustará, Allen.

—¿La misma aula? —pregunté—. ¿O sea que también estudias aquí?

—Ah, sí. Sólo trabajo en la oficina media jornada.

—¿Y a qué hora follas?

—Pues yo... ¡¿qué?! —Me lanzó una mirada furiosa, y se detuvo en seco—. ¿Qué palabra has usado?

—¿Te refieres a tocar?

—¡Eso no es lo que has dicho! Ahora, escúchame, señor Allen Smith. Te he dejado pasar mucho, he tratado de no pensar mal de ti. Pero si por un momento te has creído que yo...

—¡Espera! —la detuve—. ¡Espera un minuto, Josie! Sólo trataba de piropearte. Que tocabas el violín era una suposición, una suposición hasta cierto punto. Todos los violinistas que he visto tenían las manos como las tuyas, bien formadas, con bellos dedos alargados, así que pensé que podías tocar ese instrumento. Pero aunque no fuera así, creía que te estaba diciendo algo bonito.

Se quedó mirándome, con los labios apretados. Le devolví la mirada con una expresión seria, preocupada, confusa; la mirada de una inocente criatura a la que han abofeteado por haber ofrecido un regalo.

—Bueno —dijo con menos sospechas—. Bueno.

—Estoy seguro de que puedo apañármelas solo —dije—. Parece que, por mucho que me esfuerce, no hago más que equivocarme. De modo que si quieres darme mi horario...

Ése fue el remate. De repente sonrió, aunque un poco vacilante, diciendo que creía que ambos estábamos algo nerviosos.

Asentí rígidamente, para hacerle notar que me había ofendido profundamente. Comenzamos a subir las escaleras hacia la segunda planta, y me explicó que no tocaba el violín, aunque siempre había deseado hacerlo. Permanecí en silencio, haciendo ver que estaba demasiado ofendido para hablarle, ya sabéis, y me preguntó tímidamente si yo tocaba algún instrumento.

—La flauta —contesté—. He estado tocando la flauta desde que tengo uso de razón.

—Pero qué estupendo. Debes de hacerlo muy bien.

—Lo hago muy bien. Puedo tocarla lo mismo con una mano que con la otra.

—Eso es muy poco corriente, ¿verdad? ¿Perteneces a algún conjunto?

—No, me parece que así no me gustaría —repliqué—. Creo que algunos tipos lo hacen, pero me gusta la intimidad. Simplemente me meto en el cuarto de baño, paso el cerrojo y...

—No eres más que una cosa sucia y podrida —dijo ella con voz tensa—. Tendrían que lavarte esa boca tan sucia.

—¿La boca? —pregunté—. Mi madre sólo me obliga a lavarme las manos.

Iba a decir algo, pero se atropelló, atragantándose con sus propias palabras. Le sonreí. Entonces se detuvo delante de una puerta. La indicó con la cabeza.

—Ésta es tu aula —dijo—, y espero que tú... tú... Espero que tú...

—¿Me enjabone? —pregunté poniéndome la mano detrás de la oreja—. A mí también me gustaría enjabonarte, guapa.

Se dio la vuelta y empezó a caminar por el pasillo. Luego, sus pasos se hicieron más lentos y se detuvo. Se giró y volvió de nuevo junto a mí.

—Lo que buscas es que me queje de ti al señor Velie, ¿no es así? —interrogó—. Lo que quieres es que te expulsen del instituto.

—Vete a cagar a la vía —repliqué.

—Es difícil ser hijo de una madre blanca, ¿verdad? Y debe de ser aún más duro si la madre es como la tuya.

Contesté que todo se ponía siempre muy duro con mi madre. Que no se podía imaginar lo que me gastaba en suspensorios. Entonces, cuando no me contestó, sino que me miró con callada compasión, le dije que, por el amor de Dios, cortara el rollo.

—No me compadezcas, ¡negra idiota! Agarra tu condenada compasión y métetela por donde te...

Un timbre sonó ahogando mi voz. Era el aviso del cambio de clase. Se abrieron las puertas de las aulas y los chicos salieron a los pasillos; Josie Blair desapareció entre ellos para regresar a su trabajo o adondequiera que fuese a esa hora del día.

Así es que no tuve ocasión de decirle cuánto lo sentía.

No tuve ocasión de saltar sobre ella y borrar a golpes de su cara aquella expresión benévola y arrancarle aquellos odiosos ojos compasivos.

Hijo de la ira

Подняться наверх