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La madre de Roy Dillon pertenecía a una de esas familias de un pueblo de mala muerte. Tenía trece años cuando se casó con un ferroviario de treinta, y no había cumplido los catorce cuando nació Roy. Un mes después del nacimiento, su marido sufrió un accidente y ella enviudó. Las circunstancias de este suceso la convirtieron en respetable según los criterios de la comunidad. Nada menos que doscientos dólares mensuales para gastarse en ella misma, que era justo en lo que tenía la intención de gastárselos.

Su familia, a la que muy pronto cargó con el mochuelo de Roy, tenía otras ideas. Acogieron al niño durante tres años y ocasionalmente lograron sacarle unos cuantos dólares a su hija. Pero un día su padre apareció en la ciudad con Roy bajo un brazo y blandiendo un látigo con el otro. Y procedió a demostrar su teoría de toda la vida de que una chica nunca era demasiado mayor para recibir una zurra.

Como el carácter de Lilly Dillon ya se había moldeado hacía mucho, sufrió pocos cambios con los azotes. Pero se quedó a Roy, ya que no tenía otra elección, y, atemorizada por las severas amenazas de su padre de mantenerla vigilada, se alejó de su vista.

Tras instalarse en Baltimore, encontró un lucrativo y poco agotador empleo como chica de alterne. O para ser más exactos, era poco agotador por lo que a ella se refería. Lilly Dillon no se molestaba por nadie; al menos no por unos cuantos dólares o un par de copas. Su innata crueldad disgustaba a menudo a los clientes, pero atrajo la beneficiosa atención de sus jefes. Después de todo, el mundo estaba lleno de camareras, fulanas que se podían conseguir a cambio de una sonrisa o una ginebra. Pero una chica inteligente, una muñeca que no solamente tenía buena presencia y clase, sino que además era lista..., en fin, a esa clase de chicas se les puede dar otros usos.

Y la utilizaron dándole encargos cada vez de más responsabilidad. Como encargada, como reclutadora para una cadena de salas, como espía de empleados torpes y con dedos pegajosos; como correo, alcahueta y sonsacadora; como recaudadora y distribuidora de fondos. Y así fue ascendiendo peldaños... ¿O sería más propio decir descendiéndolos? El dinero llovía, pero muy pocas gotas caían sobre su hijo.

Quería despacharlo en algún internado, pero desechó la idea, indignada, cuando le dijeron lo que costaba. Un par de miles de dólares al año, más un montón de extras, ¡y solo por cuidar a un crío!, ¡solo por evitar que se metiera en líos! De eso nada, por esa cantidad de dinero podía comprarse un bonito abrigo de visón.

Debían de creer que era una prima, pensó. Aunque era una lata, ella misma cuidaría de Roy. Y mejor que no se metiera en líos, porque si no lo despellejaría vivo.

No obstante, aunque bastante erosionados y atrofiados, aún conservaba ciertos instintos inextirpables, así que de tarde en tarde tenía sus momentos de conciencia. Además, había que hacer ciertas cosas por el bien de las apariencias, como eludir los cargos por abandono y la desagradable condena que acarreaban. En cualquier caso, evidentemente, Roy sabía que todo lo que hacía era pensando en sí misma, movida por el temor o para tranquilizar su conciencia.

Su actitud solía ser la de una egoísta hermana mayor hacia un latoso hermano pequeño. Se peleaban a menudo. Ella se complacía en reducir el beneficio de su hijo en algún trato mientras él saltaba a su alrededor con rabia e impotencia.

—¡Eres mala! Una vieja y sucia cerda y nada más.

—No me insultes, mocoso. —Y le golpeaba—. ¡Ya te aprenderé!

—¡Aprenderme, aprenderme! ¡Eres tan tonta que no sabes que se dice enseñar!

—¡Claro que lo sé! ¡He dicho enseñar!

Roy era un estudiante excepcional y de excelente comportamiento. Aprender le resultaba sencillo, y el buen comportamiento le parecía simplemente cuestión de sentido común. ¿Para qué arriesgarse con problemas que no conducen a nada? ¿Para qué detenerse inútilmente a la salida de la escuela cuando se puede estar repartiendo periódicos, llevando recados o haciendo de mozo? El tiempo era dinero, y el dinero era lo que hacía que el mundo girase.

Naturalmente, como era el chico más listo y de mejor comportamiento de la clase, los demás lo tenían en el punto de mira. Pero por más crueldad y frecuencia con que lo atacaran, Lilly solo le ofrecía una sardónica condolencia.

—¿Solo un brazo? —solía decirle cuando le mostraba el brazo magullado e hinchado.

Y cuando se le había caído un diente:

—¿Solo un diente?

Y si aparecía con todo el cuerpo magullado como leve muestra de peores consecuencias futuras:

—Bien, ¿por qué refunfuñas? Podrán matarte, pero no comerte.

Aunque parezca mentira, sus irónicos comentarios lo reconfortaban. Superficialmente eran peor que nada, meros insultos añadidos a las heridas, pero en el fondo ocultaban una escalofriante y cruel lógica. Una filosofía fatalista de «actúa o te joderán» que podía adaptarse a cualquier cosa excepto al olvido.

No sentía aprecio por Lilly, pero llegó a admirarla. No le había dado más que malos ratos, lo cual era la máxima extensión de su generosidad para con cualquiera. Pero se lo había montado, sabía perfectamente cómo cuidarse.

No mostró ningún flanco débil hasta que Roy alcanzó la adolescencia y se convirtió en un chico atractivo y saludable con un pelo negro azabache y ojos grises de mirada profunda. Entonces, para su íntimo regocijo, comenzó a observar un sutil cambio en su actitud, un endulzamiento en su voz cuando le hablaba y un hambre contenida en sus ojos cuando lo miraba. Y viéndola así, sabiendo lo que se ocultaba tras ese cambio, se complacía en provocarla.

¿Algo iba mal? ¿Quería que se largara por un tiempo y la dejara en paz?

—Oh, no, Roy. De verdad, me-me gusta que estemos juntos.

—Mira, Lilly, sé que lo dices por educación. Mejor que me aparte de tu vida ahora mismo.

—Por favor, c-cielo... —Se mordía un labio con desacostumbrada ternura, un rubor de vergüenza se extendía por sus bellas facciones—. Por favor, quédate conmigo. Después de todo, soy tu madre.

Pero no lo era, ¿no lo recordaba? Siempre lo había hecho pasar por su hermano menor; era demasiado tarde para cambiar la historia.

—Mejor me voy ahora mismo, Lilly. Sé que tú lo deseas, es solo que no quieres herir mis sentimientos.

Había madurado muy temprano, cosa nada extraña dadas las circunstancias. Poco antes de cumplir los dieciocho años, la primavera en que se graduó en la escuela superior, era más maduro que un hombre de veinte. Aquella noche le dijo a Lilly que se largaba. Para siempre.

—¿Largarte...? —Roy suponía que ya se lo esperaba, sin embargo no se resignaba—. Pero... pero no puedes. Tienes que ir a la universidad.

—Imposible. No tengo pasta.

Se rió agitada, lo llamó tonto. Evitaba su mirada, se negaba a ser abandonada como debería ya saber que ocurriría.

—¡Claro que tienes dinero! Yo tengo un montón, y todo lo que tengo es tuyo. Tú...

—«Todo lo que tengo es tuyo» —repitió Roy entrecerrando los ojos—. Sería un buen título para una canción, Lilly.

—Puedes ir a una de las universidades buenas de verdad, Roy. A Harvard o a Yale, o algún sitio así. Tus notas son muy buenas, y con mi dinero, nuestro dinero...

—Vamos, Lilly. Sabes que necesitas ese dinero para ti misma. Siempre ha sido así.

Ella se amedrentó como si le acabara de asestar un duro golpe, su rostro adquirió una expresión enfermiza, y su elegante traje de repente parecía dos tallas más grande: una moraleja muy cruel para una vida que le había proporcionado de todo sin regalarle nada. Y por un instante Roy casi se apiadó; casi le daba lástima.

Pero ella lo estropeó. Comenzó a sollozar, a vociferar como una niña, lo cual resultaba una tontería, una estupidez que no pegaba con Lilly Dillon. Y para rematar aquella ridícula y violenta representación apeló a su vena sensiblera.

—No seas cruel conmigo, Roy. Por favor, por favor, no. Me-me estás rompiendo el corazón...

Roy se rió a carcajadas. No pudo contenerse.

—¿Solo un corazón, Lilly? —le dijo.

Los timadores

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