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Había terminado el pastel y estaba tomando la segunda taza de café cuando le vi. Pocos minutos antes había llegado el mercancías de medianoche; el sujeto andaba fisgando por una esquina de la ventana del restaurante, la más cercana a la estación, con una mano a guisa de visera y con los ojos entornados para que la luz no le cegase. Se dio cuenta de que le observaba y desapareció en la oscuridad. Pero yo sabía que continuaba allí, al acecho. Los vagos siempre me toman por un tipo fácil de despistar.

Encendí un puro y me levanté. La camarera, una chica nueva de Dallas, me miró mientras me abrochaba despacio el abrigo.

–¡Vaya! Pero si ni siquiera lleva revólver –dijo como si me diese una gran noticia.

–No –sonreí–. Ni revólver, ni porra, ni nada que se le parezca. ¿Para qué?

–Pero usted es un poli... Bueno, sheriff adjunto. ¿Y si algún maleante dispara contra usted?

–Aquí, en Central City, no hay muchos maleantes, señorita –expliqué–. Y además, también son personas, aunque se alejen del camino recto. Si uno no les hace nada, ellos tampoco. Se avienen a razones.

Negó con la cabeza, mirándome con ojos temerosos, y me dirigí hacia la caja. El propietario no quiso aceptar mi dinero, y me lo devolvió con un par de cigarros. Me dio una vez más las gracias por haberme ocupado de su hijo.

–El chico ya no es el mismo de antes, Lou –dijo, pisando una palabra con la otra, como suelen hacer los extranjeros–. No sale por las noches, va muy bien en la escuela. Y siempre habla de usted, dice que Lou Ford es una gran persona.

–Yo no hice nada –respondí–. Sólo hablé con él. Mostré interés. Cualquier otro podría haber hecho lo mismo.

–No. Sólo usted –afirmó–. Usted es bueno y hace buenos a los demás.

Lo dijo como despedida, pero yo quería seguir hablando. Apoyé el codo en el mostrador, crucé un pie por detrás del otro y di una larga calada al cigarro. El hombre me caía bien–a decir verdad, me cae bien casi todo el mundo–, demasiado como para dejarlo escapar. Educado, inteligente: un individuo como los que a mí me gustan.

–Bueno, le diré una cosa –anuncié con parsimonia–. Tal como yo lo veo, un hombre no le saca a la vida más que lo que pone en ella.

–¡Mmm! –asintió con impaciencia–. Creo que tiene usted razón, Lou.

–El otro día pensaba en ello, Max. Y de repente se me ocurrió una idea estupenda. Como si me hubiese caído del cielo. Un niño es un hombre en potencia. Así, sin más. Un niño es un hombre en potencia.

La sonrisa de mi interlocutor se hizo tensa. Oí cómo crujían los zapatos al removerse con impaciencia. Si hay algo peor que un pelmazo, es un pelmazo sentencioso. Pero ¿cómo librarse de un tipo educado y cordial que está dispuesto a darte hasta la camisa si se la pides?

–Creo que tendría que haber sido profesor, o algo parecido –afirmé–. Hasta cuando duermo intento resolver problemas. Como el de la ola de calor que tuvimos hace varias semanas. Mucha gente se cree que lo que provoca el bochorno es el calor. Pero no es cierto, Max, no es cierto. La culpa la tiene la humedad. ¿A que no lo sabía usted?

Carraspeó, para luego insinuar que le necesitaban en la cocina. Hice como si no le oyera.

–A propósito del tiempo, le diré otra cosa –seguí–. Todo el mundo habla del tiempo, pero nadie lo arregla. Aunque tal vez sea mejor así. Detrás de las nubes está el sol, vamos, tal como yo lo veo. Quiero decir, que si no lloviera, tampoco habría arco iris, ¿no le parece?

–Lou...

–En fin –concluí–. Creo que ya es hora de irme. Tengo que dar aún muchas vueltas por ahí, y no quiero ir luego con prisas. Las prisas hacen perder el tiempo, digo yo. Me gusta medir las distancias antes de dar un salto.

Me estaba pasando, pero ya no podía contenerme. Castigar a la gente de ese modo era casi tan agradable como del otro, con la verdad. Ese otro modo que tanto había luchado yo por olvidar –y casi había olvidado– hasta que me topé con ella.

Y en ella estaba pensando cuando salí a la fría noche de Texas y vi al vagabundo que aún me aguardaba.

El asesino dentro de mí

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