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Aquel día, sábado, fue bastante movido. La ciudad estaba llena de tipos que se gastaban la paga, como cada quincena, y los borrachos trajeron pendencias. Todos los adjuntos, los dos agentes y el propio sheriff Maples tuvimos que movernos para mantener el orden.

A mí, los borrachos no me crean problemas. Papá me enseñó que eran como el demonio, y muy cobardes, y si no se les incomoda ni se les alarma, resultan la gente más tratable del mundo. No hay que reprender nunca a un borracho, me decía, porque el pobre ya se ha estado reprendiendo a sí mismo y no puede más. Ni tampoco hay que apuntar con una pistola ni zarandear a un borracho, porque entonces es capaz de creer que su vida corre peligro y obrar en consecuencia.

Por eso yo me limitaba a pasear tranquila y amigablemente acompañando a los tipos a su casa en vez de encerrarlos en el calabozo, sin la más mínima agresión de una y otra parte. Pero resultaba trabajoso. Desde que me incorporé al mediodía hasta las once de la noche, no pude ni pararme a tomar un café. Hacia medianoche, cuando iba a marcharme, me cayó uno de esos trabajitos que el sheriff Maples siempre me reservaba. Un mexicano que trabajaba en el oleoducto, exaltado por la marihuana, había matado a un compatriota de una puñalada. Los chicos le habían traído a golpes y empujones, y a pesar de la hierba, el hombre se comportaba como un energúmeno. Habían conseguido meterle en uno de los calabozos de aislamiento, pero a juzgar por como se lanzaba contra las paredes, pretendía echarlas abajo o morir en el empeño.

–No puedo tratar a ese mexicano loco como deberíamos –refunfuñó el sheriff– porque es un caso de asesinato. Si no me equivoco, hemos dado ya motivo a cualquier picapleitos para acusarnos de emplear el tercer grado.

–Veré qué puedo hacer –dije.

Bajé al calabozo y me estuve allí tres horas, sin un momento de respiro. En cuanto cerré la puerta el mexicano se me echó encima. Le sujeté los brazos y le empujé hacia atrás, dejándole debatirse y patalear lo que quiso; luego le solté y volvió a abalanzárseme. Le sujeté y le volví a soltar una y otra vez.

En ningún momento le pegué. Ni siquiera le di un puntapié. Dejé que se hiciese daño al revolverse. Dejé que se agotara poco a poco, y cuando se tranquilizó lo bastante como para oírme, empecé a hablarle. Por aquí casi todo el mundo habla español, y yo lo hago mejor que la mayoría. Hablé sin descanso, al notar que se relajaba. Durante todo el tiempo sólo pensé en mí mismo.

Aquel chicano estaba ahora completamente indefenso. Drogado y enloquecido. Llevaba una buena tunda encima, y unos cuantos golpes más no se hubieran notado. Había corrido más riesgos con el vagabundo de unas noches antes. El vagabundo podía crearme problemas. El mexicano, solo, en un calabozo conmigo, no.

Pero no quise ni retorcerle un dedo. Jamás he pegado a un detenido, por cómoda que haya sido la ocasión.

Ni tenía deseos de hacerlo ahora. Tal vez sentía demasiado orgulloso de mi reputación de no usar la fuerza. O tal vez porque creía subconscientemente que los detenidos y yo estábamos en el mismo bando. En cualquier caso, nunca golpeé a ninguno de ellos. Si no lo hacía pronto dejaría de desearlo. Iba a librarme de ella, y sería para siempre.

Después de tres horas, como digo, el mexicano estaba dispuesto a ser un buen chico. De modo que le devolví la ropa, le di una manta para el camastro, y mientras le acostaba le dejé fumar un cigarrillo. Al irme, vi que el sheriff Maples nos miraba a hurtadillas y negaba con la cabeza, pensativo.

–No sé cómo lo consigues, Lou –me juró–. Que me parta un rayo si sé de dónde sacas la paciencia.

–Basta con sonreír siempre –le dije–. Ése es el verdadero secreto.

–¿Sí? Cuéntame.

–Es cierto –aseguré–. Sonreír es vender.

Me miró socarrón; solté una carcajada y le di una palmada en el hombro.

–Era una broma, Bob.

¡Qué diablos! No puedes cambiar de costumbres de la noche a la mañana. ¿Qué daño hay en una broma inocente?

El sheriff me deseó un buen domingo, y cogí el coche para ir a casa. Me hice un enorme plato de huevos con jamón y patatas fritas, y me lo llevé al despacho de papá. Allí comí con una sensación de paz conmigo mismo que desde hacía tiempo no experimentaba.

Había tomado una decisión. Aunque se tuviese que hundir el mundo, no me casaría con Amy Stanton. Había alargado la situación para no causarle pena; sentía que no tenía derecho a casarme con ella. Pero ahora estaba decidido. De casarme con alguien, no sería con una mujercita autoritaria, de lengua cortante como el alambre de espino y carácter igual de seco. Devolví los platos a la cocina, los lavé y me di un buen baño caliente. Luego dormí como una marmota hasta las diez de la mañana.

Mientras desayunaba, oí rechinar la grava del camino de entrada. Al asomarme vi el Cadillac de Chester Conway.

Entró sin llamar –todos guardaban esa costumbre de cuando mi padre ejercía– y se metió en la cocina.

–No se levante, muchacho, tranquilo –ordenó como si yo hubiese hecho ademán de ponerme en pie–. Siga desayunando.

–Gracias –dije.

Se sentó torciendo el cuello para contemplar lo que comía.

–¿Está recién hecho ese café? Creo que tomaré un poco. Ande, levántese y tráigame una taza, ¿quiere?

–Sí, señor –contesté con parsimonia–. Inmediatamente, señor. A sus órdenes, señor.

No le sorprendió, claro; creía tener derecho a que le hablasen así. Tomó ruidosamente un sorbo de café y luego otro. Al tercero, dejó vacía la taza. Dijo que no quería más, sin necesidad de que yo se lo ofreciese, y encendió un puro. Tiró la cerilla al suelo, echó una bocanada y empezó a dejar la ceniza en la taza.

Los texanos, en general, son muy arrogantes, pero no tratan de avasallar a un hombre que les hace frente; no dudan en respetar los derechos del vecino. Chester Conway era una excepción. Conway había sido el hombre importante de la ciudad antes del boom del petróleo. Siempre pudo imponer sus condiciones a los demás. Había vivido tantos años sin la oposición de nadie que, de hallarla ahora, no se habría dado cuenta. Creo que si le insultara en la iglesia, no movería ni un músculo. Creería simplemente que le zumbaban los oídos.

Nunca se me hizo difícil pensar que él decidió el asesinato de Mike. Para él estaría automáticamente justificado.

–Bien –exclamó, desparramando la ceniza por la mesa–. Está todo preparado para esta noche, ¿no? ¿Nada fallará, verdad? ¿Cuidará de que este asunto quede liquidado definitivamente?

–Yo no me cuidaré de nada –dije–. Hice todo lo que tenía que hacer.

–No crea que vamos a dejar las cosas así, Lou. ¿Recuerda que le dije que no me gustaba esa idea? Pues sigue sin gustarme. Ese maldito imbécil de Elmer la sigue viendo, no se sabe lo que puede ocurrir. Llevará el dinero usted mismo, muchacho. Lo tengo preparado, diez mil en billetes pequeños, para...

–No –le interrumpí.

–... ella. Después de pagarle le da unos cuantos golpes y que cruce la frontera del condado.

–Señor Conway... –dije.

–Hay que hacerlo así –rió, haciendo temblar sus grandes y pálidos carrillos–. Pagarle, pegarle, y echarla... ¿Decía usted algo?

Se lo repetí todo, muy despacio, palabra por palabra. La señorita Lakeland insistía en ver a Elmer por última vez antes de irse. Insistía en que fuese él quien le llevase la pasta, y en que no quería testigos. Ésas eran sus condiciones, y si Conway quería que se fuera sin armar escándalo, tendría que aceptarlas. Podíamos detenerla, naturalmente, pero se iría de la lengua, y no sería para decir cosas agradables.

Conway asintió enfurecido.

–Lo he entendido muy bien. No quiero publicidad. Pero no veo...

–Le diré qué es lo que no ve, señor Conway –le corté–. No ve que tiene usted una desfachatez sin límites.

–¿Eh? –abrió la boca pasmado–. ¿Qué dice?

–Lo siento –me disculpé–. Reflexione un momento. ¿Qué impresión produciría la noticia de que un representante de la ley ha entregado el dinero de un chantaje... en el caso de que ella consienta en que yo se lo entregue? ¿Cree que me gusta estar involucrado en un lío semejante? Mire, es Elmer quien se metió en el lío y acudió a mí...

–Es lo único razonable que ha hecho nunca...

–Y yo acudí a usted. Y usted me pidió que procurase echarla de la ciudad discretamente. Lo hice. Y eso es todo lo que voy a hacer. No veo cómo puede exigirme nada más.

–Bueno, ejem –carraspeó–. Tal vez no, muchacho. Creo que tiene razón. ¿Se asegurará de que ella se larga en cuanto tenga el dinero?

–Lo haré –afirmé–. Y si al cabo de una hora no se ha ido, la echaré yo mismo.

Se levantó, inquieto, y le acompañé hasta la puerta para librarme de su presencia. No podía soportarle por más tiempo. Aun sin saber lo que le hizo a Mike, me habría caído mal igualmente.

Me metí las manos en los bolsillos aparentando no ver la que me tendía. Abrió la puerta de repente, pero se detuvo, vacilando.

–Será mejor que no salga –ordenó–. Voy a mandarle a Elmer tan pronto como dé con él. Quiero que le haga ver las cosas claras, que le haga entender la situación. Que se entere bien de por dónde va. ¿Comprendido?

–Sí, señor –asentí–. Le agradezco su consideración al permitirme hablar con él.

–Está bien. No es ninguna molestia –gruñó. Y la puerta se cerró tras él...

Un par de horas más tarde se presentó Elmer.

Era grande y fofo como su padre, y se esforzaba por ser tan autoritario como él, pero le faltaban agallas para conseguirlo. Algunos de los chicos de Central City le habían bajado los humos más de una vez, y eso le había hecho un bien inmenso. Su rostro lleno de ronchas chorreaba sudor, y su aliento apestaba a alcohol a veinte pasos de distancia.

–Muy temprano has empezado a empinar el codo hoy, ¿verdad? –le saludé.

–¿Y qué?

–Nada –respondí–. He intentado hacerte un favor. Si lo estropeas, es tu problema.

Gruñó y cruzó las piernas.

–No sé, Lou –frunció el ceño–. No estoy tranquilo. ¿Qué pasa si el viejo no quiere saber nada más de mí? ¿Qué hacemos Joyce y yo cuando nos hayamos pateado los diez mil?

–Bueno, Elmer –expliqué–. Me temo que aquí hay un malentendido. Yo creí que estabas convencido de que tu padre lo olvidará todo con el tiempo. Si no es éste el caso, quizá sería mejor que hablara con la señorita Lakeland y...

–¡No, Lou! ¡No hagas eso! ¡Qué demonios, ya se le pasará! Siempre se le pasa. Pero...

–¿Y por qué no haces una cosa? –sugerí–. No te patees los diez mil dólares. Monta algún negocio; podéis llevarlo Joyce y tú. Cuando la cosa marche, ponte en contacto con tu papá. Se dará cuenta de que has hecho una jugada inteligente, y todo quedará arreglado.

Elmer se animó, aunque por poco tiempo. Trabajar no le parecía una buena solución para ningún problema.

–No quiero influir en ti –continué–. Me parece que a la señorita Lakeland se la ha juzgado mal... El hecho es que me convenció, y no soy fácil de convencer. Me he metido en esto hasta el cuello para que ella y tú podáis empezar una nueva vida juntos, pero si tú no quieres...

–¿Por qué lo has hecho, Lou? ¿Por qué has hecho todo eso por nosotros?

–Tal vez por dinero –afirmé, sonriendo–. No gano mucho. Pensé que tal vez podrías hacer algo por mí en cuestión de dinero.

Se ruborizó ostensiblemente.

–Bueno, podría darte algo de los diez mil, supongo.

–Oh, no quiero tocar nada de ese dinero (y no sabes hasta qué punto es cierto). Pensé que un hombre como tú dispondría de algún dinero personal. ¿Cómo pagas el tabaco, la gasolina, el whisky? ¿O te lo compra todo tu padre?

–¡Y una mierda! –Se levantó de un salto, sacando un manojo de billetes–. Tengo todo el dinero que quiero.

Empezó a apartar unos cuantos billetes –todos eran de veinte dólares, por lo visto– y me miró. Le sonreí. Mi sonrisa expresaba, claro como el día, que ya esperaba que se portase como un tacaño.

–Ah, mierda –gruñó, tendiéndome todo el fajo–. Nos veremos por la noche.

–A las diez –asentí.

Se levantó y se fue.

El fajo contenía veinticinco billetes de veinte. Quinientos dólares. Ahora que los tenía, bienvenidos eran; siempre conviene algo de dinero extra. Pero nunca pensé en sacarle ni un centavo a Elmer. Lo había hecho únicamente para que no sospechase de los motivos que me habían llevado a ayudarle.

No tenía ganas de cocinar, así que cené en la ciudad. Al volver a casa escuché un rato la radio, leí los periódicos del domingo y me acosté.

Sí, tal vez me lo tomaba con mucha calma, pero le había dado tantas vueltas al asunto que ya me estaba acostumbrando. Joyce y Elmer iban a morir. Joyce se lo había buscado. Los Conway también. Yo no era más cruel que la mujer que me había hecho pasar un infierno para satisfacer un capricho. Ni más cruel que el tipo que había hecho caer a Mike desde un edificio de ocho pisos.

No había sido Elmer, desde luego; probablemente, ni siquiera tenía la menor idea de lo ocurrido. Pero a través de él yo podía castigar al viejo. Era el único medio a mi alcance, y tenía que ser así. Le haría a Conway lo que él había hecho a papá.

Eran las ocho cuando me levanté. Las ocho de una noche lóbrega y sin luna, que yo esperaba desde hacía largo tiempo. Tomé una taza de café, saqué el coche y me dirigí hacia Derrick Road.

El asesino dentro de mí

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