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ОглавлениеAquí, mal país del petróleo, hay bastantes edificaciones parecidas a la vieja casa de los Branch. En otro tiempo, ranchos o casas solariegas habían sido invadidas por los pozos de petróleo, a veces hasta el mismo umbral, y ahora todos los aledaños eran una cloaca de petróleo, agua sulforosa y barro rojo recocido por el sol. Los pastos se morían. Los arroyos y las fuentes desaparecían. Y luego se acabó a su vez el petróleo, y las casas permanecieron ennegrecidas y abandonadas, perdidas y solitarias entre una maraña de girasoles, salvias y hierbas de toda especie. La casa de los Branch se erguía a un centenar de metros de Derrick Road, al término de un camino tan lleno de maleza que casi lo paso de largo. Me metí por él, paré el motor a los pocos metros y salí.
Al principio no veía nada; la oscuridad era completa. Pero gradualmente mis ojos se habituaban a ella y pude ver lo preciso. Abrí el maletero del coche y tomé algunas herramientas. Saqué luego del bolsillo un clavo recio y herrumbroso y lo hundí en el neumático derecho de atrás. Se oyó un «¡puf!» y luego un «jjsss». Con un chirrido de las ballestas, el coche enseguida quedó ladeado.
Puse un gato bajo el eje y lo hice subir unos treinta centímetros. Luego sacudí el coche hasta que el gato resbaló. Lo dejé así y me adentré en el camino.
Me llevó cinco minutos llegar hasta la casa y arrancar una tabla del soportal. La dejé apoyada junto a la puerta para recogerla a toda prisa si era necesario, y fui a campo traviesa hasta la casa de Joyce.
–¡Lou! –Se levantó sorprendida–. No podía imaginar quién... ¿Dónde está tu coche? ¿Te ha pasado algo?
–Nada, aparte de un pinchazo –sonreí–. Tuve que dejar el coche ahí cerca, en la carretera.
Me metí sin prisas en la salita, y Joyce se puso delante de mí y me abrazó, pegando su rostro a mi pecho. La bata se le abrió, supongo que por intencionada casualidad. Restregó su cuerpo contra el mío.
–Lou, cariño...
–¿Sí?
–Sólo son las nueve, y ese estúpido tardará por lo menos una hora. Vamos a estar dos semanas sin vernos. Y... bueno, ya sabes...
Claro que lo sabía. Como sabía también el efecto que eso produciría en la autopsia.
–Bueno no sé, querida –vacilé–. Estoy deshecho, y tú ya te has arreglado...
–¡Oh! Pero yo no –me pellizcó–. Y siempre estoy arreglada para oírtelo decir. Date prisa, y así luego podré tomar un baño.
Un baño. Eso cambiaba las cosas.
–Me has convencido, querida –afirmé, tomándola en brazos.
La llevé al dormitorio. Y no me costó el menor esfuerzo, porque justo a la mitad de nuestro número, entre las palabras suaves y los suspiros, de repente se puso rígida, y se apartó para mirarme a los ojos.
–Vendrás a buscarme dentro de quince días, ¿verdad, Lou? En cuanto vendas la casa y liquides tus asuntos.
–Es lo convenido.
–No me hagas esperar. Quiero portarme bien contigo, Lou, pero si tú no correspondes, verás lo que es bueno. Volveré aquí y armaré un escándalo. Te seguiré por todo el pueblo y le contaré a todo el mundo cómo...
–... ¿te robé la virginidad y te abandoné? –le dije.
–¡Tonto! –Se rió entre dientes–. Da igual, Lou... El caso es que...
–Lo sé. No te haré esperar, querida.
Me quedé tumbado en la cama mientras Joyce se bañaba. Volvió secándose con una toalla grande, y sacó unos panties y unos sostenes de un maletín. Canturreando se puso los panties y me tendió los sostenes. Le ayudé a ponérselos, y le di de paso unos cuantos pellizcos, lo que la hizo reír y retorcerse.
«Voy a echarte de menos, preciosa –pensé–. Tienes que desaparecer, pero estoy seguro de que te echaré de menos.»
Lou... ¿crees que Elmer va a crearme problemas?
–Ya te lo he dicho –respondí–. ¿Qué va a hacer? No irá a quejarse a su papá. Le diré que he cambiado de opinión, que hemos de obedecer a su padre. Y asunto resuelto.
Frunció el ceño.
–Parece todo tan... ¡oh, tan complicado!... A veces pienso si no podríamos haber conseguido dinero sin meter a Elmer en este asunto.
–Bueno... –miré el reloj.
Las nueve y media. No podía entretenerme más. Me senté a su lado, poniendo los pies en el suelo; como por casualidad, me puse los guantes.
–Mira, querida, te lo voy a explicar –anuncié–. Es algo complicado pero tenía que ser así. Probablemente has oído lo que se decía de Mike Dean, mi hermano adoptivo... Bueno, Mike no era el culpable. Pagó por mí. Y si tú quisieras armar un escándalo en el pueblo, sería mucho peor de lo que imaginas. La gente empezaría a atar cabos, y antes de que todo acabe...
–Pero Lou, si no voy a decir nada. Tú vendrás a buscarme y...
–Es mejor que me dejes terminar –interrumpí–. ¿Te conté que Mike se había caído de aquel edificio en construcción? Pues no se cayó; le asesinaron. El viejo Conway lo arregló todo y...
–Lou –no comprendía nada–. ¡No permitiré que le hagas ningún daño a Elmer! No debes hacerlo, cariño. ¡Te cogerían y te llevarían a la cárcel! Y... ¡oh, cariño –rió–, ni se te ocurra!
–¡No me cogerán! –exclamé–. Ni siquiera sospecharán de mí. Pensarán que Elmer estaba medio borracho, como de costumbre, que os peleasteis y os matasteis el uno al otro.
Seguía sin entenderlo. Se reía, aunque un poco inquieta.
–Pero Lou... eso es una tontería. ¿Cómo voy a estar muerta si...?
–Muy fácil –dije, y le di una bofetada.
Pero aún seguía sin entenderlo.
Se frotó la mejilla con lentitud.
–No hagas eso, Lou; ahora, no. Tengo que salir de viaje y...
–No vas a ninguna parte, preciosa.
Y le volví a pegar.
Al fin lo entendió.
Se puso en pie de un salto, y yo también. La hice girar como una peonza y le di un rápido uno-dos, salió disparada hacia atrás, hasta chocar con la pared, tambaleándose. Consiguió mantenerse en pie, manoteando, farfullando no sé qué, para casi caer ante mí. Entonces volví a golpearla otra vez.
La estampé contra la pared, pegándole una y otra vez, y era como machacar una calabaza. Dura, al principio, para luego ablandarse de repente. Se derrumbó, con las rodillas dobladas y la cabeza colgando. Luego, lentamente, centímetro a centímetro, logró enderezarse otra vez.
No veía nada; no sé cómo lo consiguió. No sé cómo podía sostenerse ni seguir respirando. Pero alzó la cabeza, tambaleante, levantó los brazos y los extendió hacia mí. Se me acercó, tambaleándose, al tiempo que un coche entraba en el garaje.
–Ah... ah-diós... bes-s... am-am...
Tomé impulso y le lancé un gancho al mentón. Se oyó un crack seco, y su cuerpo fue proyectado hacia arriba, para caer otra vez hecha un guiñapo. Y ya no se movió.
Limpié los guantes en su cuerpo; la sangre era suya y le correspondía por derecho. Saqué el revólver del armario, apagué la luz y cerré la puerta.
Elmer subía los peldaños de la entrada. Fui a la puerta y abrí.
–¡Hola, Lou! Amigo, viejo amigo –saludó–. ¿Puntual, eh? Así es Elmer Conway, siempre puntual.
–Medio borracho –gruñí–. Así es Elmer Conway. ¿Traes el dinero?
Dio unos golpecitos en la cartera marrón que llevaba bajo el brazo.
–¿Y qué crees que es esto? ¿Dónde está Joyce?
–Dentro, en su habitación. ¿Por qué no entras? Apuesto a que si quieres meterte en su cama, no va a decirte que no.
–¡Caramba! –farfulló como un tonto–. Caramba, no digas eso. Ya sabes que vamos a casarnos.
–Como prefieras –me encogí de hombros–. Pero apuesto lo que sea a que te la encuentras tendida cuan larga es aguardándote.
Tenía ganas de soltar una carcajada. Tenía ganas de gritar. Tenía ganas de lanzarme sobre él y hacerle pedazos.
–Bueno, tal vez...
De repente se volvió y se metió por el pasillo. Me arrimé a la pared aguardando a que encendiese la luz de la habitación.
Le oí sollozar.
–¡Hola, Joyce! Querida niña, querida niña, que... ri...
Oí un golpe sordo y un estertor ahogado; luego un aullido.
–Joyce... Joyce... ¡Lou!
Entré sin prisas. Estaba de rodillas con las manos llenas de sangre, y tenía una gran mancha en el mentón: debía haberse frotado la cara con la mano. Me miró boquiabierto.
Me eché a reír sin poder contenerme –tenía que reírme o hacer algo peor–, mientras Elmer cerraba los ojos con todas sus fuerzas y se ponía a chillar. Reí sin parar, casi doblado en dos, dándome palmadas en las rodillas. Me retorcía, desternillándome, y soltando pedos como un asno. Hasta que agoté cuanta risa podía haber en mí y en todos. Agoté toda la risa que había en el mundo.
Elmer se puso en pie, ensuciándose la cara con sus manos gordas y fofas, sin dejar de mirarme estúpidamente.
–¿Quién ha sido, Lou?
–Es un suicidio –respondí–. Un caso clarísimo de suicidio.
–Pero no tiene sentido...
–¡Es lo único que tiene sentido! Fue como te digo, ¿me oyes? Un suicidio, ¿me oyes? ¡Suicidio, suicidio, suicidio! Yo no la maté. No digas que yo la maté. SE MATÓ ELLA MISMA.
Fue entonces cuando disparé, dentro de aquella estúpida boca abierta. Vacié todo el cargador.
Me agaché para doblar el dedo de Joyce en torno al gatillo, y dejé caer el arma junto a ella. Salí de la casa, y atravesé de nuevo el campo, sin mirar atrás ni una sola vez.
Recuperé la tabla y la llevé hasta el coche. Si alguien lo había visto, aquella tabla era mi coartada. Había tenido que buscar una tabla para apuntalar el gato.
Puse el gato encima de la tabla y cambié el neumático. Metí las herramientas en el coche, arranqué y di marcha atrás hacia Derrick Road. Normalmente, no daría marcha atrás de noche por una carretera con los faros apagados, del mismo modo que no saldría a la calle sin pantalones. Pero las circunstancias no eran normales. Simplemente, no se me ocurrió encenderlos.
Si el Cadillac de Chester Conway hubiese llevado más velocidad, no estaría yo escribiendo esto.
Se apeó del coche soltando juramentos y, al reconocerme, arreciaron sus maldiciones.
–¡Maldita sea, Lou! ¿Qué demonios hace? ¿Quiere suicidarse, maldita sea? ¿Eh? ¿Qué demonios anda haciendo por aquí?
–Tuve que meterme ahí para cambiar una rueda –expliqué–. Lamento que...
–Está bien, vámonos. No puedo pasarme toda la noche charlando. Vamos allá.
–¿Ya? –protesté–. Si todavía es temprano.
–¡Un cuerno es temprano! Las once y cuarto, y el condenado de Elmer todavía no ha vuelto a casa. Me prometió que volvería inmediatamente, y todavía le espero. Estará metido en otro lío.
–Quizá sea mejor darle un poco más de tiempo –insistí.
Tenía que esperar un poco, no podía volver a aquella casa inmediatamente.
–¿Por qué no se va a casa, señor Conway, y yo...?
–Voy ahora mismo. –Se apartó de mi coche–. ¡Y usted venga detrás de mí!
Oí la puerta del Cadillac. Arrancó gritándome otra vez que lo siguiese. Le grité que de acuerdo, y salió como una exhalación.
Encendí un cigarrillo. Puse el motor en marcha y se caló. Hice otra tentativa y se volvió a calar. Por fin, arrancó sin calarse, y tuve que moverme.
Me metí en el camino hasta la casa de Joyce y aparqué al final. En la entrada no había espacio, estaban los coches de Elmer y de su padre. Paré el motor y me apeé. Subí los peldaños, crucé el porche.
Hallé la puerta abierta; Conway estaba en la salita hablando por teléfono. Parecía como si le hubiesen alisado la cara con una navaja, despojándola de bolsas y mofletes.
No parecía muy excitado. Ni siquiera triste. Su actitud era fría, sencillamente, y en cierto sentido era peor.
–Claro, es una desgracia –decía–. No es preciso que me lo repita. Ya sé que es una desgracia. Está muerto y eso no tiene remedio; lo que me interesa es ella... ¡Pues haga lo que le digo! Venga aquí. No podemos dejar que se muera, ¿entiende? No puede morir así. Quiero ver cómo se fríe en la silla eléctrica.