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1.
Las definiciones de cultura y la construcción de la perspectiva sociológica
ОглавлениеLa cultura es un fenómeno muy dinámico, cambiante y sujeto a múltiples interpretaciones. Esta naturaleza difícil de atrapar de la cultura provoca que muchas veces las afirmaciones y los debates culturales tengan un carácter ambiguo y confuso. Por ello, las ciencias sociales han desarrollado teorías y conceptos que pretenden aclarar los límites y contenidos del concepto de cultura y las relaciones con los ámbitos social, económico o político. Además, las relaciones entre la cultura y la sociedad tampoco son estables y han cambiado de forma considerable desde los primeros análisis de las ciencias sociales en el siglo XIX hasta la actualidad. Por lo tanto, es necesario establecer las diferentes etapas y características que marcan los usos y las interpretaciones sociales de la cultura.
El presente libro pretende ser un análisis introductorio a la compleja cuestión del papel de la cultura en la sociedad contemporánea. Como tal, no se pretende desarrollar los múltiples aspectos que presenta esta cuestión y que son objeto de otros estudios en libros y artículos. Partiremos de las principales aportaciones y nos nutriremos de las investigaciones más actuales sobre este campo con el objetivo de dar a conocer a los autores, las teorías y los conceptos más relevantes en el análisis de la cultura, analizar las transformaciones más importantes de la esfera de la cultura en el periodo contemporáneo y sondear las últimas tendencias de cambio, aunque sea de forma provisional, en la relación entre cultura y sociedad.
Para cubrir estos objetivos marcados, se parte de una presentación de las diferentes concepciones de la cultura (humanista, antropológica, digital y sociológica), se continúa con un análisis del cambio en la relación entre cultura y sociedad (su nueva centralidad y sus instrumentalizaciones), para, finalmente, estudiar la evolución de la relación dialéctica entre consumo cultural y la definición de grupos culturales. Todo ello pretende crear un marco teórico e interpretativo para abordar posteriormente los debates sobre cultura y globalización, cultura y educación y comunicación, cultura y desarrollo, y cultura digital.
Cuando nos referimos a la cultura nos encontramos ante una gran diversidad de definiciones. El origen de esta polifonía se encuentra en el mismo proceso de génesis de la modernidad (Ariño, 1997): a) El ascenso de unos determinados grupos sociales que desarrollaron el vocabulario de la cultura (la nobleza de toga, la burguesía, la bohemia, etc.) y que expresan así su conciencia de grupo. b) Otro proceso, algo más tardío, es la toma de conciencia de la diversidad cultural y de la dignidad humana de todas las sociedades, vinculada al proceso del colonialismo y el imperialismo (que arranca en el siglo XVI –la caída del hombre natural con la conquista de América– y perdura hasta el XX), que imponía su supuesta superioridad civilizadora. c) El proceso de diferenciación funcional y especialización profesional mediante el cual la sociedad es entendida como constituida por campos de acción específicos regidos por principios y valores diferenciados (emergencia de las ciencias sociales, especialmente la sociología, en el siglo XIX).
Por lo tanto, una primera tarea para un análisis sociológico de la cultura es la de ruptura con el sentido común y la deconstrucción del concepto cultura (Bourdieu, 1994), porque el término tiene multitud de significados y usos: Ministerio de Cultura, actividad cultural, persona culta (e inculta), agricultura. Ciertamente, la etimología nos remite al latín colo, que se refiere a cultivar, al proceso por el que se extrae la potencialidad de las semillas. Por extensión metafórica, se aplica al cultivo del espíritu (Cicerón) y a partir del Renacimiento adquiere un sentido sustantivo: a) Un estado o hábito de la mente, una virtud. b) El producto del proceso, obras de arte. c) Estado o grado de desarrollo de una sociedad (sinónimo de civilización). Finalmente, la antropología decimonónica introduce el concepto para designar las formas de vida de las distintas sociedades considerándolas en su globalidad (Tylor, 1871). Serán estas dos grandes concepciones, la humanística y la antropológica, las que examinaremos a continuación.
En definitiva, la cultura es un concepto difícil de definir debido a la cantidad y complejidad de significados que ha ido adquiriendo a lo largo de la historia. En el presente capítulo se pretende aclarar estos múltiples significados a partir de un ordenamiento cronológicoconceptual que define las tres concepciones dominantes que existen sobre cultura: humanística, antropológica, digital y la cultura de las artes. Entre estas diferentes visiones de la cultura, existe una genealogía intelectual que las vincula (se desarrollan históricamente, una por una, pero no se sustituyen, sino que se superponen). No podemos por tanto establecer un concepto unívoco de cultura. Se debe partir del reconocimiento de su polivalencia y de la problemática que conlleva: se ha de reconstruir su sociogénesis para explicar la indistinta vigencia de sus usos y su polifonía.
1.1. Concepciones de la cultura: humanística, antropológica y digital
El origen y el sentido básico de la cultura se sitúan en la concepción humanista, que funda y constituye el mundo institucional de la «cultura». Se trata de una ideología de la excelencia que es utilizada como estrategia de distinción social. Esta concepción es la que se expresa en la idea de adquirir cultura: la cultura aquí representa un valor superior, un valor especial, y es algo que se adquiere con esfuerzo.
Así, la noción de cultura tiene una larga historia que se remonta a referentes de cultura en principio muy alejados como Aristóteles y su concepto de virtud como maximización de las potencialidades de nuestra naturaleza. Lo cierto es que, como han señalado Williams o Elias, es a finales del siglo XVIII y principios del XIX, en el marco de la ascensión del capitalismo y la construcción del Estado moderno, cuando se impone esta concepción mediante el término cultura. Significativamente, en el siglo XVIII, la noción de cultura se formalizó en la edición de 1718 del Diccionario de la Academia Francesa como el culto de un atributo específico del ser humano. Así, se distingue, también, entre el acto de cultivar una aptitud humana en ciencias, artes y letras, y el estado derivado de esta acción: la cultura de las ciencias, de las artes y de las letras. Antes, por el contrario, se usaban otros términos: un estudio de las clases altas barcelonesas de Amelang recuerda que la doctrina pueril de Ramon Llull habla de estudio, doctrina y ciencia. Así, no será hasta el siglo XVI cuando se hable de cultura.
1.1.1. La definición humanística: la cultura como civilización
Durante el siglo XVIII, la corriente ilustrada se inclina por el uso de la noción de cultura como estado (de la mente cultivada mediante la instrucción, estado del individuo que tiene cultura). Hacia finales del siglo XVIII, se acerca a la de civilización y se opone a la de naturaleza. Esta aproximación le da a la noción de cultura un carácter universalista, progresivo y racional. La cultura aparece como la suma de los saberes acumulados y transmitidos por la humanidad, considerada una totalidad en el curso de la historia independientemente de los pueblos y las clases. La casi fusión semántica entre cultura y civilización provoca un declive del uso de la primera en pro de la segunda.
Así, la noción de civilización comienza a ser utilizada por el movimiento iluminista como estado universal de la humanidad (vinculado a la razón) y como acción para conseguirlo (a través del refinamiento de las costumbres y la mejora de las instituciones, la legislación y la educación). De esta forma, para los reformadores burgueses, la civilización se convierte en un programa para sacar a la humanidad de la ignorancia y la irracionalidad (a través de la razón) que debe extenderse a todos los pueblos que componen la humanidad (universalismo) a partir de la educación y las políticas de Estado (evolución o perfección). En resumen, a principios del siglo XIX, en Francia la noción de cultura: a) se adapta a la noción de civilización; b) es usada por una clase social, la naciente burguesía, para designar un estado de la humanidad (la razón) y la acción para lograrlo (el refinamiento, la educación y las políticas de Estado), y c) adquiere un carácter universal (todos los hombres pueden alcanzarla) pero restrictivo (no todos la tienen) y jerárquico (existen los pueblos civilizados, ubicados en la cúspide de la humanidad, y los incivilizados o bárbaros).
La cultura aparece ligada desde entonces a la educación de las buenas maneras y el cultivo de las artes y las ciencias, incorporando un aspecto valorativo (y distintivo). No es casualidad que se pase de las concepciones innatas (ingenio) al acento en las cualidades adquiridas que denota la palabra cultura (la nobleza de toga es una nobleza que ha «ganado» el título, en contraposición a la nobleza de espada, que lo es por nacimiento –y por haberlo «ganado» por hechos militares hace muchos siglos)–. Así mismo, esto sucede en el momento en que surge, con las profesionales liberales y el capitalismo mercantil, una oligarquía cívica que encuentra en la educación una oportunidad para consolidar y legitimar su nuevo estatus. Por el contrario, las élites de la Edad Media oponían la superioridad intelectual y cultural de la nobleza a una esfera inferior que consideraban caracterizada por la ignorancia y la inmadurez mental. Construyendo una dicotomía, identificaban a los plebeyos con la animalidad, la vida sensual y el materialismo, y oponían a ello el refinamiento, la disciplina y la espiritualidad. Esta concepción de la cultura abarcaba desde el cultivo de la ciencia, hasta el saber, la disciplina corporal o las buenas maneras. Una cultura que definían como adquirida (mediante la educación), pública (ratificada institucionalmente), letrada (ligada a la capacidad de leer y escribir) y sumamente restrictiva (limitación de acceso). Por lo tanto, la noción de cultura como civilización es descriptiva, pero también parcialmente normativa, lo que da a entender que es superior a la barbarie (Eagleton, 2001a).
1.1.2. Concepción de la cultura como alma del pueblo (Volksgeist)
La intelectualidad romántica desarrollará una filosofía de la historia alternativa a la ilustrada, en la que en lugar de un curso histórico universal y unívoco, se concebirán cursos diferenciales de cada «nación» o pueblo, como desarrollos de maneras de obrar, pensar y sentir propios de cada una. En este contexto, la idea de cultura representará un ideal de perfección basado en el sentimiento, la franqueza, la «naturalidad» (y esto quiere decir las formas de vida tradicionales, de raíz popular).
Así, el sociólogo alemán Norbert Elias explica el impacto de la noción de civilización en los territorios que hoy conforman Alemania a principios del siglo XIX y su relación con el vocablo alemán Kultur (‘cultura’). De este modo, durante el siglo XVIII la noción alemana de Kultur posee el mismo sentido que su equivalente francesa. Sin embargo, hacia finales del siglo XVIII la noción evoluciona hacia un sentido mucho más limitado y específico. Allí, las clases altas no están tan unificadas; las oligarquías ascendentes, y muy especialmente la intelectualidad de clase media, no encuentran acogida en las cortes aristocráticas. La clase cortesana se encuentra integrada en una aristocracia de ámbito europeo que habla francés (lengua considerada de cultura entonces), mientras que los intelectuales se sienten alemanes y hablan y escriben en alemán. En este contexto, la concepción de cultura como civilización no diferencia solo a los de arriba de los de abajo, sino que también diferencia a los de arriba, es decir, a las élites aristocráticas de las élites intelectuales.
Cultura expresa en este caso la autoconciencia de un grupo social. La burguesía intelectual es quien adopta y define el término para usarlo como arma de oposición contra la aristocracia cortesana alemana. Así, la llamada inteligencia alemana (conformada por sectores provenientes de la burguesía y la pequeña burguesía que, a diferencia de la burguesía francesa, se encontraban excluidos de los círculos aristocráticos) opone los valores espirituales (ciencia, arte, filosofía y religión) a los cortesanos (de la aristocracia). Los primeros –propios de la Kultur– contribuyen al enriquecimiento intelectual y espiritual, y son considerados auténticos. Por el contrario, los segundos –propios de la civilización– aparecen vinculados al refinamiento, la ligereza y la superficialidad, y son meramente formales y carentes de autenticidad. En este sentido, para la intelectualidad alemana, la aristocracia es civilizada, pero sin cultura. En oposición, la cultura es un atributo propio de los intelectuales.
EXCURSO 1 Volksgeist o la cultura como reflejo del espíritu del pueblo
Término alemán que significa espíritu del pueblo. En la tradición del movimiento del Sturm und Drang y del Romanticismo, y más concretamente en el seno de la filosofía del lenguaje de Herder y de Wilhelm von Humboldt, se afirmaba que, en la medida en que el lenguaje es expresión del alma, la lengua de un pueblo (Volk) expresa las características propias de su espíritu (Geist) o su Volksgeist. Así, Hegel, inspirándose posiblemente en Montesquieu, aplica este término a la conciencia que un pueblo –como manifestación colectiva e histórica del espíritu– tiene de sí mismo, de su historia, costumbres, derecho, religión, instituciones, etc. Esta conciencia de sí mismo es, a su entender, una manifestación particular y concreta del espíritu universal. Montesquieu utilizó la expresión «espíritu general de las naciones», y los movimientos nacionalistas han recurrido con frecuencia a este concepto.
Después de las invasiones napoleónicas, el sentido de Kultur (‘cultura’) se desplaza. Deja de indicar una oposición entre sectores sociales (la capa intelectual de la burguesía frente a la nobleza) para pasar a definir una oposición entre naciones (Alemania contra Francia). La intelectualidad alemana considera que las costumbres «civilizadas» de su nobleza son una forma de alienación que impide la conformación de una unidad política (un Estado alemán). Sin embargo, entienden que esta unidad sí se da en el ámbito cultural (una nación alemana), una unidad formada por una Kultur específicamente alemana que reside en las capas letradas (Kultur der Gelehrten) y en el pueblo (Kultur des Volkes). El historiador de la cultura Peter Burke (2007) señala que en esa época surge un interés por parte de ciertos intelectuales (especialmente, poetas románticos) en la recuperación de poesías, canciones y cuentos populares que entienden que se corresponden con un particular modo de vida (una «comunidad orgánica») que expresa el «espíritu de una determinada nación» (Thiesse, 1999). De esta forma, el término cultura gana complejidad semántica y se distingue por una parte de la rusticidad y por otra de la civilización, que es considerada como sinónimo de maneras externas y superficiales, según la visión de Kant. Por el contrario, se considera cultura como profundidad y autenticidad, según Goethe. La cultura expresa en este caso la autoconciencia de un grupo social.
Este desplazamiento (social-nacional) acentúa la oposición entre Kultur y Civilisation. Mientras que la civilización quitaba importancia a las diferencias nacionales, la noción de Kultur las subraya y, por tanto, adquiere una dimensión particularista y auténtica en contraposición a la idea universalista y formal de Civilisation (Eagleton, 2001a). Así, la Kultur se entiende como algo específico que define el carácter alemán (que la inteligencia consideraba como algo superior). En resumen, a principios del siglo XIX, la noción alemana de cultura: a) se opone a la idea de civilización francesa; b) la utiliza una clase social, la compuesta por la burguesía y pequeña burguesía intelectual alemana, para contraponerse primero a otra clase (la nobleza alemana), y luego a otra nación (Francia), y c) adquiere un carácter particularista (es específica de una nación) y, al igual que en el caso francés, resulta restrictiva (no todos la poseen: solo el pueblo y los intelectuales alemanes) y jerárquica (la cultura alemana es considerada superior a la francesa), siendo por tanto la tensión entre civilización y cultura también parte de la rivalidad entre Alemania y Francia (Elias, 2010).
1.1.3. La cultura en el marco de la Revolución Industrial
Según el sociólogo Raymond Williams, la idea de cultura y la palabra aparecen en lengua inglesa en el marco de la Revolución Industrial: el uso de cultura como crianza o cultivo (cultura de algo) se transforma en el siglo XVIII y principios del XIX en una cultura como algo en sí misma. En su libro Culture and Society, Williams analiza las transformaciones de la noción de cultura en el mundo anglosajón desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del XX (Williams, 2001). Así, señala que la noción y el uso moderno de la palabra culture aparece durante la Revolución Industrial junto a otras cuatro palabras «claves» y significativas para la época, como son industria, democracia, clase y arte. Durante el siglo XVIII la noción de cultura hace referencia, al igual que en Francia y Alemania, al cuidado de la tierra, y después al proceso de formación humana. Sin embargo, durante el siglo XIX, el sentido de cultura se modifica. Pierde su especificidad como cultivo de (la tierra o los hombres) y pasa a ser entendida como algo en sí mismo (cultura a secas). De esta manera, la noción de cultura pasa a designar: el estado o hábito general de la mente, el desarrollo intelectual en el conjunto de una sociedad, el cuerpo general de las artes y la forma de vida material, intelectual y espiritual.
Según Williams (2001), este cambio se debe a que, durante el siglo XIX, la cultura se convierte en un mapa a partir del cual se puede rastrear la naturaleza de los cambios sociales generales de la modernidad. Su movimiento semántico y emotivo fusiona dos respuestas generales a estos cambios. La cultura sirve para explicar, por un lado, la separación de ciertas prácticas morales e intelectuales (ciencia, arte, filosofía, etc.) con respecto a la nueva vida material de la sociedad moderna (industrialismo), y por otro, la capacidad de estas prácticas escindidas para erigirse como un tribunal de apelación humana que debe ponerse por encima de los procesos sociales y prácticos y sin embargo ofrecerse como una alternativa aliviadora y convincente (cultura como corpus independiente de actividades). Por otra parte, la cultura sirve para explicar los cambios en la experiencia personal y las transformaciones en la emergente vida privada (cultura como modo de vida).
El primer significado, la cultura como corpus independiente de actividades, supone: en primer lugar, la comprensión de la cultura como una instancia específica y superior (regida por valores espirituales de excelencia) que se opone a la vida material (regida por valores utilitarios); en segundo lugar, la existencia de un grupo de especialistas (intelectuales, científicos y artistas) que encarnan los valores espirituales y se oponen al resto de las clases sociales (aristocracia, burguesía y proletariado), carentes de espiritualidad; en tercer lugar, la necesidad de generar mecanismos para transformar esta situación a través de la acción de una élite o de políticas institucionales (educación).
En resumen, la noción de cultura anglosajona supone: a) Su comprensión como un corpus independiente de actividades (regido por valores espirituales) que se opone a un modo de vida (regido por valores utilitarios). b) La existencia de un grupo de especialistas (intelectuales, científicos, filósofos y artistas) que encarnan los valores espirituales de la cultura (su excelencia) en contraposición a otros sectores (aristocracia, burguesía y proletariado) que están imbuidos por la vida utilitaria y material (Graña, 1964). c) La adquisición de un carácter particularista (se restringe a determinados valores considerados espirituales), restrictivo (no todos lo poseen) y jerárquico (los valores espirituales que encarna la cultura específica son superiores a los valores materiales de la vida).
Los románticos de principios y mediados del siglo XIX, para los que la sociedad materialista moderna ahogaba los valores más genuinamente humanos de las personas, recuperan y reivindican como ideal la noción de cultivo espiritual (cultivation). Este ideal se plasma en las actividades artísticas y espirituales y en las obras a las que estas dan lugar. Matthew Arnold, representante de esta visión, defiende que no se debe perseguir el bienestar material, sino el ideal trascendental de la perfección cultural, presente en la tradición clásica-cristiana y en el Renacimiento. Desde su punto de vista, la cultura no es una media estadística de los conocimientos o una categoría descriptiva aplicable a todo pensamiento, sino la cima del pensamiento humano, la expresión de la excelencia y la perfección. Para Arnold, todas las capas sociales de su época se encuentran contaminadas y debe ser una élite la que asuma la responsabilidad de sostener y perseguir el ideal de cultura y modere los efectos más destructivos de la modernización.
Entonces se produce una bifurcación entre el trabajo, la industria, lo material, todo lo externo, que queda englobado dentro del concepto de civilización, y lo espiritual, lo creativo y lo artístico, que recoge la palabra cultural. La tesis es que, mientras que la sociedad moderna ha logrado un gran avance en los aspectos civilizatorios, se ha producido una peligrosa decadencia en los aspectos culturales o espirituales, conformando así parte de la primera crisis de la idea de progreso (Nisbet, 1981). La noción de cultura se convierte en una crítica romántica y premarxista al primer capitalismo industrial, y se pone la cultura en tensión con el mundo al ser considerada como algo fuera del mundo ordinario (Eagleton, 2001b).
Estos autores románticos comparten algunas características significativas y una visión homogénea de la cultura: a) Tienen un estatus profesional similar (ligado al mundo de las letras). b) Efectúan una crítica al utilitarismo, especialmente de las clases burguesas de la época (épater le burgeois). c) Contraponen la cultura (espiritual) al progreso (material) de la civilización. d) Proponen la cultura como solución, bien en manos de un agente histórico (élite, el artista-genio, inteligente-intelectual), o bien en manos de una política institucional (sistema educativo). No obstante, en su extremo más radical y popular, la bohemia se convierte en una facción social que contraviene las convenciones de la vida burguesa y, en cierto modo, en unos autoexiliados del espacio del capitalismo triunfante de finales del siglo XIX (Graña, 1964).
EXCURSO 2 L’art pour l’art y la lógica de autonomización del campo artístico
L’art pour l’art es un sistema de creencias que defiende la autonomía del arte, desligándolo de razones funcionales, pedagógicas o morales, y privilegiando la estética. Aunque el origen de las ideas acerca de la autonomía del arte se puede remontar a Aristóteles, se desarrollan y se consolidan en el siglo XVIII. El primer texto que hace referencia a esta concepción es el documento de Alexander Baumgarten, que acuñó la palabra estética en 1750, y la define como ajena a la moral e incluso al placer. En 1804, Benjamin Constant resumió la concepción del arte por el arte y, aunque los románticos alemanes utilizaron esta tesis, pronto Francia se convirtió en el centro de esta teoría, con su gran divulgador, Théophile Gautier, que la utilizó para atacar el moralismo y el utilitarismo que él veía como enemigos del verdadero arte, hasta el punto de poner en oposición la belleza y la funcionalidad. La influencia de sus ideas se extendió a Estados Unidos, donde tuvo a su principal divulgador en la figura de Edgar Allan Poe, que consiguió convertir a Baudelaire y Mallarmé a este sistema. En Inglaterra, la teoría fue defendida por Swinburne, y en este país adquirió un significado profundo con la obra de John Keats, que identificaba Belleza y Verdad y también situaba la Estética en primer plano. Desde entonces, «el arte por el arte» es sinónimo del esteticismo.
Esta ideología de la cultura será la que dará forma a las disciplinas humanísticas y al edificio institucional de la «cultura». Inspirará, así mismo, la creación de las instituciones culturales: teatros, óperas y ballets nacionales, museos y academias de bellas artes, bibliotecas, etc.
En resumen, podemos decir que la cultura pasa de una ideología de las élites dominantes, que engloba la totalidad de su modo de vida, a una ideología de las categorías intelectuales, que, en un contexto de diferenciación funcional, legitiman su área específica proponiendo otros principios y fuentes de valor a la sociedad (crítica artística al capitalismo) sin por ello plantear un cambio de sistema social (crítica social al capitalismo). Pero, como novedad, la cultura se identifica con la creatividad estética e intelectual. Las actividades creativas, según esta visión, constituyen un campo autónomo, diferente de la vida cotidiana, separado de las esferas política y económica, que se rige por sus propios valores (arts gratia artis, art for art’s shake y l’art pour l’art).
ILUSTRACIÓN 1 La concepción humanista de la cultura
Fuente: elaboración propia.
1.1.4. Concepción antropológica de cultura (finales del siglo XIX y principios del siglo XX)
En correlación temporal con la consolidación de la concepción humanista de cultura emerge una segunda noción llamada genéricamente como antropológica. La mayoría de los autores que reflexionan sobre la noción de cultura coinciden en señalar la obra Primitive Culture de Edward Burnett Tylor (1832 hasta 1917) como fundadora de esta concepción (cf. Ariño, 1997; Cuche, 1999; Margulis, 2009). Según Tylor (1871): «La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos y capacidades adquiridas por el hombre como miembro de la sociedad». Debemos recordar que Arnold Mathew, el autor que hemos destacado de la concepción humanística, publicó su obra más conocida en 1869, solo dos años antes: mientras que la obra de Mathew analiza el estado de la cultura en la Inglaterra de la Revolución Industrial, la obra de Tylor es en parte el resultado de los procesos coloniales puestos en marcha por esta metrópoli. Así, para el sociólogo Antonio Ariño, en Tylor se encuentran todas las características que definen el significado de la corriente antropológica en cultura. En primer lugar, su carácter global, ya que entiende la cultura como una noción que incluye todas las actividades de las personas (el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualquier otro hábito adquirido). En segundo lugar, su carácter complejo, ya que entiende que no hay una sola cultura, sino diversas culturas con una coherencia interna propia. A la doble dimensión del concepto tyloriano de cultura, Ariño (ibíd.) las denomina dimensión ontológica (la cultura como constitutiva de todo ser humano) y fenomenológica (la cultura como manifestación histórica singular). Por último, su carácter jerárquico, ya que en Tylor las diversas culturas se insertan en un continuo evolutivo que va desde las menos complejas y desarrolladas hasta las más complejas y evolucionadas. De este modo, en la definición tyloriana, cultura es un todo coherente y global que se opone a la naturaleza, pero que se usa para explicar el comportamiento dentro de las sociedades no-industrializadas.
Así, la obra de Tylor resulta central para la definición del concepto antropológico de cultura. Sin embargo, esta concepción no se reduce únicamente a su pensamiento, sino que se enmarca en una corriente que comienza en la etnología y atraviesa la reflexión antropológica hasta por lo menos la primera mitad del siglo XX. 1) Para Cuche (1999), dentro de la concepción etnológico-antropológica de cultura se distinguen dos corrientes: por un lado, la que privilegia la unidad y minimiza la diversidad, y por otro, la que, por el contrario, le otorga importancia a la diversidad y se dedica a demostrar que esta no contradice la unidad. La primera vertiente es la abierta por Taylor, la segunda, por Francis Boas (1858-1942). 2) Por su parte, Ariño (1997) entiende que a principios del siglo XX –una vez abandonados los esquemas evolucionistas–, dentro de la corriente antropológica de cultura, se distinguen dos vertientes: la tradición norteamericana, centrada en el análisis cultural, y la británica, centrada en el estudio de la estructura social. Dentro de la primera vertiente se distinguen autoras como Ruth Benedict (1887-1948) y en la segunda antropólogos como Clifford Geertz (1926-2006).
En todo caso, desde la perspectiva antropológica, la cultura es la totalidad de la información que recibe en y de su grupo la persona que es socializada. Aquí se formulan dos de los rasgos sustanciales de la cultura: totalidad y complejidad, y ya no podemos hablar de cultura en singular, sino de culturas en plural, porque el término se refiere tanto a una dimensión ontológica (la constitución del ser humano), como a una dimensión fenomenológica (las manifestaciones históricas de esta). En la obra de Tylor interviene una dimensión jerarquizadora que inserta las culturas en un esquema evolutivo, utilizando en cierto modo el concepto de civilización y un método comparativo y positivista, lo que configura una taxonomía similar a la que se construía para las especies de la naturaleza (Tylor, 1871). Así, en la historia posterior de la disciplina se producirá una precisión mayor del concepto, que constituirá, como hemos dicho, su innovación más radical: la cultura como universal humano y constituyente, su carácter inclusivo. Sin embargo, dado que los primeros antropólogos se centraron en el estudio de las denominadas sociedades simples, su concepto de cultura tendió a enfatizar la homogeneidad, la uniformidad y la armonía de la cultura como un todo articulado. Una tendencia que tomó su forma más desarrollada con Bronisław Malinowsky y su concepción funcionalista en la que todos los aspectos culturales aparecen interrelacionados y explicados por la contribución a una función de adaptación al entorno y reproducción de la cultura.
Por una parte, Ruth Benedict, siguiendo las trazas de Franz Boas, publicaba en 1934 Patterns of Culture (Benedict y Mead, 1959). La cultura, en este libro, es definida como una pauta o conjunto de patrones coherentes de pensamiento y acción, una organización de la conducta que abarca la totalidad de una sociedad. La cultura es hereditaria y aprendida, no genética, tiende a la integración y la coherencia, constituye configuraciones articuladas, es plástica y realiza la función de vincular y unir a los seres humanos. Benedict analiza dos factores que explican esta diversidad: a) la selección de los rasgos dentro de un amplio abanico de posibilidades de conducta y existencia, y b) los grupos humanos elaboran unos y rechazan otros y con ello se genera una combinación concreta de los rasgos seleccionados. Según la autora, la elección de los grupos primitivos para su estudio se basa en que son un objeto de investigación más simple, cuyos factores externos se pueden controlar y que no está contaminado por la cultura occidental. Sin embargo, esta elección también se relaciona con una visión teórica en la que destacan la homogeneidad, la estabilidad y el orden.
A partir de esta visión, el sociólogo Talcott Parsons (1902-1979) explica el orden social en términos de la íntima interdependencia entre los patrones culturales, la institucionalización y las necesidades sociales. El mantenimiento de los patrones (que proporciona a los actores normas y valores que los motivan para la acción) se atribuye al sistema cultural. Desde esta visión, la cultura no lo engloba todo, sino un sistema de símbolos, creencias y valores que tiene la función de crear vínculos entre personas, habiendo solo una cultura por cada sociedad. Esta visión de la cultura común como homogénea, estable y fomentadora del orden será criticada por la sociología del conflicto por no explicar los procesos de cambio social y no atender a la dimensión de dominación y resistencia en las sociedades contemporáneas (Collins, 2009b).
Por otra parte, Clifford Geertz discutirá esta visión, que contrapondrá a una concepción de la cultura como un sistema que produce y es producto de la interacción social. Así, lo compara con un programa de ordenador o una receta de cocina en el sentido de que permite combinaciones diferentes, señalando con ello que la cultura es productora de cambios y no solo su reificación (Geertz, 2001). Y hace un símil entre la cultura y un pulpo, cuyas partes están unidas, pero actúan de forma no coordinada. Otros autores, empezando por Sahlins, aplican esta visión de la esfera cultural como independiente y constitutiva de las sociedades humanas también al contexto occidental. Publicó un libro con el título de Cultura y razón práctica (Sahlins, 2017) y con el subtítulo de El pensamiento burgués, parafraseando a Lévi-Strauss y su obra El pensamiento salvaje (1964). Su objetivo es destruir la ilusión etnocéntrica que piensa que el capitalismo se encuentra libre de todo condicionamiento cultural, al guiarse por la mera racionalidad instrumental, y quiere demostrar que los seres humanos organizan la producción material de su existencia física como un proceso significativo que constituye su modo de vida.
1.1.5. Limitaciones de la concepción antropológica de la cultura
Hacia mediados del siglo XX la concepción antropológica de cultura modifica su objeto y perspectivas debido a dos transformaciones fundamentales, una de orden material, vinculada a los cambios sociales que ocurrieron durante la primera mitad del siglo XX, y otra de orden epistémico-filosófico, vinculada a lo que se conoce como el giro lingüístico. Por una parte, los procesos vinculados al desarrollo de los medios masivos de comunicación, las dos guerras mundiales, el proceso de descolonización africano y la creciente urbanización de las sociedades provocan que el ámbito de estudio (u objeto) de la antropología se modifique. Con ello el campo de estudios de esta se extiende a las propias sociedades occidentales industrializadas y no se restringe solo a las consideradas primitivas. De este modo, las investigaciones de los antropólogos comienzan a incluir el estudio de comunidades campesinas de su propio país, de comunidades de inmigrantes o de sectores especiales de la población urbana (Margulis, 2009).
Por otra parte, varios pensadores coinciden en designar el periodo que sucede a la Segunda Guerra Mundial como un momento de mutación histórica en las formas de pensamiento occidentales. Durante esta época se radicalizan los cuestionamientos a una serie de postulados dominantes hasta el momento, a saber: la idea de un sujeto cognoscente inmutable, centro y punto de partida del saber (Ricoeur, 1990); un lenguaje científico capaz de aprehender un mundo exterior de manera adecuada (Gergen, 1995), y una realidad externa al sujeto investigador que posee una existencia en sí independientemente de aquel (Guba y Lincoln, 1994). En este contexto se produce un cambio epistémico importante que se dio en llamar el «giro lingüístico» (Rorty, 1990). Este giro remite a la reflexión sobre el lenguaje, el discurso y la narración, que, alimentada por diferentes vertientes tanto estructuralistas como posestructuralistas, genera un espacio de confluencia de diversas disciplinas y saberes en torno al lenguaje. Así es como tanto el sujeto como el objeto y su modo de entendimiento comienzan a ser pensados a partir de y por el lenguaje. La antropología incorpora estos cambios de perspectivas a partir de pensar la cultura desde los estudios del lenguaje y desde la semiótica.
En resumen, la concepción antropológica y semiótico-antropológica entiende la cultura como: 1) General: todas las interacciones, objetos y reflexiones de los hombres se inscriben dentro de una dimensión cultural (que les da una coherencia y significación). 2) Universal y constitutiva: la cultura es propia de los seres humanos y se opone complementariamente a la naturaleza. 3) Plural y relativa: existen diversas culturas con sus propias significaciones. 4) Práctica: orienta las acciones de los hombres en la vida cotidiana dentro de una coherencia que permite la comunicación y el entendimiento de quienes comparten una misma cultura. Y, finalmente, 5) pública y colectiva: no es algo que se aprenda mediante un aprendizaje específico, sino que es objetiva y se adquiere por socialización dentro de un grupo cultural.
En la etapa poscolonial, a pesar de compartir los rasgos básicos de la visión antropológica (carácter constitutivo, dignidad equivalente, concepción como sistema significante), opera una reformulación del análisis social que conlleva giros epistemológicos, metodológicos y una redefinición del objeto. Al centrarse en el estudio de grandes ciudades o de comunidades sometidas a un proceso de integración por haber sido incorporadas a un Estado-nación y por los procesos de globalización, los antropólogos se ven obligados a desprenderse del concepto de cultura como totalidad integrada y coherente. Actualmente, el antropólogo debe ocuparse de un objeto que se fuga y es conflictivo, con fronteras que se entrecruzan en un campo a la vez fluido, atravesado por la desigualdad y el ejercicio de dominación. Por otra parte, Rosaldo (1993) critica la idea tradicional de comunidad, según la cual cada individuo solo puede pertenecer a una cultura discreta, libre de ambigüedades y solapamientos. Muy a menudo, uno se encuentra con una pluralidad de comunidades parcialmente disyuntivas y a la vez parcialmente solapadas, que se entrecruzan. En muchos casos, en los países poscoloniales se produce una doble adscripción, al menos, entre una comunidad de origen y el Estadonación: aimara y boliviano, mapuche y chileno, etc. Y, al mismo tiempo, se dan convergencias regionales, como la configuración de Latinoamérica como espacio cultural, e influencias externas que producen comunidades imaginadas (Anderson, 2005), unas culturas «híbridas» (García Canclini, 1999) o culturas criollas (Hannerz, 1998). Por lo tanto, las zonas intersticiales entre las diferentes identidades deben considerarse como un objeto de estudio en sí mismas.
A esta crítica epistemológica y teórica hay que añadir una política. La insistencia en una cultura homogénea, estable, interdependiente comporta lo que Pierre-Andre Taguieff (1998) ha llamado el fundamentalismo cultural. El antirracismo, adoptando esta visión antropológica simplificada, ha favorecido de forma involuntaria que los nuevos racismos basen su discurso xenófobo no en razonamientos biólogos, sino culturalistas. Partiendo del supuesto de que los grupos humanos tienen una cultura homogénea y estable, el nuevo racismo afirma que las personas, cuando emigran, traen la cultura consigo y no cambian, no se integran y producen una situación de anomia y conflicto irresoluble. Por lo tanto, la nueva ultraderecha racista ha modificado su discurso racista tradicional y actualmente toma una versión adulterada del discurso culturalista para legitimar las políticas de discriminación, especialmente hacia la minoría musulmana (Traverso, 2017).
Finalmente, podemos ver cómo, por otro lado, los conceptos que ha creado la propia ciencia social tienen éxito social y, al mismo tiempo, en este proceso, poseen su propia dinámica y deben ser considerados como un elemento más en el contexto social. Por ejemplo, la concepción relativista como concepción oficial de la UNESCO y su influencia en la política cultural (Bustamante, 2015).
1.1.6. Concepción digital de la cultura
Las concepciones humanística y antropológica de la cultura son esencialmente modernas, y conforman un espacio cultural que separa a los seres humanos tanto de la naturaleza como de la tecnología, situados ambos en un plano inferior al ideal de la cultura humanística y a las creaciones simbólicas propias del ser humano. Según Striphas (2016), esta distinción entre cultura y naturaleza se produce de forma diferente en Inglaterra y Alemania, aunque ambas perspectivas definen un modo de existencia de los seres humanos que trasciende el mundo natural. Como hemos visto, la perspectiva alemana (Kultur) entiende la cultura como un alejamiento de la condición sensual y animal, y el acercamiento a una concepción más orgánica e interconectada de la vida comunitaria. Básicamente, la cultura se contrapone a la naturaleza. Un siglo más tarde, en Inglaterra, surge la distinción entre cultura y tecnología en un contexto de rápida industrialización y de preocupación por las demandas democráticas del proletariado. En Cultura y anarquía (1869), Matthew Arnold comenta que la cultura es antitética al industrialismo, y más concretamente, a las máquinas. El ideal de la perfección es lo opuesto a la civilización mecánica y material que caracteriza a la sociedad industrial. En este sentido, las definiciones humanísticas, como la de Arnold, atacaban el carácter «mecánico» de la nueva cultura industrial del siglo XIX. Los humanistas cuestionaban la cultura industrial por su racionalismo abstracto (contrario a cualquier concepción de la libertad individual), pero también por la inhumanidad del sistema social que proponía (Williams, 1976). La cultura, en el sentido humanista más restringido, se limitaba a reconocer el valor de ciertos objetos (generalmente con unos criterios estéticos alejados de cualquier implicación práctica –l’art pour l’art–), frente a los objetos técnicos y tecnológicos, que no tienen ningún valor estético, pero sí un valor práctico en el ámbito de la producción y la organización social.
Williams (1965) asegura que, durante el siglo XIX, se expande la comprensión de la cultura como un espacio autónomo dentro del conjunto de los asuntos humanos y de la naturaleza. Este es el ámbito de donde surgen las humanidades. Las concepciones tradicionales de cultura suponen privilegiar la autoridad de las humanidades y reconocer a sus practicantes como intermediarios o árbitros de la producción y valorización cultural. Esta visión fue dominante durante varias décadas, pero con la Segunda Guerra Mundial empezó a entrar en crisis. A partir de ese momento, las nociones más herméticas de lo «humano», y también de las «humanidades», empiezan a cuestionarse desde diversos ámbitos. Según Haraway (1991), el cambio lo representa la aparición de una nueva entidad social que denomina «cíborg». Paralelamente, Hayles (1999) también cuestiona la actualidad de lo humano con su noción de lo «poshumano». Aunque las dos visiones son diferentes, cuestionan de forma tajante la distinción, anteriormente inquebrantable, entre los seres humanos, la naturaleza y la tecnología (Striphas, 2016). Estas distinciones habían servido para legitimar la aparente autonomía de la cultura a lo largo del siglo XIX. Además, Haraway (1991) y Hayles (1999) atribuyen este cambio de concepción, y la revolución simbólica que supone, al ascenso de la cibernética y la teoría de la información, desarrolladas en el contexto de la Segunda Guerra Mundial y la posterior Guerra Fría. Haraway (1991) asegura que la cibernética y la teoría de la comunicación produjeron una revolución comunicativa (que llevaría, entre otras cosas, al desarrollo de internet) y también una reteorización de los «objetos naturales» como «dispositivos tecnológicos», y que, por tanto, han de entenderse como mecanismos de producción, transferencia y almacenamiento de información.
De hecho, el término información al que alude Haraway transforma completamente las nociones anteriores de la cultura. Es una concepción antihumanística y antiantropológica, una abstracción que abarca fenómenos muy diversos, humanos y no humanos, naturales y artificiales. En el último tercio del siglo XX se multiplican los esfuerzos por redefinir la cultura en estos términos. Esta renovación tiene una influencia relevante en el análisis sociológico de Talcott Parsons (1970), que entiende la cultura como un sistema cibernético, y también en el análisis antropológico de Clifford Geertz (2001), que asegura que las operaciones de la cultura se asemejan a las del software. Ambos trabajan en el nivel de la analogía, interpretan la cultura mediante metáforas computacionales, pero no establecen el nexo directo entre ambos universos (Striphas, 2016). La cultura sigue siendo un espacio relativamente autónomo.
Ya en el nuevo milenio, autores como Tiziana Terranova (2004) darán un paso más allá al sugerir que la información proporciona el territorio básico en el que se produce cualquier proceso cultural contemporáneo. Las antiguas analogías entre computación y cultura se plasman en nuevas teorías que reconceptualizan la cultura en términos de sistemas de información. Ello explica la aparición de términos como las «humanidades digitales» o la «computación humanística». La cultura se convierte en un espacio recursivo (Kelty, 2008) donde los elementos técnicos de codificación, distribución y descodificación se convierten en los ejes centrales de cualquier proceso cultural. Como afirma Lessig (2006), en el ámbito de la nueva cultura digital «el código es la ley».
Una de las consecuencias más importantes de la concepción digital de la cultura es que sitúa algunos elementos centrales de la circulación cultural más allá del discurso humano, de la percepción y de la construcción de sentido (características fundamentales de las concepciones anteriores). El discurso humano, origen de toda concepción humanística y antropológica de la cultura, se convierte en un elemento más dentro de un conjunto de enunciados que incluyen elementos extralingüísticos, biológicos y tecnológicos. Lo crucial es que determinadas categorías de signos, que son ininteligibles para el ser humano o pasan completamente desapercibidas a su percepción, tienen un impacto determinante en la forma y el contenido de la producción cultural. Un ejemplo de este nuevo tipo de objetos culturales serían los códigos QR y otros códigos similares que solamente pueden ser leídos por las máquinas (Striphas, 2016). También entran dentro de esta categoría los algoritmos y las herramientas de selección y optimización que condicionan las búsquedas en internet. Dada la centralidad de los sistemas técnicos para procesar y presentar la información (identificar, clasificar, priorizar, etc.), más allá de cualquier capacidad humana, resulta complicado seguir defendiendo la cultura según la metáfora del «tribunal humano de apelación» (ibíd.). O como un espacio regido por la voluntad de los mejores y los más aptos.
En definitiva, después de dos siglos de separación, a partir de la segunda mitad del siglo XX la noción de cultura se ha acercado progresivamente a la órbita de la tecnología, con efectos colaterales en la concepción clásica de las humanidades. Esto no quiere decir que el campo tecnológico haya cooptado al campo cultural, sino más bien al revés (Gere, 2008). La máquina siempre es social antes de ser técnica. Existe un espacio social (una máquina social) que selecciona los usos de los diferentes elementos técnicos. Por ello, la concepción digital de la cultura sugiere mucho más que observar los efectos y las posibilidades de determinadas tecnologías. Supone nuevas formas de pensar y actuar que están insertadas en esas tecnologías. Esto incluye elementos centrales de la cultura digital como la abstracción, la codificación, la autorregulación, la programación y la virtualización. En La condición postmoderna (1984), Jean François Lyotard también certifica que los avances de la ciencia y la tecnología (sobre todo en cuestiones relacionadas con el lenguaje: teorías lingüísticas, teorías cibernéticas, teorías computacionales) han tenido un impacto fundamental en el conocimiento y la cultura. En las nuevas sociedades de la información (digitales), toda forma de conocimiento y cultura debe traducirse en datos cuantificables y lenguaje informático. El viejo principio humanístico de la cultura como entrenamiento de la mente individual queda obsoleto en favor de una concepción procesual que supera los límites de la conciencia humana y asume dinámicas no-humanas.
1.2. La teoría social clásica y el estudio de la cultura
La sociología reflexiona sobre la cultura como arte a partir de entender, por un lado, la génesis sociohistórica del arte como una esfera social diferenciada a finales del siglo XIX y, por otro, el tipo de relaciones sociales que se estructuran dentro de esta esfera. Si bien la concepción humanista define un sentido de cultura que pervive en el presente y que se encarna en los discursos sobre la jerarquía y excelencia culturales, la sociología clásica, por el contrario, pone en evidencia este tipo de discurso a partir de dar cuenta de la génesis social en la que se inscribe. Así, la sociología sitúa la emergencia del concepto humanista de cultura en un momento de cambios económicos (grandes descubrimientos de las ciencias empíricas, industrialización de la producción, crecimiento urbano, formación de un mercado capitalista en expansión), sociales (emergencia de dos clases sociales: burguesía y proletariado) y políticos (nuevos movimientos sociales, partidos políticos, democracia) que definen los albores de la modernidad occidental. Asimismo, interpreta que la concepción humanista de cultura es una respuesta ideológica a estos cambios elaborada por un sector social (una élite intelectual) para criticar ciertos aspectos considerados negativos de la modernidad (los valores materiales y utilitarios derivados del industrialismo) (tabla 1).
1.2.1. La crítica marxista a la noción humanista de cultura y sus límites interpretativos
Karl Marx (1818-1886) –considerado junto a Max Weber y Émile Durkheim uno de los padres fundadores de la sociología– si bien no realiza una crítica directa a la noción humanista de cultura, sí define ciertos mecanismos sociales que explican la emergencia de determinadas formas de conciencia social y discursos ideológicos. En una obra temprana como La ideología alemana (Marx, 1970), Marx explica cómo la conciencia y la producción de ideas (específicamente la filosofía alemana poshegeliana) aparecen condicionadas por una dimensión del comportamiento material: la división social del trabajo, que define y estructura las relaciones de clase capitalistas. En esta obra, Marx distingue dos niveles correlativos en la conciencia.
En primer lugar, el lenguaje, entendido como conciencia real práctica, que surge de la necesidad de comunicación con otros seres humanos para poder producir los medios para su subsistencia. Esta conciencia puede emanciparse del mundo y proceder a la creación de teoría pura, teología, filosofía y moral. En segundo lugar, la producción intelectual, que depende del comportamiento material, pero que se autonomiza y cobra una vida y dinámicas propias. Estos dos niveles (lenguaje y producción intelectual) aparecen condicionados por la división social del trabajo (que se define a partir del tipo de propiedad y actividad). Para Marx, en el capitalismo, esta última es desigual, cuantitativa y cualitativamente, en su forma y distribución.
TABLA 1 Paradigmas teóricos sobre la cultura
Fuente: elaboración propia.
Esta situación, en primer lugar, genera una oposición entre el interés particular y el colectivo, y como correlato dos efectos negativos. Por un lado, la alienación: la propia acción del ser humano se convierte en un poder ajeno que lo subyuga y que se convierte en un poder objetivo sobre los hombres independientemente de su voluntad. Por otro, el Estado: la contradicción entre el interés colectivo y el particular reviste la forma de Estado, en cuanto comunidad ilusoria. Y, en segundo lugar, establece una oposición entre el trabajo material y el intelectual, lo que provoca un principio de contradicción en el interior de las clases y una relativa autonomía de las ideas, que parecen adquirir vida propia.
En una obra madura como El Capital (Marx, 1984), la determinación de la conciencia práctica y la producción de ideas (aquí las de la economía clásica) aparecen mediadas por el intercambio de mercancías. Para Marx, el intercambio de mercancías genera un proceso de abstracción (de lo cualitativo en favor de lo cuantitativo) y «olvido» de la génesis sociohistórica (la esfera del intercambio en pos de la producción). En el primer capítulo de esta obra se pueden distinguir dos momentos analíticos claves: el de la mercancía y el del trabajo. Estos dos elementos, además de para explicar la génesis del valor, sirven para detallar los procesos de «abstracción» y «olvido» en la esfera del intercambio y cómo estos impactan en la conciencia y la producción de ideas. Así, en la esfera del intercambio, los aspectos cualitativos de la mercancía (utilidad, cualidades materiales, etc.) son abstraídos en pos de los cuantitativos (cantidad, igualación en tanto trabajo humano abstracto, etc.). Lo mismo sucede con el trabajo. El trabajo concreto (útil, que produce valores de uso, cualitativamente específico) es abstraído en pos del trabajo abstracto (reducido a su aspecto general e igual y cuantitativamente mesurable) para permitir la igualación de las mercancías en el intercambio. El proceso de abstracción y olvido se hace efectivo y dominante en las sociedades capitalistas regidas por el intercambio de mercancías. Para Marx, esta situación se debe a que, en este tipo de sociedades: a) los productos de los hombres se realizan de forma privada e independiente los unos de los otros, b) el conjunto de estos trabajos privados forma el trabajo colectivo de la sociedad y c) el contacto social de los productores se realiza en el mercado mediante las mercancías. De esta manera, para Marx, se produce una relación material entre personas y una relación social entre cosas. Esta inversión proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de estos como si fuese un carácter material de los propios productos. La relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad emerge como una relación social establecida entre los mismos objetos. Esta situación produce un tipo de relación fetichizada que, por la repetición y la costumbre, se impregna en la conciencia práctica de los hombres y en su producción de ideas (en este caso las categorías de la economía burguesa).
La teoría marxista parte de la base de que la infraestructura (los modos de producción) explica siempre «en último término» los aspectos «supraestructurales» o ideológicos. Esta visión se verá reflejada en la sociología del arte desarrollada hasta los años cincuenta, en la que más que una reflexión sociológica propiamente hay que hablar de una historia social del arte: se trata de un análisis del contenido de las obras a partir de su contexto social (Menger, 1992). Este análisis, sin embargo, tiene un recorrido muy corto a nivel intelectual y esta «teoría del reflejo» no tiene en consideración muchos de los aspectos propios del campo artístico, como el proceso de producción, mediación y recepción de las obras (Griswold, 1994). Por lo tanto, esta corriente ha sido bastante desacreditada, al menos en sociología, aunque la podemos encontrar aún en los libros de historia del arte. Sin embargo, esta herencia teórica de la concepción del reflejo y su correlación de la esfera cultural respecto al contexto social la podemos encontrar: a) En la teoría crítica, especialmente en Adorno y Horkheimer (2001), que hacen una asimilación entre sociedad de masas y cultura de masas, o bien entre los críticos al posmodernismo, que ven una asociación entre cultura posmoderna y capitalismo posfordista (Harvey, 1990). b) En cierto modo, en Walter Benjamin, que señala los vínculos entre las nuevas formas urbanas, el consumismo y las artes, pero a la vez muestra que, en la era de la producción de masas y de la reproducibilidad técnica de las obras de arte a partir de la fotografía y la imprenta, las obras originales no pierden su aura, señalando así una excepción (Frisby, 1992). Sin embargo, en general el marxismo tiene un problema interpretativo con las artes, ya que no llega a poder explicar el valor del arte (que no cumple su teoría del valor derivado del trabajo) y cuando desarrolla explicaciones, lo hace de forma determinista.
1.2.2. La perspectiva weberiana: la emergencia de la cultura como esfera social diferenciada
El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) es uno de los primeros en explicar la emergencia de la esfera artística como espacio social diferenciado a partir de entender el proceso de racionalización de las sociedades occidentales, siendo un autor que ha influido en la mayoría de las corrientes de la teoría sociológica actual (Collins, 1987b) y que ciertamente puede considerarse uno de los padres de la sociología de las artes actual, siendo su aportación una crítica a la idea integrada de la evolución del arte y la sociedad, de la concepción del reflejo, así como de las lecturas internalistas de la evolución del pensamiento y del arte. De este modo, Weber rechaza a la vez las concepciones materialista e idealista de la historia, así como la idea de la separación entre ciencias naturales y ciencias sociales, aunque reconoce una especificidad a las segundas. Esta, que consiste en la capacidad de comprensión de los fenómenos sociales respecto a los naturales, se caracteriza como verstehen: la capacidad de comprensión de los actos sociales, la interacción y la historia de la humanidad a través de esta herramienta hermenéutica. Por lo tanto, Weber cree que la sociología no debe buscar leyes universales o una causalidad única y necesaria, sino formular conceptos tipo y generalizar las regularidades y los procesos empíricos. Esto la distingue de la historia, que está orientada al análisis causal y a la explicación de las acciones individuales, las estructuras y las personalidades que poseen un significado cultural (Weber, 1944: 19).
El proceso de racionalización implica sistematización, normativización, delimitación competencial, etc. Una consecuencia fundamental de ello es la distinción entre esferas: esfera económica, esfera política, esfera artística, etc. Así, en una sociedad poco racionalizada, las esferas de la política, la religión, la ciencia o el arte están poco delimitadas y se mezclan fácilmente, como, por ejemplo, el bardo, que aglutina funciones simbólicas, políticas y religiosas (Williams, 1994). Por el contrario, en las sociedades modernas, cada una de estas áreas está relativamente desligada y aspira a fijar sus propios criterios diferenciados, a veces en oposición a las normas de otras esferas, como la lógica de las artes, que se opone a la de la política, a las normas científicas e incluso a las reglas de lo considerado como bello o de buen gusto (Bourdieu, 2002). Así, eigengesetzlichkeit es el término alemán para señalar esta lógica intrínseca de las esferas sociales. Una consecuencia de la eigengesetzlichkeit es la inevitabilidad de los conflictos radicales entre esferas de valor y la tendencia de estas a convertirse en dominios cada vez más autónomos de pensamiento, acción y pasión (Oakes, 2003). En este sentido, cada esfera de valor sigue su propia «ley», una lógica inmanente que la distingue de otras esferas y agudiza los conflictos entre ellas. Aunque eigengesetzlichkeit es una propiedad del valor de las esferas y un artefacto de la cultura, muestra su concepción de lo que significa ser humano: trascender todas las contingencias de la cultura y la historia. Con este concepto, Weber indica la necesidad de un estudio individualizado de cada fenómeno social, político y cultural. Asimismo, se dirige al corazón de la teoría marxista no para destruirla, sino para señalarla como insuficiente: no se puede reducir todo a lo económico (Giddens, 1994).
La generación de esferas presupone una institucionalización interna de cada una, con el surgimiento de un grupo social especializado que las estructura y las regula. En este espacio social: 1) Se desarrolla un grado de diferenciación entre papeles y esferas institucionales, con lo que estos nuevos agentes no tienen solo un papel delimitado y pasivo, sino que sus descripciones de los nuevos campos se desarrollan como formas de definición de lo que debe ser el campo delimitando y expandiendo los ámbitos de actuación, como, por ejemplo, en la nueva burocracia estatal en la génesis del campo burocrático a finales del XVIII y principios del XIX (Bourdieu, 1997). 2) Los papeles no se desarrollan en función de los grupos primarios y particularistas, sino a partir de criterios que se basan en ciertos elementos universalistas. 3) Los grupos de cada uno de estos nuevos campos necesitan, para desarrollar sus objetivos, cooperar con otras actividades especializadas y expertos, y, al mismo tiempo, hay una competencia entre varios grupos sobre el orden y la prioridad de los diversos objetivos y los recursos necesarios para conseguirlos (Eisenstadt, 1973). Será sobre esta base de la teoría weberiana de la autonomía de las esferas sociales y sus desarrollos contemporáneos sobre la que se asentará la sociología del arte contemporánea, que se desarrollará en tres corrientes: la sociología el arte estructuralista, la sociología del arte interaccionista y la sociología del arte institucionalista.
Así, el surgimiento de la esfera de actividad simbólica especializada característica de la sociedad occidental moderna constituye un desarrollo institucional que se inscribe dentro del proceso de modernización occidental. Para Weber, esta diferenciación se constituye sobre los principios de valoración específicos de los valores culturales que se fundan en la idea humanística de la búsqueda de la excelencia espiritual (Ariño, 1997). Así, la esfera artística gana autonomía en función de la afirmación de los valores culturales, separados de los religiosos, políticos, económicos o sociales, como indica el surgimiento de una legitimación propiamente simbólica de lo artístico, la estética. Además, es cierto que esta autonomía va de la mano de la formación y del gusto por la cultura en la producción de las élites y de la legitimación de las diferencias sociales en el marco de una sociedad compleja (Bourdieu, 1991).
Un caso de estudio del proceso de racionalización de la cultura estudiado por Weber es la música. Según el sociólogo alemán, en Occidente la música se desarrolla en una dirección particularmente racional, convirtiéndose en una expresión de la creatividad calculable, con instrumentos efectivos y reglas comprensibles (Darmon, 2015). También se expresa en otros campos artísticos, como la invención de la perspectiva en pintura en paralelo a la generación de unas normas muy precisas de dibujo y composición. Por otra parte, en el caso europeo, el gótico, como estilo que se desarrolla a partir de los cálculos y del pensamiento escolástico, es un estilo que no solo se aplica a la arquitectura, sino que también se acaba aplicando a otras formas expresivas, como la pintura y la escultura, lo que constituye un caso único en el mundo (Bourdieu, 1967). Finalmente, la racionalización en el arte genera tensiones con la dimensión expresiva y con el recurrente surgimiento de la innovación carismática: la figura social del artista como ser demiúrgico es el caso más destacado (Heinich, 1992), convirtiéndose en una esfera con una «anomia institucionalizada» (Bourdieu, 2002b).
1.2.3. Las aportaciones durkhemianas y neodurkhemianas a la sociología de la cultura
Una de las aportaciones más importantes de Durkheim a la sociología en general y a la sociología de la cultura en particular parte en gran medida de su gran obra, Las formas elementales de la vida religiosa (Durkheim, 2007), considerado como uno de los textos fundadores de la sociología cultural, es decir, la aproximación culturalista a los fenómenos sociales (Inglis, 2016).
En primer lugar, la aproximación a la cultura de Durkheim está claramente influida por el que fuera su maestro, Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889), que en su obra La ciudad antigua muestra cómo en Grecia y Roma el sistema social está regulado por principios religiosos (Fustel de Coulanges, 1984). Este autor analiza cómo los ritos pueden conformar la noción de pertenencia a la colectividad local, incluyendo en el ritual a los considerados ciudadanos y excluyendo de este a los no ciudadanos, por considerarlos inferiores o extranjeros (ibíd.). De esta forma, el ritual puede ser analizado no solo como una forma de generar consenso, sino desde la perspectiva del conflicto, o, mejor dicho, como una forma fundamental de desarrollarse la pugna social por las definiciones de estatus y poder y, por lo tanto, como formas generadoras de estructura social (Collins, 2009a). Aporta una perspectiva contraria al determinismo económico del marxismo ortodoxo, pero también puede ser acusado de determinismo cultural al considerar las formas sagradas, el pyrtaneum, que revivificado constantemente por los rituales definirá las formas individuales de vida y las formas de pensamiento y constituirá los valores sin los cuales la comunidad no podría existir, una concepción que influirá en la durkheimiana posterior.
Así, en la concepción de Émile Durkheim, la forma de la sociedad y su particular división del trabajo definen su cultura. En las sociedades simples, la forma que toma la cultura y su consicence collective es esencialmente un fenómeno religioso y solo en las sociedades más complejas esta integra más elementos, siendo por lo tanto más compleja y pudiendo albergar fenómenos como el arte. Sin embargo, en la concepción durkheimiana, el problema de este desarrollo cultural de la sociedad moderna es la anomía, entendida como una forma disfuncional de individualismo, pero al mismo tiempo el culto al individuo promueve nuevas formas de solidaridad y reduce la fricción entre diversas partes de la compleja división del trabajo (Durkheim, 1993).
Por otra parte, otra aportación de Durkheim en colaboración con Marcel Mauss es la idea de la sociedad como el resultado de representaciones colectivas (Durkheim, 1996 [1903]). Estas constituyen la forma como colectivamente los miembros de una sociedad construyen la realidad y su adopción como categorías cognitivas explica la forma en la que estos se convierten en miembros de una determinada sociedad. Así, la particularidad de estas categorías cognitivas es que se convierten en formas de clasificación de la realidad, delimitan lo que es pensable y no pensable y, al mismo tiempo, se convierten en invisibles para los miembros del colectivo que las comparte. Por lo tanto, la cultura, en su forma de representaciones colectivas, trasforma el mundo tal como es percibido por los seres humanos en un mundo mediado y centrado en los símbolos, que no son por lo tanto originados por los individuos, como Kant había argumentado. Así, las formas de clasificación son implantadas por medios sociales y estos son formas culturales que predominan en cada sociedad.
Así, según la concepción durkheimiana, la dimensión cultural es constitutiva de la sociedad y universal: a) Según esta concepción la división entre sagrado y profano es central y divide la realidad en dos dimensiones que operan en oposiciones binarias. El contacto entre sagrado y profano es considerado una profanación, aunque ciertamente pueden existir ambigüedades y también cambios en la clasificación en los que un elemento considerado profano se convierta en sagrado y viceversa. b) La realidad es creada por las formas culturales, y la vida social la hacen posible los símbolos compartidos. c) Las clasificaciones colectivas reflejan la morfología de una sociedad concreta y son generadas por esta, pero se convierten en semiautónomas y a veces en completamente independientes de las realidades sociales en las que emergen, puesto que la cultura (ideas, emociones e imágenes) obedece a sus propias leyes una vez creada. d) Estas leyes comprenden la existencia de tabús y profanaciones que existen en la etapa moderna, así como en etapas previas. Por ello, en el surgimiento de cambios culturales, el orden cultural de lo sagrado y lo profano es reinventado, lo que se concreta en tótems para la vida social del grupo que se convierten en el cuerpo visible de este. Sin embargo, el vínculo entre signo y significado es arbitrario; estos tótems son el objeto de rituales que lo cargan emocionalmente.
No obstante, los símbolos pierden energía emocional con el tiempo, y por ello la creación y el recargamiento de energía emocional es, como recuerda Collins (2009a), uno de los objetivos principales de los rituales de interacción, que buscan crear una efervescencia colectiva juntando a los individuos y movilizando a las masas hacia un punto de atención común. En estas ceremonias o festivales, los individuos viven de forma más intensa que en los tiempos normales y se transportan a los tiempos extraordinarios (y por lo tanto sagrados), lo que les permite retornar a la vida normal con mayor entusiasmo. Además, la promoción de festivales en los que se conmemoran eventos colectivos (sean estos positivos o traumáticos) reafirma los sentimientos colectivos y las ideas que constituyen su unidad (Durkheim, 2007). Así, la herencia de las aportaciones de Durkheim a la sociología de la cultura ha sido profunda y diversa, y entre estas se pueden destacar algunas: en primer lugar, la línea de trabajo abierta por Maurice Halbwachs (2001), que estudia cómo se produce la memoria colectiva, es decir, cómo las sociedades utilizan las formas de recuerdo para elaborar la conmemoración de ciertos eventos pasados mientras eliminan otros. Esta línea ha sido continuada en el estudio de la construcción de la memoria cultural bien mediante objetos cotidianos como la moneda o bien mediante las celebraciones nacionales o conmemoraciones de traumas nacionales, como señala Jeffrey Alexander (2013; 2012; 2007).
Otros autores han expandido la influencia de Durkheim a la sociedad contemporánea. Entre otros, Edward Shils (1975), que se centra en demostrar la continuidad de la influencia de las creencias en los fundamentos de la vida moderna. Así, afirma que todas las sociedades, incluida la moderna, tienen un sistema de valores central que califica de centro sagrado y que se manifiesta en unas instituciones sociales como las monarquías o las iglesias estatales (Shils y Young, 1953). Según esta visión, estas instituciones legitimadas por estos valores sagrados demuestran no solamente el poder, sino que para la población representan los valores compartidos, como la libertad de la nación, los derechos del pueblo o el poder del soberano. Esta consideración de los rituales y las instituciones, y su legitimación a través de la sacralización, es una combinación de las temáticas durkheimianas de la creación de conciencia colectiva y consenso y las weberianas de la legitimación y el poder. Una perspectiva que será retomada por Robert Bellah (1967) con la idea de la religión civil aplicada a Estados Unidos. Con este concepto se intenta responder a cómo en una sociedad aparentemente tan individualizada y segmentada se reproducen los «hábitos del corazón» de los «americanos de a pie», como los califica Tocqueville (2011). En este sentido, se enfatizan el rol de las iglesias locales, las celebraciones tradicionales o también los valores transmitidos por la televisión estadounidense, en los que se reproducen las concepciones de la ciudadanía y la participación política.
Estas concepciones remarcan la capacidad de las élites para desarrollar rituales convincentes que legitimen el poder y aseguren que los grupos sociales periféricos acepten la participación en el centro sagrado. Algunos autores han criticado el énfasis en la capacidad de las élites para controlar e instrumentalizar los rituales y han destacado la capacidad para resistir o resignificar el ritual (Ariño, 1995). Por otra parte, otros autores han destacado la dimensión conflictiva del ritual: así, desde la perspectiva de Randall Collins (2009a), estos rituales no son neutrales en relación con la desigualdad, sino al contrario, son armas para reproducir o modificar la estructura de clases, que también se produce a través de los rituales. Estos estratos o clases sociales, que pueden identificarse con grupos de estatus, definen su identidad a través de lo que Collins (ibíd.) conceptualiza como rituales de interacción. Por un lado, los rituales toman la apariencia de enfocar a la comunidad en sí misma y representarla como una unidad. Sin embargo, por otro, se enfocan a símbolos religiosos e históricos, homenajeando así a una parte de la comunidad y a sus herederos sociales y simbólicos, normalmente en el poder (Collins, 1996). De esta manera, los rituales y la energía que generan circulan entre los individuos, pero ciertas posiciones se convierten en receptoras de este capital ritual que al mismo tiempo fortalece su confianza y su carácter sagrado (ibíd.), revelando así el mecanismo por el que se califica como carismáticos a algunos individuos y su consideración como tocados por la divinidad o por poderes últimos y extraordinarios (Eisenstadt, 1973). El hecho de ser el centro del ritual ofrece beneficios en términos de estatus político, siendo este mayor cuanto más seguidores se logra reunir; por lo tanto, el ritual es un elemento central en la estratificación social, siendo, por consiguiente, no solo un mecanismo de consenso, sino también de creación de desigualdad y, en definitiva, la base de la estructura social (Collins, 1996).
1.2.4. Las aportaciones de la sociología a la dimensión semiótico-antropológica de cultura
La sociología no es ajena a los análisis propios de la concepción antropológica de cultura. Desde los tempranos análisis de Émile Durkheim (1858-1917) sobre la correlación entre los criterios de clasificación y las formas sociales de organización (Durkheim, 2007), o los cambios en la especialización funcional de las sociedades, especialmente la división del trabajo social y las formas de solidaridad social (Durkheim, 1993), la sociología se pregunta por la génesis social de los criterios de clasificación y significación cultural. En este sentido, presta especial atención a las diferentes maneras como afectan a la cultura, como dimensión significativa de la vida social, la estructura y los conflictos sociales.
La idea de los rituales de la generación de categorías de clasificación que se convierten en categorías cognitivas es una de las herencias más perdurables de la teoría desarrollada por Durkheim y Mauss (Durkheim, 2007; Mauss y Karady, 1981). Así, la teoría del ritual de Durkheim y de Mauss ha sido el origen de diversas líneas de desarrollo teórico (Collins, 1996), una que enfatiza el marco macrosociológico de la división del trabajo y la conciencia colectiva, como proponen Montesquieu, Comte y Spencer (Collins, 1996), y otra que ha sido desarrollada principalmente por los antropólogos y se ha aplicado a nivel micro por los sociólogos Erving Goffman (1970) y Basil Bernstein (1989). Diversos autores han intentado restablecer una conexión entre las dos herencias teóricas. Quizá la propuesta más relevante en este sentido sea la de Randall Collins y su teoría de las cadenas rituales de interacción (Collins, 2009a). Sin embargo, su aplicación, con el Estado como originador de categorías, al análisis del nacionalismo ha sido relativamente escasa (Xiaohong y Górski, 2010). Así, la aportación más relevante es la de Pierre Bourdieu. Su estructuralismo genético es la comprensión de la relación entre las macroclasificaciones generadas por la sociedad y el Estado y los efectos de la doxa y las disposiciones inscritas en el habitus como generadores de prácticas que explican la reproducción de la dominación (Champagne, 2014).
El estructuralismo parte de la promesa de que el marco conceptual por el que la identificación de la identidad y el valor de los elementos clave en un contexto social y cultural no se extraen de sus propiedades inherentes, como defiende el sustancialismo organicista y funcionalista, sino de su posición en un sistema relacional profundo y a menudo implícito (Benveniste, 1971). Sin embargo, Bourdieu usa el estructuralismo como herramienta heurística y no como realidad sustantiva (Lizardo, 2010), diferenciándose en este caso del estructuralismo determinista y adoptando una posición más agencialista a partir de los conceptos de habitus y doxa. Así, como afirma Omar Lizardo (2004), podemos distinguir entre dos principales usos de la noción de habitus en su trabajo: por un lado, el habitus como estructuras generadoras de acciones prácticas y, por otro, el habitus como una estructura de percepción y clasificación. La primera acepción es la que se ha estudiado y desarrollado en mayor medida, al aplicarla a los estudios de los estilos de vida de clase y las diferencias de género (Bourdieu, 1991; Bourdieu y Jordá, 2000) y al desarrollo de una matriz generadora de acción como un esquema hecho cuerpo que se despliega mediante operaciones. Una conceptualización que se basa en la noción de estructuralismo genético de Jean Piaget (Bronckart y Schurmans, 2001; Lizardo, 2004).
Por otra parte, Bourdieu utiliza la noción de habitus para plantearse la correlación entre sociedad y cultura en un sentido amplio. Para él, el habitus es un concepto que funciona como mediador entre el espacio social (en el que se estructuran las diferentes clases sociales) y el espacio simbólico (las maneras en que los agentes, grupos y clases perciben y actúan). Así, se puede entender el habitus como la «traducción», en el ámbito de las prácticas y la percepción, de las posiciones ocupadas por diferentes agentes, grupos y clases dentro del espacio social (Bourdieu, 1991). Según la estructura de este capital, es decir, según el peso relativo de uno u otro capital dentro del conjunto total de su patrimonio y según la evolución en el tiempo del volumen y la estructura de los capitales, el habitus dispone a los agentes para que engendren determinadas formas de percepción (esquemas para apreciar e interpretar) y de acción, es decir, los dota de determinados códigos comunes haciéndolos competentes culturalmente.
Por otra parte, la idea de la construcción del habitus es relacional; siguiendo las teorías de Cassirer, construido en el marco de un campo social históricamente generado (Vandenberghe Frédéric, 1999). Por lo tanto, esta elaboración de símbolos no se desarrolla evidentemente en el vacío social, y debemos considerarla en los contextos sociales más amplios, en la lógica de la práctica que hace referencia a la interdependencia de las estructuras mentales y las institucionales (Bourdieu, 1972), y que se expresan en la noción de habitus. Como afirma Dianteil (2002), el mismo Bourdieu reconoce que se apropia del concepto de habitus del historiador del arte Erwin Panofsky, que fue influenciado por la concepción de las ideas de Cassirer (1998) como formas simbólicas precognitivas situadas históricamente. Sin embargo, debemos reconocer su deuda con la idea del aspecto clasificatorio del habitus, que hunde sus raíces en la teoría sociológica y antropológica clásica representada por Durkheim y Mauss, que desarrollan las bases sociales de las categorías kantianas de cognición (Maryanski y Turner, 1991). En este sentido, el análisis del nacionalismo puede realizarse desde la perspectiva bourdiniana como parte de un habitus, y por lo tanto de disposiciones preconscientes, y también como una doxa, que condicionan la percepción y el conocimiento y que conforman una parte esencial de la ideología dominante (Bourdieu y Boltanski, 1976; Bourdieu, 2001).
Finalmente, en ninguna sociedad existe plena concordancia y armonía; se suceden conflictos, disputas, luchas entre los diferentes sectores, grupos o clases que la componen. Para ciertas vertientes de la sociología, estas luchas sociales en el interior de la cultura se transforman en luchas por el sentido, luchas por imponer criterios de visión y clasificación de un grupo o clase sobre otro. Estas luchas buscan modificar los imaginarios colectivos para imponer, transformar o mantener cierta estructura significativa a partir de la cual una sociedad específica se comprende a sí misma. Así, estos conflictos son entendidos como luchas por la hegemonía, luchas por la construcción de un consenso a partir de la construcción, imposición y legitimación de un sentido sobre el mundo social. Para Bourdieu, la lucha por el sentido implica que todo objeto, práctica o discurso de la vida social nunca esté cerrado o clausurado sobre sí mismo; siempre presenta una estructura semántica abierta, plausible de adquirir múltiples sentidos de acuerdo con las diferentes lecturas e interpretaciones que los miembros de una sociedad (sea directamente o a través de diferentes portavoces) realizan. En este sentido, cualquier discurso social no solo tiene funciones descriptivas, sino también performativas. Así, para Bourdieu, todo discurso que pretenda describir la realidad social, en el mismo acto de describirla está también ayudado a construir esta misma realidad (Bourdieu, 1982).