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1.3. El debate sobre la ideología y el análisis de la cultura

1.3.1. El debate sobre la ideología: las prenociones y génesis del concepto

El debate sobre la ideología es clave en la sociología de la cultura, que tuvo su apogeo en los años setenta, principalmente impulsado por relecturas del marxismo. Sin embargo, como afirma Ariño (1997), se trata de un tema que ha sido analizado con una notable imprecisión, siendo «tierra de todos y patria de nadie». Normalmente, el término se utiliza para el estudio de las ideologías políticas desde una perspectiva histórica, particularmente centrado en los discursos explícitos. En general, se utiliza para desacreditar las ideas del adversario político. Un extremo es el análisis del nacionalismo sin Estado desde otros nacionalismos banales o bien la calificación por parte de un marxismo determinista de «falsa conciencia» de todo lo que no corresponda con su análisis de la noción de trabajo, modos de producción o relaciones sociales.

En primer lugar, el término ideología nace en el siglo XVIII como la ciencia de la formación de las ideas. Destaca que surge, por un lado, como una ciencia positiva de las ideas y, por otro, como un arma crítica para ser usada contra las ideas del Antiguo Régimen y por el progreso de la humanidad. Según esta concepción, una educación racional y laica solo se podía fundar sobre una ideología. Posteriormente, en Francia, dentro de la lucha política posrevolucionaria, tomó un carácter peyorativo, sinónimo de intolerancia, o como una doctrina abstracta divorciada de la realidad. Así, esta concepción fue ampliamente difundida durante el siglo XIX. Por parte de la derecha reaccionaria, es utilizada como sinónimo de concepción del mundo revolucionaria, irrealizable y fanática. Por parte de la izquierda, el marxismo utiliza el término ideólogos para criticar su concepción idealista y la consideración de la primacía de las ideas.

1.3.2. La concepción marxista: distorsión de la verdad o concepción del mundo

En su origen, la ideología es definida en relación con la filosofía idealista, que plantea todas las revoluciones en el terreno del pensamiento puro. Y, sin hacer un análisis sistemático de este término, utiliza las metáforas de cámara oscura, ecos y fantasmas. En definitiva, subraya que las representaciones humanas no son ningún fundamento fiable. Engels va más lejos y, bordeando la «fantasía objetivista», señala la determinación «en último término» de la conciencia humana y la «autonomía relativa» de las ideas.

Por otra parte, la ideología se opone a la ciencia, a la que denomina ciencia «positiva y abstracta». La ideología es el conocimiento ilusorio, engañoso y distorsionado de la realidad. Pero ¿de dónde sale, según Marx, esta distorsión? Hay dos respuestas diferenciadas dentro de la propia obra de Marx: una en La ideología alemana (Marx y Engels, 1970) y otra en la Contribución a la crítica a la economía política (Marx, 1980). En primer lugar, en La ideología alemana expone la idea quizá central de la ideología como falsa conciencia de la realidad material, una visión propia del marxismo «científico» y por lo tanto más determinista (Gouldner, 1983).

La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda la ideología de los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en una cámara oscura, este fenómeno responde a su proceso histórico de vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina responde a su proceso de vida directamente físico. […] Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que baja del cielo a la tierra, aquí se sube de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y sujeto a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellas corresponden pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad (Marx y Engels, 1970).

Según Marx, la «ideología alemana» es una distorsión pura y separada de las condiciones reales. Construye una dimensión imaginaria de una situación histórica concreta. Asimismo, en otro pasaje bien conocido de esta obra se afirma que la ideología expresa y afirma los intereses de la clase dominante.

Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes de cada época; o, dicho de otro modo, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al mismo tiempo, de media, las ideas de los que no disponen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas. […] En efecto, cada nueva clase que pasa a ocupar el lugar de la que dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir a sus ideas la forma de la universalidad, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de vigencia absoluta (Marx y Engels, 1970).

Como afirman Marx y Engels (1970), la clase dominante produce ideas dominantes y «hace algo» a las clases subordinadas que produce su sumisión. Dos interpretaciones son posibles: por un lado, existiría una cultura subordinada, pero solo la cultura dominante sería públicamente visible. La cultura de las clases dominadas no se podría percibir, ya que no tiene canales ni medios de expresión. Por otro, no puede haber una cultura subordinada para que todas las clases estén integradas dentro de un mismo universo mental, que es el de la clase dominante. Por lo tanto, la cultura de la clase dominante es compartida por todas las clases. Así, el mecanismo que produce la dominación sería presentar como intereses generales lo que en realidad son intereses particulares y específicos de una clase dominante determinada.

Una tercera visión de la ideología podría ser más neutral, podría significar el medio a través del cual los hombres y las mujeres hacen su historia como agentes conscientes. La ideología se identificaría en este caso como conciencia práctica:

Importa siempre distinguir entre el trastorno material de las condiciones económicas de producción –que se comprobarán fielmente con ayuda de las ciencias físicas y naturales– y las formas jurídicas, políticas, religiosas y artísticas o filosóficas; en una palabra, las formas ideológicas, bajo las cuales los hombres adquieren una conciencia de este conflicto y lo resuelven (Marx, 1980).

Así, en este caso, la ideología no sería una distorsión, un instrumento de dominación, sino que tendría una cierta autonomía. En este caso haría referencia, como Lenin o Gramsci, a un sistema de ideas propio de una clase social, un factor esencial en la movilización de los actores en lucha. De esta manera, la ideología formaría parte de cualquier tipo de producto cultural (obras de teatro, novelas, series de televisión, canciones populares), porque este presenta una determinada imagen del mundo. Esta noción sigue basándose en la idea marxista de la sociedad como un espacio de conflicto, no de consenso. La producción cultural toma partido, de forma consciente o inconsciente, en este conflicto. Como afirma el autor teatral Bertolt Brecht (1978): «Buena o mala, toda obra de teatro incluye una imagen del mundo… no existe ninguna obra ni ninguna representación teatral que no incluya una imagen del mundo, que de alguna forma afecta a las disposiciones y concepciones de la audiencia. El arte siempre tiene consecuencias».

Una cuarta visión de la ideología, muy influyente en los años setenta, sobre todo en el ámbito de los cultural studies, es la definición del pensador francés Louis Althusser (2008). Para este, la ideología no es simplemente un sistema de ideas o una visión del mundo, sino un conjunto de prácticas materiales. Esto quiere decir que, además de las concepciones del mundo que orientan las acciones individuales, la ideología se encuentra en las prácticas rutinarias que estructuran la vida cotidiana de las personas. Althusser se refiere sobre todo a los rituales y las costumbres que seguimos cotidianamente y que tienen el efecto ideológico de integrarnos en el orden social, un orden caracterizado por grandes desequilibrios de riqueza y estatus. Según esta concepción de la ideología, los «aparatos ideológicos del Estado» (educación, familia, religión, Estado, medios, industrias culturales) tienen un papel fundamental: mediante la reproducción de determinados comportamientos, prácticas, rutinas, rituales, en el ámbito de la vida cotidiana, el individuo se convierte en un sujeto ideológico inscrito en los discursos e instituciones de estos aparatos. Las celebraciones navideñas, por ejemplo, que podrían entenderse como una manera de escapar de las obligaciones laborales, como un momento de placer y de disfrute, serían para Althusser un conjunto de prácticas ideológicas mediante las cuales nos insertamos en el sistema capitalista. Obviamente, el elemento definitorio de esta operación ideológica no es la creencia en Papá Noel, sino el conjunto de prácticas navideñas (comidas, visitas, regalos, decoraciones, etc.) que realizamos en esas fechas. Desde la perspectiva posmarxista de Althusser, la ideología tiene un éxito generalizado a la hora de anclar al individuo en el orden social.

1.3.3. Del análisis ideológico a la sociología del conocimiento

Después de la aportación fundamental de Karl Marx, una de las contribuciones más relevantes al concepto de ideología, y que de alguna forma cuestiona las concepciones marxistas, es la de Karl Mannheim (1987). Según el sociólogo húngaro, el análisis ideológico se ha centrado en desenmascarar las concepciones de los enemigos políticos, señalando el condicionamiento social y la vinculación a determinados intereses. Es un arma arrojadiza más que un instrumento de análisis válido de la realidad social. Por lo tanto, este mecanismo analítico puede volverse contra quien lo utilice, ya que también se puede señalar su discurso como socialmente condicionado. De esta forma, intenta elaborar un modelo interpretativo para estudiar el pensamiento socialmente situado. Mannheim esperaba que, al mostrar «las raíces activistas e históricas del pensamiento», su propuesta metodológica proporcionara una nueva forma de objetividad que daría respuesta a la pregunta sobre la posibilidad de guiar científicamente la vida política.

Mannheim (1987) considera que la discusión de Marx sobre el concepto de ideología es fundamental porque supone el paso de una concepción particular de la ideología (que se sitúa en el nivel de las mentiras y los engaños más o menos conscientes) a una concepción total de esta (que supone centrarse en las características de la totalidad social de un determinado grupo social –como una clase– y una determinada época). Mediante la concepción total de ideología ya no tratamos de identificar las mentiras específicas de un determinado discurso, sino analizar los conceptos y modos de pensamiento (la Weltanschauung) de un grupo en un determinado momento histórico. La concepción individual se centra en el individuo y su capacidad para detectar el engaño, mientras que la concepción total se centra en los sistemas de pensamiento colectivos, que están asociados a determinadas estructuras sociales (Thompson, 1993).

De todas formas, aunque Mannheim reconoce el mérito de la transición impulsada por Marx, también se muestra crítico con su concepción. Es cierto que se mueve más allá de la concepción particular, porque se centra en doctrinas o sistemas de pensamiento que se asocian a estructuras sociales, pero al mismo tiempo sigue manteniendo elementos particulares que, para Mannheim, invalidan su propuesta. Más concretamente, Marx intenta desacreditar de forma acrítica el pensamiento burgués como una mera expresión ideológica, mientras sitúa la objetividad en el ámbito del proletariado. Se trata, para Mannheim, de una posición sesgada que utiliza las herramientas del análisis ideológico para desacreditar la posición del contrario, sin aplicarse las mismas herramientas a sí mismo. Por ello, dentro de la concepción total de la ideología, Mannheim propone una nueva distinción entre la formulación especial y la formulación total de la concepción de ideología. La diferencia entre una y otra se encuentra en que la primera aplica el análisis ideológico solamente al bando contrario, mientras que la segunda tiene el coraje de aplicar el análisis ideológico a cualquier forma de conocimiento, incluido el propio conocimiento (no solo el de los demás, como hace Marx). De esta forma, el análisis ideológico deja de ser un arma simbólica en manos de un determinado partido político, para convertirse en un método de investigación social. Mannheim denomina a este método la sociología del conocimiento. El objetivo de esta forma de conocimiento no es desacreditar las posiciones del contrario (como hacía Marx), sino analizar los factores sociales que influyen en el pensamiento y la producción simbólica, incluidos los pensamientos propios. De esta forma, podría observarse la realidad histórica y política con ojos nuevos:

Al surgir la enunciación general del concepto de ideología, la nueva teoría de la ideología se convierte en la sociología del conocimiento. Lo que en una ocasión fue el arsenal intelectual de un partido se convierte en un método de investigación para la historia social e intelectual. En primer lugar, cierto grupo social descubre la «vinculación a la situación» (Seinsgebundenheit) de las ideas de sus adversarios. Luego, el reconocimiento de ese hecho se traduce en un principio de gran alcance, según el cual el pensamiento de cada grupo se representa como fruto de las condiciones de su vida. Así pues, la tarea de la historia sociológica del pensamiento tendrá que ser la de analizar, sin considerar las deformaciones de partido, todos los factores de la situación social real que pueden influir en el pensamiento. La historia sociológicamente orientada del pensamiento tendrá que proporcionar al hombre moderno una revisión de todo el proceso histórico (Mannheim, 1987: 112).

Las transformaciones culturales asociadas al desarrollo de las sociedades industriales modernas generaron un espacio donde las ideologías, en sus diversas formulaciones, podían florecer. Sin embargo, a partir de los años cincuenta, algunos autores empezaron a cuestionar la centralidad del análisis ideológico. Pensadores como Raymond Aron, Daniel Bell y Edward Shils lanzaron la tesis del «final de las ideologías» (Bell, 1960). En su formulación original, el debate sobre el «final de las ideologías» alude a la supuesta decadencia del pensamiento político radical y revolucionario. Después de la Segunda Guerra Mundial, con la derrota del nazismo y el fascismo, las denuncias del estalinismo y otros acontecimientos políticos, las viejas ideologías procedentes del siglo XIX habrían perdido su poder persuasivo entre la población. Estas ideologías se habrían quedado recluidas en grupúsculos de intelectuales radicalizados y críticos con las instituciones existentes que aspiraban a su completo desmantelamiento. Sin embargo, los acontecimientos dramáticos del siglo XX habrían puesto de manifiesto la ligereza de esas formas de pensamiento. En las nuevas sociedades industriales y democráticas, los problemas no pueden resolverse mediante el cambio social radical (y a veces violento) que propugnan los revolucionarios, porque estas iniciativas suelen conllevar nuevas injusticias y nuevas formas de violencia. Los teóricos del «final de las ideologías» aseguran que en la sociedad de posguerra está surgiendo un nuevo consenso que supone el abandono de la vieja política ideológica en favor de una nueva política de carácter pragmático. Obviamente, Aron, Bell y Shils tenía una concepción específica de la ideología: no se refieren a sistemas de pensamiento asociados a determinadas estructuras sociales (à la Mannheim), sino a visiones doctrinarias totalizantes que ofrecen una visión coherente del mundo social y exigen un gran compromiso emocional. Para ellos, el marxismo era el ejemplo paradigmático de esta concepción de la ideología.

1.3.4. Las definiciones de la ideología y las formas de dominación

El problema de las concepciones que acabamos de ver, desde la inflexión inicial de Mannheim hasta las elaboraciones posteriores de Raymond Aron y Daniel Bell, es que tienden a diluir la relación entre el conocimiento y la dominación, que es uno de los elementos fundamentales de la concepción de la ideología desde sus orígenes. En general, las diferentes concepciones de la ideología (que se han sucedido a lo largo del siglo XX) variarán según la relación que establezcan entre cultura y conocimiento, por un lado, y el poder, por el otro. Para presentar un mapa coherente de las diferentes teorías de la ideología y sus respectivas formas de dominación, acudiremos a los trabajos de Antonio Ariño (1997) y John B. Thompson (1993). A través de estos, abordaremos, por un lado, la relación del conocimiento con el poder, y por el otro, los diferentes mecanismos de dominación que pueden detectarse en los sistemas ideológicos.

Ariño (1997) propone la clasificación de las diferentes concepciones según cuatro problemáticas fundamentales: 1) La necesidad de producir un conocimiento científicamente fiable, así como la investigación sobre las condiciones sociales de producción y la existencia de este y de su determinación social. 2) La necesidad de describir, comprender, analizar y explicar los plurales universos de significado en las sociedades modernas. 3) La necesidad de legitimación secular de las nuevas formas de dominación. 4) La necesidad de invocar objetivos y causas que movilicen a las multitudes para la acción social, construyan identidades sociales y las capaciten para transformar las relaciones sociales. Por otra parte, estas cuatro problemáticas derivan en cuatro definiciones de ideología (tabla 2).

TABLA 2 Las definiciones de la ideología

Cognitiva Política
Crítica Cognitiva crítica: la ideología consiste en representaciones falsas e ilusorias de la realidad (evaluación epistemológica). Ideología como distorsión Autores: K. Marx y K. Mannheim Política crítica: la ideología es aquel aspecto de los sistemas simbólicos que sirve para ocultar las contradicciones sociales y legitimar la dominación (evaluación sociopolítica). Ideología como legitimación de la dominación Autor: K. Marx
Neutra Semiótica neutra: la ideología como conjunto de representaciones, presuposiciones, creencias y valores mediante los cuales se produce el significado del ser en el mundo (dimensión semiótica). Ideología como visión del mundo Autor: A. Gramsci Política neutra: la ideología es todo un repertorio de significados mediante el cual se constituyen sujetos colectivos y se les moviliza para el ejercicio del poder o para su transformación (dimensión social). Ideología como legitimación del poder Autor: M. Foucault

Fuente: elaboración propia a partir de Ariño (1997).

A continuación, nos centraremos en la evaluación sociopolítica y la dimensión social de la ideología. Por una parte, en la definición político-crítica, la ideología como legitimación de la dominación, lo importante no sería su validez lógica, sino su eficacia social. Así, las ideologías no buscan demostrar, sino convencer y persuadir; son instrumentos de la acción social. En este caso, la ciencia y la técnica (y en general la racionalidad instrumental) pueden operar como ideologías y no existen creencias que per se sean intrínsecamente ideológicas y a la vez todos los sistemas simbólicos pueden instrumentalizarse para la dominación. Esta visión implica una teoría de la sociedad con reparto asimétrico de los recursos, resultado de las relaciones de dominación. Asimismo, la ideología es un mecanismo de ocultación de la dominación y una forma de fomentar el consentimiento, como sugiere el concepto de violencia simbólica de Pierre Bourdieu (Bourdieu y Jean-Claude, 1981). Por otra parte, en la definición político-neutra, la ideología opera como sistema de creencias de la acción política. Desde esta postura, se critica la visión de la ideología como legitimación de la dominación, puesto que la concepción de la ideología como dominación no implica a priori la existencia de una ideología dominante, ni que esta sea la única forma de conciencia posible. Desde este punto de vista, los teóricos de la ideología dominante suelen dar una imagen integrada de la sociedad. Así, para Gramsci, podemos considerar una relativa independencia de la política respecto a la ideología, donde la dominación es por consenso a través de la hegemonía, una hegemonía que nunca es completa, pues siempre hay inestabilidad, conflicto y negociación (Gramsci, 2011). Asimismo, una derivación posmarxista de esta corriente la constituyen las teorías de Laclau (2016), en las que la política se convierte en un campo de lucha para definir los «significantes flotantes» o «huecos», que no reflejan, sino que construyen proyecto y contraposiciones.

Para esta corriente, en sí heterogénea, la ideología es un sistema de creencias orientado a la legitimación del poder y la acción social y política. En este caso, el poder es un fenómeno generalizado, como capacidad de actuar en la consecución de los objetivos e intereses particulares. Así, la ideología estaría restringida al campo autónomo de lo político y no sería equivalente a la cultura (como en la definición anterior), a pesar de que mantendría su influencia, ya que configuraría las identidades y también la organización de la sociedad. Por ello, las ideologías cumplen la función de defender las instituciones, racionalizar los intereses de los grupos: explican quién debe gobernar, justifican la estratificación y producen la conformidad individual. De este modo, son ideología no solo las formas que legitiman la dominación, sino también todo sistema de ideas que moviliza para la configuración de la sociedad, desde la ideología de los menos favorecidos y sus movimientos sociales, hasta los discursos de los privilegiados.

Más allá del esquema de las ideologías presentado por Ariño (1997), que incluye formas neutras y críticas de la ideología, John Thompson insiste en que, si queremos actualizar y dotar de sentido el concepto, debería mantener su concepción crítica y su relación con las formas de poder. Thompson (1993: 56) entiende los sistemas ideológicos como «las formas en que los significados sirven para establecer y mantener relaciones de poder». Por tanto, los fenómenos ideológicos aparecen cuando los sistemas simbólicos se utilizan, en determinadas circunstancias históricas, para establecer relaciones de poder. Estos no son ideológicos por sí mismos, sino que tienen una función ideológica cuando, en un contexto social determinado, están al servicio de relaciones de poder entre diferentes grupos sociales. Según Thompson, las maneras mediante las que los significados (la cultura) pueden servir a los intereses del poder son innumerables. Aun así, el sociólogo británico intenta identificar, de la forma más sistemática posible, los modos de operación de la ideología, y cómo se asocian, en determinadas condiciones históricas, con estrategias particulares de construcción simbólica. De esta forma, distingue cinco modalidades según las cuales la ideología puede operar en la sociedad: la legitimación, el ocultamiento, la unificación, la fragmentación y la reificación (Giddens, 1999).

TABLA 3 Modos de operación de la ideología

Modos de operación Estrategias de construcción simbólica
Legitimación Racionalización, universalización, narrativización
Ocultamiento Desplazamiento, eufemismo, metáfora
Unificación Estandarización, simbolización de la unidad
Fragmentación Diferenciación, expulsión del otro
Reificación Naturalización, eternalización, nominalización, pasivización

Fuente: elaboración propia a partir de Thompson (1993).

En primer lugar, la «legitimación»: las relaciones de dominación pueden establecerse mediante estrategias de representación como legítimas, esto es, como formas de dominación justas y necesarias. Esta búsqueda de la legitimidad se expresará en la producción simbólica y adoptará diferentes formas de construcción simbólica. Entre ellas podrían identificarse: a) la racionalización: la construcción de una cadena de razonamientos que defienden y justifican un sistema de relaciones sociales; b) la universalización: el sistema de relaciones sociales que sirve a los intereses de un determinado colectivo que se presenta como defensor de los intereses universales, y c) la narrativización: la presentación de historias que interpretan el pasado y tratan un determinado sistema de relaciones sociales como eterno, inevitable y celebratorio.

En segundo lugar, el «ocultamiento»: las relaciones de dominación también pueden establecerse mediante la ocultación o el oscurecimiento, o siendo representadas de forma que evadan los procesos de dominación social existentes. Este ocultamiento o desvío de la atención se puede realizar siguiendo diversas estrategias: a) el desplazamiento: cuando un término utilizado para referirse a un objeto o persona se utiliza para referirse a objetos o personas diferentes; b) el eufemismo: cuando un sistema de relaciones sociales se describe de manera que orienta al público hacia una evaluación positiva de este, y c) la metáfora: cuando se utiliza un término o una frase respecto a un objeto o acción, pero sin ser directamente aplicable a estos. Las metáforas pueden ocultar las relaciones de poder al presentar el objeto de una forma que realmente no tiene.

En tercer lugar, la «unificación»: las relaciones de dominación pueden establecerse mediante la construcción, a nivel simbólico, de una unidad que agrupe a individuos diversos dentro de una identidad colectiva sin tomar en consideración las diferencias existentes. Existen dos grandes estrategias de unificación: a) la estandarización: las formas simbólicas se adaptan a un estándar que se presenta como base aceptable del intercambio simbólico, y b) la simbolización de la unidad: la construcción de símbolos de unidad, de identidad colectiva y de identificación con el grupo.

En cuarto lugar, la «fragmentación»: en esta modalidad, la dominación no se establece mediante la unificación, como en el caso anterior, sino con la operación opuesta de la fragmentación. Supone la fragmentación de grupos que pueden ser una amenaza para los grupos sociales dominantes. Las estrategias que utiliza la fragmentación son: a) la diferenciación: el énfasis en las distinciones y diferencias dentro de un grupo social, impulsando su desunión y debilitamiento, y b) la expulsión del otro: supone la construcción simbólica de un enemigo, tanto interior como exterior, que se presenta como maligno y amenazador.

Por último, la «reificación»: las relaciones de dominación se establecen mediante la representación de un estado de las cosas que es transitorio como algo permanente, natural y ajeno a las vicisitudes históricas. Presenta los procesos históricos como procesos naturales, inevitables, que no pueden cambiarse. Las estrategias que utiliza la reificación son las siguientes: a) la naturalización: los fenómenos históricos y sociales se presentan como si fueran acontecimientos naturales e inevitables; b) la eternalización: cuando los fenómenos sociohistóricos son despojados de su carácter histórico y se presentan como permanentes y eternos (son las tradiciones, instituciones que parecen sumergirse en un pasado mítico); c) la nominalización: cuando la descripción de las acciones de los individuos se convierte en nombres, y d) la pasivización: cuando los verbos se presentan en su forma pasiva. Tanto la nominalización como la pasivización centran la atención del lector en unos temas en vez de en otros. Ocultan a los actores la voluntad individual y presentan los procesos sociales como ajenos a las decisiones y acciones llevadas a cabo por personas concretas.

1.3.5. El debate sobre la ideología y la sociología de los intelectuales

El intelectual como figura social que a partir de su experiencia y prestigio en el campo artístico o científico opina sobre temas sociales generales es una figura moderna y su surgimiento puede situarse a finales del siglo XIX (Charle, 1990). Algunos autores sitúan su nacimiento durante el affaire Dreyfus (1894 hasta 1906). A diferencia del sabio tradicional, el intelectual parte de unas competencias específicas en un campo del saber para intervenir en la esfera pública. Según Pascal Ory y Jean-François Sirinelli (2007), es un «hombre cultural, creador o mediador, en situación de hombre de política, productor o consumidor de ideología».

Así, los intelectuales son claves en el campo ideológico y de manera menos sistemática en el político. Uno de los mecanismos clásicos de influencia en el campo político es el manifiesto, combinación de toma de posición desde el campo intelectual respecto al político y de colección de firmas prestigiosas. Un primer ejemplo fue el J’accuse…!, de Émile Zola, publicado en 1898 en el diario L’Aurore, que divide el campo político y cultural francés en dos bandos, los dreyfusards y los antidreyfusards. Después de este episodio, durante el siglo XX los casos de intervenciones de intelectuales han sido numerosos (guerras de Vietnam o de Argelia, la descolonización, el desarme, etc.). En este apartado vamos a centrarnos en tres propuestas clásicas que definen la función social de los intelectuales en relación con su posición frente a la ideología: Julien Benda, Karl Mannheim y Antonio Gramsci.

Julien Benda (1995 [1927]) proporcionó el primer intento de definición del colectivo. En La traición de los intelectuales afirma que estos son aquellos que realizan actividades que tienen fines no-prácticos; se dedican exclusivamente al arte, la ciencia o la especulación metafísica, es decir, trabajan con «bienes no temporales». Los intelectuales se sitúan al margen de los conflictos ideológicos de la época, de acuerdo con la máxima de «Mi reino no es de este mundo». Por tanto, se trata de un colectivo que comparte unos intereses comunes (de carácter inmaterial o espiritual) y que conforma una identidad al margen del resto de los grupos sociales, abducidos por las luchas ideológicas. Benda es el introductor de una temática recurrente en décadas posteriores, la de la decadencia, muerte o desaparición de los intelectuales (Pecourt, 2016). En su época, coincidiendo con los efectos del affaire Dreyfus en la sociedad francesa, Benda ya consideraba que los intelectuales eran una especie en peligro de extinción, dominada por las «pasiones políticas» e incapaz de alcanzar las cotas de pureza creativa de las generaciones anteriores. Aseguraba que los intelectuales politizados, aquellos que entraban en la arena política para defender intereses ideológicos (de cualquier tipo), no estaban guiados por las leyes de la mente, sino que respondían a intereses nacionales, étnicos o de clase. Benda reclamará que los intelectuales ignoren los problemas políticos del momento, que según él distraen de lo fundamental, para dedicarse al estudio de los temas universales que tienen un carácter no ideológico.

Por su parte, K. Mannheim (1987) coincide con Benda (1995 [1927]) en que los intelectuales deben desvincularse de los conflictos sociales inmediatos para alcanzar una mayor objetividad, aunque emprende un análisis sociológico bastante más detallado de las comunidades intelectuales (Pecourt, 2016). De este modo, introduce el conocido concepto del «intelectual desclasado», es decir, el intelectual que se sitúa en espacios intersticiales y que no se adscribe a ninguno de los grandes bloques sociales en disputa, la burguesía y el proletariado. A diferencia de lo que dirían los pensadores marxistas, Benda considera que la actividad intelectual no es privilegio de una clase rigurosamente definida, como ocurre en el caso del clero, sino que emana de un estrato social desligado de cualquier clase social y que se recluta a partir de grupos sociales muy diversos (el distanciamiento y la objetividad surgen, precisamente, de la diversidad en las pautas de reclutamiento de este colectivo). De este modo, la intelligentsia está formada por un grupo social autónomo, ajeno a los intereses de la burguesía o el proletariado, y articulado en torno al interés colectivo por la búsqueda de la verdad. Mientras que los pensadores adscritos a las diferentes clases sociales producen una cultura inevitablemente ideológica (por tanto, parcial y sesgada), los intelectuales producen desde una cierta objetividad, alejados de las distorsiones y perversiones de la ideología. Si Benda considera que los verdaderos intelectuales no forman parte de este mundo, Mannheim realiza un mayor esfuerzo sociológico para explicar la autonomía de los intelectuales teniendo en cuenta el origen diverso de sus integrantes y su compromiso inquebrantable con las leyes del conocimiento. Tanto La traición de los intelectuales de Benda (1995 [1927]) como Ideología y utopía de Mannheim (1987) sitúan a los intelectuales al margen de la ideología, es más, definen a este colectivo en oposición a la ideología –que entienden siempre en un sentido crítico y peyorativo: la ideología como una distorsión y un falseamiento de la verdad–. Sus reflexiones sobre los intelectuales se realizaron en el terreno teórico y no se tradujeron en investigaciones empíricas específicas.

Las posiciones de Benda y Mannheim han sido muy influyentes durante el siglo XX y han conformado las perspectivas liberales del intelectual que desarrollarán autores posteriores como Talcott Parsons en Estados Unidos o Raymond Aron (1986) en Francia. Desde el campo marxista, el pensador italiano Antonio Gramsci (1926-37) proporcionará un modelo de intelectual que cuestiona con contundencia ambas perspectivas (y que, de alguna forma, asume la inevitabilidad de la ideología). Gramsci (2010 [1926-37]) considera que los intelectuales no pueden escapar a los intereses materiales de clase, tal como aseguran Benda y Mannheim; forman parte del sistema de clases y su producción cultural está relacionada con los intereses del estrato social al que pertenecen (Pecourt, 2016). Más concretamente, el pensador italiano asegura que todo grupo social, situado en una posición específica en el ámbito de la producción económica, crea orgánicamente diversos colectivos de intelectuales que tienen la función de dotar a dicho grupo de homogeneidad y conciencia colectiva, no solo en el campo económico, sino también en el social y el político. Para Gramsci, la idea del «intelectual independiente», subyacente en las teorías de Benda y Mannheim, es una ficción que no tiene ninguna base en el mundo real. Se trata de una formulación idealista que oculta la verdadera labor de los intelectuales al servicio de la ideología dominante. Frente a la falsedad del intelectual independiente, Gramsci contrapone la noción del «intelectual orgánico», el trabajador cultural que es consciente de sus intereses de clase y que prepara el proyecto hegemónico de las clases subalternas con el fin de que estas puedan alcanzar el poder y desplazar a las clases dominantes tradicionales. Este trabajo de construcción de una hegemonía política es inevitablemente un trabajo de carácter ideológico (a diferencia de Benda y Mannheim, no entiende la ideología en un sentido peyorativo, como una distorsión de la realidad, sino en un sentido neutro, como la visión del mundo de un determinado grupo social) que está asociado a los intereses de determinados grupos sociales. Las ideas de inspiración marxista o gramsciana han sido reelaboradas por autores posteriores como Charles Wright Mills (2008) y Alvin Gouldner (1979b) en Estados Unidos, o los teóricos de la nueva clase en Europa.

Recientemente se ha consolidado una interpretación que gira en torno a la desaparición de los intelectuales, y que estaría relacionada con la decadencia de las «grandes narrativas» o las grandes ideologías en la posmodernidad (Bauman, 2003; Lyotard, 1984). Desde esta perspectiva, la disolución de las fronteras entre clases sociales y, paralelamente, la fragmentación de las narrativas ideológicas que legitimaban a estos grupos han erosionado el papel clásico de los intelectuales. En su lugar, han aparecido otros actores sociales (periodistas, opinadores, expertos) que realizan las tareas (ideológicas) que antes realizaban los intelectuales. En Francia, estos debates giran en torno a la idea del «intelectual mediático», que de alguna forma certifica la desaparición del intelectual clásico, y en Estados Unidos en torno al «intelectual académico» (Bourdieu, 1997). En las sociedades posmodernas (y, según algunos, también posideológicas), las celebridades mediáticas y los profesores universitarios serían los sucesores de los intelectuales tradicionales. En ambos casos se acepta que no puede identificarse un colectivo de intelectuales independientes al estilo de Mannheim, sino que forman parte de estructuras sociales más amplias, ya sean los mass media o el sistema académico.

1.4. Los cultural studies y las políticas de la cultura popular

Los estudios culturales surgieron en Gran Bretaña como una alternativa al análisis cultural preponderante en la Europa continental, muy influido por el marxismo, y en Estados Unidos, de un carácter más liberal. Desde los años cincuenta, el capitalismo estaba claramente asentado como sistema productivo y la sociedad de la escasez de la posguerra daba paso a la sociedad de consumo. Desde el punto de vista económico, algunos analistas certificaban el final de las clases sociales –observan un proceso generalizado de «aburguesamiento» de las clases trabajadoras–, en un ambiente de opulencia generalizada; y desde el punto de vista cultural, el desarrollo de la cultura de masas se interpretaba como un signo de americanización cultural y un elemento inevitable de modernidad (Picó y Pecourt, 2013). Los fundadores de los cultural studies cuestionarán estos preceptos proponiendo nuevas formas de aproximarse al análisis cultural que combinan elementos humanísticos, antropológicos y sociológicos.

En sus orígenes, en este contexto de reacción contra las pautas del capitalismo de la Guerra Fría y el desarrollo de la cultura de masas, los cultural studies inciden en dos proyectos fundamentales: por un lado, la distinción entre la cultura de las clases dominantes y la de las clases subordinadas y, por otro, entre la cultura de masas y la cultura popular. Como afirma Stanley Aronowitz (1993), ambas distinciones estaban políticamente cargadas, y de hecho formaron parte de la renovación política de la New Left. El primer proyecto reivindicativo de la cultura popular surge de Richard Hoggart, Raymond Williams y los historiadores sociales (como E. P. Thompson, Eric Hobsbawm y otros). Aunque estos autores son diversos y escriben de forma independiente, comparten cierto espíritu y el objetivo de reivindicar una cultura de clase obrera relativamente autónoma, entendida en el sentido antropológico del término. A pesar de los procesos de aburguesamiento y expansión de la cultura de masas, aseguran que la cultura obrera podía resistir las imposiciones de la cultura comercial y la alta cultura (que tratan de inocularse a través de los programas educativos de las escuelas, el desarrollo de la sociedad de consumo y los nuevos estilos de vida o los programas de desarrollo y regeneración urbana). La centralidad de la cultura de la clase obrera en los primeros cultural studies será sustituida, paulatinamente, con la incorporación de nuevos colectivos sociales en posición de subordinación, especialmente las mujeres, los colectivos queer y las minorías étnicas (Bennet, 2004).

El segundo proyecto que delimita las fronteras entre la cultura popular y la cultura comercial es más complejo (Aronowitz, 1993). Desde las perspectivas más pesimistas, influidas por la Escuela de Frankfurt, la cultura de masas es una fabricación de las «industrias culturales» totalmente alejada de los intereses del pueblo, un tipo de cultura sin ningún elemento de redención. Desde perspectivas más optimistas, se intentan identificar elementos más positivos de la cultura de masas, así como los beneficios que aporta a la clase obrera. Progresivamente, los estudios culturales tendieron a abandonar las perspectivas más negativas en el análisis de la producción y el consumo de la cultura de masas, para centrarse en las formas específicas de consumo por parte de las clases obreras y los grupos subordinados de la sociedad. Un ejemplo inicial de este esfuerzo es el libro de Stuart Hall y Paddy Whannel The Popular Arts (1964), donde utilizan el método literario para analizar y reivindicar las «formas degradadas de la cultura de masas» –tal como la veía la perspectiva arnoldiana de la «alta cultura» y otros teóricos contemporáneos como T. S. Eliot (1948)–. De todas formas, en este ámbito concreto se observa una evolución en la historia desde los estudios culturales, desde la separación tajante entre la cultura popular y la cultura de masas, y la valoración de la primera frente a la segunda, la posición de Richard Hoggart (1957), hasta la concepción de la cultura de masas como cultura popular en la sociedad contemporánea, la posición de John Fiske (2001).

1.4.1. La reivindicación de la cultura popular de la clase obrera

Los estudios culturales son un campo académico de la teoría crítica y la crítica literaria introducido inicialmente por académicos británicos y posteriormente adoptado por académicos de todo el mundo, especialmente en el ámbito anglohablante. El británico Richard Hoggart fue el inventor del término y creó el Centre for Contemporary Cultural Studies en Birmingham. Los estudios culturales nacieron como estudios universitarios en los años setenta en Estados Unidos y posteriormente se extendieron a los campus de varios países, a menudo ligados a las titulaciones de Teoría de la Literatura, Humanidades y Sociología. De este modo, se considera que sus orígenes se encuentran en una serie de obras canónicas como The Uses of Literacy (1957), de Richard Hoggart; Culture and Society (1968) y The Long Revolution (1965), de Raymond Williams, o The Making of the English Working Class (1968), de E. P. Thompson.

En los estudios culturales se dedica una especial atención a la recepción de la cultura de masas: desde los años cincuenta se estudia el impacto sobre las clases populares. Una piedra fundacional de los estudios culturales británicos es el libro The Uses of Literacy (1957), de Richard Hoggart, donde estudia el impacto de la cultura comercial norteamericana en las tradiciones «folk» (o la cultura de las clases populares, en terminología de la sociología de la cultura francesa), especialmente en las comunidades obreras del Reino Unido. Así, analiza el efecto de los folletos literarios, los periódicos y las revistas populares y el cine. Destacan la influencia del contexto y una interpretación de la cultura de masas diferente de la que habían previsto sus creadores: los obreros británicos interpretan de manera diferente las películas estadounidenses según sus valores y no como habían previsto los guionistas de Hollywood. Así, Hoggart (1957) asegura que, a pesar del desarrollo de la cultura de masas y la sociedad de consumo, la clase obrera seguía manteniendo su propia identidad, arraigada en la estructura familiar y en las relaciones comunitarias del vecindario.

Su objetivo es doble: por un lado, cuestionar la desaparición de la clase obrera debido a un proceso de aburguesamiento, y el consiguiente establecimiento de una sociedad sin clases, y, por otro, discutir el canon de la alta cultura (el canon cultural que conecta a Matthew Arnold con T. S. Eliot) y el desplazamiento hacia los márgenes de la cultura popular. Partiendo de una concepción de la cultura más antropológica que humanística, Hoggart intenta dignificar el estilo de vida de la clase obrera, que se expresa en las formas de hablar, en la celebración de rituales concretos y en la transmisión de tradiciones. Frente a los procesos de aburguesamiento y la expansión del consumismo, la clase obrera seguiría manteniendo su capacidad de resistencia frente a la cultura dominante gracias a la reinterpretación activa de sus productos. Sin embargo, al mismo tiempo, se mostraba muy crítico con la expansión de la cultura de masas, que amenazaba con eclipsar la identidad propia de la cultura popular de la clase obrera.

La obra de Richard Hoggart (1957) supone una revolución copernicana en la forma de comprender la cultura popular. Se desprende del pesimismo frankfurtiano, al tiempo que evita el elitismo del culturalismo británico, para tratar de comprender las formas y los valores propios de la cultura obrera. Se trata de una cultura comunitaria, con unos modos de vida y unas formas de organización que pueden diferenciarse claramente de los de las clases medias. La reformulación posterior implicará una mayor atención a los productos de la cultura de masas y una mejor valoración de estos –que ya comienza con Hall y Whannel (1964)–, que empieza a adquirir en los estudios culturales el estatus que la cultura popular tradicional tiene en la obra de Hoggart. La influencia de Hoggart no se restringe a los cultural studies británicos, sino que también tendrá mucha repercusión en la renovación de la sociología de la cultura francesa de los años setenta. Pierre Bourdieu tradujo el libro de Hoggart al francés (La culture du pauvre, 1970) y este se convirtió en un revulsivo para la sociología de la cultura y las artes francesas, influyendo en autores como el propio Bourdieu, Raymonde Moulin, Jean-Claude Passeron y Claude Grignon.

Raymond Williams, con La larga revolución (1965), sigue una línea de argumentación similar a la iniciada por Hoggart. En este trabajo aporta una definición de cultura como «estilo de vida» compartido, con lo cual rompe la dicotomía entre «sociedad» y «cultura» que mantenían las perspectivas anteriores. De esta forma, Williams se aparta de la definición humanística (arnoldiana) de la cultura e incide en una concepción claramente antropológica, centrándose en los rituales, las instituciones y las prácticas cotidianas, sobre todo de las clases obreras. Se trata de formaciones culturales que están fuera de la tradición humanística anglosajona (la tradición de «cultura y civilización»), pero que tienen una entidad y una dignidad innegables. Asumiendo los postulados de la antropología, Williams asegura que es imposible observar y valorar la cultura de forma absoluta; hay que conocerla en su contexto de origen. De hecho, el sociólogo británico propone un «materialismo cultural» que asocia la producción cultural con las relaciones sociales de producción y distribución. De esta forma, el progreso de la cultura no está relacionado con una concepción idealizada de esta, tal como afirmaban T. S. Eliot (1948) y F. R. Leavis (1949), sino con las condiciones materiales de producción. Toda forma de cultura y conocimiento, desde la alta cultura a la cultura popular, representa una «visión del mundo» asociada a una determinada posición social (que de ninguna forma pueden generalizarse como formas universales de conocimiento). En principio, según Williams, ninguna formación cultural tenía por qué ser superior a otra.

EXCURSO 3 Richard Hoggart y las novelas femeninas de clase obrera

En The Uses of Literacy, Hoggart describe la vida de la clase obrera, en el periodo de preguerra, como un todo complejo en el que los valores públicos y las prácticas privadas están íntimamente ligados. Hoggart reconoce los aspectos regresivos del estilo de vida de la clase obrera, pero evita establecer juicios de valor y trata de comprender el significado que tienen para la gente. Este es el caso, por ejemplo, de la literatura obrera para mujeres: reconoce la simplicidad y el sesgo ideológico, pero aun así considera su valor para las lectoras. De este modo, en su análisis literario observa que, «al leer la descripción de un juicio», la gente está «muda» y los rostros «tensos»; el estremecimiento les corre por la espalda; el protagonista se muestra impertérrito y dirige una «mirada de piedra» a sus captores; su novia tiene «el corazón en un puño» y el «suspense flota en el aire» (Hoggart, 1956: 145). Frente a la crítica de las élites culturales, Hoggart considera estos relatos como presentaciones fieles, aunque dramatizadas, de un grupo social y un sistema de valores genuino. A pesar de su lenguaje trillado, describen una forma de vida consolidada y relevante para los lectores. Lo mismo puede afirmarse de las frases que figuran en las tarjetas de cumpleaños y las postales navideñas, que la gente elige con mucho cuidado por sus frases «amorosas» y «genuinas». El mundo que presentan estos relatos es limitado y simple, basado en unos pocos valores tradicionales aceptados. Por lo general, es un mundo infantil y aparatoso en el que las emociones se expresan con gran efusividad. Los recursos empleados son eficaces en un ambiente que no es corrupto ni pretencioso. Aparecen términos que autores más sofisticados no utilizarían, como «pecado», «vergüenza», «culpa» o «mal», con toda la fuerza de su significado. Las narrativas son conservadoras, pero se adaptan a los valores queridos de la comunidad: el objetivo vital de la mujer es el matrimonio y el hogar, construidos sobre la base del amor, la fidelidad y la alegría (Hoggart, 1956: 146). De todas formas, aunque el análisis de Hoggart es admirable en muchos aspectos, tiende a presentar una visión bastante nostálgica de la cultura obrera. La considera una cultura orgánica que contrasta con la artificiosidad de la cultura burguesa y la cultura de masas. De forma similar a Leavis o Eliot, Hoggart observa una decadencia cultural evidente, pero mientras aquellos la situaban en el siglo XIX, Hoggart lo hace en el momento de la decadencia de la cultura obrera de los años treinta: la autenticidad de la cultura obrera será sustituida por la artificiosidad de la cultura de masas y el proceso de americanización cultural (Turner, 1992).

1.4.2. Los mass media como objeto de análisis cultural

Mientras Richard Hoggart reivindica el valor de la cultura popular (autóctona y obrera) y advierte del peligro de la cultura de masas (americanizada y burguesa), Stuart Hall (1964) se centra en el análisis de la cultura de masas (que entiende como la cultura popular de la sociedad industrial). A diferencia de Hoggart, ya no establece una diferencia tan tajante entre la verdadera cultura popular (perteneciente a la clase obrera) y la cultura de masas (estandarizada y controlada por la burguesía). La cultura popular se convierte en un espacio de negociación entre los intereses de los grupos dominantes y los de los dominados. En un primer momento, las ideas de Louis Althusser (2008) sobre la reproducción ideológica serán muy influyentes en la renovación de la perspectiva más humanística y nostálgica de Hoggart, aunque posteriormente se abandonarán las ideas de Althusser (2008) en favor de la teoría de la hegemonía del pensador italiano Antonio Gramsci (2010 [1926-37]).

El interés de Stuart Hall (1964) por la cultura de masas le lleva a centrarse en el estudio de la producción, distribución y recepción de la cultural mediática –evita así la idealización de la cultura popular premasificada que puede encontrase en Hoggart y otros autores de la época–. A diferencia de los análisis literarios y antropológicos de autores como Hoggart y Williams, Hall recurre a las innovaciones del estructuralismo y la semiótica para analizar de forma sistemática los procesos de producción y recepción cultural. Así, el modelo encoding/decoding, desarrollado por Hall (1992), intenta combinar una lectura sociológica de la semiótica, destacando la influencia del contexto social en la producción y, sobre todo, en la interpretación de los símbolos y productos culturales en dos sentidos: por un lado, las obras culturales son polisémicas y la interpretación puede ampliar los sentidos de la obra y, por otro, hay pautas orientadoras de esta interpretación, una interpretación preferida que los receptores pueden asumir (aceptar la propuesta del emisor), negociar (interpretación propia) o rechazar (contextualizar con un marco de referencia alternativo).

Para Hall (ibíd.), en todo proceso de comunicación, desde el momento de la construcción del mensaje (codificación) al momento de la lectura e interpretación (decodificación), existen diversos determinantes y «condiciones de existencia» que condicionan todo el proceso. La producción y el consumo cultural están moldeados por un abanico muy amplio de influencias que incluyen los discursos propios del medio (como las imágenes de la televisión), el contexto cultural en que tiene lugar la comunicación (como las convenciones visuales que se utilizan en los telediarios) y las tecnologías que se usan para difundir la producción cultural. De este modo, la circulación de los mensajes pasa por tres etapas diferentes que están condicionadas socialmente: Primero, los profesionales del mundo de la cultura y la comunicación convierten un acontecimiento social «crudo» en un discurso específico dotado de significado. Este momento de producción y «codificación» está enmarcado por visiones del mundo (ideologías entendidas como visiones del mundo) específicas: concepciones profesionales, recursos técnicos, conocimientos institucionales, presuposiciones sobre la demanda del público, etc. Segundo, una vez el mensaje está codificado y dotado de sentido (puede tomar la forma de un discurso televisivo, radiofónico, periodístico, etc.), el contenido simbólico queda abierto al juego de la «polisemia del lenguaje» y la diversidad de interpretaciones. Tercero, el público, que tiene visiones del mundo diferentes de los codificadores, realiza una labor de «decodificación», y por tanto puede darle un sentido diferente al originario. En otras palabras, los mensajes no se transmiten, sino que se producen, tanto en el momento de la emisión como en el de la recepción. Cada momento del proceso de comunicación simbólica (codificación y descodificación) está condicionado por un contexto social específico (como puede verse en la ilustración 2).

Según este modelo de producción y recepción cultural, el público no es una masa homogénea y pasiva, como piensan los integrantes de la Escuela de Frankfurt. Al contrario, se compone de múltiples grupos con intereses diferentes, que se relacionan de forma diversa con los significados y las formas ideológicas dominantes. Sin embargo, aunque Hall (1992) abre el abanico de las interpretaciones posibles de los productos culturales, el potencial para el malentendido es bastante limitado. Los productores culturales tratan de codificar los mensajes para que el público los interprete de la manera que resulte más conveniente. Tienen una baza importante a su disposición: los discursos culturales no se interpretan desde cero; existen unos códigos convencionales comúnmente aceptados a los que la gente recurre a la hora de interpretar un texto. Por ejemplo, si un director de cine quiere promover ciertas reacciones en los espectadores con una película de terror, recurrirá a una serie de códigos y convenciones que sabe que funcionan: sonidos estridentes, ritmos trepidantes, cámara en movimiento que persigue a los personajes por la espalda, primeros planos de gritos y miradas aterrorizadas, etc. El director no podrá asegurar totalmente la interpretación del público, pero dispondrá de un margen amplio para producir los efectos «terroríficos» en los espectadores.

ILUSTRACIÓN 2 Esquema de encoding/decoding de Stuart Hall


Fuente: Stuart Hall (1992).

De acuerdo con esta concepción polisémica y abierta de los textos, Stuart Hall (1992) asegura que existen tres formas principales de leerlos. En primer lugar, la «lectura preferente». Esta lectura interpreta el texto con arreglo al sentido privilegiado que este sugiere. Por ejemplo, cuando las imágenes de un noticiario se centran en los espacios con menos aglomeraciones de una manifestación, para lanzar el mensaje de su fracaso y sinsentido, y el espectador interpreta que esta efectivamente ha sido un fracaso, habrá realizado una lectura preferente del texto. En segundo lugar, la «lectura negociada». Esta segunda lectura cuestiona sutilmente el significado del texto. Aunque se acepta el marco general del mensaje, se encuentran elementos contradictorios en él. En el caso de las imágenes de la manifestación, su interpretación podría reconocer el fracaso de la movilización, pero al mismo tiempo compartir los principios de esta y cuestionar el papel del Gobierno en la gestión de los acontecimientos. Finalmente, en tercer lugar, la «lectura oposicional». Esta lectura reacciona directamente contra el significado original del texto. En el ejemplo que nos ocupa, el espectador cuestionaría la totalidad de las imágenes y el mensaje que se está dando sobre el fracaso de la manifestación.

Es importante recalcar que, según Hall (ibíd.), el factor que influye en la lectura de los textos no es tanto la voluntad personal de autonomía como la posición social desde la que se realiza la lectura. Si existe una gran distancia entre el contexto social de la codificación y el de la descodificación, aumentarán las posibilidades de lecturas oposicionales por las contradicciones inherentes a este. Así, los colectivos directamente implicados en las problemáticas abordadas en el texto tendrán muchas más posibilidades de realizar lecturas oposicionales que los productores simbólicos y técnicos. A pesar de la pluralidad de lecturas posibles, Hall (ibíd.) asegura que la cultura mediática (especialmente la televisión) tiende a imponer una visión dominante de la sociedad (un marco de significado común) que suele ser aceptada por la audiencia. Así, por ejemplo, Fiske y Hartley (1978), siguiendo la estela de Hall, sugieren que la televisión tiene una «función bárdica». Del mismo modo que en las sociedades tradicionales el bardo traducía las preocupaciones principales en forma de poesías, la televisión traduce nuestras percepciones cotidianas y las transforma en un sistema lingüístico especializado. La «función bárdica» de la televisión, y podríamos también incluir otros mass media, se realiza de diversas formas (Turner, 2003): a) construye un consenso sobre la realidad; b) integra al individuo en la cultura dominante; c) la celebra, explica, interpreta y justifica mediante las acciones individuales (de personas concretas) en la sociedad; d) demuestra la idoneidad de las ideologías y mitologías de la propia cultura, y e) expone los peligros que supondría el cambio de las condiciones existentes.

1.4.3. Cultura, hegemonía y consenso espontáneo

El pensador Antonio Gramsci desarrolló el concepto de «hegemonía» durante su estancia en la cárcel de la Italia fascista (Gramsci, 1975). La teoría de la hegemonía intenta explicar por qué las revoluciones socialistas no se dieron en Occidente a pesar de la naturaleza opresiva del capitalismo. La respuesta de Gramsci es que las clases obreras no lograron construir un proyecto hegemónico para la sociedad. En este sentido, la «hegemonía» se refiere al proceso mediante el cual las clases gobernantes consiguen, de forma simultánea, «gobernar» y «liderar» a la sociedad (Strinati, 1995). Gramsci define la «hegemonía» como un proceso cultural e ideológico mediante el que los grupos dominantes de la sociedad mantienen su dominación asegurándose el «consenso espontáneo» de los grupos subordinados. Esta hegemonía se logra mediante la construcción negociada de un consenso ideológico que incorpora a grupos dominantes y dominados. Su propuesta supone que cualquier formación cultural, en cualquier periodo histórico, es el resultado de un proceso hegemónico, de una aceptación consensuada, por parte de las clases dominadas, de las ideas y los valores de los grupos dominantes. La hegemonía funciona porque la imposición de las clases dominantes no es total; realizan cesiones a los grupos subordinados para asegurarse su colaboración activa en el proyecto ideológico. De este modo, no cuestionan las estructuras fundamentales de la dominación.

Como vimos anteriormente, el proyecto hegemónico para la sociedad procede de un grupo social específico, que Gramsci denomina los «intelectuales orgánicos». Según Gramsci, los intelectuales se distinguen por su función específica en la sociedad: son los que presentan un proyecto intelectual y moral (una forma de liderazgo) a la sociedad. «Todos los hombres y mujeres son intelectuales, pero solo unos pocos tienen la función social de intelectuales», asegura el pensador italiano (Gramsci, 2010 [1926-37]). Cada clase genera sus propios intelectuales orgánicos; su tarea es determinar y organizar la vida moral e intelectual de su clase y preparar un proyecto hegemónico para el conjunto de la sociedad (este proyecto hegemónico puede articularse en torno a temáticas como la «abundancia», la «ley y el orden», el «capitalismo popular» o la «sociedad desclasada») (McGuigan, 1992). Gramsci suele referirse a intelectuales orgánicos individuales (como es el caso del filósofo Benedetto Croce), pero los cultural studies tienden a referirse a intelectuales orgánicos colectivos, y más concretamente a los «aparatos ideológicos del Estado», situados en el ámbito de la sociedad civil, como la familia, la prensa de masas, la educación, la religión y las industrias culturales (Turner, 2003). A través de estos aparatos y sus respectivos intelectuales orgánicos, las élites dominantes tratan de ganarse el consentimiento de la población a su dominación. Si el control no puede establecerse a través de las ideas (mediante un proceso hegemónico), entonces se recurrirá a los «aparatos represivos del Estado» (policía, ejército, etc.).

El concepto de hegemonía resulta muy útil para analizar los procesos de producción y consumo cultural, especialmente en el ámbito de la cultura de masas (Bennett, 1986; Strinati, 1995). Desde la perspectiva hegemónica, la cultura popular es un elemento muy significativo del intercambio constante entre las clases dominantes y las clases subordinadas. Este proceso bidireccional puede analizarse desde configuraciones muy diferentes: clase, género, generación, raza, religión, etc. Desde la visión gramsciana, la cultura popular es un terreno estructurado de intercambio y negociación (donde se alcanzan determinados compromisos y equilibrios) entre las fuerzas dominantes y las subordinadas. A través de la producción cultural, las clases dominantes tratarán de universalizar sus intereses (cf. John Thompson, 1993), mientras que las clases subordinadas realizarán actos de resistencia frente a los intentos de imposición ideológica. Por tanto, la cultura popular es una mezcla contradictoria de intereses y valores contrapuestos: no es sexista ni no-sexista, racista ni no-racista, clasista ni no-clasista, siempre está oscilando entre un lado y el otro. La cultura comercial que proporcionan las industrias culturales está en un proceso continuo de redefinición y reformulación, mediante actos estratégicos de consumo selectivo que suponen relecturas y resignificaciones, y que muchas veces producen resultados no previstos ni por los productores ni por los poderes establecidos. Por tanto, desde esta perspectiva, la cultura popular (o cultura de masas) no es lo que «hacen» las industrias culturales (este sería el planteamiento de la Escuela de Frankfurt), sino el resultado del consumo activo que realizan hombres y mujeres de los productos culturales que ofrece la sociedad, y que someten a procesos de reinterpretación y resignificación.

Posiblemente, los mejores resultados del análisis hegemónico de la cultura se han obtenido con el estudio de las subculturas juveniles (Storey, 1993). Desde esta perspectiva, por ejemplo, Dick Hebdige (2004) ofrece una explicación convincente del proceso de «bricolaje» mediante el que las subculturas juveniles se apropian de símbolos y significados comerciales para darles un sentido diferenciado y adaptado a una lógica subcultural propia. El bricolaje es la matriz donde se produce la negociación entre los significados de la cultura dominante y los de la cultura subordinada. De esta manera, los productos de la cultura de masas son combinados o transformados de formas no imaginadas por los productores originales. Como ejemplo podría citarse la utilización de las chaquetas eduardianas por parte de los teddy boys o las chaquetas de cuero y los imperdibles por parte de los punks. Mediante la recombinación de elementos procedentes de la cultura pop (que se unen a formas específicas de comportamiento, formas de hablar, gustos musicales, etc.), las subculturas juveniles entran en una negociación ideológica (en el sentido gramsciano del término) que implica la aceptación de elementos diversos de la cultura dominante, pero al mismo tiempo la delimitación de formas de oposición y resistencia.

Bennet (1986) expone las ventajas que proporciona el concepto de «hegemonía» al análisis de la producción y el consumo cultural: a) elude el esencialismo que supone relacionar de forma directa y no problemática la producción cultural con la posición de clase (o género, raza, etc.); b) permite estudiar la cultura popular sin posicionarse a favor o en contra de esta (es decir, sin caer en el elitismo crítico o el populismo celebratorio); c) enfatiza la fluctuación constante de las diversas articulaciones ideológicas de las prácticas culturales (un producto cultural específico no tiene un significado ideológico concreto e inamovible, sino que puede variar según las lecturas diversas que se hagan de este), y d) el rechazo al reduccionismo de clase permite diferenciar entre las diferentes regiones, con grados diversos de autonomía, que constituyen el conflicto cultural (clase, género, etnia, etc.). En definitiva, a diferencia de las visiones más rígidas del marxismo clásico, el marxismo gramsciano admite la diferencia y la contradicción como elementos centrales de todo proceso cultural e ideológico.

1.4.4. Placeres populares: la cultura comercial como espacio de resistencia

Stuart Hall abre el abanico de las interpretaciones (decodificaciones) posibles por parte de la audiencia. Desde entonces, los estudios sobre las audiencias han intentado referirse a los contextos del mundo de vida de las audiencias mediáticas (Hall, 1992). El estudio actual de las audiencias activas conlleva una fuerte crítica al pesimismo cultural de los miembros de la Escuela de Frankfurt (en el que los sujetos sociales están ausentes) y tiene una deuda con las aportaciones de autores como Stuart Hall (ibíd.) o David Morley (1996). Posteriormente se han desarrollado ideas aún más provocadoras siguiendo estos postulados. En este sentido, se tiende a desplazar la primacía de las «lecturas preferentes» y las «lecturas negociadas» en favor de las «lecturas oposicionales», que se consideran mayoritarias en la cultura popular contemporánea. Nos centraremos en las de uno de los autores más importantes de esta generación: el sociólogo australiano John Fiske (2001).

Al igual que Morley (1996), Fiske (1978; 2001) ha intentado articular una teoría de la cultura popular que se apoya en el ensayo original de Hall (1992) acerca de la codificación y decodificación de los mensajes mediáticos. A lo largo de su trabajo, reproduce la distinción de Hall entre las formas instrumentales de producción que caracterizan al capitalismo (momento de codificación del mensaje) y los sentidos creativos que los consumidores revisten a esos productos (momento de decodificación del mensaje). Según Fiske, se produce una ruptura radical entre los intereses de las instituciones económicas que producen formatos culturales y los intereses interpretativos de la audiencia. Expresa este contraste como una oposición entre el «bloque de poder» (el orden político, económico y cultural dominante) y el «pueblo» (conjunto de individuos socialmente percibidos, divididos transversalmente por la raza, el género, la clase, etc.). El bloque de poder fabrica productos masivos uniformes destinados al consumo que luego el pueblo transforma en prácticas de resistencia. Así, por ejemplo, la elaboración de la música de Madonna o Lady Gaga se inscribe dentro del circuito empresarial de las industrias culturales, pero, una vez llega a los consumidores, estos dotan a la música de significados muy diferentes a los que originariamente impuso la industria. De este modo, Fiske (1978; 2001) asegura que las industrias culturales dependen de los deseos y las expectativas de las audiencias. Su postura es prácticamente el reverso de la de la Escuela de Frankfurt, y también está muy alejada de los postulados iniciales de Richard Hoggart y Raymond Williams. Para que las mercancías de la industria cultural sean populares y tengan éxito, tienen que producirse en masa con vistas al beneficio económico, pero también deben estar abiertas a las lecturas subversivas del pueblo. Según este autor, «La cultura popular la hace el pueblo, no la produce la industria cultural» (Fiske y Hartley, 1978).

Según Fiske, para analizar la circulación de significados no basta con observar los momentos de producción y recepción, como afirma Hall; es necesario analizar el circuito de la cultura en sus diferentes etapas y niveles de textualidad (Fiske, 1987). Para él, la interpretación de los productos de la cultura de masas está condicionada por tres niveles de significación: Primer nivel de significación: cuando la industria cultural lanza un determinado producto al mercado, genera al mismo tiempo una serie de productos complementarios que participan en la creación del evento mediático y condicionan su significado. Por ejemplo, cuando Lady Gaga lanza un producto cultural en forma de disco, al mismo tiempo se producen toda una serie de fenómenos culturales paralelos: organización de recitales, publicación de libros, impresión de carteles, confección de camisetas y complementos de moda, edición de vídeos musicales, etc., que ayudan a dotar de significado a su música. Segundo nivel de significación: el lanzamiento de un determinado producto cultural suele estar acompañado de diversas modalidades de «conversación mediática» que también participan en la asignación de significado (reportajes en revistas y diarios, debates en programas televisivos y radios, críticas en revistas especializadas, etc.). Tercer nivel de significación: incluye las formas de la interpretación del producto por parte del consumidor, las maneras de apropiación e inserción en las rutinas de su vida cotidiana. La música de Lady Gaga, una vez llega al consumidor, puede utilizarse para bailar en la discoteca, para relajarse en la habitación, para distraerse mientras se viaja en autobús, etc. Además, su consumo participará en la construcción identitaria del propio consumidor.

Fiske (2001) asegura que el consumo cultural puede producir formas de placer en el individuo (en el tercer nivel de significación) que escapan completamente de la ideología (y del primer y segundo nivel de significación). Según sus propias palabras, pretende elaborar una «teoría socialista del placer», es decir, visibilizar y reivindicar las formas irreverentes de goce que irrumpen desde el pueblo y se oponen a las técnicas disciplinarias empleadas por el bloque de poder (Stevenson, 1995). Para ello, parte de la distinción de Roland Barthes (1973) entre plaisir y jouissance. Por un lado, el plaisir es una forma de placer moderado, mundano y básicamente afirmativo. Reafirma la identidad individual y la cultura de pertenencia. Por el contrario, la jouissance (que podría traducirse como «éxtasis» u «orgasmo») es un placer que se experimenta a nivel físico, se localiza en las reacciones espontáneas del cuerpo, no en los significados de la cultura. Según Barthes, la jouissance escapa al control cultural y el sistema de significados establecido. Ocurre en el momento en que la cultura se colapsa. Fiske (1987) retoma las ideas de Barthes y asegura que el consumo de cultura popular (o cultura comercial) se caracteriza por la jouissance y no el plaisir (por tanto, es un instrumento de resistencia y confrontación; no de inoculación ideológica). Estos placeres populares tienen dos fuentes (Fiske, 1987): por una parte, el goce que conlleva producir significados que suponen «romper las normas» establecidas por el bloque de poder, y que por ello exploran los límites entre el control social y la libertad, y por otra, el placer y la satisfacción que produce el «juego» con los textos y los significados, la libertad de crear y controlar los significados, la satisfacción obtenida de la creación y la producción personal.

TABLA 4 La oposición ideología/placer según John Fiske

Ideología Placeres populares
Significado Significante
Conocimiento Sensaciones físicas
Profundidad Superficialidad
Subjetividad Corporalidad
Responsabilidad Diversión
Sentido Sinsentido
Unidad Fragmentación
Homogeneidad Heterogeneidad
Ámbito del control social Ámbito de la resistencia y el rechazo

Fuente: elaboración propia a partir de Fiske (1987).

Detrás de la reivindicación que Fiske realiza del placer cultural de las clases populares hay una reivindicación del papel político positivo del consumo en la economía de mercado. Ante el aumento de la «distancia» entre los mecanismos de la democracia parlamentaria y la vida cotidiana de las personas, la participación política se ha desviado hacia otras esferas y se ha consolidado en el uso creativo de los productos que ofrecen las industrias culturales (Fiske, 1987; 2001). De alguna forma, insiste, en la cultura popular se está generando un debate político paralelo al que se da en las sedes parlamentarias. Fiske se muestra muy crítico con la cultura producida por el bloque de poder porque reproduce los errores tradicionales del elitismo cultural al pretender apartar a la mayoría y reservarse para una minoría. El problema de la cultura oficial del bloque de poder consiste en que no llega a ser lo bastante polisémica como para permitir las interpretaciones múltiples, se concentra demasiado en el descubrimiento de una verdad única y objetiva, es decir, en acotar al máximo el abanico de las interpretaciones posibles. Según Fiske, la búsqueda de una verdad universal es más totalitaria que democrática. Aceptar una sola verdad, sea a través de la objetividad o de la autenticidad, es claudicar ante el régimen de verdad dominante y negar el placer potencialmente liberador del texto. Mientras los ciudadanos estén excluidos de los procesos de toma de decisión en las democracias modernas, recurrirán a otras microfórmulas de participación política que podrían dar lugar a una «democracia semiótica», basada en interpretaciones libres y abiertas de la cultura dominante.

Sociología de la cultura en la Era digital

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