Читать книгу Sociología de la cultura en la Era digital - Joaquim Rius-Ulldemolins - Страница 13
ОглавлениеEXCURSO 4
La música de Madonna y el placer popular
Durante los años ochenta y noventa, Madonna se convirtió en un icono de la cultura pop y en una figura muy controvertida. Para sus fans es un referente identitario y para sus detractores un fenómeno de manipulación mediática y consumismo banal. Si algunos la celebran como una revolucionaria cultural, otros la atacan por ser antifeminista, sucia y vulgar (Kellner, 1995). Lo que parece indudable es que Madonna pulsa los botones muy sensibles de la sexualidad, el género, la etnia, la clase y la religión. A este respecto, Fiske asegura que el placer obtenido por los fans del fenómeno Madonna procede del control que esta tiene sobre su imagen (y significado) y de la sensación de que ese control podían hacerlo suyo (Fiske, 1987: 232). Las fans ven a Madonna como una mujer que utiliza el discurso de la sexualidad patriarcal para asegurar su control de dicho discurso, y por tanto su propia sexualidad. Esta no está representada como una fuente de placer para los hombres, sino para ella misma y para sus fans. Madonna utiliza símbolos e imágenes procedentes del discurso masculino para reafirmar su independencia de los hombres, de la aprobación de los hombres, y de esa forma escapa al discurso patriarcal. Como afirma Williamson (1986a): «ella retiene todo el bravado y el exhibicionismo con el que las chicas jóvenes empiezan, pero que después se les niega en la edad adulta […] Madonna nunca es la víctima, nunca es pasiva, se trata de una persona muy segura de sí misma y de su imagen sexual». Los vídeos y la música de Madonna exploran los límites entre las reglas y convenciones que gobiernan las representaciones de la sexualidad en el patriarcado y la experiencia sociosexual de las chicas jóvenes, inmersas en necesidades subculturales específicas. El énfasis de Madonna es el estilo; la construcción del «look Madonna» es un rechazo de los significados y de la ideología del poder. Es una reafirmación de la superficialidad y una muestra de cómo los colectivos sin poder pueden «jugar» con las imágenes y las mercancías para obtener poder y placer mediante la construcción de su propia identidad. Sus cambios de imagen y de estilo, a veces extremos, sugieren que la identidad es una construcción y que puede modificarse a voluntad. Aunque existen personajes más subversivos que Madonna, sus imágenes y mensajes no circulan por la cultura mediática y, por tanto, no tienen la eficacia de lo popular.
1.4.5. La crítica al populismo cultural
Desde sus orígenes, los cultural studies han sido criticados por su populismo cultural. Así, en su momento, Richard Hoggart (1957) fue criticado por el «populismo urbano» que mostraba en su descripción de la clase obrera británica. Sin embargo, las críticas de populismo cultural arrecian sobre todo a partir de los años noventa, y en reacción con perspectivas como la de John Fiske (2001) o Paul Willis (1990). John McGuigan (1992), posiblemente el crítico más incisivo, define el populismo cultural como la asunción intelectual, hecha por algunos analistas de la cultura popular (léase teóricos de los cultural studies), que presenta las experiencias simbólicas y las prácticas de la gente común como más importantes (tanto desde un punto de vista analítico como político) que la Cultura, con C mayúscula. Esta perspectiva, como hemos visto en el caso de Fiske, asegura que la cultura popular no puede entenderse como una cultura impuesta sobre las mentes y las acciones de la gente. Cuestiona la influencia de estructuras políticas, económicas, étnicas, de género, etc., en los procesos de consumo de la cultura popular.
Según McGuigan, estas posiciones parecen una inversión del elitismo cultural, al reducir la producción cultural a una especie de idealismo subjetivo (McGuigan, 1992) que se centra básicamente en las «lecturas populares», aplaudidas de forma acrítica, al asumir que todas son progresistas. Si Televisión culture (Fiske, 1987) ya tiende a separar claramente la «economía cultural» y la «economía financiera» (cada una de ellas con su lógica autónoma), esta ruptura se intensifica en sus estudios posteriores (Understanding Popular Culture y Reading the Popular) sobre diversas prácticas culturales contemporáneas, desde ir a la playa a comprar en los centros comerciales (Fiske, 1989; 2001). Asistir a un centro comercial, por ejemplo, ya no es un ejercicio de incorporación o sumisión ideológica a las estructuras del capitalismo, sino un ejercicio de resistencia que implica, por parte del consumidor, todo un despliegue de «engaños» (como cambiar los precios de los productos) y «tácticas» (como llevarse una prenda sin pagar). Comprar en un centro comercial adquiere una lógica de guerrilla urbana. En estas obras, Fiske hace alusiones genéricas a las estructuras de poder (por ejemplo, menciona las estructuras del «patriarcado burgués capitalista blanco»), pero estas alusiones parecen retórica vacía, porque no tienen contenido sociológico ni empírico. Al final, existe una coincidencia sorprendente entre la noción fiskeana de la «democracia semiótica», que pretende ser una concepción radical y emancipadora, y el ideal del «consumidor soberano» del capitalismo neoliberal. Al igual que las nociones neoliberales basadas en el mercado, la concepción «crítica» de Fiske anula completamente la distinción entre «cultura popular» y «cultura comercial», y con ello cancela toda posibilidad de analizarlas críticamente.
Philip Schlesinger (1991) también se muestra muy crítico con esta corriente posmoderna de los estudios culturales, que denomina el «nuevo revisionismo». El nuevo revisionismo se caracteriza, según Schlesinger, por el subjetivismo y por asumir un modelo de consumo cultural puramente hermenéutico basado en la construcción individual de significados. En este sentido, llama la atención la ausencia de cualquier concepción sociológica de los procesos de producción y consumo cultural, algo que sí estaba presente en autores de generaciones precedentes como Stuart Hall o Raymond Williams. Estas perspectivas rompen completamente la relación entre las estructuras políticas y económicas (así como los sistemas simbólicos que las justifican) y los procesos subjetivos de consumo e interpretación. Por ello, desde estos planteamientos, las prácticas de consumo cultural-popular más problemáticas, como la pornografía o la prensa sensacionalista, son difícilmente analizables con una perspectiva crítica.
McGuigan (1995) proporciona tres críticas al populismo preponderante en las últimas generaciones de los cultural studies: En primer lugar, la crítica política. Aunque no puede negarse el poder y los significados del consumo, tampoco puede olvidarse que el consumo es desigual. No todo el mundo tiene el mismo acceso al abanico de productos que ofrece el mercado cultural. La obsesión de ciertos sectores de la inteligencia radical por actualizar sus postulados ha supuesto olvidarse de esta evidencia estructural. En segundo lugar, los juicios de valor. El populismo cultural cuestiona cualquier criterio objetivo de «calidad». Considera que no existe ninguna posición social desde la que puedan dictarse, de forma objetiva y distanciada, criterios estéticos y juicios de valor. Este relativismo cultural ha influido en innumerables análisis sobre la televisión y otros ámbitos de la cultura mediática contemporánea. Sin embargo, estos análisis se muestran incapaces de responder a una pregunta básica: ¿cuáles son las características de la televisión (o música pop o cine comercial) de calidad? Se trata de cuestiones que siguen siendo fundamentales. Por último, la crítica sociológica. Desde el punto de vista científico, interpretar sin establecer juicios de valor, como hace el populismo cultural, es necesario, pero no es suficiente. Sociológicamente, la atención exclusiva a lo «popular» elude el análisis crítico de cómo funciona el conjunto del campo cultural. Si dejamos la idea de lo «popular» en suspenso, emergen realidades que aportan un sentido completamente diferente a la cultura popular: por un lado, observamos que la cultura popular forma parte de una cultura capitalista basada en la lógica del beneficio económico, y por otro, que la cultura popular adquiere su sentido dentro de un campo intertextual de elementos interconectados que tiene complejas jerarquías de influencia y valorización (Nowell-Smith, 1987).
1.5. El desarrollo del análisis sociológico de la cultura y su metodología
1.5.1. De la historia social del arte a la definición sociológica del arte
Existe una noción de cultura que se vincula específicamente con el mundo artístico. Esta vertiente entiende la cultura de la misma manera como un tipo de bien específico (los artefactos artísticos) y como un espacio social diferenciado caracterizado por la creación, producción, circulación y valorización de determinados bienes culturales. Dentro de esta concepción predominan los trabajos provenientes de la historiografía y la Sociología del arte y la cultura. Sin embargo, no resulta del todo correcto definir esta concepción como sociológica. La sociología entiende la cultura desde un punto de vista multidimensional que explica la génesis social tanto de los discursos ideológicos vinculados a la excelencia cultural (concepción humanista de cultura) como de los sistemas de clasificación que orientan la conducta práctica de los agentes sociales (concepción semiótico-antropológica de cultura).
El pensamiento historiográfico sobre arte tiene por objeto de análisis determinados bienes culturales considerados por una época y sociedad determinadas como artísticos. Este tipo de discurso intenta explicar los condicionantes socioculturales que hacen el estilo y las temáticas de estos bienes desde una perspectiva histórica. El macrocosmos sociocultural general, el microcosmos artístico-cultural y la capacidad creativa de los artistas (su genio) son utilizados como variables explicativas para su interpretación. Dentro de esta línea de pensamiento se encuentran trabajos de historiadores del arte y la cultura como Giorgio Vasari, Heinrich Wölffin, Arnold Hauser, Ernest Gombrich y Erwin Panofsky.
En primer lugar, el historiador italiano Giorgio Vasari (1511-1574) explica las obras de arte del Renacimiento italiano a partir de la biografía de los grandes artistas, considerados como «genios creadores» (Vasari, 1960). En segundo lugar, el crítico de arte Heinrich Wölffin (1864-1945) vincula los grandes periodos artísticos con los distintos momentos de la historia social y cultural para elucidar la articulación específica entre la cultura general de una sociedad y los diferentes estilos que se suscitan en las obras de arte, deteniéndose en sus aspectos formales e intrínsecos. Para esta tarea plantea la existencia de una «doble raíz de estilo». Esta doble raíz permite definir un estilo relacionando el «estilo personal» de cada artista con «las normas generales de representación» de una época. Una vez delimitados los elementos que definen el estilo, Wölffin (1952) elabora una historia de las formas que obedece a un movimiento pendular entre cinco pares polares, a saber: lo lineal y lo pictórico, la superficie y la profundidad, la forma cerrada y la forma abierta, la pluralidad y la unidad, lo claro y lo indistinto. En tercer lugar, el historiador social del arte Arnold Hauser (1892-1978) define la relación entre arte y sociedad a partir de un modelo opuesto al de Wölffin. Desde una perspectiva marxista establece una correspondencia entre los modos de producción de una sociedad y el arte en su conjunto. Por este motivo, entiende las producciones artísticas como reflejo superestructural de la estructura económico-social de una época determinada (Hauser, 1969). En cuarto lugar, el historiador del arte Ernest Gombrich (1909-2001) cuestiona la raíz hegeliana y generalizadora de Hauser a partir de una «lógica de situaciones» basada en la filosofía neopositivista de Karl Popper. Para esta finalidad plantea un enfoque más específico en la articulación arte-sociedad, basado en las condiciones microsociales del mundo del arte, como la relación entre artistas y clientes, el mecenazgo, los lugares de exhibición, etc. (Gombrich, 1998). Por último, el historiador del arte Erwin Panofsky (1892-1968), por su parte, realiza una interpretación simbólica de las obras de arte a partir de su descripción formal (descripción preiconográfica), la relación con otras producciones culturales del periodo (análisis iconográfico) y su pertenencia a la mentalidad de una época (interpretación iconológica), lo que le permite explicar las obras como iconos simbólicos, productos de una cultura determinada (Panofsky, 2004).
1.5.2. De la historia social del arte al estudio del material social del arte
La sociología reflexiona sobre la cultura como arte a partir de entender la génesis sociohistórica que concibe la emergencia del arte como una esfera social diferenciada a finales del silgo XIX y el tipo de relaciones sociales que se entablan dentro de esta esfera. Así, una de las concepciones desarrolladas largamente en el análisis del cambio artístico ha sido la historia social del arte, en la que el estudio interno del arte se centra en el artista y sus contextos sociales, aunque también se amplía a los grupos y escuelas artísticas y sus configuraciones institucionales (Furió, 2000). A esta orientación se le añadió paralelamente el estudio social del arte surgido de posiciones marxistas. Según uno de sus principales valedores, Raymond Williams, la sociología parte de una evaluación de las condiciones sociales del arte en la que hay un énfasis en los elementos históricos y los psicológicos, que conducen a definir grandes periodos en la historia del arte (Williams, 1994).1
Sin embargo, el punto débil de esta tendencia radica en la poca capacidad para explicar la variabilidad y el cambio en las formas artísticas, partiendo de una antropología universalista o de grandes periodos históricos (Zolberg, 2016). Así, en una segunda etapa de mayor desarrollo de esta corriente de historia social del arte, se establece que las obras de arte constituyen un reflejo de un periodo social. Por ejemplo, el análisis de la emergencia de la burguesía y de la novela en los siglos XVIII y XIX, y que algunos autores indagan en las obras como parte de las explicaciones, las instituciones y las guías de conducta de este grupo social. Su razonamiento se basa en que la novela representa las formas en las que se desarrolla la vida burguesa y contribuye a satisfacer las aspiraciones y los gustos estéticos de la nueva clase media urbana. Estos autores creen ver en la novela el reflejo del nuevo individualismo, la separación entre vida privada y vida pública, la emergencia del amor romántico como patrón de relación emergente, así como la vida económica y política. Además, se destaca la importancia que refleja la novela como medio narrativo del tiempo, que se representa como lineal (opuesto al tiempo circular del tiempo tradicional), y del nuevo valor que tiene el tiempo en sí mismo como vehículo de una acción transformadora. Finalmente, también se argumenta que la novela muestra el proceso de modernización social que se refleja en la separación de usos y espacios en las viviendas burguesas urbanas, en las que hay espacios individuales en los que se puede desarrollar el ejercicio de la lectura como un ejercicio individual y solitario (Berger, 1979).
EXCURSO 5 ¿La novela realista como reflejo de la sociedad?
En esta etapa se establece que las obras de arte constituyen un reflejo de un periodo social. Por ejemplo, este es el análisis de Lukács (1975) de la emergencia de la burguesía comercial en el siglo XVIII y de la novela realista. En este sentido, ciertamente hay una conexión entre la novela y las ciencias sociales, existiendo una idea de la relación directa entre la novela y la irrupción de la burguesía y sus nuevos valores y concepciones del mundo (Picò, 1988: 57). Así, también se observa en la novela un cambio en la concepción del cambio social: si en la literatura antigua el individuo es víctima de las fuerzas exteriores, que guían su destino de forma ineluctable (el caso más célebre sería el Ulises de Homero), en el caso de la novela se observaría la emergencia de la nueva concepción del evangelismo y el pietismo, que sitúa en primer término la condición interior del individuo, sus emociones y su voluntad, como verdadero motor del mundo, lo que será uno de los objetos de debate de la cultura europea desde el siglo XIX (Mosse, 1997). En este sentido, el éxito de las novelas históricas ambientadas en la Edad Media se interpreta como producto de la visión romántica en la que las acciones de los individuos están empapadas de valores. Sin embargo, este esquema se agrieta con el inicio de la modernidad artística por la creciente autonomía y autorreferencialidad del arte. Tal como señala Bourdieu (2002b), Flaubert conforma el paradigma vanguardista en el que el creador se esfuerza en vaciar de contenido y de trama la obra y en focalizar el interés en la formulación de un estilo novedoso y estéticamente perfeccionado. En este sentido, la novela se dirige a hablar de nada, en contraposición precisamente a las novelas de grandes hazañas y sentimientos, y el caso paradigmático sería para Bourdieu (2002) el personaje de Frédéric, que, en la novela La educación sentimental, se dedica a no hacer nada. Esta evolución de la novela en un sentido estetizante en la segunda mitad del siglo XIX muestra un rechazo de los propios creadores a ser portavoces de ninguna clase social y su voluntad de transformar las obras en creaciones que se interpretan en relación con la evolución de una disciplina artística y cada vez menos en relación con un contexto macrosocial.
Otra escuela derivada del estructural funcionalismo que podemos encuadrar dentro de la historia social del arte contiene en su perspectiva un menor determinismo sociohistórico y tecnológico, aunque no está exento de ello. Uno de sus autores más destacados es Kavolis que, con su History on Art’s Side: Social Dynamics in Artistic Efflorescences, parte de la idea de fase-ciclo en la que se producen efforescences de la creatividad en cantidad y calidad (Kavolis, 1972). En estos ciclos se producen cuatro fases: una inicial perturbación del equilibrio, después una búsqueda de soluciones que estimula la creatividad, posteriormente una fase de reintegración que pone en común lo nuevo y lo viejo y, finalmente, una fase de reducción de la tensión. Mientras la primera y la tercera estimulan una intensa creatividad, la segunda fase desvía las fuerzas más allá de la esfera artística y la cuarta diluye el élan creativo por ausencia de tensión. Esta corriente se apoya en la idea parsoniana del cambio como diferenciación y especialización. Así, el arte se entiende como indicador de desarrollo, aunque no en el sentido marxista de desarrollo de las fuerzas productivas, sino que se convierte en un elemento modulado por la percepción emocional de la economía (Kavolis, 1965). Por otra parte, según este autor, es la coincidencia de un momento de ruptura, de intento de generar cohesión social y de disponibilidad de recursos, la que puede generar un momento de florecimiento de las artes (Kavolis, 1966). Ciertamente, esta idea de poder correlacionar grandes magnitudes microsociológicas con cambios a nivel artístico decaerá con la crisis de la «gran sociología» y de los intentos comparativos, criticados pero añorados (Gouldner, 1979a; Tilly, 1991). Una perspectiva que quedará eclipsada con la llegada de la sociología del arte contemporánea y que solamente reaparecerá en los años noventa con la llegada de la sociología posmoderna y su cultural turn en la interpretación del cambio social (Ritzer, 1997). Sin embargo, este retorno vendrá muy influenciado por la sociología neoweberiana y su concepción de las esferas sociales relativamente autónomas propia de la modernidad.
1.5.3. Los límites de la interpretación materialista y determinista del arte
Se han desarrollado algunos análisis más complejos, como es el caso de Alan Lomax (1997), que examina los paralelismos entre estructura social y estilo de la interpretación a partir de un análisis de la obra y los intérpretes. Un hallazgo de este autor es la relación entre formas de organización social y formas culturales. Por ejemplo, hay un contraste entre la forma de interpretación de los pigmeos y los bosquimanos y la de las orquestas. Por un lado, los pigmeos, con una ausencia de jerarquías, interpretan las canciones de forma igualitaria. Por otro lado, los grupos corales y las orquestas modernas, en un contexto mucho más desigual, son muy jerárquicos y son conducidos por un director casi dictatorial. Así, existen formas dentro del continuo que delimitan los dos extremos: estilo bárdico con solista y acompañamientos que interpretan según un canon impersonal típico de sociedades con un alto grado de dominación. Por el contrario, en el modelo negro africano el solo y el corazón son prácticamente iguales, lo que refleja el modelo igualitario tribal casi acéfalo.
Otro de los límites de la interpretación social del arte es el determinismo y su sesgo epistemológico. Los análisis se centran en el estudio de aquellos sectores artísticos y géneros en los que se pueden ver reflejadas más las condiciones sociales, como la novela realista. Pero ¿cómo analizar desde esta perspectiva la poesía, la música atonal o el arte abstracto? Así, esta interpretación suele exagerar la homogeneidad cultural de las sociedades, obviando la existencia de subculturas, y suele también adoptar la perspectiva de la sincronización de los relojes, es decir, forzar la coincidencia de la historia cultural con la historia social, como por ejemplo la revolución impresionista con la revolución burguesa, elemento que se ha comprobado del todo forzado en su correlación temporal y causal (White y White, 1991). Por último, con la irrupción del estalinismo en el ámbito intelectual a partir de los años treinta, esta perspectiva además deriva en una legitimación de un «arte social» o, peor, un «arte de partido», así como en una doctrina artística conocida como «realismo socialista». La consecuencia de esta perspectiva será la exclusión como «artes burguesas» o ejercicios de «formalismo estético burgués» de las disciplinas o las corrientes que se alejan y de los análisis que preconizan en cierto momento la autonomía en la interpretación del arte respecto al contexto social. Finalmente, desde esta perspectiva resulta imposible analizar la música atonal o el arte abstracto, o cuando lo hacen simplemente repiten la obviedad de que las clases con mayor educación y nivel económico suelen ser más proclives a adoptar una actitud abierta a las innovaciones estéticas (Menger, 2017). Por ello, esta perspectiva a veces suele derivar en un relato que culpabiliza a los estilos innovadores acusándolos de elitistas, una perspectiva que adopta un tono populista de condena moralista y que por ello resulta del todo estéril desde el punto de vista sociológico.
Por ello, en los análisis contemporáneos de la cultura se produce una evolución hacia la complejidad en el análisis el marco de estudio, que se extiende hacia el análisis de las relaciones sociales. En este sentido, se refina la idea según la cual la obra de arte es el reflejo de la realidad social, y se pasa a imaginarla como mediación; no reproduce solo la realidad social, sino que la representa y, por tanto, la modifica. Esta mediación puede ir en el sentido de proyectar aspectos esenciales de la sociedad que no son evidentes, expresar de manera objetiva los sentimientos subjetivos, señalar procesos psicológicos y crisis sociales revelando la alienación individual y general de la sociedad y poner al descubierto la naturaleza conjunta de una sociedad o de un grupo particular.
1.5.4. El estudio de la recepción y las mediaciones
Una de las principales aportaciones a la teoría de las mediaciones que intenta superar los déficits interpretativos y las sobredeterminaciones de la perspectiva materialista es la propuesta del diamante cultural, en el que se relacionan la producción, la recepción, las mediaciones y los marcos de la cultura. Es una teoría desarrollada por la socióloga Wendy Griswold en Cultures and Societies in a Changing World (1994). En este esquema, el diamante cultural presenta cuatro elementos, cuatro vértices y seis enlaces: a) Objetos culturales: símbolos, creencias, valores y prácticas. b) Creadores culturales: individuos, grupos, organizaciones, instituciones y sistemas que producen y distribuyen bienes culturales. c) Audiencias culturales: individuos, grupos, organizaciones, instituciones y sistemas que experimentan la cultura y los objetos culturales. d) Mundo social: el contexto en el que se crea y experimenta la cultura. De este modo, el interés se centra en la interacción de los elementos y no en la obra en sí misma, como en la perspectiva humanística, o en el reflejo mecánico, como en la perspectiva materialista.
ILUSTRACIÓN 3 El estudio de la producción cultural a través del diamante cultural de Wendy Griswold
Fuente: Wendy Griswold (1994).
El esquema de Griswold nos permite pensar en las relaciones clásicas de la historia del arte (la del productor hacia el receptor o la del contexto cultural hacia el objeto cultural), pero también en las relaciones inversas y, por lo tanto, bidireccionales. Es decir, permite conceptualizar la relación en el sentido inverso al expuesto: en qué sentido la audiencia puede influir en la obra; por ejemplo, las reacciones del público de un estadio cuando se corean las canciones y su influencia en relación con la forma de componer el rock en los años sesenta, en la que se busca precisamente esta interacción. También permite reflexionar en qué sentido una obra muy conocida influye en el contexto social; por ejemplo, cómo la lectura de las obras introduce comportamientos diferentes en la población (como la novela romántica en la relación entre géneros), o bien en qué sentido una creación puede configurar una forma de pensar la realidad de una manera distinta. Asimismo, el diamante de Griswold (1994) es útil para analizar las relaciones entre los elementos laterales que la noción de reflejo no permitía concebir o bien lo hacía de una forma muy secundaria, como es la dialéctica entre mundo social y receptores, receptores y objeto cultural, objeto cultural y productores, y productores y mundo social.
Sin embargo, algunas de las críticas a esta perspectiva han sido que en realidad los productores están interrelacionados e intervienen activamente en las formas de distribución de los productos culturales (Alexander, 2003). Además, en todos los casos, tanto los productores como los receptores desarrollan lecturas particulares, lo que es especialmente visible en la literatura histórica o romántica. Es el caso de la saga de novelas Outlander, de Diana Gabaldón (1991), que, a pesar de que su trama se desarrolla en un contexto histórico en principio basado en hechos documentados, se construye a partir de una lectura intencionalmente emocional tanto por parte de la escritora como de los lectores.
ILUSTRACIÓN 4 Modificación del diamante cultural de Wendy Griswold y su aplicación a la novela romántica
Fuente: Andrea Cipriano (2014).
Otra crítica es la idea de que el receptor puede desarrollar una actitud activa no solo como consumidor pasivo, sino como receptor activo o, como señalan algunos estudios desde la perspectiva de los cultural studies, directamente aparecer como productores culturales que, mediante la representación del objeto y la relación con la identidad que supuestamente transmiten, producen al mismo tiempo el producto (Gay et al., 1997).
ILUSTRACIÓN 5 El circuito de la cultura: la importancia de la recepción cultural
Fuente: Paul du Gay et al. (1997).
1.5.5. La emergencia del arte como esfera social diferenciada
El sociólogo alemán Max Weber (1864-1920) es uno de los primeros en explicar la emergencia de la esfera artística como espacio social diferenciado a partir de entender el proceso de racionalización de las sociedades occidentales. Este proceso se define a partir de dos variables fundamentales: el desencantamiento del mundo y su diferenciación en esferas vitales (ciencia, arte y moral). Como producto de esta diferenciación, la esfera estética se escinde y se define a partir de criterios y valores propios. El desencantamiento del mundo describe el creciente declive de la explicación mágico-religiosa sobre los asuntos naturales y humanos, y un quebrantamiento de la concepción mágica, en la que lo natural y lo divino permanecían unidos.
Esta nueva situación permite aprehender el mundo intelectualmente sin recurrir a potencias o poderes ocultos e imprevisibles que lo encarnan y explican (paso de un conocimiento trascendente a uno inmanente). La diferenciación de esferas da cuenta del proceso por el cual la vida social deja de ser un todo homogéneo y unificado bajo el sentido de lo divino, estallando en un conjunto de esferas vitales o subsistemas sociales diferenciados y autónomos entre sí. Este proceso de diferenciación se caracteriza por una separación entre lo sagrado y lo profano, a la que le sucede una división entre lo teórico, lo ético y lo estético; la desaparición de una racionalidad sustantiva capaz de regir todos los órdenes de la vida (por lo que cada esfera comienza a estar legislada por unos criterios de valor y racionalidad propios); un conflicto entre la religión y las esferas escindidas (arte, ciencia y moral); y, finalmente, un conflicto de las distintas esferas entre sí, producto de la diferenciación y el perfeccionamiento (Weber, 1998).
Para el sociólogo alemán Jürgen Habermas (1929), el proceso de modernización weberiano supone, junto con la transformación crítica del saber tradicional, una pretensión de validez específica para cada esfera y su consecuencia: la institucionalización de sistemas de saber y procesos de aprendizajes diferenciados. De esta forma, encontramos, en la interpretación habermasiana de Weber, la creación e institucionalización de tres ámbitos específicos: En primer lugar, el de la ciencia, donde los problemas de las ciencias experimentales pueden discutirse y elaborarse según criterios de verdad internos con independencia de las doctrinas teológicas y separados de las cuestiones práctico-morales básicas. En segundo lugar, el de la ética, donde se elaboran desde un punto de vista intelectual especializado cuestiones vinculadas a la teoría del Estado y a las ciencias jurídicas. Y, en tercer lugar, el del arte, donde la producción artística, al liberarse primero de ataduras eclesiástico-culturales y luego del mecenazgo de las cortes principescas, constituye un espacio de recepción específico, mediado por la crítica de arte profesional (Habermas, 1999).
Por otra parte, la cuestión de la autonomía relativa y las influencias mutuas entre las esferas sociales ha sido y es uno de los debates centrales de la sociología en general desde el siglo XIX, que, como afirma Daniel Bell (2007), constituye uno de los aspectos más complejos de esta disciplina. Sin embargo, la teoría marxista parte de la base de que la infraestructura (los modos de producción) explica siempre, «en último término», los aspectos «supraestructurales» o ideológicos (Kolakowski, 1980; 1983). Aunque esta visión fue matizada por el propio marxismo (Williams, 1997), se ve reflejada en la sociología del arte y la cultura desarrollada hasta los años cincuenta, cuando entra en crisis por sus límites interpretativos. Sin embargo, la idea del reflejo marxista se retoma en diversas ocasiones por parte de la sociología de la segunda mitad del siglo XX: este es el caso de Adorno y Horkheimer, y en parte de Benjamin, que hacen una asimilación entre sociedad de masas y cultura de masas (Ariño, 1997), o de las críticas marxistas al posmodernismo, que realizan una asociación entre cultura posmoderna y capitalismo posfordista, o también de ciertos análisis de la política cultural como máscara del neoliberalismo (Harvey, 2005).
Más interesante desde nuestro punto de vista es la contribución de Pierre Bourdieu, que se sitúa en la idea weberiana de la autonomía relativa de las esferas sociales (Sapiro, 2013). Así, Bourdieu entiende el espacio social en la modernidad como caracterizado por la existencia de diversos campos de relaciones sociales definidos a partir de intereses, normas y capitales específicos. Estos campos se erigen y definen a partir de un proceso de autonomización inspirado en el concepto de diferenciación de esferas weberiano. En sus trabajos más tempranos, Bourdieu define la autonomización del campo artístico e intelectual a partir de un conjunto de variables procesuales que se pueden resumir en los siguientes ítems: a) La liberación progresiva de la vida intelectual y artística de las tutelas económicas, sociales, éticas y estéticas de la Iglesia y la aristocracia. Esta liberación se hizo posible en la medida en que se creó un público consumidor de bienes simbólicos que permitió a los artistas e intelectuales acceder a las condiciones mínimas de independencia económica y un principio de legitimidad singular. Esta posibilidad se da gracias a la ampliación de la educación elemental, que permite el acceso de nuevas clases sociales al consumo de bienes simbólicos. b) La proliferación y diversificación de productores e intermediarios que, al mismo tiempo que se profesionalizan, solo están dispuestos a aceptar como criterios y coacciones las normas técnicas que definen su profesión. c) La multiplicación de instancias de consagración (que compiten por la legitimación cultural) y de difusión (cuyas operaciones de selección aparecen regidas, cada vez más, por criterios propiamente artísticos o intelectuales). d) La emergencia de un nuevo tipo de artista e intelectual profesional que está cada vez más dispuesto a reconocer las reglas de la tradición intelectual y artística recibida de sus predecesores y liberar su producción de las demandas externas. e) Finalmente, la afirmación de una legitimidad propiamente artística.
En Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario, Bourdieu se pregunta por las causas específicas que hacen posible la emergencia del campo literario y su consolidación como esfera autónoma en la sociedad francesa durante el siglo XIX (Bourdieu, 2002b). En este trabajo explica el proceso de autonomización del campo artístico a partir de la capacidad que tiene la fracción de productores dominados de independizarse de la demanda del gran público y lograr imponer (en una lucha simbólica contra los agentes que ocupan posiciones dominantes) un principio de jerarquización interna (que apela a una supuesta «pureza» y «esencialidad» del arte) para medir la producción, circulación, consumo y valoración de los bienes simbólicos, por sobre el principio de jerarquización externa de la fracción dominante, que mide sus producciones a partir del éxito comercial (Bourdieu, 2001c; 2010a).
1 Raymond Williams reconoce que la relación entre contexto social y arte o, en términos de la teoría marxista, entre infraestructura y superestructura, dista de ser clara y mecánica. En palabras del propio Marx: «En lo que respecta al arte, es bien conocido que algunas de sus cimas no se corresponden en absoluto con el desarrollo general de la sociedad; y, por lo tanto, tampoco se corresponden con la superestructura material, con el esqueleto, por así decirlo, de su organización» (Williams, 1997).