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iii

¿Existe un fin del hombre?

El bien es el fin de todas las acciones y aquello

en vistas de lo cual todo lo demás debe ser hecho.

Platón

Actos del hombre y actos humanos

§ 26. En la vida hay cosas que nos ocurren y otras, en cambio, que nosotros hacemos. Así, entre las primeras, crece nuestro pelo, late nuestro corazón y nuestro cuerpo secreta adrenalina cuando se enfrenta a un peligro grande y sorpresivo. Estos fenómenos pertenecen al género de lo que meramente nos sucede, sin que intervenga nuestra voluntad. Se trata de acciones y reacciones que no dependen de nosotros, sino que son simple expresión de nuestra biología. Junto a éstas, hay otro grupo de cosas que son las que de hecho hacemos, aunque también podríamos no hacerlas, por ejemplo, leer estas páginas o llamar a alguien por teléfono. Estas últimas son propiamente actividades nuestras, mientras que las primeras simplemente suceden en nosotros. Los medievales llamaban a unas —las que se producen por intervención de la libertad— “actos humanos”, y a las otras “actos del hombre”. Ambas actividades son muy importantes, pero unas —los actos humanos— son exclusivas nuestras, mientras que las otras las tenemos en común con el resto de los animales. Se trata de una distinción importante: únicamente somos responsables de los actos que podemos llamar humanos, pues sólo en ellos nos proponemos un fin y elegimos los medios para alcanzarlo. En otras palabras, somos responsables de estos actos porque depende de nosotros llevarlos a cabo. En los actos del hombre también existe una finalidad, pero no es puesta por nosotros. Por eso resulta ridículo tratar mal a una persona por factores como la raza o el lugar de su nacimiento, que no dependen de ella. El derecho y la moral se preocupan sólo de aquello que es fruto de la libertad.

Necesidad de un fin

§ 27. Detrás de cada acto humano, entonces, podemos reconocer un fin. Existe, en principio, una coherencia entre lo que hacemos y lo que en último término perseguimos. Sin embargo, vemos que los hombres persiguen cosas muy diversas, basta pensar en Nerón, Carlomagno, Stalin, Homero Simpson o Teresa de Calcuta. ¿Son equivalentes todas sus aspiraciones? ¿Da lo mismo dedicar la vida al servicio de los demás o a su explotación? Por otra parte, ¿hay un fin que sea común a todos los hombres, o cada uno debe buscar hacer en la vida lo que le parezca? En realidad, siempre hacemos lo que nos parece, pero ¿da lo mismo eso que elijamos hacer? A primera vista, si todos tenemos un único fin se corre el riesgo de introducir una monótona uniformidad en la vida humana. Sin embargo, pensar que no hay un fin común a los hombres tiene también grandes inconvenientes, como el de basar la unidad del género humano en la sola pertenencia biológica a una especie. Esto llevaría a prescindir de un fundamento más profundo, como podría ser la existencia de una naturaleza humana, que permita explicar antropológicamente la igualdad fundamental de los miembros de nuestra especie. Más de alguno podría pensar que el solo hecho de tener en común con sus vecinos una determinada condición biológica no constituye una razón para sentirse especialmente obligado para con ellos. Por lo mismo, desde el punto de vista político, puede resultar muy peligroso que algunos hombres decreten que otros no tienen el mismo fin que ellos y, por tanto, no son acreedores de los mismos medios —incluido el respeto por la propia dignidad— para lograrlo.

Para intentar responder en alguna medida a esas preguntas es necesario hacer antes algunas constataciones elementales. La primera es que todo lo que se hace, sea o no importante desde el punto de vista ético, se hace por un fin. Es imposible encontrar un acto humano que no esté dirigido a un fin, cada vez que hacemos algo lo hacemos por algo. Este fin es cierta cosa que consideramos buena desde algún punto de vista, es decir, se trata de un bien. Por eso, el personaje Sócrates en el Gorgias dice que “es en vistas del bien que todas las cosas son hechas por aquellos que las hacen [...]. Deseamos los bienes: las cosas que no son ni buenas ni malas o que son malas no las deseamos”.1 Esta es una idea importante. Aunque los hombres seamos falibles, no podemos errar en creer que hacemos algo en vistas del bien, si bien podemos equivocarnos al pensar que eso es realmente bueno para nosotros, como Gollum, en El Señor de los Anillos, que a fuerza de abusar del anillo que lo tornaba invisible había terminado por perder hasta su apariencia física original. Es el caso de alguien que, aun creyendo estar buscando su propio bien, hace lo que, en realidad, no le conviene. En cierto modo, esa persona no hace lo que en el fondo quiere. La distinción entre el bien real y el aparente es el problema fundamental que nos afecta a los seres humanos. Tener conciencia del fin es propio de los seres racionales y tiene que ver con el tema de la responsabilidad, que veremos más adelante.2 Ante cada uno de nuestros actos, un observador podría preguntarnos el porqué —o, más precisamente, por el para qué— y nosotros deberíamos ser siempre capaces de dar una respuesta. Si no pudiésemos dar una explicación, sería señal de que no se trató de un acto humano, sino sólo del hombre, como lo que realiza un sonámbulo o un hipnotizado. Tampoco basta con responder “porque tuve ganas”, ya que eso significaría que hemos tratado un acto humano como si fuese sólo un acto del hombre, es decir, algo que no se halla sometido a nuestra razón. Y no sería verdad. Tenemos que ser capaces de dar razones que expliquen el fin de nuestra conducta y, para hacerlo, no basta con cualquier razón, sino que se requiere que sea aceptable.

§ 28. Aunque todo lo que hacemos lo hacemos por algo, es interesante constatar que ese algo o fin no siempre constituye la razón última de nuestro actuar. A lo mejor alguien lee estas páginas para conocer la materia de una prueba y obtener una buena nota. Pero la búsqueda de una buena calificación en un curso está lejos de constituir el objetivo final de la existencia. Alcanzar una buena nota es un fin, pero no un fin final, sino un fin subordinado a otros propósitos. Con todo, no parece posible que sólo existan estos fines que son, a la vez, medios para otra cosa. Si cada cosa que buscamos la buscamos en función de otra, y ésta de otra, y así hasta el infinito, o sea, si no existiera en el orden de nuestras motivaciones un fin que deseáramos por sí mismo y al que, por tanto, se dirigieran, en último término, todas nuestras decisiones, es altamente probable que éstas serían muy aleatorias. Consiguientemente, nuestras acciones apuntarían en direcciones diversas y hasta opuestas entre sí. Esto es propio de una persona de la cual decimos que vive desorientada, cuya vida se asemeja a la situación de un navegante que no es capaz de distinguir la posición del oriente y, entonces, boga sin rumbo fijo. Ya Aristóteles advirtió que una regresión al infinito en los fines de nuestras acciones haría vano y vacío nuestro deseo.3 Y en otro pasaje dice que no organizar la vida en vistas de un fin autosuficiente es signo de gran insensatez.4 En todo caso, aun la persona desorientada, que no parece estar apuntando a una meta específica, debe estar buscando algo, aunque sea inconscientemente, como puede ser un bienestar mal entendido. Debe existir, entonces, algún fin que no esté subordinado a otro, es decir, que tenga el carácter de último. No parece difícil identificarlo, al menos en un sentido amplio, porque lo que todos los hombres buscan, de muy diversos modos, claro está, es la felicidad. Es imposible encontrar un hombre que no quiera ser feliz. Sobre esto no deliberamos, ya que es un fin que nos está dado por la naturaleza.

El contenido de la felicidad

§ 29. El problema, entonces, no reside en la identificación de aquello que, en último término, mueve nuestros afanes, sino en saber en qué consiste, de hecho, ser feliz. Porque, aunque todos estamos de acuerdo en que queremos ser felices, no todos coincidimos en el contenido concreto de la felicidad. Unos, en efecto, la buscan en el dinero, otros en los honores y los de más allá en el placer o en otras cosas. Resolver esta cuestión no es poco importante, a menos que se quiera pasar la vida diciendo, como Mick Jagger:

“I can’t get no satisfaction,

I can’t get no satisfaction.

‘Cause I try and I try and I try and I try.

I can’t get no, I can’t get no”.

La pregunta que nos hacemos coincide, en el fondo, con la cuestión de los modos de vida: ¿son todos los géneros de vida equivalentes o hay unos preferibles a otros? Para saber si la forma de vida de Martin Luther King es preferible a la de Pol Pot o la de Yoda a la de Darth Vader nos ayudará mucho saber cuál es el fin del hombre, su función esencial,5 pero esa no es tarea fácil, porque los hombres tienen opiniones muy distintas acerca de qué constituye, en último término el sentido de sus vidas. Para identificar ese fin último Aristóteles nos propone una estrategia, a saber, determinar primero cuáles deberían ser sus características: lo menos que podemos pedirle al fin último es que sea exclusivo del hombre y buscado por sí mismo, es decir, que no sea un medio para conseguir otra cosa. Además, es necesario que sea estable y autosuficiente, o sea, que, suponiendo que las necesidades más elementales están satisfechas, eso que buscamos nos haga plenos.6

Si tenemos en cuenta esa sugerencia aristotélica, en algún caso resultará relativamente fácil descartar ciertas cosas como representativas del último fin, o sea, de la felicidad. No parece que el dinero o el poder lo sean, ya que, en el fondo, no se buscan por sí mismos, sino con vistas a otras cosas. La historia del legendario rey Midas es muy ilustrativa de por qué la riqueza no puede ser el fin del hombre. Consiguió de Dionisio el don de transformar en oro todo lo que tocara, para descubrir después que hasta los alimentos se transformaban en ese metal, de modo que no podía ni siquiera cubrir sus necesidades más elementales. También el poder se quiere en virtud de otras cosas, de manera que no puede ser un fin final, aparte del hecho de que no siempre acarrea el bien de quien lo consigue.

Otro tanto parece suceder con la fama, que, aparte de inestable, está más en los que la dan, en el público, que en el individuo famoso. Además, uno puede ser famoso por causas muy diversas, y no todas buenas. Así, Jack el Destripador es conocido en todo el planeta como uno de los mayores asesinos de la historia, pero nadie diría que esa fama le permitió alcanzar la excelencia humana. Uno también puede ser famoso por las desgracias que le han ocurrido, como Príamo, el rey de Troya, que vio morir a cada uno de sus numerosos hijos y fue degollado por Neoptólemo, hijo de Aquiles, junto al altar de Zeus.

En cambio, hay otros candidatos que sí parecen representar con más fuerza el papel de la felicidad. Así, desde siempre ha habido hombres que la han buscado en los placeres. Esta actitud hedonista está hoy particularmente difundida y, aunque sólo sea por su “popularidad” deberíamos tomar muy en serio al placer como candidato para ocupar el contenido de una vida feliz. Además, está claro que, en principio, el placer se busca por sí mismo y no en vistas de otra cosa. Así, no tendría sentido preguntarle a una persona que está gozando intensamente para qué goza, ya que lo que busca con lo que está realizando es precisamente eso, gozar.

§ 30. ¿Es el placer el fin de la vida humana? Aunque los hedonistas dicen que sí, el grueso de la tradición filosófica responde negativamente a esa pregunta, comenzando por Aristóteles, que lo excluye por el hecho de que lo compartimos con los animales, de modo que no es propio sólo del hombre. Pero, ¿significa esto que el placer debe estar ausente de una vida lograda? Nuevamente la respuesta debe ser negativa. No sería razonable pensar que el placer es una suerte de obstáculo para la vida moral, algo que sería mejor que no existiese. El placer es muy importante, pero eso no lo transforma de inmediato en el motivo último de toda nuestra actividad.

¿Cómo podemos saber que el placer no es lo mismo que la felicidad? Robert Nozick pone un ejemplo que puede ayudarnos a entenderlo.7 Imaginemos que vamos a un laboratorio y, en una sala, vemos a un hombre en una camilla. Está dormido y tiene conectados diversos electrodos en su cerebro, que activan los centros neuronales donde se reciben las distintas sensaciones. A través de impulsos eléctricos se van provocando alternativamente los placeres más variados. El hombre de la camilla no deja de sonreír. No hay gozo que no experimente. Pero, si a una persona que pensara que el placer es el fin de la vida, le ofrecieran pasar el resto de sus días en la situación de ese individuo, seguramente se negaría de manera tajante. Esa negativa nos hace ver que el placer no es suficiente, al menos el placer físico, para dotar de sentido a la vida. No basta con gozar si no se sabe que se goza. Eso muestra que hay un nivel superior al placer y que, por tanto, el fin del hombre se vincula al ejercicio no de las potencias sensoriales sino de las facultades superiores del hombre, es decir, la inteligencia y la voluntad. Por eso, cabe pensar que el placer intelectual es más valioso que el mero placer físico. Pero, aun así, tampoco parece ser el placer intelectual nuestro último fin. Cualquier amigo nuestro se ofendería enormemente si supiera que lo que buscamos no es simplemente conversar con él, sino el placer que la conversación nos produce. Incluso una persona que no se conformara con los placeres animales y dedicara su vida a buscar los placeres más elevados terminaría degradándose. En efecto, esa actitud la llevaría a instrumentalizar todas las relaciones humanas, incluida la amistad, entendiéndolas sólo como productoras de placer. De este modo, le sería imposible alcanzar la excelencia humana, ya que no experimentaría el valor de la gratuidad, que parece ser un componente importante de la misma.

En el libro I de la Ética a Nicómaco, Aristóteles desarrolla una serie de interesantes argumentos para mostrar que la felicidad sólo puede darse en el ejercicio de la función más propia del hombre, a saber, la racionalidad. No puede darse en la actividad puramente nutritiva ni en la sensitiva, que compartimos con las plantas, la primera, y los animales, la segunda; en tanto la felicidad es un fenómeno propiamente humano, debe encontrarse en una actividad propia nuestra, es decir, que se vincule con la racionalidad. Con esto no se quiere decir que la felicidad se dé en la medida en que utilicemos sólo nuestra racionalidad y dejemos de lado las demás dimensiones de nuestra existencia, como las pasiones, los deseos o los instintos. Más bien consiste en ser capaz de vivir –con todas las dimensiones señaladas– conforme a la razón, de tal modo que ésta guíe a las demás potencias,8 y no por un momento, sino a lo largo de la vida entera. Por eso, el bien del hombre debe ser una actividad de su alma conforme a la virtud, ya que, como veremos en el próximo capítulo, la virtud hace que las potencias inferiores se subordinen a la recta razón de modo permanente. Propio de la virtud es, además, ser un hábito, y por lo tanto, algo estable, cosa que no sucede con el placer, que va y viene, y muchas veces no depende del sujeto sino de circunstancias externas a él. Ahora bien, como esta forma de vida virtuosa se ajusta a la constitución racional del ser humano, no debe extrañarnos que, al mismo tiempo, sea placentera. De hecho, el placer que siente el virtuoso (más estable que el placer meramente sensible) es, de algún modo, un indicador de que, por así decir, estamos hechos para la virtud, aunque pueda requerir esfuerzo alcanzarla.

Aristóteles distingue entre hacer las cosas “por” placer y “con” placer. El placer es una señal de que hemos alcanzado una cierta felicidad, pero no constituye la felicidad misma. El hacer todo por placer es lo típico del hedonista, pues se deja arrastrar por éste y da muestras de tener “un ánimo absolutamente servil”.9 En cambio, para Aristóteles, la vida virtuosa va acompañada de placer, es una de sus notas distintivas, pero no porque el placer lo domine, sino porque es consecuencia de su virtud.

§ 31. Que el placer no sea lo decisivo se muestra en que hay muchas cosas que las haríamos aunque no se derivase de ellas placer alguno, ni sensible ni espiritual. Por ejemplo, una madre es capaz de levantarse a altas horas de la noche y trasnochar para velar por su hijo que está enfermo, cosa que probablemente no le reporta ningún placer, sino un fuerte dolor de cabeza al día siguiente. Además, el hecho de experimentar o no placer en un caso determinado depende del talante moral de cada uno. Un hombre corrompido goza con cosas que a una persona correcta le causarían desagrado.10 Al complacerse en el mal, ese hombre se degrada, se hace peor. El fin último, entonces, no puede ser el placer sin más, que puede acompañar tanto los actos buenos como los malos; o sea, que puede contribuir tanto a la plenitud como a la degradación del hombre. “Así, el placer propio de la actividad honesta será bueno, y el de la mala, perverso”.11 Esta ambigüedad del placer, es decir, su capacidad de originarse tanto en el bien como en el mal, es otro argumento para excluirlo a la hora de considerar el contenido último de la felicidad humana.

La diferencia entre ambas perspectivas se observa también en su relación con el bien de los demás. En el caso del Estagirita, la armonía entre lo que hacemos y lo que hace plenos a los otros resulta menos problemática que en otros autores que piensan que el logro del bien de uno, por ejemplo, del que manda, se realiza siempre a costa de otros, de los que obedecen. En la perspectiva aristotélica, lo bueno para mí será al mismo tiempo bueno para los otros, al menos en cuanto al bien moral. Dicho con otras palabras, mi desarrollo personal no supone la degradación de las demás personas. Esto suena bastante optimista. En efecto, cuando decimos que hay que llevar una vida conforme a la razón, no sólo estamos señalando que hay que actuar con la razón, dirigidos por ésta. Estamos también apuntando a que sólo ese tipo de vida se ajusta a las exigencias derivadas de la vida social, es decir, sólo la razón es universalizable.

Cuando se afirma la existencia de un fin de la vida humana, no se está diciendo que cada hombre esté explícitamente pensando en alcanzar ese fin en cada uno de sus actos libres. Más bien sucede al contrario. Si lográramos conocer qué busca una persona y por qué lo hace podríamos reconstruir la dirección general de su vida y decir, o identificar, qué es lo que en realidad esa persona persigue. El último fin permanece normalmente implícito, pero sin referencia a él la vida perdería orden y se disolvería en el caos de unas acciones inarticuladas porque no tenderían, en su conjunto, a ningún objetivo: “es un signo de gran demencia”, dice Aristóteles, “el no ordenar uno su vida en relación con un fin”.12

Hacia la contemplación

§ 32. El hecho de que el genuino fin del hombre sea uno solo —por ejemplo, la vida virtuosa— no supone establecer una uniformidad entre las personas, pues su realización admite formas infinitamente variadas. Por otra parte, no se debe concebir el logro del fin de una manera estática. Nadie puede decir que en un determinado momento ya alcanzó la felicidad de manera definitiva. Si la felicidad no se logra con una vida puramente sensorial, sino que reside en la virtud, quiere decir entonces que siempre admite nuevas expresiones, pues la virtud es esencialmente dinámica, y debe ejercitarse en las circunstancias concretas que nos presenta la vida, que son distintas en cada caso. Tampoco cabe pensar que los bienes exteriores sean absolutamente indiferentes para el logro de la felicidad. Al menos en la perspectiva de Aristóteles, no cabe ejercitar la virtud sin ciertas condiciones materiales, aunque la felicidad no coincida con ellas. ¿Cómo puede ser generoso con los bienes corporales quien carece de ellos?, ¿qué participación en la contemplación de las verdades de la ciencia puede tener quien está de continuo afectado por jaquecas? Toda la reflexión aristotélica está teñida de gran realismo, y su esfuerzo se dirige a apartarse tanto de las posturas hedonistas, que reducen la vida humana al logro del placer, como de aquéllas de corte espiritualista, que no toman en cuenta la importancia de los bienes exteriores para una vida lograda. En suma, en ciertas circunstancias excepcionales el hombre sabio y virtuoso “se verá imposibilitado de hecho de ser feliz allí donde deba padecer infortunios verdaderamente grandes, que de hecho le impidan ocuparse adecuadamente de las actividades propias de la vida feliz”,13 pero eso no lo torna en verdaderamente infeliz, porque sabrá llevar esos infortunios de manera noble y nunca obrará contra la virtud.

Si la vida virtuosa presenta formas muy diversas, podremos preguntarnos si alguna de ellas es particularmente digna de ser elegida. Ya al comienzo de la Ética a Nicómaco, Aristóteles había reivindicado el valor de la vida política. Pero, junto con esa vida de índole activa, existen otras formas de existencia, vinculadas a la contemplación, que también parecen importantes y muy nobles. Para resolver la cuestión de la prioridad que se da entre las distintas formas de vida virtuosa, Aristóteles se retrotrae a lo que había dicho acerca de las características de la genuina felicidad. Ésta debía ser el fruto de la actividad más excelente; además debía ser constante, placentera, autárquica, buscada por sí misma y radicada en el ocio (que, para él, es algo muy distinto de la mera pasividad, sino que se acerca más a lo que entendemos por trabajo intelectual). Cuando se habla de autarquía no se pretende aludir a un estado de absoluta independencia de las condiciones materiales, sino más bien a aquello que permite alcanzar la plenitud personal una vez que las necesidades inmediatas están satisfechas.14 Todo esto se cumple especialmente en lo que él llama la vida contemplativa, en la que se busca satisfacer las inquietudes de nuestra racionalidad y está centrada “en la sabiduría y en la contemplación de la verdad”.15 Aunque esta forma de vida supone tener otras necesidades resueltas, es la que más se basta a sí misma y la que produce el mayor agrado.

Con todo, atendida la condición humana y su existencia en un mundo marcado por la contingencia, no resulta posible pensar en un estado puro de contemplación de la verdad, el bien y la belleza. Se trata de una aspiración, de algo a lo que se tiende, pero que debe ir necesariamente acompañado por expresiones de vida activa. Además, como enseña Platón en La República, el que contempla no se queda en admirada visión de la verdad, sino que baja a la caverna, donde el resto de los hombres se halla entre sombras y apariencias, y les transmite lo que ha contemplado.16 El bien es difusivo: quien ha alcanzado las formas superiores de la excelencia procura hacer mejores a sus congéneres, no puede ser un egoísta. Y para esto requiere la vida política, comunicarse con los demás.

Por último, tampoco cabe prescindir de la vida política, caracterizada por “las bellas acciones”,17 porque ésta permite que subsistan las condiciones que hacen posible la contemplación. El recto orden político es, como toda creación humana, inestable, y está siempre amenazado por los males de la anarquía, la tiranía y las diversas formas de injusticia. Quien pretenda dedicarse única y exclusivamente a la contemplación, corre el riesgo de quedarse sin pan ni pedazo. La tranquilidad y la paz deben ser defendidas, porque si no existe una adecuada ordenación de la convivencia no habrá arte, ni será posible filosofar, ni se podrá conversar tranquilamente con los amigos.

En cierta forma, se hace necesario alcanzar una contemplación que sea compatible con los diarios afanes de la vida política, aunque esto no parezca fácil. Aristóteles es consciente de esa dificultad, derivada tanto del hecho de que la razón es sólo una parte del hombre —aunque la más alta— como por la circunstancia de que la contemplación más elevada sólo ocupa una parte de nuestro tiempo. Pero vale la pena intentar esa forma de vida que, en cierta medida, excede lo humano, pues se desarrolla dentro de lo que en el hombre hay de más divino:

Si pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros; pues, aun cuando esta parte sea pequeña en volumen, sobrepasa a todas las otras en poder y dignidad.18

La razón humana, por tanto, no está cerrada sobre sí misma, sino abierta a una realidad que la excede, y que le permite adquirir su plenitud, abriéndose a su contemplación. Por eso, en la Ética Eudemia se dice: “El principio de la razón no es la razón, sino algo que le es superior; ahora bien, ¿qué podría ser superior a la ciencia y a la inteligencia sino Dios?”.19

En suma, la existencia de un fin de la vida humana permite que ésta mantenga una dirección, tenga un sentido. Todos están de acuerdo en que, de haberlo, este fin es la felicidad, aunque hay discrepancias acerca de qué es lo que realmente nos hace felices. El bien constitutivo de la felicidad humana debe ser propio del hombre y, más específicamente, de lo más alto que hay en él, la razón. Lo que llamamos vida virtuosa no es más que una vida conforme a la razón. Lejos de ser uniforme, reviste formas muy diversas y su cumbre es la contemplación.

1 Gorgias, 468b7-c6, Cf. también Ética a Nicómaco, I 1, 1094a1-3.

2 Cf. §§ 131-2, 144.

3 Cf. Ética a Nicómaco, I 2, 1094a18-22.

4 Cf. Ética Eudemia, I 2, 1214b6-11.

5 Ética a Nicómaco, I 6, 1097b22-25.

6 Ética a Nicómaco, I 7, 1097b6-21.

7 Anarchy, State and Utopia, Oxford, Blackwell, 1974, pp. 42-45.

8 Ética a Nicómaco, 1144b26-28.

9 Ética Eudemia, I 5, 1215b34-35.

10 Ética a Nicómaco, X 3, 1173b20-31.

11 Ética a Nicómaco, X 5, 1175b28-9.

12 Ética Eudemia, I 2, 1214b10-12.

13 A. Vigo, La concepción aristotélica de la felicidad. Una lectura de Ética a Nicómaco I y X 6-9, Santiago, Universidad de los Andes, 1997, p. 76. Cf. Ética a Nicómaco, I 10, 1100b30-33.

14 A. Vigo, La concepción aristotélica de la felicidad. Una lectura de Ética a Nicómaco I y X 6-9, Santiago, Universidad de los Andes, 1997, p. 50. “No debe confundirse el vivir bien con las cosas sin las cuales no es posible vivir bien”, Ética Eudemia I 2, 1214b16-17.

15 Ética Eudemia, I 4, 1215b2-3.

16 La República, VII 514a-521b.

17 Ética Eudemia, I 4, 1215b3-4.

18 Ética a Nicómaco, X 7, 1177b30-1178a2.

19 Ética Eudemia, VIII 2, 1248a28-29.

El anillo de Giges

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