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Trigo y Esmeralda

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Este era el título de una película de los años cincuenta —aunque existió otra versión anterior— protagonizada por la, entonces, dulce Jane Wyman, y dirigida por Robert Wise, basada en la novela So big, de Edna Ferber.

En ella se hablaba de dos clases de personas, que son las que merece la pena tener en cuenta:

Las que se afanan por los bienes materiales, y nos proveen de lo necesario, son Trigo.

En cambio, las que se dedican a embellecer el mundo por medio de la creación artística son Esmeralda.

Vi esa película siendo un adolescente: tendría doce o trece años. Me gustó tanto que nunca la olvidé. De mayor, he vuelto a verla… y me ha gustado todavía más.

Más tarde, compré el libro. También lo supe valorar, naturalmente.

Pero ya tenía otra edad. Las cosas que hemos conocido en la adolescencia nos dejan una huella mucho más profunda.

La protagonista, Selina, al empezar la narración, es una muchacha muy joven, que está terminando sus estudios en el colegio.

Pierde a su padre repentinamente, y, con esta muerte, la vida que había llevado hasta entonces da un giro completo. (Su padre había sido un hombre extraño, de poca cabeza; pero, por contraste, siempre le daba unos consejos propios de sabio.)

Selina era valiente, y sabía afrontar las dificultades.

Encontró trabajo en un pequeño pueblo de Nueva Holanda, para ejercer como maestra.

El hijo de los dueños de la casa donde se hospedaba —la vivienda de unos granjeros— era un muchacho, casi un niño todavía, muy aficionado a la música: un ejemplar de Esmeralda auténtico, que, con el tiempo, se convirtió en un famoso pianista. Llegaron ambos a tener una entrañable amistad, que duraría siempre.

Selina sentía una profunda admiración por los Esmeralda.

Al poco tiempo, empezó a impartir clases nocturnas a un labriego, del que se enamoró: un hombre sencillo, rústico, distinto por completo de su mundo y de su sensibilidad, que murió muy pronto.

Ella sola se vio obligada a trabajar la tierra, sacar adelante a su hijo y llevar el peso de la granja.

Para mí —aunque al final de la película, y del libro, digan que era Trigo—, Selina era Esmeralda, desde niña. Y lo hubiera seguido siendo toda su vida, de no cambiar el curso de su destino de una forma tan radical.

Pero, al quedar viuda, con un hijo pequeño al que alimentar y un trozo de tierra que le proporcionaba el alimento, tuvo, por fuerza, que ser Trigo. Lo que siempre había sido su marido.

Con el tiempo, gracias al trabajo constante y duro de la pobre Selina, el hijo se hizo arquitecto; y, aunque ella se afanaba, desde que era muy pequeño, en ponderarle las virtudes de los Esmeralda, resultó, también, al igual que su padre, Trigo puro.

Hay muchísimas personas a las que les pasa lo mismo que a Selina, por imperiosa necesidad. Impuesta por las circunstancias.

Yo ya no sé ni lo que soy: ¿Trigo? ¿Esmeralda?

Ahora, solo un vejestorio… que siempre estuvo deseoso, y casi convencido, de pertenecer al grupo de los Esmeralda; pero que, con las limitaciones que nos impone la vida —la dificultad para triunfar en las distintas facetas del mundo artístico, etc…— se quedó en algo que, como suele decirse, no es “ni chicha ni limoná”.

A lo mejor, ni siquiera merece la pena tenerme en cuenta. (Pero no me hagáis mucho caso, porque disfruto riéndome de mí mismo.)

Decían algunos sabios que el secreto de la vida está en dosificar adecuadamente Verdad y Poesía; en cierto modo, equivalentes a Trigo y Esmeralda.

Y añadían, además, que al igual que un exceso de realidad empobrece nuestra vida, un exceso de Poesía puede ser indicio de morbosidad. (Si están en lo cierto… no me importaría llegar a ser un poco morboso.)

Sin Poesía no podemos vivir. Tan solo vegetamos. En este aspecto, creo que más vale excederse que quedarse corto.

Hace pocos días, hablando con una persona, muy allegada a mí, de estos temas —alguien que siempre me habla con absoluta verdad—, me decía que yo tenía el defecto de pretender vivir en un mundo onírico, de conceder una excesiva importancia a soñar despierto, despreciando demasiado lo material.

Incluso me dijo —y me gustó, naturalmente— que yo había hecho en la vida cosas mucho más positivas que alimentarme solo de sueños y fantasías, como tenía por costumbre decir.

Pero, ¡qué queréis que haga…! Lo de pertenecer a ese grupo, conocido como Esmeralda, o, lo que viene a ser lo mismo, tratar de convertir en Poesía la realidad diaria, me entusiasma. Es lo mío.

Por otra parte, por esas extrañas paradojas de la vida, como agricultor, he sembrado trigo durante muchos años, —sin considerarme, en absoluto, dentro del grupo de los Trigo— y sigo haciéndolo.

Pongo todo el amor del mundo en que me salga una buena cosecha, y disfruto contemplando a menudo cómo evoluciona (si todo va bien… y las lluvias se muestran generosas y oportunas, claro está. Si no, me llevo un berrinche detrás de otro).

Y no hay ni que decir que del rendimiento de ese trigo —unido al de las aceitunas, el girasol, u otros cultivos— depende mi pan de cada día.

Pero volviendo a la película Trigo y Esmeralda, desde que la vi —sin despreciar, en absoluto, el Trigo, tan necesario— no puedo negar mi profunda admiración por la Esmeralda.

En el momento de conocer a alguien, suelo preguntarme: ¿a cuál de los dos grupos pertenecerá?

Y tengo que confesar que, aunque me pese en el alma, abunda muchísimo más el Trigo. En una proporción desorbitada. Hablando en términos políticos, superaría, con creces, la mayoría absoluta. Lo tengo más que comprobado.

…Pero tampoco pongo el grito en el cielo por ello. Es lógico que así sea. Porque, entre otras razones, es mucho más práctico que la Esmeralda.

Aullidos

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