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Capítulo VI
LOS ANTOJOS DE MAGDALENA Y LA EDUCACIÓN DE PEPONA
ОглавлениеVolviendo a la vida y milagros de Magdalena en su nuevo «estado interesante» —como ella solía decir para darse importancia—, a la mujer le dio por cantar y cantar. Parecía un disco rayado.
Ya hemos ido conociendo que, aunque era un ser entrañable, Magdalena resultaba un tanto esperpéntica. Se daba en ella como una fusión de las dos caretas que aparecían en la parte delantera de muchos escenarios: la que ríe y la que llora. Era, pues, una amalgama entre una tragedia griega y un vodevil. O, más bien, el personaje idóneo para un sainete.
Cuando manoteaba y gesticulaba, dando rienda suelta a su tragicómica verborrea, sus interlocutores no sabían si reír o llorar. Aunque solían terminar riendo, naturalmente.
Ella decía que lo de cantar a todas horas era un antojo, que no podía evitarlo. Y como la canción El emigrante, de Juanito Valderrama, estaba tan en boga en aquellos días, era su preferida dentro de su extenso repertorio.
Los niños, cada vez que la oían entonarla —o, más bien, desentonarla—, decían desesperados:
—¡Por favor, madre, otra vez no!
Don Eufrasio, el dueño del cortijo, les había regalado el año anterior una radio antigua, que todavía funcionaba. Magdalena le había hecho una vistosa funda de cretona de flores, de las que se llevaban entonces, y la había colocado sobre una alta repisa para que sus hijos menores no pudieran manipular sus botones. A veces, había que darle un buen tortazo para que siguiera marchando. Pero las cosas eran así en aquellos tiempos…
Mientras escuchaban en el aparato la melodiosa voz de Juanito Valderrama todo iba a las mil maravillas. Incluso parecía que aquella copla contribuía a la sensación del soplo de aire fresco, renovado, de aquella primavera de 1950.
Pero cuando terminaba la canción y empezaba Magdalena a entonar por su cuenta, con su mal oído y su voz destemplada, se echaba a temblar toda la familia.
El señor Manuel, su padre, le decía de vez en cuando con mucha guasa:
—Hija, no sé cómo no te metiste a cantaora cuando eras joven. ¡Nos hubieras sacado de la pobreza!
Pepona, por su parte, se iba adaptando al nuevo papel que la vida le había asignado por un espacio de tiempo muy breve: el de novia de Gabriel.
Cierto es que la educación de ambos era muy distinta, pero el amor de verdad siempre fue capaz de saltar las barreras sociales.
A los pocos días de comenzar su noviazgo, él se atrevió a proponerle que si le gustaría ir, durante el tiempo que faltaba para la boda, al convento de las monjas para que ellas completaran su educación. La superiora —le dijo— se llamaba madre Asunción y era muy conocida de doña Paca. Según palabras de Gabriel, era una mujer exquisita, de excelente trato y poseedora de una bondad fuera de lo común.
Pepona, de momento, tuvo casi la seguridad de que aquella proposición había partido de su futura suegra. No le gustó demasiado la idea, aunque comprendía que, en parte, llevaba razón: que debía educarse mejor, que ignoraba montones de cosas… Y ella quería quedar bien ante la madre de su futuro marido; y, sobre todo, ante él.
Cuando se enteró Magdalena de la propuesta puso el grito en el cielo. Sus enormes ojeras violáceas se acentuaron y hasta el metal de su voz enronqueció:
—¡Qué cosas tan raras…! ¿Cuándo se ha visto que una mocita casadera se pase el día en un convento de monjas? ¿A qué viene ese disparate?
—¡Mujer —intervino Julián—, querrán que nuestra hija tenga los modales de una señorita! Yo no lo encuentro tan mal.
—¿Y acaso Pepona no los tiene? ¡Ya quisieran muchas de esas señoritingas de tres al cuarto parecerse a ella y tener su educación!
Al final, la buena mujer no puso objeciones. ¡Qué remedio le quedaba…! Pesaba más en ella el deseo de llegar a ser la suegra de Gabriel que el disgusto que le provocaba aquella absurda pretensión de querer mejorar la educación de su primogénita.
Pepona empezó a frecuentar, a diario, el convento. Ella no lo había pisado jamás y temía el encuentro con las monjas, a las que suponía frías y distantes.
Sin embargo, a los pocos días se encontraba allí como en su casa. No: en realidad, mucho mejor. Porque nunca había conocido un trato tan excelente hacia ella, tan amable y exquisito.
La muchacha —ante aquel halagüeño panorama— tenía constantemente ganas de mejorar, de cultivarse, de aprender cosas nuevas… Le enseñaron desde cómo manejar los cubiertos hasta cómo debía saludar, desde cómo desenvolverse en sociedad hasta adquirir nuevos conocimientos de Historia, Geografía, Gramática…
Las monjas le fueron mostrando un mundo distinto del que ella había conocido hasta entonces. Le fomentaron la afición a la lectura, empezando por cuentos infantiles para que se fuera acostumbrando. Cierto es que algo menos de dos meses no era tiempo suficiente para completar su educación, pero como poseía tan buena voluntad y disposición podía aprender muchas cosas.
Era la superiora una mujer de buena estatura, delgada, de porte noble, ojos hundidos, cara un poco alargada y expresión bondadosa. A los pocos días de empezar a tratarla, sin querer, Pepona llegó a pensar que le gustaría que la madre Asunción hubiera sido su verdadera madre. Pero, al instante, rechazaba este pensamiento:
—¡Con lo buena que es mi pobre madre —se decía— y lo sacrificada…! ¡Yo debo de estar perdiendo la cabeza con lo de mi noviazgo!
Gabriel, que solo veía a Pepona durante un rato cada noche, disfrutaba al oírla explicar las cosas que iba aprendiendo.
Se sentaban a la puerta de la casa. Ya estaba finalizando mayo, y la temperatura, generalmente, era una delicia por las noches. Los novios se mantenían un poco apartados del resto de la familia para poder hablar de sus cosas en voz baja. Él la trataba con tanto cariño que, a ratos, Pepona sentía que iba a estallar de felicidad, porque estaba conociendo diversos aspectos de un mundo nuevo que empezaba a descubrir, infinitamente más bonito: un mundo que nunca hubiera soñado que pudiera existir. Y, siendo humilde —como era por fuera y por dentro—, pensaba que no merecía tanto.
Su madre la echaba mucho de menos durante el día, acostumbrada a su ayuda constante.
La segunda de las hermanas, «Madalenita» —la quinta de la familia—, no se parecía en nada a su hermana mayor, ni física ni moralmente. Su madre solía decir de ella, cada dos por tres:
—¡Esta hija mía… me va a quitar del mundo!
Y es que la pobre «Madalenita» era desmañada, torpona y poco aficionada al trabajo. En sus rasgos se parecía un poco a su padre, pero no había salido a él en lo que al trabajo concernía. Era bastante alta, esbelta, delgada, algo patosa… Y solía inventar unos chistes malísimos, de los que nadie se reía.
A Pepona le seguía Julianillo, un buen muchacho que, generalmente, ayudaba a su padre en las faenas del cortijo.
Luego venían los mellizos, que no se parecían entre sí demasiado y que estaban haciendo el servicio militar en Melilla.
Después de «Madalenita» —que contaba ya dieciocho años— iba Úrsula, que tenía unos ojos preciosos, de color verde mar, con largas y tupidas pestañas; y el cabello oscuro, rizado y abundante. Poseía, además, un precioso rostro y un carácter muy dulce. Se parecía un poco a Pepona, pero, a punto de cumplir los quince años, era mucho más guapa que su hermana mayor.
—Esta, mi Úrsula, aparte de la belleza que Dios le ha dado, va a ser «muy mujer de su casa» —decía, a menudo, Magdalena.
A continuación, venían tres varones: uno de ellos, Antoñillo, al que ya conocimos la mañana en que su madre había estrenado el discutido sujetador.
La más pequeña de la familia era una niña diminuta y enclenque, Mariquilla, a la que toda la familia llamaba siempre con el sobrenombre de «¿dónde estás, que no te veo?».
Aun temiendo hacerme pesado, no me parecía bien que a estas alturas no conocierais un poco mejor a la familia de Magdalena.
Mas, para no cansaros en exceso —y con cierto barullo en la cabeza, debido a la cantidad de personajes que van desfilando por estas páginas—, doy fin al capítulo.