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INTRODUCCIÓN

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Actualmente el gato doméstico es la mascota más popular en el mundo. A lo largo y ancho del mundo hay tres gatos domésticos por cada perro o «mejor amigo del hombre».1 A medida que gran parte de las personas hemos empezado a vivir en ciudades —entornos para los que los perros no están muy bien adaptados—, los gatos se han ido convirtiendo para muchos en la mascota perfecta para este estilo de vida. Más de un cuarto de las familias del Reino Unido tienen uno o más gatos en sus domicilios, y en un tercio de las familias estadounidenses encontramos felinos. Incluso en Australia, donde el gato doméstico es normalmente demonizado como un asesino despiadado de inocentes marsupiales en peligro de extinción, una quinta parte de los hogares tiene gatos. Por todo el mundo se utilizan imágenes de gatos para anunciar diferentes tipos de bienes de consumo, desde perfumes hasta muebles o golosinas. El personaje de dibujos animados Hello Kitty ha aparecido en más de 50.000 artículos de marca diferentes en más de sesenta países, y le ha proporcionado a sus creadores billones de dólares en derechos de autor. A pesar de que existe una minoría importante de personas —quizás una de cada cinco— a las que no les gustan los gatos, la mayoría a las que sí les gustan no muestran signo alguno de renunciar un ápice al afecto de su animal favorito.

De algún modo, los gatos se las arreglan para ser a la vez cariñosos y autosuficientes. En comparación con los perros además, los gatos son mascotas que requieren poco mantenimiento y no necesitan ningún adiestramiento especial. Se limpian ellos mismos, se les puede dejar solos todo el día en casa, sin languidecer por la ausencia de sus dueños, como les ocurre a muchos perros, aunque nos saludan con cariño al volver al hogar —por lo menos, algunos lo hacen—. Sus comidas se han transformado, gracias a la industria de alimentación para mascotas, de una tarea rutinaria a un picnic. Pasan inadvertidos durante la mayor parte del tiempo pero les encanta a la vez recibir nuestras caricias. En una palabra, resultan convenientes.

Sin embargo, a pesar de su aparentemente sencilla transformación en sibaritas urbanos, los gatos siguen teniendo tres de sus cuatro pies firmemente plantados en sus orígenes salvajes. La mente del perro se ha visto radicalmente alterada respecto a la de su ancestro el lobo gris, mientras que los gatos todavía piensan como cazadores salvajes. En solo un par de generaciones los gatos son capaces de retomar ese estilo de vida independiente que caracterizaba a sus antecesores hace 10.000 años. Incluso hoy en día millones de gatos de todo el mundo no son mascotas, sino carroñeros y cazadores asilvestrados que viven junto a las personas, pero sienten por ellos una desconfianza innata. Gracias a la asombrosa flexibilidad con la que los gatitos aprenden a distinguir entre amigos y enemigos, los gatos pueden moverse entre estos dos estilos de vida tan radicalmente distintos en una sola generación, y la descendencia de una madre y padre salvajes puede volverse indistinguible de cualquier gato mascota. Una mascota abandonada por su dueño e incapaz de encontrar otro puede optar por buscar comida en las basuras; después de una o dos generaciones, su descendencia ya no se podrá distinguir de los miles de gatos salvajes que viven una existencia sombría en nuestras ciudades.

A medida que los gatos crecen en popularidad y número, empiezan a elevar la voz los que los denigran, ahora con más veneno que en los siglos anteriores. Los gatos nunca han compartido la etiqueta de «sucios» que se impuso desde siempre a perros y cerdos,2 pero a pesar de la superficial aceptación universal hacia los gatos, una minoría de personas de todas las culturas encuentra a los gatos desagradables y uno de cada veinte piensa que son repulsivos. Pocos occidentales estarán dispuestos a admitir, cuando se les pregunta, que no les gustan los perros: lo que sí admiten es sentir cierta aversión por todos los animales en general3 o buscan el origen de su antipatía en una experiencia específica, como quizás haber recibido algún mordisco en la infancia. La fobia a los gatos4 está más profundamente enraizada y menos extendida que las comunes fobias a las serpientes o arañas —fobias que tienen la base lógica de ayudar al que la padece a evitar algún tipo de veneno—, pero es una experiencia igualmente fuerte para los que la sufren. Probablemente los que sufrían fobia a los gatos fueron los instigadores de la persecución religiosa que provocó la matanza de millones de gatos en la Europa medieval, y la fobia a los gatos en aquel entonces debía de ser tan común como lo es hoy. Por tanto, no existe ninguna garantía de que la popularidad del gato vaya a durar. De hecho, puede que sin nuestra intervención el siglo XX se convierta en la época dorada del gato.

Hoy en día se ataca a los gatos debido a que se dice que son los verdugos despiadados e innecesarios de gran cantidad de vida salvaje. Estas voces se están escuchando sobre todo en las antípodas, pero también empiezan a tomar fuerza en el Reino Unido y en Estados Unidos. En su versión más extrema el lobby antigatuno exige que no se permita a los gatos cazar, que los gatos que viven en hogares como mascotas permanezcan dentro y que se extermine a los gatos asilvestrados. Los dueños de gatos a los que se les permite salir de casa son vilipendiados por apoyar a un animal que se dedica a sembrar de desechos la naturaleza que rodea sus hogares. Los veterinarios que intentan gestionar el bienestar de los gatos asilvestrados esterilizándolos y vacunándolos, para después poder volver a llevarlos a sus territorios originales, han recibido ataques desde dentro de la profesión por parte de algunos expertos que defienden que estas acciones constituyen un abandono (ilegal) que no beneficia a los gatos ni a la vida salvaje colindante.5

En este debate ambas partes admiten que los gatos son cazadores «naturales», pero no se ponen de acuerdo sobre cómo gestionar este comportamiento. En ciertas partes de Australia y Nueva Zelanda se considera a los gatos depredadores «foráneos» introducidos desde el hemisferio norte, están prohibidos en algunas áreas, sometidos a toques de queda u obligados a llevar un microchip en otras. Incluso en lugares en los que los gatos han cohabitado con otras especies nativas silvestres durante cientos de años, como en el Reino Unido o en Estados Unidos, su aumento en popularidad como mascotas ha provocado que una minoría presione para que se impongan restricciones similares. Los dueños de gatos defienden que no hay suficientes pruebas científicas que demuestren que los gatos contribuyan de forma significativa al declive de las poblaciones de algunas aves o mamíferos salvajes, que sin embargo está causada principalmente por la reciente proliferación de otras formas de presión sobre la vida salvaje, como la pérdida de hábitat. Por tanto, cualquier restricción que se imponga a los gatos que viven en casas como mascotas no es probable que tenga un efecto en el resurgimiento de las especies que supuestamente están amenazando.

Por supuesto, los gatos no se dan cuenta de que ya no valoramos sus proezas como cazadores. En lo que a ellos respecta, la mayor amenaza para su bienestar subjetivo no proviene de las personas mismas, sino de otros gatos. Del mismo modo que los gatos no nacen sintiéndose a gusto entre las personas —es algo que tienen que aprender de pequeños— tampoco quieren de forma automática a otros gatos; muy al contrario, su posición por defecto es la de mostrarse recelosos e incluso miedosos ante cada gato nuevo que conocen. Al contrario de los muy sociables lobos, antepasados de los perros modernos, los ancestros de los gatos eran solitarios y territoriales. Cuando hace unos 10.000 años los gatos comenzaron a asociarse con la especie humana, su tolerancia ante otros congéneres debió de verse forzada a mejorar para poder vivir en las altas densidades que la provisión de comida de los hombres —al principio accidentalmente y, después, de forma deliberada— les proporcionaba.

Los gatos todavía no han desarrollado ese entusiasmo optimista al estar con otros de su especie que caracteriza a los perros. Como consecuencia, muchos gatos se pasan la vida intentando evitarse unos a otros. Sus dueños mientras tanto intentan sin darse cuenta forzarles a que vivan con otros gatos en los que no tienen ninguna razón por la que confiar: ya sean los gatos del vecino o un segundo gato de la casa que el dueño ha decidido adquirir para que «le haga compañía» al que ya tenía. A medida que se hacen más populares, inevitablemente también crece el número de congéneres con los que el gato se ve obligado a establecer contacto, aumentando así la tensión que experimentan. Al resultarles cada vez más difícil evitar los conflictos sociales, a muchos gatos les parece casi imposible relajarse, y están sometidos a un estrés que afecta su comportamiento e incluso su salud.

El bienestar de muchos gatos que viven como mascotas deja mucho que desear, quizá porque no sea un tema que salga tanto en los titulares de los periódicos como el de los perros, o puede que sean animales que tienden a sufrir en silencio. En 2011 una organización benéfica veterinaria del Reino Unido estimó que la puntuación media del estado físico y del entorno social de un gato mascota era de un 64 %, mientras que en los hogares en los que había más de un gato, la puntuación era todavía menor. La comprensión de los dueños sobre el comportamiento de sus gatos no era mucho mejor, solo un 66 %.6 Sin lugar a dudas, si los dueños de gatos entendieran mejor lo que les gusta y no les gusta a sus mascotas, muchos felinos llevarían una vida más feliz.

Por estar sujetos a estas presiones, a los gatos no les hacen falta nuestras reacciones emocionales inmediatas —independientemente de si nos parecen encantadores o no—, sino que entendamos mejor lo que necesitan exactamente de nosotros. Los perros son expresivos; el movimiento de sus colas y sus bulliciosos saludos nos indican de forma inequívoca cuándo están contentos, y no dudan en hacernos saber que se encuentran angustiados. Los gatos, sin embargo, son inexpresivos; se guardan sus sentimientos para sí mismos y raras veces nos comunican lo que necesitan, más allá de pedirnos comida cuando tienen hambre. Incluso el ronroneo, que durante mucho tiempo se ha pensado que era un signo inequívoco de alegría, ahora no se sabe si puede tener un significado mucho más complejo. Los perros por supuesto se benefician de todos los conocimientos que gracias a la ciencia se han ido descubriendo sobre su verdadera naturaleza, pero en el caso de los gatos esta comprensión resulta absolutamente esencial, puesto que rara vez nos transmiten sus problemas, hasta que estos se hacen demasiado grandes como para enfrentarse a ellos solos. Y, lo más importante, necesitan nuestra ayuda cuando con demasiada frecuencia su vida social se tuerce.

Los gatos necesitan beneficiarse de avances similares a los que la investigación con perros ha sacado a la luz, pero desgraciadamente la ciencia felina no ha experimentado la explosión de actividad que ha tenido lugar en la ciencia canina. Los gatos, al contrario que los perros, sencillamente no han llamado la atención de los científicos. No obstante, en las dos décadas pasadas ha habido avances importantes, que han afectado profundamente la interpretación de los científicos sobre cómo ven los gatos el mundo y lo que les mueve. Estos excitantes descubrimientos son los que conforman el núcleo de este libro, y proporcionan las primeras indicaciones sobre cómo ayudar a los gatos a adaptarse a las numerosas exigencias que les planteamos.

Los gatos se han adaptado a vivir junto a nosotros mientras mantenían, al mismo tiempo, gran parte de su conducta salvaje intacta. Con la excepción de una minoría que pertenece a una raza concreta, los gatos no son una creación humana en el mismo sentido en que lo son los perros; más bien han coevolucionado con nosotros, ajustándose a los dos nichos que les hemos proporcionado involuntariamente. El primer papel que tuvieron los gatos en las sociedades humanas fue el de servir como controladores de plagas: hace unos 10.000 años los gatos salvajes se acercaron a los humanos para explotar las concentraciones de roedores que ofrecían los primeros graneros y se adaptaron a cazar en ellos, en lugar de hacerlo en los campos aledaños. Las personas, al darse cuenta de los beneficios que esto les proporcionaba —después de todo, los gatos no tenían ningún interés en alimentarse de cereales y plantas— debieron de empezar a animarles a quedarse, poniendo a su disposición el excedente ocasional de productos animales, como la leche o las vísceras. El segundo papel que tuvo el gato, que sin duda siguió de cerca al primero pero cuyos orígenes se pierden en la antigüedad, es el de servir de compañía. La primera prueba sólida que tenemos de que los gatos se convirtieron en mascotas procede de Egipto, de hace 4.000 años, aunque es posible que las mujeres y, sobre todo, los niños pudieran haber adoptado cachorros de gato mucho antes.

En las últimas décadas estos dos papeles de controlador de plagas y de compañía han dejado de ir de la mano y, aunque hasta hace muy poco valorábamos a los gatos por su destreza como cazadores, hoy pocos dueños se alegran cuando su minino les coloca un ratón muerto en medio del suelo de la cocina.

Los gatos llevan consigo el legado de su pasado primigenio y gran parte de sus comportamientos todavía refleja sus instintos salvajes. Para entender por qué los gatos se comportan como lo hacen, debemos entender de dónde vienen y las influencias que los han moldeado hasta convertirlos en los animales que vemos hoy. Así, los primeros tres capítulos del libro trazan la evolución del gato de ser cazador salvaje y solitario hasta convertirse en residente de un piso en un rascacielos. Al contrario que los perros, solo una minoría de gatos ha sido criada por las personas de forma intencional y, lo que es más, cuando ha habido crianza deliberada, ha sido exclusivamente para conseguir cierto aspecto físico. Nadie ha criado gatos nunca para que cuidaran la casa, pastorearan el ganado o para que acompañaran o ayudaran a los cazadores. En su lugar, los gatos evolucionaron para ocupar un nicho creado por el desarrollo de la agricultura, desde sus comienzos con el cultivo y almacenamiento de cereales hasta la industria agraria mecanizada.

Por supuesto, cuando hace muchos miles de años los gatos se infiltraron en nuestros asentamientos, sus otras cualidades no pasaron desapercibidas. Fueron especialmente sus atractivas características, su rostro y ojos infantiles, la suavidad de su pelaje y su capacidad de aprender cómo mostrarse cariñoso con nosotros, lo que hizo que lo adoptáramos como mascota. Posteriormente, fue la pasión de la especie humana por el simbolismo y el misticismo lo que elevó al gato a su estatus de icono. Las actitudes populares hacia los gatos se han visto profundamente influidas por estas connotaciones, las actitudes religiosas extremas hacia los felinos han afectado no solo la forma de tratarlos, sino también su biología misma, tanto su comportamiento como su aspecto físico.

Los gatos han ido cambiando para poder vivir junto a los humanos, pero las personas y los felinos tienen formas muy diferentes de filtrar la información que les rodea, y de interpretar el mundo físico que aparentemente compartimos. En los capítulos 4, 5 y 6 se exploran esas diferencias: los humanos y los gatos somos todos mamíferos, pero nuestros sentidos y cerebros funcionan de forma muy diferente. Los dueños de gatos suelen infravalorar estas diferencias, pues nuestra tendencia natural es interpretar el mundo que nos rodea como si fuera la única realidad objetiva que existe. Incluso en el mundo de la ciencia y la razón actual, tendemos a tratar lo que nos rodea como si se tratara de seres capaces de sentir, atribuyendo, por ejemplo, intenciones incluso al tiempo, al mar o a las estrellas del cielo. Por eso resulta tan fácil caer en la trampa de pensar que, puesto que los gatos son comunicativos y cariñosos, deben entonces ser más o menos como peluches humanos.

La ciencia, sin embargo, se encarga de demostrarnos que no lo son en absoluto. Empezando por el modo en que cada cachorro de gato construye su propia versión del mundo, con consecuencias que durarán toda su vida, en la siguiente parte del libro se describe la forma en que el gato recopila información sobre lo que le rodea, sobre todo la manera en que utiliza su hipersensible sentido del olfato; cómo su cerebro interpreta y utiliza esa información; cómo sus emociones guían sus respuestas a las oportunidades y desafíos que se le presentan. En los círculos científicos hace muy poco que se considera aceptable hablar sobre las emociones en los animales, y existe una escuela de pensamiento que todavía defiende que las emociones son un subproducto de la conciencia, por lo que solo los humanos y algunas especies de primates las manifiestan. Sin embargo, el sentido común nos empuja a pensar que, si un animal con una estructura cerebral y un sistema hormonal parecidos al nuestro parece aterrorizado, será que está sintiendo algo muy parecido al miedo —aunque probablemente no de forma exacta a como lo experimentamos nosotros, pero miedo no obstante.

Gran parte (pero no todo) lo que la biología ha desvelado sobre el mundo felino encaja con la idea de que los gatos evolucionaron primero y antes que nada como depredadores. Los gatos también son animales sociales; de no ser así, nunca podrían haberse convertido en mascotas además de en cazadores. Las exigencias de la domesticación —en primer lugar, la necesidad de vivir junto a otros gatos en los asentamientos humanos, y después los beneficios de formar lazos afectivos con las personas— han ampliado el repertorio social del gato más allá de lo que se había reconocido en sus ancestros salvajes. En los capítulo 7, 8 y 9 se exploran estas conexiones sociales en detalle: cómo se imaginan las relaciones con otros gatos y con los humanos, y cómo interaccionan con ellos; por qué dos gatos pueden reaccionar de formas muy distintas a la misma situación. En otras palabras, revisaremos la ciencia de la «personalidad» felina.

El libro termina con un análisis del lugar que ocupan actualmente los gatos en el mundo, así como de su posible evolución en las próximas décadas. Los gatos se encuentran sometidos a una gran presión por parte de intereses muy diversos, algunos bienintencionados y otros antagónicos. Los gatos con pedigrí son todavía minoría y aquellos que se dedican a criarlos se encuentran en posición de poder evitar el tipo de práctica que tan negativamente ha afectado al bienestar de los perros a lo largo de las últimas décadas.7 Sin embargo, la creciente moda de cruzar gatos domésticos con especies salvajes de gato para crear híbridos, como el bengalí, puede llevar aparejada consecuencias involuntarias. También debemos preguntarnos si los simpatizantes del bienestar felino están sin darse cuenta alterando sutilmente al gato. Paradójicamente, es posible que el impulso de esterilizar al mayor número posible de gatos, por muy loable que sea el objetivo de reducir el sufrimiento de los gatitos no deseados, esté eliminando poco a poco las características de los gatos que mejor adaptados están para vivir en armonía con la especie humana: muchos de los felinos que consiguen evitar la esterilización son los que se muestran más temerosos de la gente y a los que mejor se les da cazar. Hoy en día se castra a los individuos más dóciles, más amistosos, antes de que puedan dejar descendencia, mientras que los gatos más asilvestrados e irascibles son los que escapan a la atención de los rescatadores de gatos y terminan apareándose a su libre albedrío, haciendo que la evolución felina se aleje cada vez más de una mejor integración con la sociedad humana.

Corremos el peligro de pedir a nuestros gatos más de lo que pueden darnos. Creemos que un animal que ha sido nuestro controlador de plagas preferido durante miles de años ahora va a abandonar ese estilo de vida solo porque han empezado a desagradarnos las consecuencias de su conducta y ya no las aceptamos. También creemos ser libres para elegir la compañía y los vecinos de nuestros gatos sin tener en cuenta sus orígenes como animales territoriales y solitarios. De alguna forma, damos por hecho que, como los perros se muestran muy flexibles a la hora de elegir a sus compañeros caninos, los gatos serán igual de tolerantes en cualquier tipo de relación que desarrollen, simplemente por nuestra propia conveniencia.

Hasta hace unos veinte o treinta años los gatos seguían el ritmo de las exigencias humanas, pero ahora les está costando adaptarse a nuestras expectativas, sobre todo en lo que se refiere a que no deben cazar, ni desear vagabundear lejos de casa. Al contrario que casi todo el resto de animales domésticos, cuya crianza ha sido estrictamente controlada durante muchas generaciones, la transición de los gatos de salvajes a domésticos ha estado guiada —con la excepción de los gatos con pedigrí— por la selección natural. Fundamentalmente, los gatos han evolucionado para adaptarse a las oportunidades que les hemos proporcionado. Les hemos permitido buscar a su pareja por sí mismos y los cachorros que estaban mejor preparados para vivir junto a los humanos, en el lugar que fuera necesario, eran los que tenían más probabilidades de sobrevivir y pasar sus genes a la siguiente generación.

La evolución no va a producir un gato que carezca del deseo de cazar y sea tan socialmente tolerante como el perro —por lo menos no dentro de una escala de tiempo que resulte aceptable para los detractores de los felinos—. Diez mil años de selección natural han equipado al gato con la suficiente flexibilidad como para valerse por sí mismo cuando, de vez en cuando, su contrato con el hombre se ha roto, pero no ha sido suficiente para enfrentarse a una queja que ha surgido de la nada en solo unos pocos años. Incluso en el caso de un animal tan prolífico como es el gato, la selección natural tardaría muchas generaciones para avanzar en esa dirección, aunque fuese un paso simbólico. Solo una crianza intencionada, muy bien planeada, puede producir gatos bien equipados para las existencias de los dueños del mañana, y gatos que sean más aceptables para sus detractores.

Además de cambiar su genética, también podemos hacer mucho más para mejorar a los gatos: una mejor socialización de los gatitos, una mejor comprensión sobre qué tipo de entornos necesitan realmente los gatos, una intervención premeditada para enseñarles a enfrentarse a situaciones que consideran estresantes; todas estas acciones pueden ayudarles a amoldarse a nuestros requerimientos y también fortalecer el vínculo existente entre gato y dueño.

En muchos sentidos el gato representa la mascota ideal del siglo XXI, pero ¿serán capaces de adaptarse al XXII? Si queremos seguir teniéndoles cariño en el futuro —algo que no podemos dar por sentado dada la constante persecución a la que les hemos sometido en el pasado—, debe surgir cierto consenso entre las organizaciones benéficas dedicadas al bienestar de los gatos, los conservacionistas y los amantes de los gatos, sobre cómo producir un tipo de gato que encaje en todas las casillas. Estos cambios deben ser guiados por la ciencia. Lo primero para avanzar sería que los dueños y la gente en general entiendan mejor de dónde vienen los gatos y por qué se comportan como lo hacen. Al mismo tiempo, los dueños pueden mejorar la raída reputación de sus mininos aprendiendo más sobre cómo canalizar su conducta, desanimándolos para cazar y ayudándolos a ser más felices. A largo plazo la ciencia emergente de la genética conductual —la mecánica de cómo se heredan conducta y «personalidad»— nos permitirá criar gatos que puedan adaptarse mejor a un mundo cada vez más poblado.

Como ha demostrado la historia en el pasado, los gatos son perfectamente capaces de valerse por sí mismos de muchas maneras. Sin embargo, no pueden enfrentarse a lo que la sociedad les pide sin la ayuda de los humanos. Nuestra comprensión de los felinos debe comenzar con un saludable respeto a su naturaleza intrínseca.

En la mente de un gato

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