Читать книгу Sobre Víctimas y Victimarios - Jorge Enrique Altieri - Страница 6
CAPÍTULO I
Los bandos en las orillas.
ОглавлениеLas guerras civiles en el territorio rioplatense durante el siglo XIX, se desarrollaron tanto en la Confederación Argentina entre federales y unitarios como en el Estado Oriental del Uruguay entre los partidos blanco - alineado con los federales - y colorado – aliado de los unitarios - y se prolongaron más allá de la finalización de la guerra de la Triple Alianza.
A partir de 1819, en el país se fueron definiendo claramente dos tendencias políticas: los federales y los unitarios. Los primeros, usaban una divisa de color rojo que, de acuerdo a los usos y costumbres de la época se la denominaba como “rojo punzó” pues tenía una tonalidad marcadamente tímbrica, ya que era de color rojo intenso.
La divisa “Rojo Punzó” fue un distintivo político y militar que Juan Manuel de Rosas impuso como de uso obligatorio hasta en los ámbitos educativo y eclesiástico. Toda persona que no la utilizara era visto como traidor y podía ser ejecutado, exiliado o torturado por medio de la Mazorca o Sociedad Popular Restauradora. En su obra “Facundo”, Sarmiento hace referencia al uso de la divisa y las consecuencias que acarreaba el hecho de no usarla:
“...Al principio fue una divisa que adoptaron los entusiastas; mándase después llevarla a todos, para que probase la uniformidad de la opinión. Se deseaba obedecer; pero, al mudar de vestido, se olvidaba. La policía vino en auxilio de la memoria; se distribuían mazorqueros por las calles y, sobre todo, en las puertas de los templos, y a la salida de las señoras se distribuían sin misericordia zurriagazos con vergas de toro. Pero aún quedaba mucho que arreglar. ¿Llevaba uno la cinta negligentemente anudada? ¡Vergazos!, era unitario. ¿Llevábala chica? ¡Vergazos!, era unitario. ¿No la llevaba? ¡Degollarlo por contumaz! No paro ni ahí la solicitud del gobierno, ni la educación pública. No bastaba ser federal, ni llevar la cinta, era preciso además que ostentase el retrato del Ilustre Restaurador sobre el corazón, en señal de amor intenso, y los letreros mueran los salvajes inmundos unitarios...”
“¡Si alguna señorita se olvidaba el moño colorado, la policía le pegaba “gratis” uno en la cabeza con brea derretida! ¡Así se ha conseguido uniformar la opinión! ¡Preguntad en toda la República Argentina si hay uno que no sostenga y crea ser federal...”.
Los unitarios, por su parte, usaban una divisa de color azul celeste claro ó blanco, aunque también utilizaron en sus uniformes el color verde. Los artilleros, por ejemplo, usaban un uniforme “a la rusa”, chaqueta de paño verde, pantalones blancos, bandoleras cruzadas de cuero blanco y gorra de paño blanco. También se distinguían los hombres por usar patillas largas que se unían a una barba en forma de “U” y delineaban el contorno del rostro pero sin usar bigote.
En la otra margen del Río de la Plata, el origen de los partidos blanco y colorado se produjo en la Batalla de Carpintería ocurrida el ١٩ de septiembre de ١٨٣٦. En dicha batalla las fuerzas gubernamentales, al mando de Juan Antonio Lavalleja, se enfrentaron a fuerzas revolucionarias, al mando del ex presidente Fructuoso Rivera, aliado con los unitarios argentinos exiliados en Uruguay.
En esta batalla, las tropas gubernamentales se distinguieron usando vinchas blancas, las cuales lucían la inscripción “Defensores de las Leyes”. Las tropas de Rivera usaron como distintivo una vincha hecha con el forro de los ponchos, que era de color rojo. Con anterioridad, los “colorados” usaban divisas celestes, pero con el tiempo se desteñían, tornándose casi blancas, por lo que se cambió el color al rojo. Así nacieron las divisas de los “blancos” y “colorados” uruguayos.
El ideario político que sostenían los dos partidos en pugna podía ser homologado para “federales” y “blancos” así como para “unitarios” y “colorados”. Los primeros defendían una postura nacionalista, anti-imperialista, defensora de los “pagos chicos”, es decir, del interior del país , para ello, garantizaban el gobierno, la libertad, la autonomía y el estilo de vida de las provincias delegando sólo algunas funciones a un Estado central. También buscaban ejercer un proteccionismo en beneficio de cada provincia. Uno de los mayores impulsores de estas ideas fue José Gervasio de Artigas. Pese a contar entre sus seguidores a ciertos intelectuales de la época, sus principales partidarios eran caudillos regionales y personas que provenían, en su mayoría, de la clase social baja y de los indios de etnia charrúa que llegaron a idolatrarlo como jefe. Este partido tenía su núcleo duro en el interior del país, en el ámbito rural y en los terratenientes.
Los partidos unitario y colorado defendían un liberalismo con énfasis en lo económico más que en lo político, así impulsaban el libre comercio, la libre navegación de los ríos por parte de naves extranjeras, la modernización del sistema financiero y las inversiones para la ejecución de obras de infraestructura. Sus ideas tenían una marcada impronta academicista y extranjerizante, alentadas por las altas burguesías urbanas nacidas en el marco de las ciudades-puertos de Buenos Aires y Montevideo y cuya preeminencia buscaban imponer sobre las provincias; además, sostenían que los impuestos se controlaran desde las aduanas de ambas ciudades. Sus integrantes eran de élite, miembros de la clase alta, intelectuales y militares. Su desprecio y falta de empatía hacia las clases bajas hacía aún más difícil llegar a acuerdos con los federales que se nutrían mayoritariamente de las mismas.
Al respecto, en 1820, cuando ambos partidos se encontraban en una etapa que podría considerarse “embrionaria”, Estanislao López, escribió:
“Conozco y respeto mucho los talentos de los señores Rivadavia, Agüero y otros de su tiempo, pero a mi parecer todos cometían un gran error: se conducían muy bien con la clase ilustrada, pero despreciaban a los hombres de las clases bajas, los de la campaña, que son gente de acción.” 1
Entre los principales líderes federales y blancos, se encontraban: Juan Manuel de Rosas, José Gervasio de Artigas, Estanislao López, Pascual Echagüe, Juan Antonio Lavalleja, Facundo Quiroga, Manuel Oribe, Ángel Vicente Peñaloza, Félix Aldao, Justo José de Urquiza, Ángel Pacheco , etc.
Los arquetipos de los partidos unitario y colorado, fueron: Bernardino Rivadavia, Juan Lavalle, Fructuoso Rivera, José María Paz, Prudencio Berro, Gregorio Lamadrid, Venancio Flores, Eduardo Acevedo, Genaro Berón de Astrada, Lorenzo Batlle, Melchor Pacheco y Obes, etc. No obstante, no toda la oligarquía era oriunda de Buenos Aires ó Montevideo, parte de la misma provenía del interior, como el sanjuanino Sarmiento, los cordobeses Paz y Vélez Sarsfield, los tucumanos Avellaneda y Roca, los orientales Paunero, Flores, etc.
Desde 1814 hasta 1880, los bandos, en su lucha por prevalecer unos sobre otros, apelaron a todo los medios a su alcance, así fue que recurrieron a alianzas, inclusive con potencias extranjeras, campañas militares, maniobras políticas, obtención de recursos económicos, propaganda, acción psicológica, torturas, saqueos, traiciones, asesinatos y ejecuciones. En síntesis, cada bando se ocupó de hacerle la guerra a su contrario e imponer de esa manera sus ideas.
La suerte de las armas, era cambiante y favorecía a los contendientes con alternancia y por períodos de diferente duración. Esta característica, sumada a la extensión en el tiempo de las guerras civiles hizo que se exacerbara la crueldad en las mismas, teniendo en consideración que los cambios de situación, en un ambiente de absoluta inestabilidad política alimentaban el deseo de venganza y se imponía una suerte de justicia sumaria y arbitraria sobre los vencidos cuya suerte estaba decidida de antemano y que privilegiaba la “Ley del Talión” por sobre cualquier otra forma de dirimir las diferencias.
Los partidos apelaron a diferentes jefes militares para actuar como sus verdugos cuando decidieron disciplinar a sus oponentes. Unos eran considerados “bárbaros” y otros “civilizados” pero, el común denominador fue que cada uno en su momento, no dudó en derramar abundante sangre enemiga para alcanzar los objetivos impuestos.
En el año 1828, tras el fusilamiento del Coronel Manuel Dorrego, se inició la guerra civil que duraría hasta 1831. Tomás de Anchorena, da a luz el decreto contra los “decembristas”, o sea contra todos los participantes del movimiento del 1º de diciembre de 1828 que había derivado en el lamentable fusilamiento de Dorrego: “Todo el que sea considerado públicamente como autor, o cómplice del suceso del 1º de diciembre o de algunos de los grandes atentados cometidos contra las leyes por el gobierno intruso (de Lavalle) será reo de rebelión, con las penas consiguientes”. También sería considerado de la misma manera, el que “no hubiese dado ni diese, de hoy en adelante, pruebas positivas e inequívocas de que mira con abominación tales atentados”.
El órgano oficial de los unitarios de 1828 reaccionaba contra esa política escribiendo: “… Al argumento de que si son pocos los federales es falta de generosidad perseguirlos, y si son muchos, es peligroso irritarlos, nosotros decimos que, sean muchos o pocos, no es tiempo de emplear la dulzura, sino el palo… sangre y fuego en el campo de batalla, energía y firmeza en los papeles públicos… Palo, porque sólo el palo reduce a los que hacen causa común con los salvajes. Palo, y de no los principios se quedan escritos y la República sin Constitución” 2
Por lo general, a los jefes unitarios se los consideraba “civilizados” pues, a la hora de ejecutar prisioneros apelaban al fusilamiento sin más trámite. El General Paz en sus campañas al interior, ejecutaba prisioneros a medida que se desplazaba ó tras una victoria en el campo de batalla tal como ocurrió en Oncativo. Lo mismo hacía el general Lavalle. Era un método efectivo para disciplinar oponentes, no dejar focos de resistencia en su retaguardia y, de alguna manera, podría ser considerado sutil en comparación con otros. Estos hombres, no dejaron fama de ser sanguinarios pero no fueron precisamente compasivos con sus vencidos.
Cuando Lavalle invade en 1829 la provincia de Santa Fé, proclama abiertamente:
“¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia.
Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte, muerte sin piedad”. “Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión”. 3
El propio Juan Manuel de Rosas, emite juicio sobre el desarrollo de la guerra en esa provincia, expresando: