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Reforma y modelos de Estado

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La reforma del Estado supone el cambio en las relaciones entre Estado y población; si bien refiere a lo económico y a los intentos de reorganizarlo y racionalizarlo, la misma involucra distintos elementos que buscan la gobernabilidad. Por ello la reforma,

“…refiere a sus elementos materiales (población y territorio) y a la configuración, modo de ejercicio y orientaciones del poder… El poder político del Estado, tanto en sus dimensiones institucional y simbólica como en la coactiva, es puesto al servicio de intereses y objetivos distintos que los anteriormente promovidos, en una matriz social y económica, espacial y poblacional, también ella modificada. El cambio significativo en los intereses y en los actores obliga a cambios en las agencias y en las políticas, en las instituciones y en los procesos” (Vilas, 1998: 151).

La reforma del Estado supone una reformulación en su relación con la sociedad y con el mercado, así como en la lógica de procuración del bienestar. Es así como los modelos de Estado liberal, o estado de bienestar, desarrollista o neoliberal no solo aluden a formas estatales o regímenes políticos diversos, sino a formas sociales de articulación entre instituciones sociales como la escuela, la familia, la subsistencia económica y la constitución de la vida ciudadana.

“La expresión Estado podría ser denominada configuración histórica socioestatal, conveniente sobre todo para comprender la independencia entre la forma de ser históricamente determinada de la sociedad que contiene también su dimensión política y estatal y el régimen político específico que se constituye de manera diferente (...) (Hirsch, 2001:16).

Respecto a la reforma del Estado, Echebarria- Ariznabarreta (2000:1-4) contempla dos categorías de reformas: las institucionales y las sustanciales. Las primeras involucran el diseño y funcionamiento de las instituciones y pueden tomar la forma de reforma política o administrativa; las sustanciales, en cambio, están relacionadas con el contenido de la acción pública, es decir, suponen una redefinición de sus fines, contenidos y alcances.

Teniendo en cuenta estas distinciones es posible identificar tres grandes transformaciones del Estado contemporáneo. La primera de ellas, la que dio origen al Estado liberal2, fue más bien una reforma institucional en la medida que significó la separación entre política y economía a partir de la separación entre los tres poderes y la definición de las funciones de cada uno de ellos. Este modelo postula la libertad individual y del mercado y una acción estatal que no debe intervenir en la economía.

La segunda transformación dio origen al Estado de Bienestar3, Estado social o Estado desarrollista para el caso de los países latinoamericanos y fue de tipo sustancial en tanto amplió y redefinió el papel del Estado en la economía mediante el gasto público y el pleno empleo de los factores productivos para alcanzar una economía óptima. A partir del fortalecimiento del movimiento obrero y de los partidos políticos afines, entre 1950 y 1973 la participación del gasto social en el PIB se elevó considerablemente en los países centrales (Dabat, 2010) a partir del estímulo al consumo de masas, del pleno empleo y de la construcción de políticas sociales que económicamente solventaran la demanda existente y políticamente desactivaran los problemas sociales provocados por la precedente desatención estatal a las demandas ciudadanas.

Este modelo de Estado generó una transformación profunda de todas las estructuras de la sociedad, de las relaciones sociales y las condiciones de vida; en cuanto a la economía artesanal y agrícola, los pequeños productores fueron reemplazados por la producción industrial masiva, lo que supuso que las relaciones sociales se organizaran en formas monetarias y de intercambio. A su vez la producción industrial incorporó a un sector más amplio de personas asalariadas. También existe una historia de resistencia de formas de sociabilidad comunitaria frente a las amenazas de aniquilamiento y destrucción que se puede observar en las diversas rebeliones indígenas y campesinas por la conservación de su propia identidad comunitaria; en el caso de México esta historia de rebeliones y resistencias están enmarcadas en la lucha por la tierra y la resistencia ante la imposición de un estilo de vida ajeno impuesto por la sociedad capitalista.

“La tierra, como núcleo problemático del proceso de construcción del Estado, como cualquier forma de propiedad, el régimen de propiedad agraria no era un problema de relación entre hombres y cosas, sino de la relación entre hombres, el pueblo, representaba no solo un modo posesión usufructo sino una forma de relación social: un modo de interacción social en el que estaban supuestos actitudes y sentimientos, una noción de la vida y de la muerte, una representación de sí mismos y de los otros, un código de conducta una forma de hacer política y una moral publica4. […]. Familia, trabajo, fiesta y política, formaban un mundo de la vida coherentemente estructurado por lazos comunitarios. Nada era más extraño y hostil a ese mundo que la idea de individuo solo y autosuficiente de la que partía el contractualismo liberal”. a estos conflictos se refiere (Roux, 2005:62).

Visto en su conjunto, se pueden encontrar saldos positivos en este modelo de Estado en tanto favoreció avances importantes en las condiciones de trabajo, vida y seguridad social de los trabajadores, posibilitó diferentes tipos de reformas sociales y culturales progresistas y, aunque de forma desigual, promovió el desarrollo científico y tecnológico. Aún así, no es posible olvidar que también, el intervencionismo estatal posibilitó el advenimiento de regímenes político sociales aberrantes como el fascismo (Dabat, 2010).

A partir de la crisis mundial detonada por la caída en los precios del petróleo (1973) la reconfiguración del patrón de acumulación, la inflación y el desbordamiento de la capacidad de respuesta por parte del Estado ante nuevas demandas de la sociedad se promueve un nuevo modelo, el Estado Neoliberal, que defiende la concepción de Estado mínimo y su intervención moderada. Esta tercera transformación amalgamó reformas institucionales y sustanciales y volvió a colocar a la economía (mercado) en el lugar central de la vida social y política.

Este modelo de Estado se ha ido reconfigurando a partir de los que se denominan reformas estructurales. Las denominadas de primera generación

“… se enfocaron a garantizar la estabilidad macroeconómica, el adelgazamiento del Estado, la desregulación y apertura de mercados… se promovió la liberalización política que desembocó en una democracia electoral en los países de América Latina, dándose una serie de ajustes en los ámbitos políticos y sociales que han abierto nuevas opciones también en la construcción de nuevas ciudadanías” (Escobar Ohmstede et al, 2010: 12).

Debido a que la primera generación de reformas no cubrió las expectativas de las agencias transnacionales se implementaron las reformas conocidas como de segunda generación que:

“buscaban fundamentalmente reforzar la institucionalidad a través de reformas jurídicas, la descentralización político-administrativa e incluso la creación de nuevas instituciones. Todo ello para facilitar aún más el funcionamiento y accionar del libre mercado…” (Escobar Ohmstede et al, 2010: 17).

La tercera oleada de reformas apareció en el momento en que los estados nacionales en América Latina comenzaban a reconstruir su imagen de nación a fin de representar la diversidad cultural y política que albergan sus respectivos territorios. De esta forma, dentro de estas reformas están aquellas que reconocen la pluralidad étnica y lingüística. Como otros países, México ha estado impulsando reformas de tercera generación a partir del reconocimiento de su gran diversidad étnica; sin embargo -como veremos más adelante en este capítulo y en la segunda parte del informe mediante con la revisión del marco legal y las políticas públicas-aun están lejos de alcanzar un marco equitativo y justo para con los pueblos indígenas que lo integran.

El Estado Neoliberal toma una nueva estructura basada en la reducción de su mismo aparato institucional y de la implementación de políticas sociales condicionadas a nuevos criterios, tales como la focalización, el asistencialismo y la descentralización.

“La política social deja de tener una función integradora; mucho más que incorporar a la población de bajos niveles de ingreso a condiciones satisfactorias de empleo y de vida, apunta a impedir un mayor deterioro de la población que ya se encuentra en condiciones de pobreza, y presta asistencia a las víctimas del ajuste. No les ayuda a salir del pozo: trata de impedir que se hundan más” (Vilas, 1998: 117).

Mediante la focalización se hace una diferenciación entre pobres y pobres extremos. Siendo los primeros capaces de afrontar las dinámicas de la economía, la política pública del Estado recae sobre los pobres extremos, que ya sea, por su escasez de recursos o por sus propias capacidades, son considerados en el grupo vulnerable de la sociedad. Los argumentos a favor de este criterio se basan en una mejor asignación del gasto estatal, mejora de la relación entre costo e impacto, y las posibilidades de evaluar la acción del Estado debido a la delimitación de la población atendida. La focalización entonces implica que las políticas sociales son selectivas; debido a la contracción de los fondos asignados a la política social, es necesario garantizar que éstos lleguen efectivamente a quienes deben llegar: los más pobres de los pobres. Esto significa que la focalización responde a la necesidad de confrontar la masificación de los problemas sociales con fondos recortados, se busca un uso eficiente de los recursos escasos. Uno de los objetivos claves de atender a los sectores más vulnerables es evitar que la pobreza extrema derive en tensiones sociales y políticas, por eso las acciones emprendidas a partir de la política social en el neoliberalismo buscan soluciones a corto plazo mediante: generación de empleos temporales, asistencia, capacitación laboral, apoyos productivos, infraestructura básica, complementos alimentarios, saneamiento, entre otros (Vilas, 1998).

Por su parte, el asistencialismo consiste en la provisión de ciertos servicios sociales por parte del Estado a esa población focalizada, que en razón de su incapacidad para proveerse por sí mismos, necesita de la ayuda estatal. Cambiando el lenguaje de derechos por el de auxilios.

Por último, la descentralización en un sentido negativo, es entendida como la forma del Estado para descargar y desviar las demandas sociales al ámbito local, a favor de la eficacia y la eficiencia financiera, quitándose así, la directa responsabilidad sobre el contenido de las políticas que emprende. La lógica que se siguió fue que la coordinación de la política social por un Estado centralista se prestaba a que los recursos y las atenciones llegarán a regiones que no los “necesitaban” en cuanto estos ya poseían recursos y potencialidades de desarrollo económico y social; de esta forma, uno de los argumentos centrales de la descentralización fue conseguir una mayor equidad, es decir, que la política social llegara a todos, aun a los de menores recursos y potencialidades, para así poder combatir la pobreza. Un segundo argumento para la descentralización fue que ésta fomentaba una participación más directa de las comunidades; se pensó en auspiciar una gestión más social de la política y no únicamente una gestión estatal, lo cual coincidía con las recomendaciones neoliberales de lograr que los pobres participaran en el alivio a la pobreza a través de lo que les quedaba: su fuerza laboral (Lerner Sigal, 1998). De cualquier forma, lo que significó la descentralización en varios países de América Latina fue el abandono de la responsabilidad del gobierno ante ciertos servicios que durante mucho tiempo fueron de su total atención.

Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México

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