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2. Exceso. De la perturbación al entumecimiento

Algunas fotografías son horribles porque las miramos desde una posición de libertad

Geneviève Serreau, Bertold Brecht

A Sontag le preocupaba la capacidad de la fotografía para modificar nuestra valoración política de la guerra y actuar en consecuencia. Si su malestar inicial apuntaba a cuestionar la promesa con que nació el invento de la cámara, esto es, la de ser representación mimética del mundo, y con ello erigirse en una prueba suficiente de verdad, la segunda contrariedad se dirige al exceso de presencia de la imagen –esta como narcótico y espectáculo–, a su efímera familiaridad que lleva a la pérdida de la experiencia o, peor aún, al entumecimiento de la razón. A diferencia de las fotografías de atrocidades que Virginia Woolf evoca en Tres guineas, en el invierno de 1936 a 1937, o de las que Sontag rememora en Sobre la fotografía, a propósito de la liberación de los campos de concentración alemanes en 1945, aquí la situación que Sontag señala es otra: es el tránsito que ha tenido la imagen que va de la novedad a la saturación, de la escasez a la repetición, y esto debido al paso del tiempo y a su excesivo uso.

En Sobre la fotografía, Sontag insistía en una idea que se ha convertido en legión, a pesar de que años después ella misma se encargaría de refutar: la exhibición repetida de fotografías de dolor ha hecho más por anestesiar las conciencias que por despertarlas, ya que “el impacto ante las atrocidades fotografiadas se desgasta con la repetición” (Sontag, 1996, p. 30). Allí, Sontag advertía que cuando los espectadores se enfrentan a imágenes de eventos dolorosos que contienen una fuerte carga emocional, por lo general siguen la ruta que conduce de la perturbación a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un problema que apunta a la “apariencia de participación” que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado; pero, por otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (1996, pp. 20-21). Así, Sontag señala que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia”, las fotografías tantas veces repetidas de los campos de exterminio –esas que ella vio por primera vez en 1945, cuando el mundo apenas despertaba a las atrocidades cometidas por los verdugos de la Alemania de Hitler– terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión, “volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto” (1996, p. 30). De modo que si en “la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto”, décadas después “quizá se haya llegado a un punto de saturación” (1996, p. 30). Lejos de cambiar el mundo, son imágenes que han trabajado en un sentido contrario: estas han adormecido la capacidad emocional de los pasivos espectadores frente a las catástrofes humanas, en una mezcla de exceso y entumecimiento que ha dado lugar a una “fatiga de la compasión”, un término que más adelante retomamos.

Este capítulo afronta las anteriores preocupaciones, pero inscribiéndolas en un debate más amplio sobre la imagen. Se inicia con un breve recorrido que plantea que la tesis del efecto analgésico de las imágenes a la que Sontag se refiere no es un tema nuevo; esta es una idea de más larga duración, que es preciso examinar en una doble dirección: por un lado, hace parte de un pensamiento que ha asociado la repetición de las formas simbólicas de la experiencia humana con el declive de la acción colectiva o, en todo caso, con la insensibilización de nuestra capacidad de reacción cuando el placer se apodera de la contemplación y la distancia se adueña de la realidad; y, por otro, es una tesis que ha estado vinculada a un litigio más complejo sobre cómo y desde dónde asumir la autenticidad, la originalidad y la respuesta correcta del espectador en una cultura moderna circundada por imágenes. Posteriormente, se propone una sucinta discusión sobre algunos de los temores más frecuentes en torno a la demasía de las imágenes, esto es, al hecho de que la repetición sea asumida, por algunos críticos de la cultura visual, tanto como un menoscabo de la autenticidad, como una partera del vicio, la indiferencia y la corrupción de la mirada, que es otro modo de encarar la discusión sobre el efecto narcotizante de la imagen. Por último, se aborda la autocrítica de Sontag respecto a sus planteamientos iniciales acerca de la pérdida de poder de la imagen fotográfica debido a su saturación, una reconsideración que algunos de los teóricos de la imagen que frecuentan citar a Sontag no se percataron, o no leyeron con cuidado.

El espectador entumecido: saturación, desatención y vicio

En la crítica inicial de Sontag al modo en que las fotografías del Holocausto normalizaron lo terrible subyace la tesis del efecto analgésico de las imágenes. Según esto, la repetición constante de fotografías de sufrimiento no necesariamente fortalece la conciencia o la compasión del espectador, sino que, por el contrario, pueden llevarlo a la corrupción de la mirada, al consumismo inocuo y, por aún, a una adicción pasiva de las imágenes (Sontag, 1996, p. 29). Algo que, por cierto, nos recuerda la larga marcha del ilusionismo, esa experiencia fundacional con lo sensible y lo intangible, a la que nos remite la “Alegoría de la caverna” de Platón: dejarse engañar por medio de las imágenes o, en cualquier caso, narcotizarse con ellas (Huyssen, 2009; Machado, 2009). Y cuyas causas se pueden cotejar en varias afirmaciones que recorren Sobre la fotografía: por ejemplo, en la compulsión al exceso, las apariencias y la curiosidad sin consecuencias, que son comunes al capitalismo contemporáneo (Sontag, 1996, p. 33); en “la supresión gradual de los escrúpulos” y la disminución de la tolerancia a lo grotesco, propia del arte moderno, lo que “refuerza la alienación” e “incapacita las reacciones de la vida” (1996, p. 48); en la confusión de la realidad producida por el realismo fotográfico, “que resulta (a largo plazo) moralmente analgésica y además (a corto plazo) sensorialmente estimulante” (1996, p. 112); en fin, en el “consumismo estético al que hoy todos son adictos” (1996, p. 33).

Esta es una ansiedad que tiene una larga historia. En su lomo cabalga la idea de que la sobrecarga de imágenes y la normalización del evento perturbador por cuenta de la visión reiterada de este conducen a la insensibilización del espectador (Cohen, 2005, pp. 204-211). Susan Sontag ha sido una de las intelectuales más acuciosas para alertar sobre esta situación, pero no la única. A finales de la década de los cuarenta del siglo anterior, dos reconocidos investigadores de la tradición funcionalista liberal, Paul Lazarsfeld y Robert Merton, ya habían incursionado en las mismas preocupaciones de Sontag. En un texto clásico, dedicado a estudiar las funciones de los medios de comunicación en la integración social y en el establecimiento del consenso a favor del cambio social dirigido, ambos aludían a un efecto no estimado de la información masificada, a una consecuencia social de los mass-media que, en su entender, había pasado hasta entonces desapercibida; o “al menos, ha recibido muy pocos comentarios explícitos y, al parecer, no ha sido sistemáticamente utilizada para promover objetivos planificados. Cabe darle la denominación de disfunción narcotizante de los mass-media” (Lazarsfeld y Merton, 1985, p. 35). Con este nombre, los autores se referían a los desarreglos producidos por el constante suministro de información que “puede suscitar tan solo una preocupación superficial por los problemas de la sociedad” y, en consecuencia, “servir para narcotizar más bien que para dinamizar al lector o al oyente medio”, puesto que “a medida que aumenta el tiempo dedicado a la lectura y a la escucha, decrece el disponible para la acción organizada” (1985, p. 35). Según esta perspectiva,

El ciudadano interesado e informado puede felicitarse a sí mismo por su alto nivel de interés e información, y dejar de ver que se ha abstenido en lo referente a decisión y acción […] Llega a confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto. Su conciencia social se mantiene impoluta. Se preocupa. Está informado, y tiene toda clase de ideas acerca de lo que se debiera hacerse, pero después de haber cenado, después de haber escuchado sus programas favoritos de la radio y tras haber leído el segundo periódico del día, es hora ya de acostarse (Lazarsfeld y Merton, 1985, pp. 35-36).

Años antes, a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Georg Simmel ya había alertado sobre algo parecido cuando se refería a tres dimensiones básicas que la vida moderna había desatado. Una de ellas era el anonimato, o esa pérdida del vínculo social y de las creencias compartidas, resultado de los procesos de urbanización y masificación de la existencia; la otra era el aumento en la libertad, que comenzaban a experimentar de un modo más abstracto los individuos de las grandes ciudades, lo que, entre otras cosas, les permitía a estos recurrir a distinciones cualitativas para llamar la atención, distinguirse y diferenciarse de los demás, ya fuera por las vías de la educación, el gusto, el refinamiento, la clase o la excentricidad; y la tercera era lo que Simmel denominaba la actitud blasé: esa “disposición desatenta” del citadino para sobrevivir en medio de la sobreinformación que la ciudad produce; esa “actitud de reserva”, indiferencia y hartazgo propia del espíritu moderno que, al decir de Simmel, arrastra a los ciudadanos de las urbes a vivir en una especie de “trance urbano”, esto es, a ser selectivos, a prestar atención a aquellas cosas que tienen un interés particular para la construcción de su personalidad individual, luego de ser bombardeados por una cantidad de estímulos visuales y auditivos provenientes de la vida urbana (Simmel, 1986, pp. 5-10). Solo que, a diferencia de Sontag, que observa en la repetición incesante de la imagen fotográfica el motivo del embotamiento de la razón, o de Lazarsfeld y Merton, que perciben en el constante suministro de información de los mass-media la causa de la inmovilidad social, Simmel advierte en la actitud blasé una forma de disposición necesaria que emana del sujeto moderno –no únicamente de la imagen, ni de los mass-media– frente a la sobrecarga de nuevas excitaciones y promiscuidades físicas propias de la emergente vida en las sociedades de masas.

Parte de este trayecto se puede cotejar también en los planteamientos de Adam Smith, uno de los primeros filósofos morales en abordar la cuestión de la experiencia visual como factor clave en la formación de la conciencia cívica del espectador moderno (Wilkinson, 2013). En La teoría de los sentimientos morales, un libro cuya primera edición data de 1759, Smith indaga por el tipo de actitud que podría asumir el hombre humanitario de Europa cuando se entera, tal vez por los periódicos de la época, quizá por las voces que le llegan del puerto de la ciudad donde vive, que hubo un enorme terremoto en la China, una región con la que no tiene vínculo alguno. Y agrega: “Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones sobre la precariedad de la vida humana”, pero “una vez manifestados estos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún incidente hubiese ocurrido”. En cambio, “si fuese a perder su dedo meñique al día siguiente, no podría dormir” (Smith, 1997, p. 252).

Smith se ocupaba con este ejemplo de la figura del “espectador imparcial”,14 ese observador no involucrado que contempla desde la distancia el sufrimiento de personas, grupos y culturas con las cuales no tiene filiación alguna, ya sea porque habita otros territorios, porque no participa de sus creencias, no comparte su identidad, o simplemente porque le son desconocidos, pero cuya naturaleza compasiva le puede llevar a simpatizar con las desgracias de los infortunados lejanos, esto es, ponerse en su lugar por el hecho de advertir su semejanza, aunque esto no siempre ocurra. Un espectador que, al salir a la calle, se cruza, además, con un hombre que camina afligido porque ha perdido a su padre, y ante quien se muestra indiferente, pues tanto él, como su progenitor fallecido, le son por completo extraños (Smith, 1997, pp. 17-18). ¿Debería ese espectador imparcial sentirse avergonzado por su falta de involucramiento con la escena que observa? Para Smith, más que renegar de su incapacidad humana de identificarse totalmente con las desdichas de un tercero, o repudiar la felicidad que lo habita porque esas cosas no le suceden a él, el problema que tendría que superar ese observador desapasionado, ese hombre europeo que disfruta de los beneficios plenos de la civilización, es su desatención para simpatizar imaginativamente con las circunstancias relevantes de aflicción del sufriente, una simpatía que, sin embargo, es sumamente imperfecta, puesto que jamás dicho espectador podrá sentir lo suficiente por quienes han sufrido las calamidades de la vida, a pesar de que busque, mediante el viaje de la imaginación, ponerse en su lugar. El remedio, entonces, para esta falta de preocupación hacia el prójimo distante sería, según Smith, la disposición de prestar atención, de estar atento a los sentimientos de los infortunados, puesto que este es un hábito que requiere de la voluntad del espectador para darse tiempo y ponerse honestamente en el lugar del otro, lo que, entre otras cosas, constituye el cimiento de la mirada humanitaria (1997, p. 35).

La época de Smith no era propiamente de una sobreabundancia de información, por lo que sería inapropiado afirmar que el hombre humanitario de su tiempo estaba condenado a la indolencia debido a una sobreproducción de imágenes y noticias. La suya era una época en que el periodismo, como hoy lo conocemos, apenas insinuaba su largo camino en procura de domesticar la realidad bajo los valores noticiosos de la actualidad, la novedad, la controversia y la prominencia (Abril, 1997; Ortega y Humanes, 2000). Que esto haya sido así, no impide constatar que durante la segunda mitad del siglo que a Smith le correspondió vivir, y en la primera parte del siglo siguiente, una gama creciente de expresiones populares y literarias abrieron el camino a una poderosa fascinación por el dolor y a una creciente predilección por escenarios ficcionales de sufrimiento que no estaban necesariamente circunscritos a la simpatía ilustrada del espectador imparcial smithiano, dispuesto a simpatizar con los sentimientos de su semejante y a dejarse conmover por el espectáculo del dolor humano y la miseria con fines altruistas (Halttunen, 1995). Aludimos a una serie de géneros literarios que, como la llamada “novela gótica”15 y los relatos populares, comenzaron a mostrar gran predilección por las historias de crueldad, tortura y terror, así como por escenas de violaciones sexuales, que invitaban al espectador a imaginar, por medio de detalladas descripciones, la carnicería macabra de las historias relatadas, las heridas infligidas, el sufrimiento de las víctimas, y, por lo mismo, a dirigir su atención hacia el placer por la sangre derramada (Halttunen, 1995, pp. 311-312).

Denominadas bajo el término de sensationalism,16 dichas manifestaciones literarias fueron tratadas por algunos críticos de la época no solo como un síntoma del envilecimiento de la sensibilidad y, por tanto, como una forma de incubación del “vicio” popular, sino también como una fuerza implicada en los levantamientos sociales indeseables contra el orden establecido (Wilkinson, 2013). Con el tiempo, estas fueron definidas como “una tendencia comercial degradante dirigida a complacer la excitación de los lectores ante acontecimientos particularmente terribles o eventos impactantes” (Halttunen, 1995, p. 312), que es a lo que el poeta británico William Wordsworth apelaba cuando en 1801 caracterizaba a la ficción gótica y los relatos populares como ejemplos de un “anhelo por los incidentes extraordinarios” y de una “degradante sed después de una estimulación escandalosa” (Wordsworth, citado en Halttunen, 1995, p. 312). Un fenómeno que, para Wordsworth, era el resultado de la creciente urbanización de la sociedad y de la capacidad de la moderna tecnología de la impresión –ese lenguaje de lo visible– no solamente de intensificar el deseo popular, de impactarlo y sorprenderlo, sino además de atentar contra lo más sublime de la meditación silenciosa, de atacar esa idea sostenida por escritores y pensadores como él, según la cual “la verdad profunda no tiene imagen” (Wordsworth, citado en Mitchell, 2009, p. 106).

Como Karen Halttunen ha señalado, estas expresiones hicieron parte de un proceso más complejo, asociado a una nueva “cultura de la sensibilidad” que, a partir del siglo XVIII, marcó el inicio de la transición de ver el dolor como algo inevitable, o como una cuestión asociada a una experiencia trascendental suscitada por el sufrimiento de los mártires con el fin de mantener viva la fe y la pasión de los creyentes, que fue una característica de la representación del dolor durante la Edad Media (Freedberg, 1992; Moscoso, 2011), a considerarlo como un sentimiento moderno repugnante e inaceptable, indignante y reprochable, necesario de ser eliminado o, al menos, apenas insinuado, reservado y callado. Solo que esta nueva cultura de la sensibilidad, al decir de Halttunen (1995, pp. 320-324), hizo algo más que confinar el espectáculo del dolor a los ámbitos privados (por ejemplo, las decapitaciones, las torturas, los linchamientos, las lapidaciones o los ahorcamientos comenzaron a ser expulsados del dominio público). Esta igualmente intervino en la imaginación del naciente ciudadano, a través de los géneros literarios y populares antes mencionados y de una literatura testimonial, que, en nombre de despertar la repugnancia contra la tortura y el castigo mediante representaciones que fueran suficientemente gráficas para motivar la compasión humanitaria, no solo embotaron la sensibilidad de los lectores, sino que sus consecuencias fueron mayores: estas expresiones avivaron, en los públicos expuestos, un gusto por la crueldad, al habituarlos a lo grotesco y endurecerlos con el placer generado por el “vicio” (1995, pp. 320-324).

Y si viajamos más lejos en el tiempo, encontramos que el interés en la habilidad de las imágenes para narcotizar a quien las mira, para distraer la mente de las preocupaciones más espirituales o, cuando menos, para generar una fascinación hipnótica, narcisista o exhibicionista en quienes se exponen a sus poderes mentales, políticos y culturales, ha sido un asunto persistente (Jay, 2007). Como señala David Freedberg, hay una larga historia de las imágenes que remite tanto a las construcciones teóricas e intelectuales sobre su significado, elaboradas por los críticos y eruditos, como a las relaciones que las personas en general han establecido con la representación visual del mundo, tanto en épocas “primitivas” como “civilizadas”, esto es, a las “respuestas” producidas por los espectadores ante lo que las imágenes hacen o parecen hacer (Freedberg, 1992:13-14). En su libro El poder de las imágenes, Freedberg se remonta a una historia cultural de la civilización occidental que alude al extraordinario talento de estos objetos, supuestamente inertes, para transformarse en poderosos artefactos de estimulación del deseo sexual, para trastocarse en ejemplos de virtud o en testimonios de elevación espiritual, capaces con apenas contemplarlas de engendrar niños hermosos, mover a la piedad, alentar vocaciones y, en fin, afectar “formas de comportamiento” (Freedberg, 1992, p. 13).17 Nos referimos a unas capacidades de las imágenes que “los positivistas racionales gustan de describir como irracionales, supersticiosas o primitivas, solo explicables en términos de magia” (1992, p. 13), o en el marco de tradiciones intelectuales que, como bien afirma Martin Jay,18 han mostrado su profunda hostilidad con la visión como herramienta de conocimiento (Jay, 2007).

De modo que lo que Sontag le atribuye a la imagen fotográfica, tiene una vida más extensa que inicialmente estuvo dirigida hacia los objetos totémicos de adoración y la fascinación hipnótica producida por la experiencia visual, y que luego se enfocó hacia el reformismo humanitario, los géneros literarios populares, la excitación de la vida urbana para, más tarde, emigrar hacia la sociedad de masas y las imágenes reproducidas mecánicamente. Por tanto, el efecto analgésico de la imagen del que habla Sontag hace parte de una intensa travesía, que en el caso particular de los tiempos modernos hay que situarla de la mano de un debate que se suscitó en la primera modernidad, en torno a cómo asumir la autenticidad, la sensibilidad y la calidad de nuestra respuesta ante el sufrimiento de otros, cuando esta respuesta toma los caminos de la corrupción de la mirada y la dispersión; cuando la contestación desborda el lugar compartido de las interacciones cara a cara con el prójimo y se dispersa, en cambio, en una acción a distancia, que tiene lugar en la naciente esfera pública moderna mediada por tecnologías, la cual desborda los contornos mismos de la vida en comunidad. Un proceso que, en Ante el dolor de los demás, la propia Sontag reconoce y, sobre todo, se encarga de situar como parte de una relación, compleja y conflictiva, que tiene que ver con la producción de las imágenes e informaciones, un asunto que desde hace varios siglos ha preocupado a los intelectuales más letrados de las sociedades occidentales (Sarlo, 2003, p. 8). En el capítulo 5 volvemos sobre este punto.

La demasía de las imágenes

En todo caso, la tesis de Sontag de que el impacto de la imagen ha sucumbido por cuenta de su repetición es muy popular entre artistas, académicos e intelectuales que afirman que la reproducción tecnológica de imágenes se ha vuelto la peor enemiga de la acción o, cuando menos, de una respuesta ética eficaz ante situaciones que así lo merecen. Esto es lo que se puede apreciar, por ejemplo, en Artistas en tiempos de guerra: los fotógrafos, un trabajo en que la artista colombiana Beatriz González se ocupa del testimonio fotográfico de la Guerra de los Mil Días (1899-1902) a través de su aproximación a algunos retratos que “anteceden a las hazañas guerreras”, como aquel, muy poco conocido, en que aparecen tropas del ejército liberal posando ante la cámara en vísperas de la batalla de Palonegro, en mayo de 1900. Para González, “muchas de estas imágenes se han publicado tan asiduamente que han perdido la eficacia, se han desgastado y se las mira con indiferencia” (2000, p. 16). Sin embargo, prosigue, la fotografía “del ejército liberal antes mencionada aún conserva sus valores, gracias a la perfección de la toma, a los valores emanados de las figuras, a la luz que le da una intensa vida a la escena” (2000, p. 17). Y como esa foto, añade, “aún existen en los archivos otros grupos inéditos, cuya imagen no ha perdido valor por el uso reiterado” (2000, p. 17). Aunque aquí valdría preguntar: ¿después de cuántas repeticiones una imagen pierde autenticidad, agota sus valores más nobles? ¿A qué se debe que el retrato del ejército liberal no haya perdido su eficacia: a sus valores estéticos o al hecho de que su escasez siga siendo inmaculada?

Barbie Zelizer, una de las académicas más reconocidas en los estudios de la imagen, la memoria y la atrocidad, aborda estos interrogantes, siguiendo el camino abierto por Sontag. En su célebre libro Remembering to Forget. Holocaust Memory Through the Camera’s Eye, Zelizer plantea que el Holocausto marcó el comienzo de la documentación de un horror previamente inconcebible, labor en que las imágenes se erigieron en testigos de lo que sucedió, no solo porque proporcionaron la prueba reina de la barbarie cometida por los nazis, sino también porque fueron consideradas bajo un significado cultural más amplio, que desbordó su mera función referencial: estas se constituyeron en símbolos universales de la atrocidad, dieron testimonio de la crueldad (Zelizer, 1998, pp. 171-201). Desde entonces, dice Zelizer, “la estética familiar del Holocausto” se ha convertido en un icono sobreutilizado de la atrocidad, en una especie de déjà vu, para dar cuenta de otros acontecimientos contemporáneos de barbarie (Vietnam, Camboya, Ruanda, Somalia, Bosnia, Sierra Leona, Colombia), lo que ha dado lugar a una paradoja, que consiste en recordar el Holocausto, pero al mismo tiempo olvidar las atrocidades del presente, al identificarlas como algo que ya sabemos a qué se parecen, al descontarlas como situaciones que ya hemos visto en alguna parte, en una relación de familiaridad con la crueldad que termina por debilitar nuestra capacidad de responder: “recordamos para olvidar” (1998, pp. 202-239).

El argumento de Zelizer es que el continuo reciclaje de las fotografías del Holocausto, utilizadas para representar el sufrimiento, la aflicción, la humillación, la constante reiteración a dicha estética de la atrocidad, socavó la fuerza referencial de estas imágenes, el impulso original que le dio lugar a la fotografía la oportunidad de ser testimonio de la atrocidad de la guerra, esto es, la conexión entre representación y responsabilidad, entre ver, conocer y hacer. En otras palabras, debilitó el efecto de shock que sintió Susan Sontag cuando era niña. Con los años, estas fotografías perdieron su vínculo con los acontecimientos que representaron por primera vez y, al hacerlo, agrega Zelizer, terminaron por normalizar lo que se suponía debieron haber sofocado: la atrocidad (1998, p. 212). ¿Por qué esta situación? Porque al quebrarse el consentimiento sobre el que se fundó la responsabilidad de ser testigo, es decir, la obligación de tomar parte de los eventos de nuestro tiempo, de ofrecer una respuesta eficaz para que cese la barbarie, en fin, ante esta pérdida del consenso que habilitaba la insistencia en la acción colectiva, implícita en las representaciones tempranas que invitaban a actuar (1998, p. 225), recordar se ha convertido en un evento donde el acto de hacer ver a la gente está suplantando lo que la gente hace: vemos más, pero hacemos menos, algo que nos lleva de nuevo al efecto narcotizante de la información y las imágenes.

Así, al familiarizar al público con el horror, las imágenes han producido un efecto contrario: hicieron visible lo inimaginable, agrandando el reino de lo posible, con lo cual el efecto de shock que tuvieron las primeras imágenes del Holocausto, cuando aún estas eran jóvenes, perdió su impacto y las imágenes se banalizaron.19 Para Zelizer, se trata de una habituación tecnológica al horror, en la que la erosión de los valores de verdad asociados a la fotografía (denotación, referencialidad, precisión, entre otros) ha desempeñado un papel fundamental (1998, p. 212). Y cita a Vicki Goldberg, quien afirma que si en la época en que se captaron las imágenes de la liberación de los campos de concentración nazis “las personas todavía eran plenamente persuadidas por la fotografía”, hoy sucede todo lo contrario. En aquel entonces, “a pesar de que la desconfianza de los escritores era rampante, la confianza en la cámara estaba intacta”. Pero, “a partir de los años sesenta, la televisión, los eventos del mundo y la administración de los Estados Unidos cambiaron este clima de confianza” (Goldberg, citada en Zelizer, 1998, p. 214; traducción propia): las imágenes se volvieron más sofisticadas, más mediatizadas, más frecuentes y su poder creció, con lo que los valores de verdad de la fotografía se tornaron más difusos, y el público comenzó a reconocer la existencia de formas alternativas de no verdad en el fotoperiodismo, facilitadas por el retoque, el montaje y, más tarde, por la edición digital, lo que no solo ha aumentado la incredulidad en la imagen, sino también la dificultad para que esta sirva de catalizadora de un acontecimiento verdadero.

Este reproche a la demasía de las imágenes encuentra un punto de vista diferente en el filósofo francés Jacques Rancière. Según este autor, el argumento contra el exceso de imágenes –“y de imágenes de horror en particular”– que nos sumerge en un torrente visual capaz de volvernos insensibles a la realidad banalizada de esos horrores, confirma la tesis tradicional que reclama que el mal de las imágenes radica en su número, en su proliferación cuantitativa, “dado que su profusión invade inapelablemente la mirada fascinada y el cerebro reblandecido de la multitud de consumidores democráticos de mercancías y de imágenes” (Rancière, 2010, p. 96). Nos referimos a una crítica que suele adoptar dos formas aparentemente contradictorias: “algunas veces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su desfile indiferente” (Rancière, 2008, p. 69). ¿Es esta una visión acertada? Rancière considera que no. Para él, “no es cierto que quienes dominan el mundo nos engañen o nos cieguen mostrándonos imágenes en demasía. Su poder se ejerce antes que nada por el hecho de descartarlas” (2008, p. 71). No es el exceso, sino la regulación lo que caracteriza el sistema de información dominante.20 Por tanto, es un poder que consiste en ordenar la puesta en escena visual y verbal de las imágenes, en reducirlas a “una función estrictamente deíctica”, dirigida a señalar lugares, personas y situaciones, en advertirnos quiénes están habilitados para escoger las imágenes que merecen ser retenidas, y en imponer las voces autorizadas para hablar de ellas. De manera que, incluso hoy, “son pocos los cuerpos violados, mutilados o dolientes”, pues “lo que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes ‘hacen’ la información, los hablantes autorizados: presentadores, editorialistas, políticos, expertos, especialistas de la explicación o del debate” (2008, p. 75).

¿De dónde viene el pensamiento de que la demasía le quita el poder a la fotografía, de que con la repetición se disminuye el impacto de la imagen? En páginas anteriores habíamos ensayado algunas respuestas a este interrogante. En las que siguen, vienen otras. Así, parte de este razonamiento se encuentra asociado al estatuto de autenticidad y originalidad, que ha demarcado la larga discusión entre lo irrepetible, perdurable y singular que es un atributo de la obra original, y lo repetible, fugaz y corriente que caracteriza la reproductibilidad técnica de la copia en las sociedades cada vez más mediatizadas que vivimos, esto es, con una idea ya explorada por Walter Benjamin de que la máquina fotográfica “sustituye la singularidad de la existencia por la pluralidad de la copia”, y hace que el “valor de culto” de la imagen se convierta en “valor de exhibición” (Benjamin, citado en Burke, 2001, p. 22). Esta discusión lleva dentro una preocupación en torno a la pérdida del carácter único de la obra de arte, a la que Benjamin se refería en su ensayo dedicado a “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, publicado inicialmente en 1936:

“Acercar” las cosas, en términos espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada acontecimiento mediante la acogida de su reproducción. Cada día, adquiere una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto desde la mayor cercanía, en la imagen, más bien, en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la ponen a disposición el periódico ilustrado y el semanario, se distingue inconfundiblemente de la imagen original. En esta, el carácter irrepetible y la perduración se entrecruzan tan estrechamente como en aquella la fugacidad y la repetibilidad (Benjamin, 2009, p. 94).

Para Rancière, “en el corazón mismo de la doxa que denuncia el ‘exceso de imágenes’”, persiste “la antigua división que separaba a las elites, abocadas al trabajo del pensamiento, y la multitud, virtualmente hundida en la inmediatez sensible”, la misma que ha dado forma a la vieja oposición “entre los pocos y el gran número”, entre “el cielo de las ideas” y la excitación producida por la “demasía de las imágenes” (Rancière, 2008, pp. 72-73). Una división responsable, además, de expandir el angustiado rumor de la existencia de abundantes imágenes amontonadas y desmedidos estímulos desencadenados en los frágiles cerebros de las mentes menos preparadas para ordenar y apreciar correctamente su multiplicidad ilusoria: las masas, los pobres, el pueblo (2008, p. 73), y cuyo

[…] lamento por el exceso de mercancías y de imágenes consumibles fue parte, de entrada, de la descripción de la sociedad democrática como sociedad en la que hay demasiados individuos capaces de apropiarse de palabras, imágenes y formas de experiencia vivida (Rancière, 2010, pp. 49-50).

Hablamos de un debate asociado a la corrupción de la sensibilidad del hombre moderno y a la crisis de la atención (como pérdida de la cavilación) en las sociedades de masas, cuyos alcances negativos han sido denunciados tanto por las elites intelectuales de la primera modernidad, al estilo de Graham J. Barker-Benfield, William Wordsworth o James Turner (Halttunen, 1995), como por los críticos sociales que les sucedieron cien años después (Georg Simmel, Henry Bergson, Siegfried Kracauer, Theodor Adorno, entre otros); y, de igual forma, por una corriente de pensadores más contemporáneos, que han relacionado los problemas de la insensibilidad y la desatención con el auge de los modernos “dispositivos” ideológicos de la visión –el televisor, al cámara de video y el computador–, los cuales han contribuido a la configuración de sociedades de la vigilancia (Foucault), el espectáculo (Debord), o del simulacro (Baudrillard), al producir cuerpos dóciles, controlables y útiles a los mecanismos de poder difuso del statu quo (Crary, 2008, pp. 22-83).

Una crisis de la atención que, como lo recuerda Jonathan Crary, se puede apreciar en el pensamiento predominante de no pocos comentaristas de finales del siglo XIX y principios del XX, para quienes “la distracción era producto de una ‘decadencia’ o ‘atrofia’ de la percepción, parte de un deterioro generalizado de la experiencia” (Crary, 2008, p. 55), una respuesta “regresiva” a la sobrecarga de estímulos sensoriales,21 que “contrastaban con ‘el ritmo más lento, habitual y de flujo más suave de la fase sensoria-mental’ de la vida social premoderna” (2008, p. 55), ajena a los avatares de la estimulación nerviosa proporcionada por las máquinas, las mercancías y el consumo al servicio de la llamada “sociedad de masas”. O también en las ideas de críticos más recientes, como Guy Debord, para quien los asuntos del control de la atención y la normalización de las imágenes hay que buscarlos en la “restructuración de la sociedad sin comunidad” propia del capitalismo, esto es, en el advenimiento de una “sociedad del espectáculo”, orientada al exceso, al despilfarro y a la administración unilateral de existencia producida por la comunicación instantánea (Debord, 1999, pp. 37-60), y donde el “espectáculo” alude a un modo de relación social entre personas mediatizado por las imágenes (1999, p. 43), a un instrumento de unificación social, pero a la vez de separación del tejido colectivo, gobernando por el prefijo del engaño, lo fraudulento, la apariencia: es el seudogoce, la seudonaturaleza, la seudo-cultura, la seudorrealidad, esa vida invertida ante la cual la voz del crítico se alza soberana al denunciar la imagen falsa y enseñarle al consumidor pasivo que las cosas no son lo que parecen (Rancière, 2010, pp. 87-90).

Se trata de debates que, por caminos diferentes, nos devuelven al terreno inicial del pensamiento crítico: “el de la interpretación de la modernidad como la ruptura individualista del lazo social y de la democracia como individualismo de masas” (Rancière, 2010, p. 45), responsables, una y otra, de la destrucción del “tejido de las instituciones colectivas que congregaban, educaban y protegían a los individuos: la religión, la monarquía, los lazos feudales de dependencia, las corporaciones, etc.” (2010, p. 44). Al problematizar la génesis del pensamiento crítico moderno, Rancière afirma que, desde el siglo XIX,

[…] la crítica marxista de los derechos del hombre, de la revolución burguesa y de la relación social alienada se había desarrollado, efectivamente, a partir de esa tierra abonada por la interpretación posrevolucionaria y contrarrevolucionaria de la revolución democrática como evolución individualista burguesa que habría desgarrado el tejido de la comunidad (2010, p. 45).

Según este autor, para comprender el énfasis que el pensamiento crítico pone en la pérdida de la comunidad, hay que volver al sentido original de la palabra “emancipación”, que él la define como “la salida de un estado de minoridad”. Continúa Rancière:

Ahora bien, ese estado de minoridad del que los militantes de la emancipación social han querido salir es, en su principio, lo mismo que ese “tejido armonioso de la comunidad” con el que soñaban, hace dos siglos, los pensadores de la contrarrevolución y con el que hoy se enternecen los pensadores posmarxistas del lazo social perdido. La comunidad armoniosamente tejida que conforma el objeto de esas nostalgias es aquella en la que cada uno está en su sitio, en su clase, ocupado en la función que le corresponde y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función: la comunidad platónica en la que los artesanos deben permanecer en su sitio. Porque el trabajo no espera –no deja tiempo para parlotear en el ágora, deliberar en la asamblea y contemplar sombras en el teatro–, pero también porque la divinidad les ha dado el alma de hierro –el equipamiento sensible e intelectual– que los adapta y los fija en esa ocupación (2010, pp. 45-46).

¿Qué lectura hizo el pensamiento crítico de la emancipación? Que “la emancipación no podía aparecer sino como la apropiación global de un bien perdido por la comunidad” (2010, pp. 46-47), con lo cual la dominación quedó ligada a la separación, mientras que la liberación terminó asociada a la reconquista de una unidad perdida: aquella en la que cada quien está en su sitio, dotado de las capacidades de sentir, decir y hacer adecuadas para esas actividades, pero sin aspirar a ocupar otro espacio, otro tiempo, otra sensibilidad (2010, p. 46). De ahí la necesidad, por ejemplo, en Debord, de un programa teórico que ofreciera las llaves para descifrar las imágenes engañosas y desenmascarar las formas ilusorias que someten a los individuos a la trampa de la ilusión, el sometimiento, la obscenidad y la miseria. La emancipación, así experimentada, señala Rancière, solo podrá sobrevivir como el final de un proceso global que debe dar cuenta de cómo hemos separado a la sociedad de su verdad. Esta debía aplicarse “a la lectura crítica de las imágenes y al develamiento de los mensajes engañosos que ellas disimulaban” (2010, p. 47).

Todo lo cual ayuda a explicar por qué, para algunos analistas de la imagen, la repetición propiciada por la tecnología es vista como un menoscabo de la singularidad, la novedad y la originalidad de la “fuente” primigenia, que se asume como aurática y libre de la contaminación favorecida por la reproducción tecnológica. Una reproducción que también aparece asociada al extravío de la sorpresa, en palabras de Roland Barthes; esto es, al detrimento de lo “raro”, la “proeza”, el “hallazgo”, en fin, a la pérdida de lo “notable” que, según él, ha hecho que la fotografía se asuma ella misma como algo destacable, al decretar como “notable lo que ella misma fotografía”, de modo que “‘cualquier cosa’ se convierte entonces en el colmo sofisticado del valor” (Barthes, 2009, pp. 51-52). Debates estos que, además, remiten, como ya lo señalábamos antes, a cierta fascinación hacia los temas judíos de la prohibición bíblica de la imagen, algo sobre lo que Martin Jay ha llamado la atención, al referirse a la sospecha ascética suscitada por la “lujuria de los ojos”, por la hipertrofia de lo visual, que está presente en la tradición antiocular del pensamiento occidental contemporáneo, especialmente del pensamiento francés, con su desconfianza en la visión como herramienta de conocimiento del mundo (Jay, 2007, pp. 324, 411).

W. J. Thomas Mitchell encuentra en esto lo que él llama una “falacia del poder”, según la cual las imágenes son expresiones de relaciones verticales de poder en las que el espectador cree que domina los objetos visuales, cuando en realidad son los productores de la comunicación mediatizada quienes dominan, tanto a las imágenes como a los espectadores. (Mitchell, 2003, p. 29). Una falacia que, al decir de este autor, asume a los medios visuales como cómplices de los regímenes del espectáculo y la vigilancia, la propaganda y de “todas aquellas estrategias desarrolladas para controlar poblaciones y erosionar las instituciones democráticas” (2003, p. 29), gracias a su naturaleza misma: porque no son lenguaje, estética ni arte. Como el propio Mitchell sostiene,

[…] aunque no hay duda de que la cultura visual (igual que la cultura material, oral o literaria) puede ser un instrumento de dominación, no pienso que resulte productivo singularizar los campos como el de la visualidad, las imágenes, el espectáculo o la vigilancia como los vehículos exclusivos de la tiranía política (2003, p. 33).

Pues con esto lo que emerge es una “desafortunada tendencia a caer en una suerte de crítica iconoclasta que imagina que la destrucción o desenmascaramiento de las falsas imágenes significará una victoria política” (2003, p. 34), o cuando menos un triunfo dedicado a “sustentar nociones de ‘pureza’ estética o crítica ideológica” (Mitchell, 2009, p. 10).

Sontag vs. Sontag

Volviendo a Sontag, en Ante el dolor de los demás ella se encargará de refutar su idea inicial acerca del efecto analgésico de la imagen fotográfica, cuando advierte que se trataba de un argumento conservador que pretendía defender la realidad y las pautas de juicio de la autenticidad ante la amenaza de la “sociedad del espectáculo” (Sontag, 2003, p. 126). Para esto, Sontag viaja hasta la primera modernidad, con el fin de volver sobre el temor expresado por algunos intelectuales de la época ante el hecho de que ser espectador de imágenes e informaciones reproducidas de manera técnica podría neutralizar el despliegue de una “fuerza moral” en el individuo y, por esa vía, corromper la sensibilidad, un aspecto que ya tuvimos la oportunidad de tratar en las páginas anteriores. Sontag cita al propio William Wordsworth, quien en el prefacio al libro Baladas líricas, escrito en 1798 en compañía de Samuel Taylor Coleridge, denuncia la corrupción de la sensibilidad, producida por “los grandes acontecimientos nacionales que tienen lugar a diario y la creciente acumulación de los hombres en las ciudades”, fenómenos responsables de producir un proceso de sobreexitación en el individuo, que incide en “el embotamiento de las capacidades mentales de discernimiento” y “las reduce a un estado de torpor salvaje” (Wordsworth, citado en Sontag, 2003, pp. 123-124). Al traer esta cita del pasado, Sontag tiene el mérito no solo de “ilustrar la amnesia de quienes descubren en el presente una pura originalidad” (Sarlo, 2003, p. 8), sino también hacer evidente que “el argumento según el cual la vida moderna consiste en una dieta de horrores que nos corrompe y a la que nos habituamos gradualmente es una idea fundadora de la crítica de la modernidad” (Sontag, 2003, p. 123).

Un cuarto de siglo más tarde de su primer libro sobre la fotografía, Sontag entabla entonces una discusión con dos de sus planteamientos tempranos acerca del efecto de la fotografía: la idea de que “la atención pública está guiada por las atenciones de los medios: lo que denota, de modo concluyente, imágenes” (Sontag, 2003, p. 121); y la sospecha de que el poder de la imagen radica en volver insensible al espectador. Detengámonos en la segunda. Si, en el ensayo que da apertura a Sobre la fotografía, Sontag afirmaba que la exhibición repetida del dolor anestesiaba la percepción, en Ante el dolor de los demás se encargará de sembrar la duda. ¿Es cierto esto? “Lo creía cuando lo escribí, ya no estoy tan segura”. Y agrega: “¿cuál es la prueba de que el impacto de las fotografías se atenúa, de que nuestra cultura de espectador neutraliza la fuerza moral de la fotografía de atrocidades?” (2003, p. 122). En la respuesta a los motivos que la llevaron a modificar su posición inicial frente a la imagen se encuentra parte de esta reconsideración: “¿Que le hizo cambiar de opinión?”, le preguntan en una entrevista en abril de 2003:

La realidad –responde–. La imagen de Cristo, por ejemplo, ¿cuántos años llevan sus fieles contemplando ese hombre ensangrentado, agonizante, desnudo, a tamaño natural? Si fuera cierto que nos acostumbramos al sufrimiento, hace mucho que los católicos habrían dejado de conmoverse. No lo han hecho. A veces tenemos que someter lo que pensamos a este tipo de verificaciones decisivas. Si te sientes comprometido con determinadas imágenes, las hayas visto una o cien veces seguirás sufriendo (en Espada, 2004).

De ahí que, para Sontag,

[…] el punto de vista propuesto en Sobre la fotografía –según el cual nuestra capacidad de responder a nuestras experiencias con renovadas emociones y pertinencia ética está siendo socavada por la incesante difusión de imágenes vulgares y espantosas– puede catalogarse como la crítica conservadora de la difusión de tales imágenes (2003, p. 126).

En una clara alusión a Guy Debord y Jean Baudrillard, pensadores con los cuales inicialmente coincidió, Sontag señala que “la afirmación de que la guerra, como todo lo demás que parece real, es médiatique, resulta común”. En el desarrollo de esta crítica, dice,

[…] no hay nada que defender: las enormes fauces de la modernidad han masticado la realidad y escupido todo el revoltijo en forma de imágenes […] La realidad ha abdicado. Solo hay representaciones: los medios de comunicación (2003, pp. 126-127).

Por tanto, para ella, la constatación “de que la realidad se está convirtiendo en un espectáculo es de un provincialismo espantoso”, porque “convierte en universales los hábitos visuales de una reducida población instruida que vive en una de las regiones opulentas del mundo, donde las noticias han sido convertidas en entretenimiento”; y porque, además, “supone que cada cual es un espectador” e “insinúa, de modo perverso, a la ligera, que en el mundo no hay sufrimiento real” (2003, p. 128).

De ahí su autocrítica al llamado que hace al final del libro Sobre la fotografía a instaurar una “ecología no solo de las cosas reales sino también de las imágenes” (Sontag, 1996, p. 175), que tenga por objetivo limitar el despilfarro consumista de estas últimas y regular su producción, en el contexto de un mundo cada vez más saturado de imágenes. En Ante el dolor de los demás, Sontag vuelve sobre este diagnóstico, y sobre lo que ella y otros intelectuales reclamaban décadas atrás. ¿Cuál era ese reclamo? “¿Que las imágenes de la carnicería se limiten a, digamos, una vez por semana? En sentido más general, ¿que porfiemos en lo que pedí en Sobre la fotografía: ‘Una ecología de las imágenes’?”. Frente a lo cual responde: “No habrá ecología de las imágenes. Ningún Comité de Guardianes racionará el horror en aras de mantener plena nuestra capacidad de conmoción. Y los horrores mismos no se acentuarán” (Sontag, 2003, pp. 125-126).

Sontag desautoriza por esta vía sus afirmaciones iniciales respecto al efecto analgésico de la fotografía:

[…] la gente no se curte ante lo que se le muestra –si acaso esta es la manera adecuada de describir lo que ocurre– por la cantidad de imágenes que se le vuelcan encima. La pasividad es lo que embota los sentimientos. Los estados que se califican como apatía, anestesia moral o emocional, están plenos de sentimientos (2003, p. 118).

De este modo, los factores de la habituación y la repetición con que los críticos han examinado el tránsito del poder de la imagen a puro simulacro, o simple normalización, encuentran en la autocrítica de Sontag un punto de vista interesante para volver a preguntar: ¿de dónde viene, entonces, el acostumbramiento, si no es por la cantidad de imágenes repetidas de lo intolerable? Aquí la respuesta de Sontag retoma su primer litigio con la imagen, visto en páginas anteriores, cuando se refiere a la ausencia, o existencia, de un espacio propicio de conciencia política para interpretar la imagen. Para ella, la apatía, el entumecimiento y la anestesia hablan “menos de la imagen y de su proliferación, que de la imposibilidad de participar significativamente en una esfera política para cambiar aquello que las imágenes representan” (Sarlo, 2003, p. 8). Porque cuando una guerra parece inevitable, “la gente responde menos a los horrores” (Sontag, 2003, p. 117).

O responde de formas que llaman al silencio y promueven el ocultamiento.22 Por ejemplo, cuando esa misma “gente” acude a la acusación de que es indecente contemplar la atrocidad; a la idea de que se debe denunciar el mal gusto con que la violencia se representa; al prejuicio que pretende prohibir las imágenes que muestran el horror, por juzgarlas lesivas contra el esfuerzo bélico de la nación, o al temor a que estas susciten algún tipo de respuesta negativa en la opinión. Que es a lo que se refiere Douglas Kellner cuando se pregunta, a propósito de la Guerra del Golfo Pérsico de 1991: “¿cómo pudo la esfera pública estadounidense aprobar el empleo de una fuerza que mató aproximadamente 243.000 iraquíes?” (Kellner, citado en Stevenson, 1998, p. 289). Siguiendo los trabajos de Kellner, el investigador inglés Nick Stevenson plantea que los consensos que se construyeron entre la elite político-militar y los medios de comunicación, por una parte, y la estrecha vigilancia sobre el diálogo público en Estados Unidos, por otra, fueron acciones efectivas que aseguraron el apoyo público a la guerra.23 Los controles y los consentimientos en torno a un “cierre informativo” que no mostrara voces disidentes, minimizara el sufrimiento y los horrores de la guerra, no presentara imágenes de destrozos ambientales ni de “bajas” en las tropas enemigas, fueron propósitos que impidieron eficazmente la ausencia de formas públicas de reflexión y variantes mayores de crítica democrática.

Propósitos estos a los que se unió la invocación constante de amplios sectores de públicos estadounidenses para que los medios de comunicación ejercieran un “periodismo patriótico” que contribuyera a proteger de los horrores de la guerra a la población más vulnerable: los niños. ¿Qué sentido tenía alertar sobre los efectos nocivos que las imágenes de crueldad y dolor podían producir en las audiencias infantiles, como una –otra– importante razón para construir los consensos necesarios que aseguraran el “cierre informativo” de la guerra? Para Stevenson, esto servía a dos objetivos: el primero, el expresado por “el establishment político, que deseaba presentar la guerra del Golfo como limpia y justa” (Stevenson, 1998, p. 294), sin mostrar los horrores producidos por las tecnologías de precisión que disparaban a distancia, sin ver al enemigo y sin ser vistos por el enemigo; el segundo, el manifestado por los públicos adultos, que preferían ser protegidos del sufrimiento “visible” de los iraquíes, y no deseaban que se les recordara que su apoyo a la guerra tenía consecuencias destructivas para los “otros” no presenciales que habitaban esas lejanías del mundo en términos de tiempo, espacio y cultura. Según Stevenson,

[…] el mantenimiento de una “distancia” entre los espectadores que estaban en su casa y la mala situación de los iraquíes sirve para esconder ideológicamente los sentimientos subjetivos de obligación. Tal como no somos propensos a sentir obligación por los ruandeses si solo se los presenta como cuerpos moribundos, los procesos de identificación se modifican permanentemente si el “otro” es el objeto de deformaciones racistas y se oculta a la vista su sufrimiento. Si se sigue por esa senda, el deseo de la audiencia de proteger a los niños es en realidad un deseo de protegerse de los sentimientos de duda, ambivalencia y complejidad moral (1998, p. 295).

Ante esas “víctimas anónimas” aparece, entonces, un giro de frustración o de impotencia, cuando no un reclamo aireado que denuncia la indecencia con que se difunden las imágenes de su dolor y sufrimiento: ¿no deberían ser las imágenes más prudentes de modo que no exploten nuestras bajezas, el lado mórbido de la naturaleza humana? Por esa vía, volviendo a Sontag, terminamos mostrando una compasión inocua. Indignarnos por los padecimientos que sufren esas “víctimas distantes”, frente a las cuales no tenemos ninguna complejidad moral, más allá que denunciar la saturación y el mal gusto de las imágenes con las que se muestra su dolor, acaba en una exotización del horror y de los lugares donde este ocurre, lo que refuerza esa creencia de que hay un mundo seguro, hecho para “actuar”, y otro inseguro, nacido para “sufrir” (Sontag, 2003, p. 85); o, peor aún, en una idea según la cual la víctima es alguien para ser visto (en un noticiero, un museo, una galería), y no alguien que ve (2003, pp. 121-146). Con lo que el reclamo no es a que cese la atrocidad, sino a que se haga efectiva una “ecología de la imagen” del horror y el sufrimiento: más estética, domesticada y prudente.

Así, frente al pesimismo de los que ven en la imagen una incapacidad para transformar conciencias, a la vez que una fuerza para anularlas, ante el optimismo de los que constatan en la imagen un poder más que suficiente para alentar la acción política de los espectadores, y frente al paroxismo de los que denuncian el mal gusto de las imágenes de atrocidad, Sontag plantea que “no son las imágenes las responsables de que no suceda aquello que debe producir la política, la conciencia moral y la compasión” (Sarlo, 2003, p. 7). Por tanto, dice, “el hecho de que no seamos transformados por completo, de que podamos apartarnos, volver la página, cambiar de canal, no impugna el valor ético de un asalto de imágenes” (Sontag, 2003, p. 136). Las imágenes atroces tienen, entonces, una función: son “una invitación a prestar atención, a reflexionar, a aprender, a examinar las racionalizaciones que sobre el sufrimiento de las masas nos ofrecen los poderes establecidos”. Son un aguijón que invitan a preguntar: “¿Quién causó lo que muestra la foto? ¿Quién es el responsable? ¿Se puede excusar? ¿Fue inevitable? ¿Hay un estado de cosas que hemos aceptado hasta ahora y que debemos poner en entredicho?” (2003, p. 136). Pero un aguijón en el que siempre está presente el dilema respecto a “qué mostrar, cómo, cuándo, dónde y, muy especialmente, cuánto” (Arfuch, 2006, p. 82).

Ahora bien, aun cuando Sontag hubiese endurecido su posición en contra de la idea de que solo el espectáculo es lo real, y haya revisado algunos aspectos claves de su negativismo original sobre las respuestas populares ante la imagen, también es cierto que mantuvo la convicción que la acompañó desde siempre: una imagen, por sí misma, no es capaz de transmitir un mensaje que articule el saber de los hechos, ni puede determinar el curso de las acciones por venir, pues en la tarea de comprender, decía ella, “las imágenes dolorosas y conmovedoras solo ofrecen el primer estímulo” (Sontag, 2003, p. 119). Y con esto, Sontag nos introduce en el tercer litigio que sostuvo con la imagen fotográfica: su ausencia de narración, porque si bien no es la cantidad de imágenes, sino la pasividad lo que nubla los sentidos, es la narrativa, dice ella, la que nos prepara para hacerles frente a los impactos de la imagen. Una controversia en la que Sontag no solo persistió, sino con la que acrecentó su malestar con la promesa proveniente del realismo de la fotografía de que ver es comprender.

La barbarie que no vimos

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