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3. (Ausencia de) Narración. Salvar las imágenes con palabras

En el fondo –o en el límite– para ver bien una foto vale más levantar la cabeza o cerrar los ojos

Roland Barthes, La cámara lúcida

Susan Sontag sospechaba del pecado original con que había nacido la fotografía: su carácter antiexplicativo, su defecto de no tener continuidad narrativa, de no ser escritura, de estar fatalmente asociada a la apariencia, al significado inestable de lo momentáneo, a una impronta de realidad fragmentada y disociada que aparece “fugazmente ante nuestras vidas” (Butler, 2010, pp. 95-144). Es la imagen como un punto de partida previo a la cognición. De ahí la debilidad y la trampa de la fotografía: la primera, vinculada con la transmisión de afectos y la producción de sentimientos; la segunda, relacionada con la ilusión de que sabemos algo del mundo porque lo aceptamos tal cual como la cámara lo registra.

En Sobre la fotografía, Sontag asociaba esta carencia narrativa a un modo de producción de conocimiento que “nos persuade de que el mundo está más disponible de lo que está en realidad” (Sontag, 1996, p. 33), que “niega la interrelación, la continuidad, pero confiere a cada momento el carácter de un misterio” y a cada situación “un objeto de potencial fascinación” (1996, p. 32). Un modo de conocimiento que “si bien puede acicatear la conciencia” (1996, p. 32), no le puede ofrecer una comprensión ética o política, porque para esto se requiere de la dimensión temporal –la interpretación– en que se inscribe la narración, no de la espacial –la selección– en que se ubica la fotografía, por lo que, para ella, “el conocimiento obtenido mediante fotografías fijas siempre consistirá en una suerte de sentimentalismo, ya sea cínico o humanista”. Porque mientras la fotografía se cimienta en la apariencia de algo, “la comprensión se basa en su funcionamiento. Y el funcionamiento es temporal, y debe ser explicado temporalmente”. De ahí su sentencia: “solo aquello que narra puede permitirnos comprender” (1996, p. 33).

Este capítulo empieza y termina con un par de reflexiones: la primera se apuntala en la idea de que si, como dice Sontag, solo lo que narra permite comprender, entonces el camino más lógico sería salvar la inestabilidad y la fugacidad de las imágenes mediante la perdurabilidad de las palabras, a través de la urgencia de la interpretación. ¿Qué puede significar esto? La segunda comienza por reconocer que si bien la fotografía puede ser considerada como una ausencia de narración, ¿qué podría tener en común con la narración? En la mitad de estas reflexiones aparece una tensión que surge de problematizar si la cuestión del horror está en la crudeza de las imágenes, o en el vacío de su comprensión, y si para interpretar una fotografía de atrocidad es preciso tener en cuenta el marco que proporciona la imagen, o más bien hay que salirse de él. Una tensión en la que diversos autores entran a dialogar y controvertir con Sontag.

“Aproximaciones” en espera de interpretación

La distinción entre la narración que es temporal y la fotografía que se ubica en el plano de lo espacial es una de las claves para asumir el déficit explicativo de la imagen fija. En Ante el dolor de los demás (2003), Sontag revive su crítica a la carencia narrativa de la imagen fotográfica. En sus páginas, vuelve a poner en duda la idea según la cual el poder de la fotografía está en su capacidad de fomentar el repudio contra la atrocidad o la insensatez, puesto que no es lo mismo estar afectados, obsesionados, por una imagen, que ser capaces de pensar en el acontecimiento que la produjo. Como tampoco es igual la cantidad de emoción que transmite la imagen a la calidad del entendimiento que esta puede concitar y a los sentimientos que puede generar: indignación, angustia, entumecimiento, impotencia. A esto se refiere cuando afirma:

Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender. Las fotografías hacen algo más: nos obsesionan. Considérese una de las inolvidables imágenes de la guerra de Bosnia, una fotografía de la cual escribió el corresponsal extranjero del New York Times, John Kifner: “La imagen es escueta, una de las más perdurables de la guerra de los Balcanes: un miliciano serbio a punto de dar un puntapié a la cabeza de una musulmana moribunda. Eso dice todo lo que hace falta saber”. Pero desde luego que no nos dice todo lo que hace falta saber (Sontag, 2003, p. 104).

Sontag reta la afirmación de Kifner porque, para ella, esa imagen por sí sola no dice todo lo que hace falta saber. La operación es diferente: para ver se requiere saber. Y para saber se necesita algo más que conmoción, en la medida en que ver no es comprender. Hace falta comprensión: algo que las imágenes no brindan por sí mismas. Y comprender, sostiene Sontag, implica un análisis del contexto, del desarrollo y de las consecuencias de una serie de eventos que se despliegan en el tiempo bajo estructuras narrativas relacionadas con un principio, un nudo, un desenlace (2003, pp. 140-142). En el comentario a esta misma fotografía, tomada por el fotorreportero Ron Haviv, Sontag continúa:

Sabemos que la fotografía se hizo en el pueblo de Bijeljina en abril de 1992 […] Vemos de espaldas la figura de un miliciano serbio uniformado, una figura juvenil con gafas oscuras que descansan sobre su cabeza, un cigarrillo entre el dedo índice y el medio de su mano izquierda levantada, el fusil suspendido en su diestra, la pierna derecha en el aire a punto de dar un puntapié a una mujer tendida boca abajo sobre la acera entre otros dos cuerpos. En la fotografía nada nos dice que sea musulmana, aunque es probable que hubiera sido caracterizada de cualquier otro modo, pues ¿por qué ella y los otros dos iban a estar allí tendidos como muertos (¿por qué “moribunda”?), bajo la mirada de unos soldados serbios? De hecho, la fotografía dice muy poco: salvo que la guerra es un infierno y que garbosos soldados jóvenes armados son capaces de dar puntapiés en la cabeza a viejas gordas que yacen indefensas o ya muertas (2003, pp. 104-105).

En esto Sontag no está sola. Sus planteamientos coinciden con un comentario formulado hace ya cuatro décadas por el crítico de arte, pintor y escritor John Berger, a propósito de una fotografía tomada por el reconocido fotoperiodista inglés Donald McCullin, en la que aparece un hombre con un niño agonizante en sus brazos en la localidad de Huê, en plena guerra de Vietnam en 1968. Imágenes como las de McCullin, dice Berger, nos toman por sorpresa, “nos atrapan”, cuando las miramos, “nos sumergimos en el momento del sufrimiento del otro”; son fotos cuyo “objetivo es despertar la preocupación del espectador”, es mostrar “momentos de agonía a fin de provocar un máximo de inquietud”, por lo que se inscriben en una “nueva tendencia” de la prensa estadounidense –la tendencia de esa época– que consiste en “recordarnos la aterradora realidad, la realidad vivida tras las abstracciones de la teoría política, las estadísticas de muertes y los boletines de noticias”. Y, sin embargo, Berger se pregunta: “¿qué es lo que vemos a través de ellas?” (2005, pp. 55-56).

Para él, lo que vemos en estas fotografías de la agonía súbita, como las que captan los fotoperiodistas de guerra –“un terror, una herida, una muerte, un llanto de dolor”– apunta a una contradicción: a cristalizar “momentos totalmente discontinuos en relación con el tiempo normal” (Berger, 2005, p. 56), ya que, por una parte, nos sumergen en el pesimismo o indignación que captura la imagen; pero, por otra, cuando hemos visto suficiente, nos dirigimos de vuelta a nuestra vida cotidiana, a retomar nuestras labores diarias, en un movimiento de separación con la situación que ha tenido lugar. Según Berger, al aislar un momento de agonía, al congelar una escena de dolor, lo que la cámara crea es una discontinuidad radical que lleva a la inadecuación moral, porque al romperse el circuito de continuidad con el hecho de atrocidad, la respuesta del espectador termina siendo inadecuada.24 De este modo, las imágenes de atrocidad terminan por dispersar el sentido de conmoción del espectador, ya que

en cuanto sucede esto incluso su terror se desvanece […] Y o bien se encoge de hombros quitándole importancia a un sentimiento que ya le resulta familiar, o bien piensa en cumplir una suerte de penitencia; el ejemplo más puro de este tipo de autocastigo sería hacer una contribución a ciertas organizaciones como UNICEF (Berger, 2005, p. 57).

Con una consecuencia mayor, dice Berger: “el problema de la guerra que ha causado ese momento resulta eficazmente despolitizado”. La imagen “no acusa a nadie y nos acusa a todos” (2005, p. 58).

Michael Ignatieff lo dice con otras palabras. En su libro El honor del guerrero (1999), este escritor y académico canadiense cuestiona el hecho de que la moral del periodismo, en particular de la televisión informativa, esté dedicada a constatar que el horror del mundo está en los cadáveres, en las consecuencias que produce la violencia, en aquello que es más fácil visualizar, pero a costa de dejar de lado las intenciones que habitan en las mentes de los asesinos. Como Berger, Ignatieff también menciona al reconocido Donald McCullin, esta vez para referirse a la moral del corresponsal de guerra, retratada en la actitud del citado fotorreportero, que fastidiado “de oír las reiterativas justificaciones de la crueldad humana de labios de la derecha y la izquierda”, al final “aprende a escuchar solo a las víctimas”, pues como el propio McCullin afirma: “He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he llegado a una cierta integridad”25 (citado en Ignatieff, 1999, p. 27).

El problema con la buena conciencia de prestar atención a las víctimas, de buscar a la víctima inocente, de mostrar la atrocidad solo en los cuerpos muertos, es que “los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen superfluo cualquier intento de comprensión” (Ignatieff, 1999, p. 28), porque al regodearse en el lugar común de que la guerra es el infierno o lo absurdo, esto deja por fuera a las narrativas que explican sus causas, que nombran a los responsables, que señalan a los beneficiarios, los cuales quedan absorbidos bajo el cúmulo de escenas horrorosas. Y cuando esto ocurre, dice Ignatieff, aparece la tentación de refugiarnos en el asco, que se ofrece como sustituto del pensamiento, de buscar consuelo en una misantropía superficial: “¡Están todos locos!”, actitud que socava las bases del compromiso moral con el otro que sufre, debido a la ausencia de una narrativa esclarecedora que ayude a comprender. ¿Por qué esto? Porque, según este autor, en su condición de mediador moral entre los hechos violentos y la audiencia, el conjunto de imágenes, sobre todo televisivas,

[…] son más eficaces presentando consecuencias que analizando intenciones, más adecuadas para señalar cadáveres que para explicar por qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáticos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligrosos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha enloquecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar (1999, p. 29).

Por tanto, para Ignatieff, “la vuelta del desencanto [lo que Sontag llama la ausencia de una conciencia política relevante] coincide con la desaparición de aquellas narraciones morales en las que se fundamentaba el compromiso”, esos “relatos con los que dotamos de significado a los lugares distantes y explicamos por qué nos interesan sus crisis” (1999, p. 95). De modo que “la sola pintura de las atrocidades o del sufrimiento no hace surgir el compromiso o la compasión necesariamente y en todo lugar”, pues para esto se requiere prestar atención al tipo de narrativa que nos proporcionan los intermediarios especializados en la palabra pública –“escritores, periodistas, políticos, testigos”–, cuyos relatos, explicaciones y testimonios pueden acercarnos al horror, pero alejarnos del entendimiento. Para este autor, cuando solo vemos el “caos” más allá de nuestras fronteras físicas y morales, la tentación de acudir a la repugnancia se hace irresistible. Y cuando esto ocurre, la ausencia de narración se traduce en una erosión del compromiso, y abre paso a la impotencia. He ahí nuestro dilema, en palabras de Ignatieff: “ayudamos a la gente como nosotros mismos porque comprendemos con facilidad sus historias y sus crisis, pero no tanto a las víctimas de situaciones que no sabemos interpretar” (1999, p. 96).

¿Pueden las palabras salvar el déficit narrativo de una imagen, la falta de interpretación de la fotografía? Para Sontag, aquí radica la esperanza de quienes ella denomina “moralistas” o “escritores con inquietudes sociales”: aquellos que piensan que la incapacidad de la imagen de hablar por sí misma la puede suplir el pie de foto o la leyenda que suele acompañarla, bien sea a través de un texto breve, que es al que acude el fotoperiodismo, o de un pie extenso, característico del llamado “ensayo fotográfico”. Uno y otro realizan lo que ninguna fotografía “puede hacer jamás: hablar” (Sontag, 1996, p. 111). En Sobre la fotografía, Sontag plantea esta problemática, invitando a Walter Benjamin a formar parte de la discusión, porque es él uno de los pensadores más esperanzados en el poder de las palabras para salvar las imágenes, al proporcionarles, no solo el contexto necesario, sino la posibilidad de otros usos distintos a los del consumo. En el tiempo en que el arte abstracto y el fotoperiodismo de las revistas ilustradas europeas acostumbraban escoltar las fotografías con apenas poco texto, Benjamin pensaba que una leyenda debajo de una imagen podría “rescatarla de la rapiña del amaneramiento y conferirle un valor de uso revolucionario” (Benjamin, citado en Sontag, 1996, p. 110). Por eso, invitaba a los escritores a convertirse en fotógrafos, y a estos a ponerle leyenda a sus instantáneas, con el fin de derrumbar las barreras de competencia entre escritura e imagen y, sobre todo, de ocupar los espacios basados en divisiones previamente definidas entre fotógrafos y escritores, escritores y lectores, técnica y contenido.26

En su célebre ensayo “Pequeña historia de la fotografía”, publicado por primera vez en 1931, Benjamin insistía en la necesaria presencia de la escritura para que la imagen no se quedara en “aproximaciones”:

La cámara se empequeñece cada vez más, cada vez está dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende en quienes las contempla el mecanismo de asociación. En este momento debe intervenir la leyenda, que incorpora a la fotografía la literaturización de todas las relaciones de vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones. No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo –descendiente del augur y del arúspice– descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable? “No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía”, se ha dicho, “será el analfabeto del futuro”. Pero, ¿es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes? ¿No se convertirá la leyenda en uno de los componentes esenciales de las fotos? Son estas cuestiones en las que la distancia de noventa años que nos separan de la daguerrotipia se descarga de sus tensiones históricas (Benjamin, 1989, p. 82).

Con el tiempo, el vaticinio de Benjamin se hizo realidad. Hace décadas que el pie de foto o las leyendas son elementos esenciales del fotoperiodismo e, incluso, de la fotografía documental cuando esta se convierte en arte. Con una aclaración: históricamente, las imágenes han sido consideradas las pelusas del texto informativo o del reportaje de no ficción, materiales evaluados apenas como secundarios que aparecen de manera adjunta al texto escrito (Zelizer, 2010), “aproximaciones” que son etiquetadas bajo la rúbrica de “ilustraciones” que, por lo mismo, deben se completadas mediante la estabilidad de las palabras. No en vano, la supremacía de las palabras sobre las imágenes es una práctica incrustada en la historia del periodismo moderno y en los códigos de conducta con los que este ha buscado su inserción en el debate público racional a través de la producción diaria de la realidad, ya sea en forma de opinión, noticia o reportaje.

Sin embargo, no siempre la escritura hace más legible la imagen. Al contrario, la puede volver más borrosa de lo que es. En esto Sontag se distancia de Benjamin e introduce un contrapunto a su propia reflexión. Si, como ella sostiene, “solo aquello que narra puede permitirnos comprender”, ¿por qué no habríamos de esperar lo mejor de las palabras en su misión de salvar una imagen? Porque para ella, si bien “las palabras dicen más que las imágenes”, y aunque los pies de foto tiendan “a invalidar lo que es evidente a los propios ojos”, ninguno “puede restringir o asegurar permanentemente el significado de una imagen” (Sontag, 1996, p. 111). Hay un filme que Sontag cita para llevar a cabo este contrapunto. Es el mediometraje producido por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, realizado a la manera de posdata a su película Tout Va Bien, titulado Letter to Jane (1972), en el que los citados cineastas hacen una dura réplica al pie de foto que acompañó una fotografía de la actriz estadounidense Jean Fonda en su visita a Vietnam del Norte, tomada por el reportero estadounidense Joseph Kraft y publicada por la revista francesa L’Express en agosto de 1972, y que motivó a Sontag a plantear cómo, para los norvietnamitas, el valor de uso revolucionario de una imagen resultó saboteado, no por la ausencia del texto, sino por la escritura misma que escoltó la fotografía.

Fijemos nuestra atención en esta imagen. El pie de foto que aparece debajo de la fotografía publicada por L’Express explica que la actriz Jean Fonda, una militante de la paz, viajó a Vietnam del Norte en compañía de un periodista moderado y famoso de Estados Unidos para percatarse personalmente de la guerra. El texto dice que Fonda formula preguntas a los vietnamitas de Hanoi, en una aparente concordancia con la imagen que muestra el rostro definido la actriz, de lado en el recuadro de la foto, mientras los interrogados están de espaldas, a excepción de un anónimo vietnamita que aparece junto a ella con el rostro borroso. “¿Realmente está Fonda preguntando?”, dudan Godard y Gorin. En la revisión que hacen del encuadre, el ángulo y el enfoque de la cámara, ellos observan otra cosa: ella no pregunta, escucha. El detalle de la boca cerrada de la actriz así lo confirma. Eso es lo que se ve. “Quizás sea un momento de escucha demasiado breve”, tomado de manera accidental, “pero es el momento que se captura y se ve en Occidente”, dice una de las voces en off que guían el filme (Godard y Gorin, 1972). ¿Es casual este detalle? Godard y Gorin consideran que no. Porque además de la boca cerrada, la fotografía encuadra la mirada consternada de la actriz, no lo que ella ve. Sin embargo, sus ojos miran a ningún lado, están perdidos en la imagen. Para ambos cineastas, a pesar de que hay solo dos personas de frente a la cámara, y que el resto está de espaldas, el rostro borroso del anónimo vietnamita es claro, mientras el de Fonda es confuso. ¿Por qué? Porque la expresión facial de Fonda es la de una actriz dramática que ya ha ensayado ese gesto en algunas de sus películas. La del vietnamita, en cambio, es una cara de lucha. Sus ojos reflejan a lo que se enfrenta a diario. “¿En qué piensa Fonda?”, se preguntan ellos. Puede ser en Vietnam, pero puede ser en otra cosa. Esos ojos y esa boca requieren, por tanto, de la leyenda que ayude a explicar este vacío de la imagen, pero a costa de sabotearla, de tornarla más opaca.

¿Quién comunica entonces el significado: el texto o la imagen? A propósito de Accidental Napalm Attack, una de las fotografías más icónicas de las guerras contemporáneas tomada por Nick Ut, el fotógrafo de la Associated Press (AP), en junio de 1972, en la que aparece una niña desnuda escapando a un bombardeo cerca de la frontera con Camboya, los académicos Robert Hariman y John Lucaites afirman que el texto que acompaña esta imagen ciertamente proporciona un contexto que es revelador. ¿Cuál? Que la fotografía fue tomada en Vietnam, que la horrorizada niña tiene quemaduras en la espalda y que está huyendo, desnuda, junto con otros niños vietnamitas, por una carretera luego de que la aldea donde vivían fuera bombardeada con napalm (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Por medio de la leyenda, el espectador recibe señales que le ofrecen una información que la imagen no suministra: es una descripción que combina un significado que, por un lado, se encuentra en la imagen, pero, por otro, está por fuera de ella. Sin embargo, así como esta fotografía requiere de las palabras para comunicar un significado específico al espectador, no depende del texto para afectarlo moralmente. Su significado moral, dicen estos autores, está precisamente en la ruptura, en el desgarro que la imagen de la aterrorizada niña produce en las narrativas oficiales que justificaron la acción militar en Vietnam e inhibieron la conciencia moral sobre sus desastres (2003, p. 41). El poder de fotografías como Accidental Napalm Attack se deriva de la imagen misma, aunque esta sea difícil de aprehender.

¿Por qué son poderosas este tipo de fotografías? Esta imagen es poderosa por múltiples razones: porque “muestra lo que las narrativas de la prensa ocultan” (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40); porque presenta verdades incómodas que la gente ha sospechado; porque revela que los niños no deben estar envueltos en la guerra y, mucho menos, ser objetivos de esta; porque las fotografías de niñas desnudas no deben difundirse; o porque, como espectadores, nos sentimos incómodos si tomamos conciencia de que estas cosas suceden (Möller, 2009). Para Frank Möller, la respuesta al poder de una imagen como estas puede estar en una combinación de las anteriores conjeturas, pero en todas ellas habrá siempre un grado de desasosiego y ambigüedad en cuanto a lo que constituye dicho poder. El meollo es que esa pluralidad de sentidos se suele interpretar como una carencia del significado estable, del significado brindado por el texto, en el marco de una obsesión que consiste en reducir las imágenes al lenguaje, lo cual, según Möller, refleja una incomprensión de cómo trabaja la cultura visual y, por ende, un desconocimiento de ese residuo de incertidumbre inherente a las imágenes que es difícil de domesticar, por mucho que lo intentemos (Möller, 2009, p. 176).

Dudas como estas coinciden con la afirmación de Sontag de que si bien se espera que el pie de foto –la voz ausente de la fotografía– diga la verdad, “aun un pie absolutamente preciso es solo una interpretación, necesariamente limitada, de la fotografía que acompaña” (Sontag, 1996, p. 111). Pero, al fin y al cabo, es una interpretación, que además introduce un modo de conocimiento que, según Sontag, la fotografía no tiene. Porque, aun cuando ella reconoce que mirar el dolor de los demás es el primer paso para articular un proceso cognitivo, la sola reivindicación de la imagen no basta para que el sufrimiento del otro “sea percibido y pueda sostener un juicio intelectual (de conocimiento) y moral (de práctica)” (Sarlo, 2003, p. 10), razón por la cual las imágenes deben esperar a que alguien las interprete, a que exista un ambiente adecuado que les permita hablar: un espacio político por fuera de la imagen misma. De ahí que, siguiendo a Sontag, a la fotografía no se la pueda dejar sola, y que sea preciso apoyarse en los pies de foto que suplan lo visual, en las narraciones que suministren los contextos y en los análisis que complementen las imágenes obsesivas y puntuales de la fotografía, como si estas fueran apenas un vehículo de transmisión de respuestas primarias que se instalan en un estadio anterior a la interpretación e inferior a la comprensión: son preinterpretativas e infracomprensivas.

La polis de la imagen: marco, interpretación y afecto

¿Es la interpretación visual un oxímoron? Judith Butler no lo piensa así. En el capítulo 2 del libro Marcos de guerra. Las vidas lloradas, Butler entabla una interesante discusión con la dificultad que tiene Sontag para entender “la manera cómo [sic] elaboran sus ‘argumentos’ [los] medios de comunicación no verbales o no lingüísticos” (Butler, 2010, p. 104). Lo que, según ella, obedece a que, en el pensamiento de Sontag, “existe una especie de persistente escisión entre estar afectados y ser capaces de pensar y comprender, una escisión representada en los efectos diferentes de la fotografía y la prosa” (2010, p. 104), que lleva a la escritora a disociar la comprensión del afecto, la emoción de la explicación, o, en otras palabras, a asumir que las imágenes son cruciales para el afecto, pero inocuas para el pensamiento. A propósito de las escenas de tortura ocurridas en la cárcel de Abu Ghraib, Irak, entre 2003 y 2004, Buttler sostiene que “la fotografía no es meramente una imagen visual en espera de interpretación; ella misma está interpretando de manera activa, incluso, a veces, de manera coercitiva” (2010, p. 106). ¿Cómo? A través del frame, es decir, del “marco”, “encuadre” o “enmarcado”, que funciona no solo como frontera de la imagen, sino también como estructurador de la misma (2010, pp. 105-106), porque

[…] al enmarcar la realidad, la fotografía ya ha determinado lo que va a contar dentro del marco, [lo que constituye] un acto de delimitación que es interpretativo con toda seguridad, como lo son, potencialmente los distintos efectos del ángulo, el enfoque, la luz, etcétera (2010, pp. 100-101).

A igual que Sontag, Butler está interesada en la representación visual de la atrocidad, razón por la cual dirige su atención a los modos en que respondemos al dolor de los demás a través de esquemas normativos de percepción y reconocimiento de lo humano –los marcos–, que hacen posible que, en situaciones de guerra, unas vidas sean calificadas como dignas de ser lloradas, de salvarse y defenderse, mientras que otras no; son esquemas perceptivos que hacen que reaccionemos ante ciertas formas de violencia con horror, mientras que a otras las afrontamos con aceptación, superioridad moral e, incluso, con triunfalismo (Butler, 2010, p. 78). “¿Qué permite a una vida volverse visible en su precariedad y en su necesidad de cobijo, y qué es lo que nos impide ver o comprender ciertas vidas de esta manera?” (Butler, 2010, p. 80). Para Butler, lo que hace posible llorar unas vidas, elaborarles el duelo público que a otras se les niega, radica tanto en una estructura del pensamiento como también del afecto, algo que en las confrontaciones bélicas se experimenta de modo diferencial, ya que ni los cuerpos ni los objetos comprometidos en la violencia generan de forma natural afectos. A ella le llama la atención cómo, en las guerras actuales, los poderes político y militar trabajan detalladamente en los ámbitos de la percepción y la representabilidad, esto es, en apropiarse de los campos de percepción inmaterial, “con el fin de controlar el afecto, en anticipación a la manera como este no solo es estructurado por la interpretación, sino también como estructura a su vez la interpretación”, pues para estos poderes, “lo que está en juego es la regulación de las imágenes que pudieran galvanizar a la oposición política de una guerra” (2010, p. 107). Dice Butler,

El plan interpretativo tácito que divide a las vidas en meritorias y no meritorias funciona fundamentalmente a través de los sentidos, diferenciando los gritos que podemos oír de los que no podemos oír, las visiones que podemos ver de las que no podemos ver, y lo mismo al nivel del tacto o del olfato. La guerra sostiene sus prácticas actuando sobre los sentidos, trabajándolos para poder aprehender el mundo de manera selectiva, anestesiando el afecto como respuesta a ciertas imágenes y sonidos, y vivificando las respuestas afectivas a otras personas (2010, p. 81).

Las imágenes no son, entonces, objetos inertes, necesitadas de un sujeto políticamente activo que las pueda interpretar. Ellas son estructuradas por la interpretación, pero también estructuran la interpretación, en la medida en que son objetos vivos que actúan sobre el espectador. Butler señala que si bien Sontag reconoce esta función transitiva de la fotografía, es decir, su capacidad de actuar sobre quienes las miran, “de tal manera que ejercen un influjo directo en el tipo de juicios que estos formularán después sobre el mundo” (Butler, 2010, p. 101), la misma Sontag se muestra “menos convencida de que una fotografía pueda motivar, a quien la mira, a cambiar su punto de vista” (Butler, 2010, p. 102). ¿Por qué? Porque las fotografías transmiten afectos que “invocan un tipo de capacidad de respuesta que amenaza el único modelo de comprensión en el que Sontag confía” (Butler, 2010, p. 103): el de la interpretación verbal, aquel que pone énfasis en la dimensión logocéntrica de la política y alfabetizada de la esfera pública.

Butler, en cambio, advierte que “la interpretación tiene lugar en virtud de los condicionamientos estructuradores de género y forma sobre la comunicabilidad del afecto” (2010, p. 101). Por consiguiente, “no es solo que quien hace la fotografía y/o quien la mira interpreten de manera activa y deliberada, sino que la fotografía misma se convierte en una escena estructuradora de interpretación” (2010, p. 101). Esta se constituye en un marco que no solo funciona como frontera de la imagen, sino también como estructurador de esta, y que, por lo mismo, “puede perturbar tanto al que hace la fotografía como al que la mira” (2010, p. 101); una escena en la que “no hay necesidad de que se nos ofrezca un pie de foto para entender que un trasfondo político está siendo explícitamente formulado y renovado mediante y por el marco” (2010, p. 105). Por tanto, señala Butler,

[…] la cuestión para la fotografía bélica no es solo, así, lo que muestra sino cómo muestra lo que muestra. El “cómo” no solo organiza la imagen, sino que además trabaja para organizar nuestra percepción y nuestro pensamiento igualmente (2010, p. 106).

Así sea apenas como “registro”, la fotografía interpreta la realidad.

En su crítica al modelo del periodismo “incorporado” que asumieron los medios de comunicación estadounidenses para informar sobre la invasión a Irak en marzo de 2003, y que implicó prescribir el punto de vista desde el que se podía ver/sentir/comprender la guerra, al encuadrarla en una serie de marcos narrativos –no mostrar cuerpos muertos, ni imágenes de sufrimiento– establecidos por los militares y las autoridades gubernamentales,27 Butler afirma que

[…] si el poder estatal intenta regular una perspectiva que los reporteros gráficos y de televisión van luego a confirmar, entonces la acción de la perspectiva en y como marco forma parte de la interpretación de la guerra prescrita por el Estado (2010, p. 106).

Y

[…] aunque limitar cómo vemos o qué vemos no es exactamente lo mismo que dictar el guion, sí es una manera de interpretar por adelantado lo que se va a incluir, o no, en el campo de la percepción (2010, p. 99).

De ahí que nuestra capacidad para reaccionar con indignación, impugnación y crítica dependerá, en parte, de cómo se comunique la norma diferencial de lo humano mediante marcos visuales y discursivos. Habrá maneras de enmarcar que pongan a la vista lo humano en su fragilidad y precariedad, que ofrezcan la posibilidad del escrutinio público e, incluso, constituyan un acto de ver desobediente, y habrá otras que actúen como hilo conductor de la norma deshumanizadora.

Por eso, para Butler, “aprender a ver el marco que nos ciega respecto a lo que vemos no es cosa baladí” (2010, p. 143). Al final de su comentario sobre las imágenes que se difundieron de las torturas infligidas por los soldados estadounidenses contra prisioneros de guerra en la cárcel militar de Abu Ghraib, Butler plantea que “si existe un papel crítico para la cultura visual en tiempo de guerra, no es otro que tematizar el marco coercitivo”, aquel que llama a “no ver” en medio del ver, que obliga a “no ver” como condición del ver. Y para esto, dice ella, no basta con denunciar las condiciones técnicas de reproducción y reproducibilidad de los marcos ya existentes, invocando para ello la producción incontaminada de nuevos contenidos por parte de los medios de comunicación alternativos, sino que es necesario estar atentos al momento en que un marco dado por hecho rompe consigo mismo y se “escapa de las manos” de sus contextos y propósitos iniciales, al desplazarse por el espacio y el tiempo, y al introducirse en el ámbito público como objeto de escrutinio (2010, pp. 24-28), que fue lo que sucedió con las fotografías de Abu Ghraib.28 Allí, el marco inicial de la deshumanización de la vida, de la exhibición contumaz de un crimen de guerra, presentado como si se tratara de un asunto “divertido”, fue puesto en tela de juicio gracias al desplazamiento de las imágenes, debido a que la circulación de esas fotografías fuera de la escena de su producción socavó su pretensión de imposición y “dio al traste con el mecanismo de la deslegitimación, dejando tras sí toda una estela de dolor e indignación” (2010, p. 144).

Con estas consideraciones, Butler nos instala en un doble escenario de reflexión: en el reconocimiento de que las imágenes son seres vivos y en la idea de que es necesario controvertir la división entre palabra e imagen.29 A esto se refieren algunos investigadores provenientes del campo de los estudios visuales, para quienes las imágenes que trabajan en el arte, el cine, los medios, las figuras del lenguaje y las metáforas son objetos que tienen una vida propia (Mitchell, 2009), que excede tanto las intenciones de sus creadores como los datos del contexto en que estas han sido producidas, ámbitos estos hacia donde tradicionalmente ha apuntado la historia del arte en su ubicación de las imágenes como objetos inertes que, para ser interpretados, necesitan un conocimiento previo, proporcionado ya sea por las intencionalidades del artista –lo que quiso decir su creador– o por una colección de referencias brindadas por el contexto (Bal, 2009). De ahí el interés, en algunos de estos estudiosos, por la “presencia” de la imagen –la imagen como “presencia”–, que alude a una preocupación por su condición existencial, por su disposición de actuar y emocionar, por su fuerza performativa30 capaz de afectar las respuestas del espectador (Bal, 2009; Levin, 2009; Azoulay, 2012; Freedberg, 2014). Situación que lleva a repensar la imagen más allá de su condición de objeto estético autónomo, orientado a la “representación” o cognición del mundo (Moxey, 2009), en un desplazamiento que aboga por ir del poder representacional de la imagen en su tarea de dar cuenta de la realidad, al vigor performativo con que esta actúa sobre esa realidad.

La vida de las imágenes, como sostiene W. J. Thomas Mitchell, “no es un asunto privado o individual […] Conforman un colectivo social que mantiene una existencia paralela a la vida social de sus anfitriones humanos y del mundo de los objetos que representan” (2014, p. 104). De ahí que examinar las imágenes como especies vivas31 no implica que estas resistan al lenguaje, sean “puras” y se expliquen por sí mismas. Como afirma la teórica del arte y crítica cultural Mieke Bal, la idea de que los objetos visuales son contrarios al lenguaje, de que la visualidad es un acto inefable que, por tanto, no se puede ni se debe explicar, esconde en el fondo un sentimiento antivisual (Bal, 2004, p. 22). Esto implica asumir tres aspectos que Bal estima importantes a la hora de interrogar qué sucede cuando la gente mira y qué ocurre en el acto mismo de mirar: el primero es reconocer que se trata de un “acto profundamente impuro, orientado por los sentidos y fundamentado en la biología”, en que “la mirada se encuentra inherentemente encuadrada, delimitada, cargada de afectos”; pero, asimismo, está atravesada por una acción cognitiva intelectual que “interpreta y clasifica” (2004, p. 17); el segundo es asumir que esta impureza es susceptible “de ser aplicada a otras actividades basadas también en los sentidos como escuchar, leer, saborear u oler” (2004, p. 17), que están mutuamente permeados unos de otros; y el tercero es entender que la simultaneidad entre textos e imágenes demanda un acercamiento no esencialista de ambos registros, que permita cuestionar por igual, tanto el desprecio a la analogía lingüística en nuestra aproximación a las imágenes, como la subvaloración de las modalidades sensoriales en nuestra veneración por el pensamiento. Ni las imágenes están destinadas a desaparecer bajo el polvo de las palabras, ni tampoco están condenadas a la mudez.

A esto se refiere Mitchell cuando controvierte la idea de que existen medios puramente visuales o puramente lingüísticos, exclusivamente cognitivos o apenas afectivos. Para este autor, palabra e imagen es el “nombre de una distinción ordinaria”, “una forma fácil de dividir, cartografiar y organizar campos de representación”, “una etiqueta engañosamente simple, no solo para dos tipos de representación, sino para unos valores culturales profundamente contestados” (Mitchell, 2009, p. 11): en este lado la palabra, asociada al flanco de “la ley, la lectura y el dominio de las élites”; y en este otro la imagen, vinculada “a la superstición popular, a la falta de formación, a la disipación y la corrupción” (García, 2014, p. 30). Sin embargo, como el propio Mitchell sostiene,

[…] la interacción entre imágenes y textos es constitutiva de la representación en sí: todos los medios son medios mixtos32 y todas las representaciones son heterogéneas; no existen las artes “puramente” visuales o verbales, aunque el impulso de purificar los medios [alrededor de un solo órgano –la vista, el oído, el tacto–] sea uno de los gestos más importantes del modernismo (2009, p. 12).

Lo cual “no quiere decir que no haya diferencias entre los medios, o entre las palabras y las imágenes”, sino que esas distinciones son mucho más complejas, porque son objeto de cruces: estas aparecen tanto dentro de los medios como entre ellos, “no pueden desligarse de las luchas que tienen lugar en la política cultural y la cultura política”, y se transforman “a lo largo del tiempo, a medida que cambian los modos de representación y las culturas” (2009, p. 11).

Narración y re-personalización

Desde otra perspectiva, pensadoras como Hannah Arendt (1990) han visto las narrativas como poderosos vehículos expresivos, que permiten echar un vistazo a determinados acontecimientos históricos de la humanidad, sin hacer uso de las herramientas conceptuales o del debate especializado de las disciplinas académicas. En Narrar el mal (2009), un libro dedicado a cómo las narrativas pueden ayudar a comprender las diferentes dimensiones del daño moral y la crueldad humana que están presentes en acontecimientos catastróficos como las guerras, la filósofa mexicana María Pía Lara se detiene en el trabajo de la imaginación moral propuesto por Arendt, con el fin de encontrar allí una guía ética para aprender de las catástrofes. Pues, como la propia Arendt decía: “ninguna filosofía, ningún análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse con la intensidad y riqueza de significado de una historia bien narrada” (1990, p. 32).

Arendt “creía que la narrativa nos proveía de una mejor forma de lidiar con las crisis y con los problemas concretos, en contraste con las teorías abstractas y sistemáticas acerca de la política” (Lara, 2009, p. 79). Ella, además, mostró que “cuando necesitamos comprender algo complejo o difícil de expresar lo podemos hacer utilizando una forma narrativa como una especie de puente entre la imaginación y la comprensión” (2009, p. 80), como un vínculo entre lo expresivo y la explicación, cuya relación es necesaria en el proceso crítico que se lleva a cabo en la esfera pública cuando de aproximarse a la crueldad humana se trata. Esto, en la medida en que contar-narrar historias no es algo contrario a los argumentos, sino que estas aportan ingredientes esenciales para el proceso racional, porque al contrastar unas historias con otras, y al constatar que emergen otras nuevas que develan dimensiones no percibidas anteriormente, las sociedades pueden enfrentar su visión del pasado y cuestionarse sobre lo que antes sus integrantes no vieron, o no quisieron ver, de una forma pública y en abierto debate crítico (2009, pp. 51-78).

En todo caso, Arendt sabía que no cualquier narrativa nos enseña algo valioso sobre el daño moral, la crueldad, la maldad, la esperanza, el amor o el odio, ni que todas las historias ejercen las mismas repercusiones en los espectadores: solamente aquellas que pueden proveernos de un “efecto trágico” están habilitadas para hacerlo. En su reflexión sobre si es posible “dominar el pasado” de las guerras, esto es, saber qué sucedió en ellas, volver a la memoria de lo que allí ocurrió mediante historias bien narradas, Arendt alude a Una fábula, aquella novela publicada en 1954 por el escritor estadounidense William Faulkner, basada en un hecho sucedido durante la Primera Guerra Mundial, en la que

[…] se describe muy poco, se explica aún menos y no se “domina” nada en absoluto; su final son lágrimas que el lector también derrama y lo que queda más allá de esto es el “efecto trágico” o el “placer trágico”, la demoledora emoción que nos da la capacidad de aceptar el hecho de que algo como esta guerra haya podido suceder realmente (Arendt, 1990, pp. 30-31),

y que para Arendt está asociado a una forma de creación de lazos que vinculan a la comunidad a través de recursos expresivos, “pues también nosotros tenemos la necesidad de recordar los sucesos significativos de nuestras vidas narrándolos a nosotros mismos y a otras personas” (1990, p. 32). Hablamos de aquel efecto –el “efecto trágico”– que permite, por medio de la narración de una historia acontecida, del relato de un evento acaecido, que “los espectadores puedan cuestionarse acerca de por qué podría ocurrir algo como lo representado” (Lara, 2009, p. 90); que surge cuando “uno es capaz de aceptar que un hecho como el narrado también pudo no haber ocurrido” (Lara, 2009, p. 93), o haber sucedido de una forma diferente; que habilita echar a andar nuestra imaginación. Porque

[…] cuando somos capaces de comprender lo que ha ocurrido, podemos ser conscientes de que el pensar y el juicio no solo son “facultades profilácticas”, sino también procesos de construcción moral que permiten establecer criterios normativos para visualizar nuevos patrones de acción (2009, pp. 91-92).

Ahora bien, si la imagen fotográfica carece de narración en el sentido que le otorga Susan Sontag, o no está en la ruta del relato literario, poético o dramatúrgico al que se refiere Hannah Arendt, ¿por qué, entonces, acudir a la narración para comprender las potencialidades o los defectos de la imagen fotográfica en este recorrido? Porque, a pesar de sus críticos, la imagen fotográfica comparte con la narración cierta forma común de aprehender la realidad: ambas ofrecen una conexión emotiva, afectiva, re-personalizada del mundo,33 en un proceso de aprehensión donde se ponen en juego las imágenes, las palabras, los sonidos, los recuerdos y los productos de nuestra imaginación. Narramos historias, miramos imágenes, no solo para alentar una compresión racionalista del mundo que permita entender, al decir de Susie Linfield, las contradicciones internas del capitalismo global, las razones del genocidio en Ruanda, o el porqué de la guerra fratricida en Colombia, sino para otra cosa: “para tener una idea de a qué puede parecerse la crueldad, la extrañeza, la belleza, la agonía, el amor, la enfermedad, las maravillas naturales, la creación artística o la violencia depravada” (Linfield, 2010, p. 22; traducción propia). Solo que la dimensión escritural-narrativa, con sus respuestas afectivas, no carga con los mismos lastres de la imagen en general. La tensión entre pensar y sentir no ha sufrido las mismas oposiciones en las narrativas escriturales –el plano de lo profundo–, como en el caso de las querellas del pensamiento crítico contra la imagen –el plano de la superficie–: en esta última, el “y” de pensar y sentir se transforma en el “o” de pensar o sentir. Una situación que ha estado en la base de la propia “teoría social que ha preferido el tropos del desencanto sobre el totemismo, y ha hecho caso omiso al poder emocional de los objetos económicos y sociales” (Bartmanski y Alexander, 2012, p. 3; traducción propia).

Si, como escribía Bertold Brecht34 en 1931, “una fotografía de las fábricas de Krupp o de las AEG [los armamentos masivos alemanes y las compañías eléctricas, respectivamente] no nos dice nada sobre estas instituciones” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia), entonces hay que reconocer que “las fotografías no explican la forma en que el mundo trabaja”; ellas no ofrecen razones o causas; “no cuentan historias con un coherente, o al menos discernible, inicio, nudo y desenlace”, como tampoco “logran revelar la dinámica interna de los acontecimientos históricos” (Linfield, 2010, p. 21; traducción propia). Pero la condición antinarrativa de la fotografía no evita su poder emotivo, ni su fuerza performativa en tanto “acto” con capacidad de producir sentido. Esta no alcanza a explicar los hilos que mueven la historia, pero puede tocar al espectador moralmente. Retornando a Accidental Napalm Attack, la foto de la niña vietnamita huyendo del napalm, esta imagen fue capaz de activar la conciencia pública en contra de la guerra de Vietnam, porque recreó, a través de un acto de la imagen, asuntos importantes de la vida moral, como el dolor, la separación, las relaciones entre extraños, la ausencia de verdad de las fuentes oficiales y el trauma. Estas características fueron reforzadas por dicha representación fotográfica, al demostrar que el fotoperiodismo puede hacer un trabajo destacado en el contexto del discurso público, labor que los textos verbales, adheridos a las normas de la racionalidad discursiva, quizás no hubieran podido hacer mejor, o lo hubiesen hecho de otro modo (Hariman y Lucaites, 2003, p. 40). Es la imagen de un evento que no debió haber ocurrido. Es la fotografía de una experiencia humana difícil de comunicar solo a partir de conceptos. De ahí su capacidad para proveernos de ese “efecto trágico” del que habla Arendt, y también su disposición para alentar otras narrativas diferentes a las que justificaban la guerra.

Esta mixtura entre palabra e imagen, este lugar de cruce –impuro e incierto– entre la imagen y la narración, es lo que se puede apreciar en el trabajo de dos reconocidos artistas contemporáneos, quienes acuden al estilo documental del reportaje gráfico para reflexionar sobre el problema de las imágenes de la atrocidad y la muerte: el canadiense Jeff Wall y el chileno Alfredo Jaar. En Dead Troops Talking (A vision after an ambush of a Red Army patrol near Moqor, Afghanistan, winter, 1986) (1992) y en War Game (2007), dos piezas fotográficas de gran tamaño, Jeff Wall recrea situaciones del mundo “real”, pero representadas por actores profesionales o amateurs. En la primera se puede apreciar varios soldados rusos muertos conversando en el hueco de una colina luego de ser embocados por tropas afganas, mientras que en la segunda se observa un par de niños negros, envueltos en una sábana blanca, en medio de algunos objetos abandonados en un lote de una barriada popular de una ciudad. Wall no es fotorreportero, sus escenas son artificiales, están fabricadas; por tanto, “son débiles como evidencia, pero poderosas en su significado” (Möller, 2009, p. 181). Son fotografías que emulan situaciones de la vida real, pero agregan algo nuevo: la ironía. Revelan cosas que suceden en la guerra y en los patios traseros de las periferias urbanas, “excepto que los niños muertos no sonríen y los soldados caídos no fanfarronean con sus propias heridas”, ni mucho menos hablan entre sí (2009, p. 181). ¿Necesita el espectador conocer el contexto propiciado por las palabras y las circunstancias bajo las cuales fueron realizadas dichas fotografías para ser tocado y afectado? Ambas imágenes sacuden al espectador, porque rompen con los códigos del fotoperiodismo y de la fotografía documental (cercanía con el sujeto/objeto fotografiado, alta referencialidad, no intervención del fotógrafo en la situación) y muestran lo que a primera vista no se deja ver: que “la guerra ha entrado a formar parte de los juegos de los niños” e “infringe la dignidad de sus víctimas” (2009, p. 180). Solo que para apreciar esta ironía hay que acercarse a las imágenes, observarlas con detenimiento y descubrir lo que no se espera ver. Esa es la tarea del espectador.

En “The Rwanda Project: 1994-2000”,35 un conjunto de exposiciones fotográficas e instalaciones artísticas con las que Alfredo Jaar documentó, durante varios años, el genocidio en Ruanda, ocurrido entre el lapso de la primavera y el verano de 1994, hay otro ejemplo de esta compleja relación entre las palabras y las imágenes. Una de las obras centrales de dicho proyecto es Real Pictures (1995), una instalación compuesta por una cantidad de fotografías que representaban diferentes aspectos del genocidio –las masacres, los campos de refugiados, las localidades destruidas– que Jaar decide guardar dentro de cajas negras completamente selladas (Schweizer, 2008, pp. 30-31), en cuya parte superior aparece la descripción textual de lo que hay dentro de cada una de las cajas, pero la imagen es invisible: los espectadores no puedan ver, con sus propios ojos, lo que hay allí “enterrado”. ¿En qué reside el impacto de Real Pictures? Que es una exposición que muestra una ausencia de las imágenes, pero a la vez una presencia de las palabras;36 que plantea un nudo “entre la palabra y lo que ella hace ver” (Rancière, 2008, p. 77) y, por lo mismo, intenta “construir una imagen, es decir, una cierta conexión de lo verbal y lo visual” (Rancière, 2010, p. 96).

La obra abre el interrogante de cómo pudo suceder un genocidio como este, en un mundo que tenía a la vista a Ruanda, que recibía información, veía fotografías y registraba solicitudes de auxilio, pero que no hizo nada para evitar que más de un millón de personas fueran masacradas en el transcurso de unos pocos meses (Pollock, 2008, p. 121). En una cultura dominada por las imágenes, afirma Frank Möller, esto es una provocación que frustra las expectativas de los espectadores y la creencia occidental en el “efecto estereoscópico” del fotoperiodismo: pensar que la imagen es suficiente como prueba de la realidad (Möller, 2009, p. 182). Así, Real Pictures invita al espectador a detenerse, a contar con tiempo para leer el texto escrito en las cajas; y para esto deja las fotografías por fuera del rango de visión del observador, pero no con el fin de que las palabras tomen el lugar de la imagen, sino para que ellas mismas sean reconocidas como imágenes. Y si bien Jaar muestra su escepticismo ante la idea de que una imagen pueda comunicar una historia, Real Pictures no participa de la falsa radicalidad que opone la realidad de las palabras al simulacro de la imagen. Porque, como afirma Rancière, “la representación no es un acto de producir una forma visible, [sino] de dar un equivalente, cosa que la palabra hace tanto como la fotografía” (Rancière, 2010, p. 94). Reconocer la existencia de figuras retóricas y poéticas en lo visible es tan importante como asumir que también hay imágenes en el lenguaje: “son todas esas figuras que sustituyen una expresión por otra para hacernos experimentar la textura sensible de un acontecimiento mejor de lo que podrían hacerlo las palabras ‘apropiadas’” (Rancière, 2010, p. 95).

Nos acercamos a las imágenes con una mezcla de desconfianza y expectativa, de esperanza y oscuridad. De la mano de Sontag, hemos visto cómo la imagen fotográfica ha sido objeto de esta contradicción, a la vez que de un doble cuestionamiento: se le juzga por lo que no hace –su carácter antiexplicativo–, como por lo que hace con éxito: conectarnos con el mundo a través de la emoción (Linfield, 2010, p. 22). Y con ello, otro debate comienza a germinar: ¿qué sucede cuando la representación del sufrimiento humano estetiza la atrocidad? Pasamos así a otro de los litigios que Sontag sostuvo con las imágenes de la violencia atroz: el problema de la estetización, que se supone despolitiza el asunto representado por la cámara, descontextualiza el dolor humano y hace difícil una respuesta ética por parte del espectador.

La barbarie que no vimos

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