Читать книгу La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez - Страница 8

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Parte 1 Fotografía, atrocidad y crítica

¡Oh sufrimiento terrible de ver para los hombres!

¡El más terrible de los que he conocido! ¿Qué locura te dominó, infeliz?

¿Qué divinidad se lanzó de un salto mayor que los más largos sobre tu triste destino? ¡Ay!, ¡ay!, ¡desgraciado!

Quisiera hacerte muchas preguntas, saber y rever tantas cosas, pero ni

siquiera puedo mírarte, ¡tanto horror me produces!

Sófocles, Edipo Rey

Pensar con Sontag

En 1977, Susan Sontag publicó Sobre la fotografía, un libro conformado por seis ensayos que inicialmente fueron escritos para el New York Review of Books, entre 1973 y 1976. En sus páginas, Sontag propone una reflexión caracterizada por la sospecha y la ambivalencia hacia la imagen fotográfica, a la que considera un medio poderoso para agitar emociones, pero débil para transformar la indignación moral de los espectadores en una acción política eficaz. El ensayo que da apertura al libro –“En la caverna de Platón”– contiene la célebre declaración con la que Sontag rememora su “primer encuentro con el inventario fotográfico del horror extremo” (1996, p. 29), esa “epifanía negativa” que en julio de 1945, a la edad de doce años, la condujo a descubrir, en una liberaría de Santa Mónica, California, una serie de escenas que fueron captadas por los fotógrafos que acompañaron a los ejércitos Aliados durante la liberación de los campos de concentración nazis de Bergen-Belsen y Dachau, y que la escritora describe con estas palabras:

Nada de lo que he visto –en fotografía o en la vida real– me afectó jamás de un modo tan agudo, profundo, instantáneo. En efecto, me parece posible dividir mi vida en dos partes, antes de ver esas fotografías (yo tenía doce años) y después, si bien transcurrieron algunos años antes de que comprendiera cabalmente de qué trataban. ¿Qué merito había en verlas? Eran meras fotografías: de un acontecimiento del que yo apenas sabía nada y que no podía afectarme, de un sufrimiento que casi no podía imaginar y que no podía remediar. Cuando miré esas fotografías, algo cedió. Se había alcanzado algún límite, y no solo el del horror; me sentí irrevocablemente desconsolada, herida, pero una parte de mis sentimientos empezó a atiesarse; algo murió; algo gime todavía (1996, p. 29).

Este pasaje es ciertamente conmovedor. Es un relato que expresa, como bien afirma el filósofo e historiador del arte Georges Didi-Huberman, una “apertura al saber por medio de un momento de ver” (2004, p. 129). Allí, Sontag alude a una época de cuando las imágenes de la atrocidad reproducidas por medios tecnológicos eran jóvenes: estas apenas iniciaban el largo camino que con los años las instalaría como parte integral de la memoria visual de Occidente, primero como testimonios que denunciaban la barbarie cometida por los nazis; luego, como símbolos del Holocausto, y más tarde, como iconos de la inhumanidad (Zelizer, 1998). Son fotografías que se convirtieron “en el símbolo de algo que hasta ese momento había sido desconocido e inimaginable”, en escenas que “han dado forma a nuestra visión de las atrocidades del presente” (Brink, 2000, p. 135). Desde entonces, señala Cornelia Brink, hemos vuelto a tropezar con la estética documental del Holocausto4 cada vez que en otras guerras y en otros lugares nos encontramos con representaciones visuales de cuerpos frágiles y alambres de púas, restos de personas sin vida apilados en fosas comunes, montones de cadáveres aglomerados en el piso, rostros famélicos con miradas perdidas en el horizonte y edificaciones destruidas por el efecto de las bombas; imágenes que se erigen en el leitmotiv de la crueldad contemporánea (2000, pp. 136-138).

¿Qué merito había en ver esas y otras fotografías de atrocidades? A Sontag le preocupaba la capacidad de las imágenes para alentar la conciencia política sobre la guerra y motivar una respuesta ética ante sus horrores, situación que la ha convertido en un referente ineludible en los estudios de la representación visual, concretamente de la imagen fotográfica. Son escasos los trabajos acerca de las relaciones entre fotografía, pensamiento, ética y emoción que no mencionen alguno de sus libros sobre el tema: Sobre la fotografía (1977) y Ante el dolor de los demás (2003). Ambas publicaciones ofrecen el legado de una pensadora valiente y apasionada, que tuvo el mérito no solo de plantear preguntas difíciles, sostener puntos de vista radicales y asumir posiciones contradictorias respecto al rol de la imagen en las sociedades contemporáneas, sino también de ofrecer respuestas paradójicas que aún conservan toda su carga (McRobbie, 1991; Linfield, 2010; Parsons, 2009). Formada en literatura, filosofía e historia antigua, Sontag se inscribe en una crítica de larga duración a la fotografía que, si bien es antecedida en el tiempo por una serie de intelectuales que delinearon su camino –Walter Benjamin, Bertold Brecht, Siegfried Kracauer, entre otros–, ella se encargó de renovar y, sobre todo, de perfilar hacia las relaciones de la fotografía con la atrocidad y el dolor.

Si, como Sontag afirma, “las fotografías causan impacto porque muestran algo novedoso” (1996, p. 29), ¿qué sucede luego de que ha pasado la novedad, después del primer encuentro del espectador con la imagen lacerante, indignante, que hiere? Su generación, “la gente nacida en alrededor de 1930 fue la primera para la que la fotografía [se constituyó] en un modo privilegiado de conocimiento de un hecho público, universal, atroz” (Sarlo, 2003, p. 7). Fotografías de tropas rebosantes, bucólicos paisajes, o de huellas en los cuerpos y los territorios, producidas por guerras y violencias, ya existían desde antes. En la memoria visual moderna figuran, por ejemplo, los retratos posados de la vida de las tropas detrás del frente de batalla durante la guerra de Crimea (1853-1856), realizados por el fotógrafo inglés Roger Fenton5 (Kunczik, 1992; Stauber, 2013); o las fotografías de Mathew Brady, Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan sobre los horrores de los campos de batalla durante la guerra civil estadounidense (1861-1865); o aquellas fotos de seres humanos castigados y mutilados, captadas por misioneros y difundidas por movimientos humanitarios de los primeros años del siglo XX que buscaban denunciar los crímenes cometidos por el rey Leopoldo en el Congo Belga6 (Twomey, 2012), por citar algunos casos. No obstante, las imágenes de la liberación de los campos de concentración nazis fueron las primeras fotografías que recorrieron el mundo como testimonio acusador de los vencidos, como reclamo moral contra la guerra y como “iconos seculares” de la atrocidad (Brink, 2000), incorporándose con esto a un cambio más profundo que comenzaría a gestarse en la memoria visual de las guerras: de celebrarse como hazañas, estas pasaron a ser representadas como géneros de sufrimiento, fragilidad y crisis de la humanidad (Chouliaraki, 2013). Eran los tiempos en los que todavía se creía que la fotografía era “el método más transparente, más directo, de acceder a lo real” (Berger, 2005, p. 68), y que la cámara era ese “testigo” irrefutable, al servicio de la verdad (Zelizer, 1998).

Pero la de Sontag fue también una de las generaciones que llevó al límite el desencanto con el poder testimonial, realista, de la fotografía. Ella, como otros intelectuales contemporáneos –Barthes, Berger y Sekula, entre otros–, fueron influenciados por los primeros críticos modernistas, que si bien veían en la fotografía un invento liberador y revolucionario que había contribuido a la expansión del campo visual de la vida urbana (Simmel, 1986) y, en palabras de Walter Benjamin, al aplastamiento de la tradición y la desacralización del mundo, sospechaban también de las consecuencias que este efecto democratizador tendría para la autenticidad del arte y para la calidad de los vínculos sociales, debido a la desconcentración y la superficialidad que la fotografía propiciaba; o en todo caso, veían con desconfianza la habilidad de las técnicas de reproducción mecánica para embellecer –estetizar– la violencia totalitaria y movilizar a las masas en torno a los proyectos fascistas de entonces7 (Benjamin, 2009). La suya fue una generación que se hizo adulta en una década, la de los años sesenta del siglo anterior, en la que la credibilidad profesada de los primeros tiempos hacia el efecto de verdad de las máquinas de representación de la realidad, dio paso a la sospecha antivisual, por cuenta de la intensificación, la sofisticación y el poderío del “nuevo” imperio tecnológico de la mirada, asociado esta vez a la vigilancia, el narcisismo, el espectáculo o el simulacro (Jay, 2007; Crary, 2008); en otras palabras, al lamento por el impacto corrosivo de las imágenes en la vida pública.

No es que Sontag hubiera inaugurado una época inédita, caracterizada por la sospecha y la desconfianza hacia la imagen fotográfica, pero sí hizo mucho por mantener vivo el escepticismo frente a los poderes de la imagen reproducida por medios técnicos; por situar estos poderes en el ámbito del pensamiento crítico; por reubicar la fotografía en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades que vivimos, y por prestarles atención a los procesos de mediatización de las guerras contemporáneas. Su afirmación de que las imágenes “pasman” y “anestesian”; su malestar con la fotografía por no ser capaz de convertir la indignación moral en una acción política eficaz y, en fin, su denuncia de la pérdida de capacidad de la imagen fotográfica para incitar a la acción o promulgar la comprensión, hacen parte de un conjunto de reflexiones más complejas que preceden al propio pensamiento de Sontag, y con las cuales ella dialogó o discutió.

Por ejemplo, sus cavilaciones evocan las dudas fundacionales de los intelectuales modernistas de finales del siglo XIX y principios del XX respecto al efecto democratizador, pero, a la vez, degradante del arte y la cultura, ocasionados por las tecnologías de reproducción de la realidad como la fotografía, el cine y la prensa popular en las emergentes sociedades de masas (Carey, 2009; Linfield, 2010). Las reflexiones de Sontag también reviven los debates suscitados a partir del humanitarismo del siglo XVIII en torno al espectador moral que observa, de manera desinteresada y a través de algún medio tecnológico, el infortunio de sus semejantes, esto es, al modo en que la modernidad nos ha vuelto espectadores a distancia del sufrimiento ajeno (Halttunen, 1995; Ignatieff, 1999; Wilkinson, 2013). Igualmente, sus ideas navegan por las aguas de una vieja disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, que ha prevalecido en la cultura occidental, no solo por cuenta de las religiones monoteístas y sus recelos ante el potencial ilusorio de las imágenes que exaltan falsos ídolos, sino por la propia desconfianza de un pensamiento antivisual que nos exhorta a sospechar de la visión como una forma de conocimiento válido para hacerse cargo del mundo (Mitchell, 2003; Didi-Huberman, 2004; Nancy, 2007; Huyssen, 2009; Otero, 2012).

Los capítulos que conforman esta “Parte 1” del libro apuntan en esa dirección. El lector encontrará en ellos lo que, a nuestro modo de ver, son los cinco litigios que Sontag sostuvo con la fotografía. No porque ella los haya definido así, ni en ese orden, ni con esas palabras, sino porque estos constituyen sus puntos de vista más palpitantes que le merecieron un lugar privilegiado en la crítica. Revisarlos es dar cuenta de un debate que hoy tiene plena actualidad. Dialogar y controvertir con ellos es un deber de la memoria, por cuanto esto contribuye a explorar el conocimiento acumulado y ubicar teóricamente el problema de estudio de esta investigación. El primer litigio es su malestar con la convicción de que el realismo de la imagen fotográfica es suficiente para alentar nuestro repudio en contra de la guerra, con la creencia de que el registro documental de hechos de atrocidad y dolor exhorta a las personas a actuar en consecuencia, en fin, con la idea de que ver es sinónimo de saber. El segundo es su advertencia acerca de la domesticación de las imágenes audaces, dicientes, escasas, por cuenta de una época en que la demasía de lo visual se ha convertido en enemiga de nuestra capacidad de respuesta. El tercero es el reproche de Sontag a la ineptitud de la fotografía para hablar por sí misma, para proveer explicaciones, para llegar a ser narración, no solo conmoción. El cuarto es la refrendación que ella hace de un debate que la antecede, planteado, entre otros, por Walter Benjamin y Theodor Adorno: la tendencia estetizante de la representación, movilizada ya sea por el arte (Adorno) o por la fotografía (Benjamin), que conduce inevitablemente al medio a transformar la realidad en algo bello y, en consecuencia, a despolitizar el asunto representado por la pintura –la escultura, la instalación– o por la cámara. Y el último es su cuestionamiento al efecto de despersonalización que produce la fotografía, como resultado de la contemplación de calamidades ajenas, lo que por cierto instala a Sontag en una discusión de más largo aliento sobre las consecuencias de la modernidad en la transformación de la conciencia moral de unos ciudadanos –los modernos–, convertidos en espectadores que contemplan el horror de la guerra a distancia y sin correr riesgos.

Tomar a Susan Sontag como hilo conductor para abordar la imagen fotográfica en acontecimientos que, como las guerras, nos enfrentan a la experiencia del sufrimiento, la vulnerabilidad de la vida y al deber de la memoria sobre eventos de ignominia que procuran resarcirse es importante, porque además ayuda a aclimatar el interrogante de por qué no vimos la barbarie o, en todo caso, a reformularlo con el fin de indagar con qué ojos fuimos testigos de la atrocidad. Afirmar, para el caso de Colombia, que no vimos la barbarie, ¿es plantear acaso, como Sontag lo hizo, que cuando una guerra parece inevitable los ciudadanos responden menos a sus horrores?; ¿o es quizá señalar, como ella advirtió, que no vimos la tragedia debido a su exceso de representación, a que no hubo una iconografía justa y correcta de la crueldad?; ¿o es tal vez inquirir que, en Colombia, el horror de la guerra nos paralizó hasta el punto de convertirnos en espectadores a distancia del dolor ajeno? A partir de las cinco controversias que Sontag sostuvo con la fotografía, el lector encontrará algunas claves de interpretación para dar cuenta de estas inquietudes, aunque no siempre en la ruta de las respuestas esperadas.

Bajo el paraguas de Sontag, la idea es internarnos en un campo de temas y preocupaciones que algunos analistas han denominado mediante el género de “fotografías de la agonía” (Berger, 2005), “fotografía de atrocidades” (Sontag, 2003; Linfield, 2010; Azoulay, 2012; Prosser, 2012), “fotoperiodismo de horrores” (Taylor, 1998), “fotografía de sufrimientos” (Kleinman y Kleinman, 1996), o simplemente “fotoperiodismo de guerra” (Zelizer, 1998; Chouliaraki, 2013). Temas y preocupaciones que también nos instalan en la tipología de guerras que Sontag abordó. En el intervalo que separa Sobre la fotografía (publicado en inglés en 1977) y Ante el dolor de los demás (2003), es posible vislumbrar una reflexión tanto de las transformaciones visuales y mediáticas de la guerra, como de las mutaciones más profundas en la naturaleza de los conflictos armados contemporáneos. En ambos libros, el lector se sitúa ante confrontaciones bélicas libradas en nombre de la defensa del Estado nación, o frente a conflictos entre enemigos plenamente declarados –capitalismo vs. comunismo–, que fue el legado de las guerras totales que pervivió hasta el fin de la Guerra Fría. Al mismo tiempo, en sus páginas se dibujan nuevas guerras: aquellas que se emprenden en nombre del humanitarismo, la seguridad global y la democracia liberal, cuyas dinámicas de diferenciación con los conflictos bélicos clásicos, su dependencia tecnológica y su marcado énfasis en la imagen, el espectáculo y la representación mediática han llamado la atención de no pocos analistas e intelectuales, Sontag entre ellos.

Los capítulos que a continuación siguen tienen el interés de dialogar con el “caso” colombiano; no obstante, nuestro propósito en esta primera parte del trabajo es salirnos del “marco” nacional, con la esperanza, luego, de regresar.

La barbarie que no vimos

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