Читать книгу La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez - Страница 7
ОглавлениеEn la escuela hemos aprendido la historia de la Medusa, cuya cara, con sus enormes dientes y su larga lengua, era tan horrible que su sola visión convertía a los hombres y las bestias en piedra. Cuando Atenea instó a Perseo para que matara al monstruo, le advirtió que en ningún momento mirara su cara, sino solo su reflejo en el reluciente escudo que le había dado. Siguiendo su consejo, Perseo cortó la cabeza de la Medusa con la hoz que Hermes le había proporcionado.
La moraleja del mito es, desde luego, que no vemos, ni podemos ver, los horrores reales porque nos paralizan con un terror cegador; y que solo sabremos cómo son mirando imágenes que reproduzcan su verdadera apariencia
Siegfried Kracauer, Teoría del cine
A partir de la primera década de este siglo, iniciativas provenientes de distintos sectores de la sociedad han venido desentrañando las dimensiones de la degradación humanitaria de la guerra interna en Colombia, en un ejercicio de construcción de la memoria que ha buscado contrarrestar el protagonismo de los victimarios, romper el silencio producido por el miedo y hacer visible los derechos de las víctimas. En estas iniciativas es posible hallar una pregunta aglutinante en torno a la atrocidad con que esta guerra fue librada: ¿por qué no vimos la barbarie?;1 o, en todo caso, ¿por qué no reaccionamos ante ella? Para el informe ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, elaborado por el entonces Grupo de Memoria Histórica (GMH, 2013), la efectividad de la violencia ejercida contra los civiles, ocurrida en la etapa más crítica del conflicto –que este informe ubica entre 1995 y 2002–, radicó en su alta repetición (en ámbitos locales y regionales), pero paradójicamente en su baja intensidad (en el ámbito nacional). Según este trabajo, las muertes selectivas, las pequeñas masacres, las desapariciones forzadas, el desplazamiento “a cuenta gotas” y el terror “dosificado” correspondieron a repertorios discretos y estratégicos de violencia que no obtuvieron la suficiente resonancia en la opinión pública nacional, ni movilizaron el apoyo de esta, porque, además, tampoco reunían los valores-noticia adecuados para obtener una cobertura periodística relevante y un alcance narrativo destacado en tanto eventos de significación capaces de permear el interés de los públicos de la nación. De allí su silenciamiento, invisibilidad y ocultamiento (2013, pp. 31-108).
El investigador francés Daniel Pécaut (2001) plantea una hipótesis similar. Al preguntarse por qué en sus momentos más críticos el envilecimiento de la confrontación armada no generó una mayor reacción y movilización civil ante las crueldades de la guerra, este autor plantea la tesis de la “dislocación de la opinión pública” (2001, pp. 223-225), que apunta a un doble movimiento: por una parte, al efecto de rutinización de las acciones asociadas al horror y el dolor –la banalización de la violencia–, percibidas como algo habitual, y ante las cuales la indignación ciudadana tomó relevancia solo cuando la atrocidad adquirió dimensiones desmesuradas, como en el caso de las destrucciones de poblaciones y los secuestros masivos de civiles, o cuando el horror alcanzó un rasgo simbólico mayor, como en el caso de los asesinatos contra “personalidades” de la vida pública nacional (2001, pp. 227-256); y por otra, a la dificultad de articular unos relatos colectivos de nación, que se han sustituido por una narración discontinua y fragmentada de microrrelatos que coexisten como la historia de cada quien: familias, grupos y sujetos que suelen llorar privadamente a sus muertos y hacen de sus duelos un asunto asilado en sus entornos domésticos, alimentando con esto ese acumulado de rabias, dolores y tragedias que no alcanzan a tener una visibilidad en la esfera pública de trascendencia nacional (Uribe, 2003, pp. 9-25).
Que la atrocidad de la guerra no hubiese sido lo suficientemente advertida la opinión pública nacional, ya sea por la baja intensidad en el ejercicio localizado del terror (Pécaut, 2001; Lair, 2003), o por la excesiva rutinización de la violencia contra poblaciones vulnerables y periféricas a los principales centros urbanos (Lair, 2000; GMH, 2013), no significa que esta hubiese estado exenta de un “sistema de representación” (Didi-Huberman, 2004; Mitchell, 2009) o, si se prefiere, de unos “marcos de interpretación” (Butler, 2010) desde –y con– los cuales hemos estructurado nuestras visiones, relatos y explicaciones en torno a las vidas que ha valido la pena llorar, los acontecimientos que han merecido nuestra atención, o los horrores ante los que decidimos pasar de largo. Ensayar una respuesta ingenua a esta ausencia de inteligibilidad del horror –la barbarie que no vimos– podría remitirnos a una explicación temprana: no la vimos –la barbarie– por la falta de su representación o, lo que es igual, por la carencia de una relación causal entre la imagen y la política, entre ver y actuar. Una causalidad que se desprende de una añeja creencia que señala que si nosotros hubiéramos presenciado, digamos, el genocidio armenio, los gulag soviéticos, la gran hambruna china –sin mencionar el Holocausto–, a través de las imágenes in situ de los reporteros o de los relatos de la prensa, entonces el curso de la historia hubiese podido ser distinto; sin embargo, dicha creencia olvida, como advierte David Campbell (2002, p. 160), que los genocidios en Bosnia y Ruanda fueron cometidos con saña, a la vista de la comunidad internacional, en presencia del mundo entero, en medio de un flujo de imágenes continuas. Ese por qué no vimos la barbarie problematiza, más bien, la existencia –la frágil existencia– del régimen de visibilidad mediante el cual hemos dado inteligibilidad a la atrocidad, con el cual hemos alentado esferas públicas de deliberación y desde el que hemos promovido nuestras respuestas éticas frente a los horrores de la guerra. Situación que, por cierto, plantea una paradoja: la de una guerra que estando tan cerca, porque fue librada en la misma geografía nacional, a la vez haya podido estar tan distante en los dispositivos de representación de su horror y, sobre todo, en el compromiso moral con las víctimas de esta. Decir que “no vimos” la barbarie es afirmar nuestra distancia, a pesar de su proximidad.
De esto trata este libro. Interesa problematizar el rol de la imagen, concretamente la imagen fotográfica, en el conflicto armado en Colombia; de ahí la alusión, en el párrafo anterior, a los “ojos” como una metáfora de visibilidad y distancia. ¿De qué manera la fotografía de prensa ha dado inteligibilidad a la atrocidad y el sufrimiento, alentando esferas públicas de deliberación y promoviendo implicaciones éticas y morales sobre los horrores de la guerra en Colombia?
Para dar cuenta de este interrogante, este trabajo está delimitado por los siguientes aspectos: primero, la materia de estudio es la imagen fotográfica de tipo periodístico o documental. Segundo, es la fotografía mediatizada por una tecnología de información y comunicación, como lo es la prensa, que cumple un rol importante en encuadrar el debate sobre qué es apropiado ver, o dejar de ver, en la esfera pública; se trata, por tanto, de una imagen que hace parte de un sistema de producción noticiosa que la regula, la contiene y la dota de significación. Tercero, no es una imagen cualquiera; son fotografías con las que periódicos nacionales y regionales y algunas revistas de actualidad noticiosa mostraron el conflicto armado interno colombiano, sus modalidades, atrocidades, vicisitudes, cuerpos, sujetos, territorios y memorias, y, por esa vía, contribuyeron a la configuración de un régimen de visibilidad del dolor, la rabia, la solidaridad y la posibilidad de conocernos, re-conocernos o des-conocernos en este país. Y cuarto, las fotografías que interesan son, principalmente, las realizadas por reporteros gráficos durante las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, que corresponden a los años del mayor envilecimiento y degradación de la guerra en Colombia. Con una aclaración: el propósito de este texto no es analizar cómo informó y con qué imágenes lo hizo cada uno de los medios que aquí confluyen, ni tampoco elaborar un análisis comparativo de sus fotos, sino encontrar esas señales, singularidades, síntomas, encuadres, convenciones que están presentes o ausentes de dichas fotografías, en un ejercicio analítico que, siguiendo a Georges Didi-Huberman (2008, p. 26), implica ejercitar un “arte de equilibrista”, que consiste en transitar por el espacio intersticial de sus singularidades, movimientos e intermitencias.
El resultado de este interés es un trabajo que transcurre en dos apartados de cinco capítulos cada uno. En la “Parte 1” se problematiza el lugar de la imagen fotográfica en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades modernas y en los procesos de mediatización de los horrores contemporáneos. Los capítulos que conforman este apartado traspasan las fronteras de la atrocidad en Colombia, puesto que se inscriben en una discusión conceptual no solo sobre la cobertura fotográfica de las guerras, sino también acerca de las consecuencias que tienen las imágenes para propiciar la actuación colectiva o el adormecimiento moral, de sus capacidades para alentar una acción política eficaz o para anestesiar las conciencias; aludimos a un debate que nos transporta a una larga tradición teórica relacionada con el lugar que ocupa lo visual y la llamada “cultura de masas” en el pensamiento crítico y con el modo en que la modernidad nos ha convertido en espectadores a distancia del sufrimiento ajeno.
Susan Sontag, una de las intelectuales más acuciosas en alertar sobre el dominio de las imágenes en las sociedades que vivimos, es nuestra guía en este trayecto. Acudir a Sontag permite situar los primeros cinco capítulos del libro en una vieja, pero siempre renovada disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, narración y mirada, acción y distancia, que ha prevalecido en la cultura occidental y en la teoría crítica de la sociedad. Retomar sus planteamientos posibilita ofrecer algunas claves de interpretación para enfrentar el interrogante de por qué en este país no vimos la barbarie; y es también la oportunidad para entablar un diálogo crítico y fructífero con ella.
La “Parte 2” tiene la intención de regresar sobre algunos acontecimientos de la barbarie nacional, vistos a la luz del fotoperiodismo, con el fin de que estos ingresen de nuevo en el dominio público y, por esta vía, preguntarles por derechos, memorias, reclamos, lamentos, duelos, relaciones o huellas que vuelvan a interpelar nuestra atención. Para esto, los capítulos que conforman esta parte recorren varias direcciones: por un lado, se trata de examinar si el meollo del problema, la crítica a las fotografías que allí comparecieron, descansaría en la idea del exceso o la repetición, como en el caso de las masacres de civiles, o en los modos en que estas imágenes prestaron atención, esto es, la manera en que estas configuraron una política visual acerca de las “víctimas no identificadas” de los masacrados en Colombia; por otro, el interés es problematizar algunas atrocidades cuya violencia no hay que buscarla en el centro de la fotografía, sino por fuera de ella, una situación que le exige al investigador hacer un viaje por fuera del marco de la imagen para luego regresar, que es lo que ocurre, por ejemplo, con algunas fotografías que muestran a los perpetradores en situaciones cotidianas, o con algunos momentos que presentan el antes de las víctimas o el después de horror. Así mismo, se cotejan algunas representaciones visuales de la barbarie nacional que tomaron otros caminos: o bien el de la connotación icónica, porque se trata de imágenes –símbolos de la crueldad de la guerra– que nos obligan a pensar con qué frecuencia las hemos visto antes en la memoria visual de la cultura occidental, como es el caso de las fotografías de Ingrid Betancourt o de los policías y soldados en cautiverio a manos de las FARC en las selvas del sur del país; o el camino de la euforia tecnológica producida por las máquinas “inteligentes” de matar y su lógica visual asociada a un triple ahorro: los cuerpos muertos, las imágenes de sufrimiento y la complejidad moral hacia los caídos, que es a lo que apuntan las imágenes operacionales que muestran los “triunfos” del Estado contra el enemigo; o aquel que sigue la ruta de la opacidad y el ocultamiento de los horrores de la guerra, por cuanto la “verdad” revelada por las imágenes que conforman este trayecto está sujeta a las trampas del mimetismo, a la sustracción o el trucaje de hechos, identidades, cuerpos y circunstancias, que es a lo que se refieren las fotografías de la desaparición forzada y de las ejecuciones extrajudiciales en el país, conocidas como los “falsos positivos”. Retornar a estos hechos de un pasado reciente de atrocidad tiene el propósito de regresar a ellos, pero “con otros ojos” (Lara, 2009).
¿Cómo interrogar a estas imágenes? Dos precisiones metodológicas antes de continuar. Este trabajo aborda reportajes gráficos e imágenes de prensa tomadas por fotorreporteros cuyas producciones asumen pocas veces la paciencia, el tiempo o la creatividad de la imagen en su relación con el sujeto, el objeto o la situación fotografiada. Las fotografías que aquí concurren no han traspasado, en su mayoría, las fronteras de la prensa diaria para recaer en los circuitos del arte, en los modos en que el arte interpela –v. g. con los usos documentales de la fotografía– al espectador en asuntos de dolor, barbarie y sufrimiento desde perspectivas más sensibles, pausadas o de ruptura. Nuestra pretensión es más prosaica, si se quiere, y el desafío acaso más provocador, pues estamos sumergidos en un terreno donde acecha el riesgo del exceso y la repetición: vista una foto, vistas todas. Que las imágenes de las que está hecho este trabajo no sean imágenes artísticas no significa, sin embargo, que no podamos dialogar con el arte, dejarnos interrogar por este, pues también en el fotoperiodismo se pueden vislumbrar la historia de las formas, los problemas de lo estético, las prácticas de la cultura, la densidad de lo simbólico, no solo la inmediatez de lo real.
La otra decisión tiene que ver con algo que plantea la crítica cultural Mieke Bal sobre los estudios que se centran en las intencionalidades del artista o del creador, para entender el significado de sus obras, como si hablar de la “intención” fuera la culminación de cualquier estudio que examina lo visual, como si hacerlo garantizara la explicación plena, la narración exacta, la autoridad del argumento contra cualquier posibilidad de distracción del espectador (Bal, 2009, pp. 323-364). Como dice Bal, la agencia de las imágenes, su capacidad para “hacerle” algo a alguien, es un asunto que supera, pero no anula, la tarea dirigida a proporcionar datos sobre las intencionalidades del artista o, en nuestro caso, del fotógrafo, lo cual invita a asumir sus producciones como objetos que “ocurren” cuando son observados, en un proceso que implica narrativamente al espectador con el acto de ver las imágenes (2009, pp. 353-358).
Afirma Didi-Huberman que saber mirar una imagen no es algo dado. Una manera –un método, quizá– para hacerlo lleva a reconocer el doble régimen del que están hechas las imágenes, pues estas no son ni ilusión pura, ni toda la verdad, sino espacios de cruce, zonas de litigio, lugares de intermitencias, territorios inestables (Didi-Huberman, 2004, pp. 83-135). Intersticios que invitan a trasladarse hacia la superficie de su “marco”, con el fin de identificar los objetos, las situaciones, los temas, las personas que comparecen en el episodio de una foto, de prestar atención a los pequeños detalles que aparecen en su cuadro o que se excluyen del mismo –esos puntos ciegos que develan sus silencios o sus significados ocultos (Burke, 2008)– para luego desplazarse en otras direcciones. ¿En cuáles? Por ejemplo, en la ruta de sus convenciones narrativas, de sus gestos, planos, encuadres, movimientos, fórmulas dramáticas y prácticas de composición; en los trayectos que nos lleva ya sea hacia su vecindad con otras imágenes con las cuales estas dialogan, se superponen o discuten, o hacia su cercanía con las palabras (títulos, subtítulos, pies de foto); o en la dirección de sus contextos, esto es, de las circunstancias bajo las cuales ellas se producen, el ambiente social y cultural que las pone en juego, las políticas de la mirada que las inserta en una época, una sociedad, una cultura, una forma de ver.
Los lectores avisados sabrán reconocer, en esta apuesta de mirada, las huellas del denominado “método iconográfico” empleado por los investigadores de la historia del arte y, más recientemente, por los estudiosos de la cultura visual, y que en nuestro caso hemos preferido abordar desde una perspectiva menos ambiciosa, al optar por la noción del “doble régimen de la imagen” (Didi-Huberman, 2004). Un doble régimen que convida al investigador a tener en cuenta dos dimensiones: por una parte, lo invita a reconocer, como diría William J. Thomas Mitchell, que la acción de mirar es un acto profundamente impuro, y que las imágenes, como otros vehículos de comunicación, son medios mixtos que, por lo general, van acompañados de palabras, pero también de sentimientos, pensamientos, emociones y escuchas (Mitchell, 2009, pp. 11-13), cuyas interacciones desbordan las barricadas conceptuales que reducen las imágenes al prefijo de lo infra; por otra, lo convida a considerar que las imágenes son seres vivos, que están dotadas de vida propia; valga decir, no son entes pasivos aguardando nuestra interpretación, esperando que las descifremos, puesto que les hacemos algo a ellas, tanto como ellas nos hacen algo a nosotros (2009, p. 99). En nuestro caso, esto lleva a tener en cuenta que la fortaleza o la debilidad de las fotografías de atrocidades que componen este trabajo, la potencia o la fragilidad que las embarga como “vehículos” expresivos en la configuración de la memoria de un pasado reciente que buscamos interpelar a través del fotoperiodismo, no reside únicamente en su relación con la verdad, en la idea de que se trata de imágenes únicas o genuinas de las situaciones que representan. Mirar estas fotos, volver sobre ellas, significa valorar el impacto emocional que estas imágenes producen, la fuerza de su implicación, su capacidad para movilizar sentimientos morales en el investigador, que es a la vez espectador.
Las imágenes aquí abordadas no sintetizan la totalidad de la guerra en este país. Muchas de ellas no harían parte ni siquiera de una lista de clasificación de la fotografía mejor lograda o de la imagen “correcta” sobre asuntos de dolor, muerte y esperanza por un hecho fundamental: no existe una imagen total, única, que resuma de manera plena la barbarie en Colombia. Pretender encontrarla lleva implícita la remisión a un régimen esencialista de la representación visual, según el cual bastaría una imagen rebosante para reponer cabalmente lo sucedido, como si la guerra hubiese sido una sola, como si hubiera una sola forma de mirar el horror (García y Longoni, 2013, pp. 25-44). Incluso, algunas de ellas son fotografías a las que Roland Barthes les tendría un nombre: son “fotos unarias”, puesto que revelan poco y movilizan un interés vago, ningún pinchazo, nada de sorpresa o, en palabras de este autor, “nada de punctum en esas imágenes” (Barthes, 2009, p. 59), pero cuyo valor reside en que hacen parte de acontecimientos que requieren ser mirados por segunda vez mediante un acto al que John Durham Peters (2001) denomina “atestiguamiento”, que se refiere a esa responsabilidad que tiene el analista-testigo de volver a mirar, de dejarse tocar por eventos que, en un principio, él y otros como él, pasaron de largo, con el fin de que estos reingresen en la esfera pública y sean objeto de reflexión y debate.
Hablamos de una condición retroactiva que implica volver sobre imágenes de atrocidad, con el fin de preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron, en un ejercicio en el que el pasado reciente y el presente se conjugan para brindar una aproximación, ojalá crítica y renovada, a los desastres humanos que en su momento no supimos, no quisimos, o no pudimos enfrentar (Lara, 2009). Un ejercicio al que Hannah Arendt llama “dominar el pasado”, y que se refiere, no al hecho de que el pasado no se repita en el presente, sino a la posibilidad de interrogar cómo fue posible que cosas como estas –los horrores de la guerra– sucedieran y de retornar a la memoria de lo que allí ocurrió, por medio de historias bien narradas (Arendt, 1990, p. 31). Solo que aquí no se trata de regresar a lo sucedido a través de las narrativas propiciadas por la literatura, el arte, la poesía o el testimonio verbal a las que aludía Arendt, sino mediante fotografías periodísticas, imágenes documentales que, como los relatos, también pueden producir sentido, revelar asuntos importantes de la vida moral de una sociedad y ayudar a construir una mirada crítica respecto a lo que nos ha ocurrido como sociedad.
En los estudios sobre el conflicto armado y la memoria de este país, el deber de recordar, el compromiso de debatir y la necesidad de otorgarle legibilidad a aquello que nos duele, a lo que no supimos ver o no quisimos ver, a lo que hoy intentamos superar –la guerra– implica también hacerlo a través de las imágenes. No obstante, es preciso reconocer el débil interés que aún muestra la teoría social en Colombia por los dispositivos de la imagen,2 sobre todo si estos están en cabeza del periodismo o los medios de comunicación, ámbitos frente a los cuales sigue existiendo un “mal de ojo” intelectual (Martín-Barbero, 1996), que asume que toda crítica de la imagen mediatizada consiste en hacer evidente la manipulación, la sospecha y el engaño; que señala que cualquier aproximación a lo visual-masivo como medio para dar testimonio de los eventos terribles de la guerra puede terminar en una fascinación imbécil; o que juzga que el horror solo puede ser abordado desde del dogma de lo indecible, lo irrepresentable, lo inimaginable.
Como dice Andreas Huyssen, “el terror, la degradación, la desubjetivación y la destrucción de lo humano pueden y deben ser imaginados, pueden y deben ser dichos, pueden y deben ser representados en imágenes y en palabras” (2009, p. 20). A esto apunta el epígrafe arriba mencionado a propósito del mito de la Medusa, en el que Perseo logra vencer al monstruo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo que portaba. Agrega Siegfried Kracauer:
Quizás el mayor logro de Perseo no fuera cortar la cabeza de la Medusa sino superar sus miedos y mirar su reflejo en el escudo. ¿Y no fue precisamente esa proeza lo que le permitió decapitar al monstruo? (1989, p. 374).
Este libro es el resultado de un largo viaje que culminó con mi tesis doctoral.3 En él confluyen múltiples voces y variadas escuchas. Agradezco muy especialmente a mi director de tesis, el maestro Jesús Martín-Barbero, de quien he aprendido en todos estos años a mirar por los lugares del “entre” y a reconocer la fuerza del prefijo “re”. Espero que estas páginas contengan la fuerza y la generosidad de sus enseñanzas.
Quiero agradecer también a mis profesores del doctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional, Oscar Almario, Jorge Márquez y Álvaro Andrés Villegas, porque en sus cursos –y con sus lecturas– se cotejaron ideas precedentes y surgieron otras nuevas. Algunos de mis amigos y colegas me concedieron momentos de su tiempo para hablarles de mi trabajo, y de vuelta recibir algunas de sus sugerencias: Catalina Montoya Londoño, Camilo Tamayo Gómez y Daniel Hermelín Bravo están entre ellos. A la Universidad EAFIT le agradezco la paciencia, el apoyo y el tiempo que me otorgó para cumplir con mis deberes de investigación y escritura. A Julián Gutiérrez Ramírez le debo mi gratitud por el trabajo de recopilación de las imágenes, una tarea de archivo que llevó a cabo con criterio y eficiencia. A Myriam, quien fue lectora atenta de este trabajo, mis gracias infinitas, además de mi cariño. A Manuela y Camila, mis hijas, porque sus voces me alentaron a no desfallecer ante las escenas de dolor y de tristeza que conforman este trabajo. A ellas, estas palabras de mi afecto.