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LA ISLA DE CEBÚ

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Con las primeras luces del día, el capitán Lustau manda arriar dos esquifes. Los marineros colocan los pesados remos en las chumaceras y comienzan a bogar hacia tierra. A proa de cada embarcación se han colocado sendos alguaciles con sus arcabuces por si se presenta algún indígena en actitud hostil. En principio no les parece probable como primera intención. El capitán sabe por experiencia que los indígenas suelen ser amables hasta que sus hombres se confían. Eso casi siempre lleva varios días, por ello, el Capitán Lustau, piensa hacer aguada, tomar algunas provisiones y no volver por el lugar en algún tiempo.

Cuando las quillas de los esquifes tocan el fondo arenoso de la orilla, los primeros hombres saltan a tierra. Miran en derredor buscando vestigios, pistas, señales que les indiquen la presencia del agua. Para aquellos hombres acostumbrados a buscarla no es muy difícil descubrir los indicios. Observan que en la ladera de una cercana colina la tierra presenta heridas, honduras hendidas de las que afloran enormes helechos, salpicados de flores violetas y amarillas. Está claro que semejante construcción necesita como herramienta la acción y la presencia del agua.

—Allí —dijo el oficial que mandaba el grupo—, está todo mucho más verde que lo demás. Traed los toneles y los odres.

Apostados los arcabuceros en lugares estratégicos, los marineros se acercan a la umbría. Conforme se aproximan, reconocen el sonido inconfundible, universal, del agua discurriendo entre las piedras. Un arroyo claro, tapizado en su lecho por suave musgo de un verde amarillento, aparece ante ellos. Pero también la niebla. El capitán Lustau también ha desembarcado y apremia a su gente para que hagan la aguada. No está seguro de ese lugar, su amigo Francisco Serrao le ha advertido de la belicosidad de algunos nativos de la zona. La agradable existencia que llevan los portugueses en algunas islas no es extensible a todas las del Pacífico.

Cuando los hombres se acercan al manantial sorprenden a dos nativos. Se trata de un joven que aparenta adolescencia, apenas ha cumplido los quince años, y una mujer algo mayor que lo acompaña. Les hacen transportar los odres de agua hasta el barco, en compañía de los marineros. Esta operación la repiten una y otra vez. Les hacen regalos de espejuelos y cascabeles y así se van ganando su confianza. En el último acarreo de agua, levan anclas y se marchan con ellos. Los chicos aún no lo saben, pero ya son esclavos.

Hacer esclavos o matar hombres era una práctica habitual en el siglo XV y XVI. Hasta tal punto que muchos soldados llevaban consigo algunos grilletes para someter a los nativos capturados. Sin embargo, en esta ocasión no los han ajorrados ni han empleado método violento alguno.

Pigafetta escribe así, una década después, navegando por estas mismas aguas: «Matamos a siete hombres para coger por la fuerza un biguiday, que es una especie de prao». En esos días navegaban por el mar de Célebes. Con motivo de encontrarse inmersos en una tempestad parecida a la que se encontró el capitán Lustau once años antes, Pigafetta dice haber visto reflejado en los palos de las naos, las luces de San Telmo y ante el temor que a los hombres les produce el mar negro y encrespado, ofrecen a sus santos los bienes materiales más preciados: dinero y esclavos.

«Costeábamos Biraham Batolach cuando nos sorprendió una terrible tempestad. Rezamos a Dios y amainamos todas las velas y, de repente, se nos aparecieron nuestros tres santos, que disiparon la oscuridad. San Telmo estuvo más de dos horas en el palo mayor como una antorcha, San Nicolás en el de mesana y Santa Clara sobre el trinquete. A cada uno de los tres santos le prometimos ofrecerle un esclavo y una limosna».

Se ha dicho en muchas ocasiones que los esclavos se compraban a los árabes y que eran éstos los que llevaban a cabo el tráfico. Ello, aunque no deja de ser cierto, no lo es menos que tanto los portugueses como los españoles practicaban la esclavitud de manera asidua, en cuanto se les presentaba la ocasión. Hay que tener en cuenta el momento histórico en que tenía lugar el hecho de apoderarse de un individuo por la fuerza. El código civil actual al referirse a las personas dice en el artículo 29 que, “el nacimiento determina la personalidad”. Al decir esto, está atribuyendo la condición de persona a todo aquel que tenga un cuerpo humano. No era así en el tiempo en que Enrique lleva a cabo su viaje, por cuanto que en ese momento no está equiparada la condición entre hombre y persona. Será muchos años después, siglos después, cuando desaparezca la esclavitud, que esta equiparación tomará cuerpo, pero hasta entonces los hombres y mujeres que se van encontrando los descubridores serán considerados, en su mayoría, meros objetos de intercambios.

Y esa es la suerte que corre nuestro protagonista, que junto a la mujer, han sido tomados como mera mercancía susceptible de cambio. «Dusawong, Dusawong Dugos sa nawong» repite la mujer señalando al chico mientras llora y forcejea. Dugos sa nawong está quieto. El muchacho está viviendo el momento, la aventura que supone estar a bordo de una nao, un barco negro, robusto, impresionante. Comparado con un prao, es un artefacto extraño. En la mente del chico (los esclavos también alucinan), los acontecimientos van colocándose al antojo de su imaginación. Y en su mundo de adolescente, sueña ya con un viaje tan atractivo como desconocido.

El viaje de Enrique

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