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El amanecer encontró a Miquel Arnau acostado boca arriba y despierto. Se había pasado la noche saltando de pesadilla en pesadilla, visitado por los muertos de la guerra; eran aquellos sus acostumbrados sueños de tripas y sangre, tan intensos que al abrir los ojos tuvo la impresión de que la ropa le olía a pólvora.

Aspiró la última calada de aquel cigarrillo asqueroso, liado a mano con hebras de tabaco entre astillas y hierba, y se incorporó en la cama.

Ni siquiera la luz naranja que entraba por la ventana regalaba al cuartucho un aura renovada: las ropas sucias amontonadas aquí y allá, los libros, el polvo…, allí todo resultaba miserable. Fuera, ignorantes de las tristezas de aquel agujero, piaban los pájaros.

Miquel Arnau contempló de reojo la cadenita con el Cristo de oro, abandonada sobre la mesa de noche, y respiró largamente. Volvió a arrepentirse de no haberla vendido antes de abandonar Segovia, pero prefirió no seguir lamentándose. Tenía hambre.

Aplastó la colilla contra el suelo de maderas ennegrecidas, se puso en pie para ajustarse los tirantes; el amigo Iñaki estaría a punto de avisarle.

Echó las manos al agua helada de la palangana y se lavó la cara. Arnau resopló y se secó enseguida con el antebrazo. En la imagen que le devolvía el espejo roto encontró a otro que no era él, más flaco y desaliñado. Le llamó la atención la suciedad de su pelo, la barba larga.

Se abotonó la camisa hasta el cuello, amarillo lo que un día fue blanco; y se entró la zamarra de borrego, calentita.

Al abrir la puerta de la cabaña, le llenó los pulmones el aire vasco de la montaña, gélido, tan diferente de otros vientos con los que Miquel Arnau había luchado en su vida; diferente de las cálidas brisas andaluzas, de la tramontana mallorquina o de la viruxe gallega, pura agua hecha viento. De haber tenido otro cigarrillo Arnau habría fumado; quizás fuera este buen momento para dejar el hábito. Allá al fondo permanecía tranquilo el claro; igual que ayer, igual que anteayer y que el otro y el otro; no se movía nada entre la pared de árboles que daba paso al bosque.

El día estaba frío. Amenazaban nieve las nubes que asomaban por el horizonte, algodonosas y altas, de modo que Arnau maldijo su suerte y pensó que esa noche volvería a dormir vestido, tapado hasta el cuello con la bendita zamarra.

—Coño, qué hambre —dijo en voz baja.

Tardó un rato en decidir si esa mañana afianzaría las maderas sueltas del tejado o si cortaría leña; grandes empresas estas a las que se había reducido su vida. Tanto una tarea como la otra le resultaron insufribles.

—¿No era esto lo que querías? —se dijo a sí mismo—. A cortar leña, pues, carajo.

Escuchó el relincho que venía de lejos como en un quejido prolongado, fantasmal, y alzó la mirada en dirección a la choza cercana, levantada en lo alto de la colina. Arnau pensó en el caballo de Iñaki. Lo sintió por la pobre bestia, pero no demasiado: así es la vida, se dijo Arnau; un día naces, un día mueres.

Se dirigía hacia el montón de ramas apiladas cuando sopló el viento y agitó las copas de los árboles; dio la impresión de que temblaba el bosque entero. Y como si las palabras de Arnau le hubieran conjurado, asomó en lo alto de la colina la figura diminuta de Iñaki; traía de la brida al caballo, como mostrándoselo. El animal avanzaba pasito a pasito, con la cabeza gacha, y Miquel Arnau pensó que le recordaba a sí mismo, avejentado y flaco, asomado al momento final de su vida.

—Los cojones —dijo.

Y entró en la cabaña para acercarse a la mesa y aferrar el cuchillo.

—Yo no estoy en el momento final de mi vida.

*

Iñaki el Chamarilero acariciaba el lomo de su caballo cuando Miquel Arnau terminaba el ascenso de la loma, cuchillo en mano.

—Gracias por venir, Payés —le dijo el crío.

El muchacho pegaba su cara contra la del animal y le susurraba palabras de despedida. Se le escapó una lágrima y el caballo rebufó, acaso consolando a su amo.

—Lo tengo conmigo desde siempre —añadió—, me vio nacer. Se me rompe el corazón de verlo malito, cabeceando sin poder dar un paso, el pobre. No lo quiero ver sufrir más, Payés. —Y amagando una mueca de dolor, insistió—: No lo quiero ver sufrir más.

Iñaki tendría doce, trece años, apenas le llegaba al pecho al catalán. La guerra le había dejado huérfano y dueño de aquel cenagal, de la choza miserable, del caballo.

El chiquillo le miró con los ojos vidriosos, desde abajo, interponiéndose todavía en su camino hacia la bestia.

—Lo harás rapidito, ¿verdad, Payés?

Arnau asintió.

Iñaki rozó la cara del animal, pero sin corazón para enfrentarlo.

—Adiós —le dijo al caballo en un hilo de voz.

Y se quitó de en medio dándoles la espalda.

Miquel Arnau se detuvo ante la bestia, que olía a como huelen los caballos y sudaba la enfermedad, respirando pesadamente, acabado. Los ojos del animal y los del hombre se cruzaron, decididos los dos. Arnau le dio unas palmadas en el cuello y aprovechó para localizar la carótida. Allí apoyó la hoja del cuchillo.

La brisa fría de la mañana se encontró con el susurro de Iñaki a su caballo.

—Espérame en el cielo, amigo. Espérame y no te olvides de mí.

Una bandada de pájaros se elevó por encima de las copas de los árboles; abajo, en el bosque, hombre, muchacho y bestia se giraron hacia el camino, atraídos por el ruido.

Un automóvil descendía por la vereda. Tocó el claxon de cierta manera característica que Arnau reconoció enseguida.

—No puede ser —dijo entre dientes.

Dejó a Iñaki junto al caballo y se adelantó, nervioso, hasta el borde de la loma, a fin de que pudiera verle el conductor.

Los segundos que el coche tardó en subir hasta la cabaña se le hicieron eternos. El elegante Fiat negro acabó deteniéndose frente a Arnau.

*

La puerta del conductor se abrió y de la máquina descendió un caballero trajeado. Diecisiete meses habían pasado desde que Arnau le había visto por última vez. Diecisiete meses, uno detrás de otro, de retiro, de inactividad, de no saber qué estaba ocurriendo en el mundo sino por lo que el chaval le iba contando los domingos, al subir del pueblo. Tras diecisiete meses apartado en la casucha sin ver el jabón, a Arnau le llamó la atención la pulcritud de las ropas, el corte perfecto del bigotito.

Al caballero, por su parte, no le pasó desapercibido el cuchillo.

—¿A quién querías matar, hombre? —preguntó socarrón.

—Nunca se sabe.

Este tono distaba mucho del de aquel diálogo que mantuvieron la última vez que estuvieron juntos. Acaso otro hombre nunca hubiera perdonado la pregunta que le hizo Arnau, pero lo cierto es que allí estaba otra vez Beaufort, ante él, como si nada hubiera pasado entre ellos. Y el Payés le dijo:

—Dime que Franquito ha dimitido, Relojero.

El caballero sonrió.

—Ojalá pudiera, Payés. España no es una monarquía, no. Todavía.

El hombretón no disimuló el enojo, pero el caballero añadió enseguida:

—Tengo noticias. Está a punto de pasar algo.

—Algo como qué.

—Tenemos una misión para ti.

Se le quedó mirando el hombretón y el Relojero sonrió.

—Es verdad que lo dijiste, que se habían acabado las misiones.

—Sí que lo dije.

—Lo entiendo, Payés —añadió el Relojero, con la misma socarronería y señaló abajo, hacia la destartalada cabaña—. Que prefieras pasar el resto de tu vida metido en esa ratonera, viendo cómo transcurren los días sin hacer nada, perdiendo el tiempo, mientras otros luchan por conseguir un mundo mejor.

Arnau rio entre dientes en medio de un gruñido.

Contemplaba su refugio, tabla de salvación que le había permitido huir del mundo, decepcionado, y que, quién lo hubiera dicho, estaba matándole poco a poco. Le pareció escuchar, en la distancia, el eco de los tiros que había disparado hace años.

Podía fingir, pero ya había aceptado la proposición del Relojero. Antes incluso de hablar con él; nada más ver el coche subiendo por el camino sabía que diría que sí a cualquier cosa que le propusiera Beaufort, a cualquier cosa que le permitiera escapar de aquella espantosa agonía.

De modo que no preguntó más, ni quiso saber detalles, accionado de pronto como un viejo mecanismo al que el relojero hubiera dado cuerda. Acudió hasta Iñaki, que le miraba sin entender; del cuello de Arnau colgaba la cadenita con el crucifijo. Llevaba encima todas las posesiones que tenía en el mundo: las botas agujereadas, la camisa amarillenta, la zamarra. Se detuvo frente al joven con el cuchillo en la mano.

—Ya no volveremos a vernos, Iñaki. Te portaste bien conmigo. Gracias por todo.

Después degolló al caballo.

Las piernas del animal flaquearon, desangrándose por aquel caño que le habían abierto en el cuello, cuando Miquel Arnau se deshizo del cuchillo. El chico se abrazó al caballo moribundo; a los dos les caían los lagrimones por la cara.

Arnau y el Relojero entraron en el coche y, mientras el penco terminaba recostándose en el suelo, el Fiat emprendió la marcha camino abajo.

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