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Acababa de salir el sol cuando Elsa Braumann dejó atrás el portalón metálico de la Capitanía General de Madrid. La reunión con los militares se había prolongado durante horas, tiempo en el que la traductora fue más o menos enterada de su misión. El encuentro, además, tuvo que ser interrumpido varias veces, pues había asuntos perentorios que de pronto requerían la supervisión del general. La dejaban sola en aquel despacho de techos altos y al cabo de un rato volvían para reanudar la conversación. Se dio respuesta a las preguntas que Elsa hizo, pero nunca con detalles que revelaran lugares ni fechas concretas. En esto el coronel Bernal fue taxativo: «Ya habrá tiempo para que sea informada de estas cosas, señorita».

Al terminar por fin, rehusó que la acercaran hasta su casa en el coche; dijo que prefería volver dando un paseo, y los policías se encogieron de hombros y la dejaron marchar.

Necesitaba caminar, sentir bajo sus pies el asfalto para tener contacto con el mundo; todavía le daba la impresión de que las últimas horas habían sido un sueño.

Recorrió la Gran Vía ensimismada, perdida; GUANTERÍA FELISA RAMÍREZ, decía un cartel sobre una cristalera; MUDANZAS AL EXTRANJERO. Cientos de viandantes recorrían la avenida a esa hora, pero a Elsa le parecieron fantasmas. Aquí y allá, el tintineo de un tranvía, que avanzaba traqueteando, rompía el aire todavía sin hacer. Bajaba la calle un autobús de dos pisos en cuyo lateral se leía un anuncio de Cinzano. La posguerra en Madrid apestaba a gasógeno; no era raro ver un coche con el remolque atrás, donde se combustionaba el carbón y la leña.

Elsa se asomó al escaparate de una cafetería y soñó con el chocolate con churros que no podría pagar. Habría comido con avidez, sedienta de vida.

No fue hasta transcurridos unos segundos cuando consultó el reloj de su madre: era ya la hora de ir a buscar a Amelia. Retrocedió y se dirigió a Peligros, resuelta a callejear hasta acceder a Atocha.

La traductora sentía la necesidad de cantar su recién recuperada libertad y celebrar que no había perdido la vida, que aquel Madrid grisáceo era hermoso. El incierto futuro no existía, todo era presente, presente y libertad. Echó a correr riendo como una niña, viva y libre, viva, viva; y en la calle de Alcalá torció hacia la carrera de San Jerónimo boqueando, sudando el miedo mientras a su alrededor giraba el mundo como cada día, bajo el cartel que rezaba COBO DENTISTA o la tela que sobre una tienda anunciaba GRAN LIQUIDACIÓN DE MUEBLES; y no se detuvo hasta que llegó a la calle Atocha, donde se apoyó en la esquina y, sonriendo, miró al cielo límpido, sin una sola nube. De una ventana llegaba, amortiguado, el sonido de un piano; Elsa tuvo la impresión de que aquella música, como si estuviera dentro de una película, acompañaba su ánimo.

Le ocurría últimamente, en estos raros momentos de felicidad: acudía a su memoria el sabor del vino caliente y azucarado al que su padre las invitaba cuando, de pequeñas, en Alemania, iban a la feria; qué dulce recuerdo, el sabor empalagoso del glühwein, el tacto en el paladar, la sensación de felicidad y de plenitud, tan lejanos ahora.

Qué lejanos, aquellos años; había ocurrido todo en un prólogo que ahora a Elsa le parecía soñado, antes del ascenso de los nazis, de Adolf Hitler. Allá en Köln, su madre se lamentaba leyendo las noticias, escuchando la radio: «Nos va a conducir a la ruina —decía la pobre—. Con lo que pasamos en la guerra del 14…, este loco nos terminará abocando a otra tragedia». Y mientras el padre de las dos niñas se refugiaba en las timbas de cartas, la madre solo encontraba sosiego en sus libros adorados, pues la transportaban a mundos mejores.

Elsa advirtió el sabor amargo en su boca. Su vida en la posguerra, como la de casi todos los españoles, transcurría ahora bajo la presencia constante del hambre. Qué poco valor le dio entonces, en los días felices de su infancia; ningún valor, a aquel vino con azúcar; imposible imaginar que, tan nimio, tan banal, un día se convertiría en la representación misma de lo inalcanzable.

La asaltaba cada frase de la información que le habían transmitido. «Disponemos de gente, claro —había dicho el general—, pero… la guerra, señorita, los bandos tan irreconciliables… —Buscaba las palabras y terminó encontrando las justas—: Resulta difícil encontrar gente de fiar». «Usted —añadió Bernal— acude al encuentro de Hitler solo para traducir al alemán el documento que el caudillo quiere hacerle llegar al führer después de la reunión. De modo que esté tranquila. —La voz del coronel sonó amigable—: Serán solo unos días fuera de Madrid, como si estuviera de vacaciones». Elsa, claro es, no podría compartir con nadie ningún detalle, por más que le preguntaran; mucho le habían insistido los dos militares acerca del carácter secreto del asunto. «Téngalo en cuenta, señorita: difundirlo será considerado como alta traición y castigado con pena de muerte».

Elsa Braumann pensó en Amelia, sola en el hospital, aguardando su llegada, y le entraron unas ganas terribles de orinar. Se subió el cuello del abrigo y mientras agachaba la cara echó de nuevo a andar; el día se había levantado frío. Acababa de llegar el otoño.

*

Del otrora imponente Hospital General San Carlos, en Atocha, apenas quedaba una estructura, superviviente de los bombardeos de Franco. Solo una ínfima parte se dedicaba ahora a la consulta de pacientes, un largo pasillo en el sótano; y si Elsa había encontrado allí acomodo para su hermana fue por la amistad que las unía con don Ricardo, el pediatra.

Elsa Braumann se abrió paso entre la cola de hombres. Allí se arracimaba cada mañana un ejército, antiguos soldados del frente franquista a los que les faltaba una pierna, un brazo, un ojo, y que acudían para pedir certificaciones que les permitieran cobrar la paga de mutilado. Cada mañana, sin embargo, una monja salía a la puerta para informarlos de que allí no se dispensaban tales papeles, y la muchedumbre de muertos vivientes, abatida, iba abandonando la cola.

Elsa accedió a un sótano; en aquel largo pasillo se disponían las consultas, algunas habitaciones. Faltaba material, apenas se contaba con nada; escaseaban los profesionales, muchos habían muerto en combate: los que de común atendían partos remediaban fracturas de huesos o quemaduras.

En medio del pasillo, sentada en una silla junto a la habitación que acababa de abandonar, la esperaba Melita, tapada con una manta raída que le cubría los hombros.

—Perdona que haya tardado —le dijo Elsa—, me ha surgido una cosa. —Se dieron un beso. Encontró fría la mejilla de su hermana.

Los ojos de Melita le respondieron apagados, tristes.

—Don Ricardo quería hablar contigo.

—¿Está por aquí?

De una puerta cercana salió justamente el médico, acompañando a un crío y su madre, y llamó a una monja que pasaba.

—Hermana, hay que ingresar a este pequeño caballero, haga el favor de buscarle una cama.

—En el Niño Jesús a lo mejor, doctor. Aquí imposible, no hay sitio.

De la madre y el chiquillo se despidió el médico con una sonrisa y los dejó en manos de la religiosa. Al ver a Elsa le hizo un gesto para que se acercara; entró en la consulta para preparar unos papeles y dejó abierto.

—Permiso, doctor —dijo la traductora desde la puerta.

—Pase, Elsa; me alegro de verla. Nos encontramos más aquí que en las escaleras de casa.

Había adelgazado don Ricardo, el pediatra que vivía en el primero. Cosa normal, después de los años de guerra, del hambre que habían pasado en los últimos meses: la carestía y las miserias habían hecho mella en todos. El caballero seguía siendo grandón, sin embargo, y, al hablar, su voz grave retumbó en la consulta.

—La anemia persiste —dijo firmando el parte de alta—; no es de extrañar, con esta alimentación que tenemos. Pero su hermana está bien, Elsa, con toda su debilidad —añadió para tranquilizarla—; esto que le ha pasado a Melita ocurre a menudo; y más en esta sociedad nuestra, que carece de casi todo.

—Me da miedo que salga tan pronto, doctor.

—Nada, nada, hay casos peores.

El médico la miró desde las alturas con aquella mirada amable suya con que trataba a sus pacientes, los niños.

—El dolor que tiene que superar su hermana…, con todo lo bueno y lo malo que supone eso… —se tocó la sien con el dedo—, está aquí. Lo he visto antes, en casos como este, esa tristeza se le agarra a uno dentro.

—Yo —dijo Elsa— intentaré ayudarla tanto como pueda.

Don Ricardo le entregó el alta a la traductora.

—El mundo se ha convertido en un sitio espantoso habitado por monstruos; pero usted es una buena persona, Elsa. Amelia está en las mejores manos.

*

Alegre,

lo pregona el mundo entero.

Alegre,

es el famoso joyero.

De alguna parte llegaba, lejano, el soniquete del anuncio de la joyería Alegre, en una radio.

Alegre,

que paga más en Madrid.

Vende a Alegre tus alhajas

y doblarás tu dinero

igual que me pasó a mí.

Olía a sudor fermentado en aquel pasillo de servicio del hospital, reconvertido en improvisado ambulatorio. Ella misma olía mal: le apestaban las axilas; olía a días sin lavarse ni peinarse; olía a enferma. A su alrededor daba todo la sensación de estar avejentado, las paredes, la gente misma. Allí hasta los niños eran viejos. Mientras aguardaba a que su hermana saliera del despacho del pediatra, a Amelia Braumann le dio la impresión de que sus manos eran más viejas que ella.

Antes de la guerra se pasaba el día frotándolas con crema de lanolina; ahora, con la escasez debía contentarse con agua de cocer patatas. En compañía de Valentino las cubría con unos guantes calados; al Valentino le enardecía verla agarrar con ellos el volante; «Dios, pareces Claudete Cólber». «Enséñame a conducir, Valentino», le había dicho Melita un día, y él replicó: «Conducir es cosa de hombres». Ella lo cubrió de besos; y de caricias, con aquellas mismas manos. «Enséñame a conducir, Valentino, no seas antiguo». Se amaban a solas en el coche, entre la maleza, durante horas, y después él la dejaba conducir por los caminos perdidos de la sierra, donde eran libres; el viento en la cara, el sol en el antebrazo. Eran modernos, les sobraba juventud. Se amaban cada día, a escondidas; los besos estaban cargados de electricidad. «Tú y yo, nena, podemos poner en marcha este coche sin gasolina».

Amelia Braumann se miró las manos sentada en aquella silla desportillada, rodeada de baldosas sucias, de azulejos resquebrajados. Cuánto quería estar allá lejos de nuevo, en la sierra, conduciendo el coche de Valentino y pisando el pedal. «Tú y yo, nena. Tú y yo».

Salió Elsa del despacho y se detuvo ante su hermana.

—¿Has oído? Dice el doctor que conmigo en casa estarás mejor que aquí.

Melita la miró desde la silla, más frágil que nunca. Se adelantó y, apuntando una sonrisa, apretó su mejilla contra el vientre de su hermana.

Conmovida por este gesto, Elsa se arrodilló para encararla. Estaba pálida.

—Cómo me miras —se lamentó Melita—. ¿Estoy horrible?

Cualquiera diría que eran hermanas; tan delgadita ella y tan mujerona Elsa. Había, sin embargo, más cosas en las que diferían: si la naturaleza quiso esmerarse en las facciones de la hermana pequeña, en la traductora, en cambio, parecía haber hecho un trabajo apresurado, esculpiendo el rostro sin esmero, como si tuviera otras cosas que hacer. Si las líneas de la cara de Melita habían sido dibujadas con tiralíneas, las de Elsa pasaban por trazos anodinos; sin ser feos, tampoco levantaban piropos.

—Tan guapa como siempre, tonta —respondió la traductora borrándole con un dedo esa lágrima que, como si hubiera roto una barrera largamente contenida, caía rostro abajo.

Elsa Braumann cerró los ojos para deleitarse en el tacto, en el familiar olor de su hermana. Besó las manos de Melita, que envolvían la suya, y, sin querer, su mirada fue a parar adonde no debía: el vientre de Amelia, parecía mentira, estaba abultado todavía.

*

Tardaron un mundo en desandar aquel trayecto que en circunstancias normales les habría llevado veinte minutos. Amelia caminaba despacito, insegura. La llevaba su hermana cogida del brazo. A su alrededor eran muchos los solares que acumulaban escombros, y las señoras, a falta de parques, se sentaban en ellos a calcetar al sol, mientras los críos, como si estuviesen en la playa, levantaban castillos con tierra y viejas latas oxidadas. Un matrimonio jugaba a las cartas.

Las hermanas Braumann evitaron el paso de un burro que tiraba de un carro lleno de toneles y elevaron los ojos en la plaza de Canalejas, bajo el cartel enorme que rezaba USAD JABÓN FLORES DEL CAMPO.

—Tienes ojeras —le dijo Amelia—. Has dormido mal por mi culpa.

—He dormido poco, sí —respondió Elsa sin querer contarle la verdad de lo sucedido en la Capitanía; y por no abundar en la mentira se encogió de hombros—. Ahora cuando te deje en casa tengo que ir al banco a pedir que nos retrasen unos recibos y a comprar amoniaco.

—Si quieres voy yo —dijo la hermana menor con la boca pequeña.

Odiaba aquellos asuntos prácticos, cotidianos, que llevaban tanto tiempo cada día y que requerían un esfuerzo mental constante. A Elsa se le daban mejor aquellas cosas: pagar a la odiosa vieja, controlar la medicación que tenía que tomar su padre o distribuir los ahorros en el menú de la semana; ir al médico a por medicinas, a la tienda a comprar las telas.

—No —repuso Elsa—. Ya voy yo.

Cruzando frente a la puerta del Banco Hispano Americano, Amelia se lamentaba.

—No hago sino darte trabajo.

—Qué tontería. Eso es hasta que te pongas buena.

—Será, pero no te dejo vivir tranquila.

No hizo mucho Elsa por replicar este argumento, y Melita advirtió que aunque su hermana la disculpara de boquilla, en el fondo debía sentirse cansada de tanto cuidado.

—La que te ha caído, maja; primero con papá y ahora conmigo.

Compartieron sin saberlo el mismo recuerdo: la imagen, desvaída como una fotografía vieja, de tanto manosearla en la cabeza, donde aparecía su padre delgadísimo, cercana ya la hora de su muerte. Parecía mentira el nivel de degradación que puede soportar el cuerpo humano; hasta dónde pudo menguar un hombre como aquel, grande como un castillo, y convertirse en un esqueleto. Las dos creyeron escuchar entonces, tan claro como si hubiera ocurrido ayer, la respiración ahogada de su padre.

Si volver se les hizo pesado, todavía fue más duro subir los cuatro pisos de escalera. Como Melita jadeaba apoyada en la pared, Elsa señaló la puerta vecina y le hizo un gesto de que no hiciera ruido. Desde el interior les llegaba, en sordina, la voz engolada de un locutor en la radio:

… Será acogido con los altos honores que se deben a uno de los mejores colaboradores del führer y uno de los prohombres más importantes del Tercer Reich. Su viaje se realiza, a las dos semanas de haber sido felicitado por Hitler personalmente, con ocasión de su cuarenta cumpleaños.

Fue justamente esa puerta la que se abrió cuando Elsa introdujo el llavín para entrar en su casa. Asomó la vecina, embutida en aquella bata cuyas flores estampadas habían perdido el color, como ella.

—Señoritas, ya me deben dos meses de alquiler.

Amelia agachó la cara.

—Sí, doña Lola —dijo Elsa a la vieja—. Luego hablamos, si no le importa; estoy cansada y mi hermana acaba de volver del hospital. —Hizo pasar a Melita—. Deme un par de días; la editorial me debe una traducción. Un par de días.

—Si no me paga la semana que viene tendrán ustedes que dejar el piso. Esto no es un Hogar del Auxilio Social.

Como si estuviera empujando una losa pesada, inamovible, Elsa cerró la puerta.

A solas por fin, allí mismo se quedaron las dos hermanas, detenidas en el recibidor mientras se alejaban las pisadas de la bruja y volvían a meterse en su casa.

Desde su jaula en la salita las miraba el loro, junto a la ventana. Estaba flaco, y mustio; no hacía más que perder plumas desde el día del Alzamiento Nacional: Melita decía que era un loro republicano.

Elsa Braumann recordó en la que estaba a punto de meterse: la misión que el general le había encomendado, las palabras del coronel Bernal. Por encima de eso, sin embargo, sobresalía una necesidad: solucionar la anemia de su hermana. Se preguntó dónde conseguir algo de alimento para Amelia, descartado Valentino; carne, legumbres, huevos. Todo lo que, precisamente, era más difícil de conseguir. Tiritaban de frío y de nervios.

Melita, por su parte, menos racional, todo temperamento, había comenzado a elaborar el plan que pusiera remedio a su inquietud, a pesar de que esto implicara volver a ver a la persona que menos le convenía. Nada más pensar en Valentino, palideció.

*

Al poco de irse la luz de la tarde, Melita Braumann se enfundó el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo, el más oscuro que encontró. Estaba tan débil que le temblaban las manos haciendo el nudo.

Al asomar al interior del dormitorio que compartía con Elsa la encontró dormida.

La casa del Valentino estaba cerca, por fortuna, pero, por culpa de aquella debilidad, a mitad de camino se vio obligada a ir apoyándose en las paredes.

Encontró desierta la Corredera Baja de San Pablo, pero del bar que hacía esquina salía una luz cálida; dentro, los trasnochadores, entre cuchicheos, hacían chistes sobre Franco: «Un estadounidense le dice al caudillo: “Ustedes en España no tienen libertad. Allí en los Estados Unidos podemos criticar a Roosevelt todo cuanto queramos sin que nos pase nada”. Y Franco respondió: “¡Pues, hombre, igual que aquí! Podemos criticar a Roosevelt todo cuanto queramos”».

Ya cerca de la calle del Pez, Melita se detuvo ante una puerta descascarillada y llamó sin hacer ruido.

Mientras aguardaba se revolvió buscando miradas curiosas que la espiaran desde una ventana; con la guerra, y ya para siempre, Madrid se había convertido en un nido de soplones.

Se abrió la puerta y asomaron los rasgos hermosos del Valentino.

—Carajo —dijo al ver a Melita.

Tuvo la reacción primera de agachar la mirada, avergonzado, pero enseguida le sobrevino la chulería y alzó la barbilla.

—¿Vienes a pagar?

Era zamorano y se llamaba Juan Luis Valente. Por el apellido, y porque recordaba al guapo actor de cine, le apodaban Valentino. No había mujer que no le mirara cuando paseaba por la calle, y hasta algunos hombres giraban la cabeza al verle. De él se contaba que se conocía todos los tejados de Madrid, ruta de escape habitual para huir de maridos ultrajados. Todo lo que tenía de bello, por desgracia, lo tenía de canalla.

—Qué miserable que eres —respondió Melita en voz baja—. Tengo anemia. —No deseaba otra cosa que le permitiera pasar y abandonar la calle—. Estoy buscando carne.

La mueca que puso el guapo resultó ser una sonrisa burlona.

—¿No quieres acompañarlo con un poquito de champán?

Parecía que las cartillas de racionamiento hubieran estado siempre allí. En las comisarías de Abastos y en los colmados, a cambio de cupones, se proporcionaban las menguadas raciones: un poco de aceite; doscientos cincuenta gramos de pan negro; cien gramos de arroz o lentejas… A las familias casi nunca les llegaba carne, leche o huevos, estos se convirtieron en artículos de lujo. De ahí aquellos chanchullos del estraperlo, donde, por un valor muy superior al oficial, se podían conseguir ciertos artículos.

Valentino la hizo pasar al zaguán; cerró la puerta.

—¿Cómo estás? —preguntó Melita.

—Mejor que nunca —respondió el lobo enseñando un diente, y se rebuscó con un palillo—. ¿Traes dinero?

Melita, incapaz de enfrentar sus ojos, no levantaba la cara.

—Quería verte.

—Melita, ¿traes dinero para comprar la carne?

—Quería verte —insistió ella adelantando un paso. Había en sus ojos no solamente un ansia, sino una súplica—. Estoy enferma.

—Y yo tengo un tío en Cuenca. Melita, si no traes dinero no te puedo vender nada.

—He perdido al niño —dijo ella de pronto, como si disparara.

Valentino torció la boca en un rictus.

Pertenecía a Falange; se había pasado la guerra fuera de Madrid y solo había vuelto cuando las tropas de Franco habían pacificado la capital roja. A diferencia de otros estraperlistas, no estaba relacionado con ferroviarios o con gente del campo, que proveían de comida entrándola en la capital oculta en falsas barrigas de embarazada. Como tenía contactos en el ejército conseguía alimentos de los almacenes militares y estaba haciéndose de oro con el estraperlo, igual que tantos otros, gracias a la desesperación de la gente.

—Melita, no te das cuenta todavía, como es natural, pero si lo has perdido has tenido mucha suerte.

Melita Braumann quedó rígida y él, a la vista de aquella cara, añadió:

—No seamos hipócritas, nena. Yo no lo soy y admito que estoy contento. Por mi parte, muerta la criatura, como comprenderás, quedo liberado de mis obligaciones.

Iba Melita a darle una bofetada, roja de indignación, cuando, a su espalda, se abrió el portalón que daba a un corral. Asomó la figura de una mujer rubia, altiva, que la miró de arriba abajo; llevaba los labios pintados de un rojo intenso. El suéter ajustado le marcaba los michelines.

El Valentino agarró a la mujer de la cintura y la atrajo hacia sí.

—Ayer fue mi cumpleaños —dijo—. ¿Adivinas lo que me regalaron? Una novia.

Nada más ver a aquella mujer, Melita dirigió los ojos hacia el suelo, humillada. Un mordisco se le había apretado en el pecho, donde el corazón.

Los golpes en la puerta los sobresaltaron a los tres; sobre todo el Valentino se puso pálido. Acudió a abrir; alguien jadeaba al otro lado, como si acabara de realizar una carrera.

—¿Quién?

—¡Abre! —dijo la voz de Elsa Braumann.

*

Melita tragó saliva.

—Viene la caballería al rescate —comentó el estraperlista.

Abrió la puerta y la traductora irrumpió en el zaguán; venía roja de furia, de miedo. Encontró a Melita acobardada en una esquina, como una niña a la que hubieran pillado en una trastada; la rubia, vulgar y arrogante, se apretaba contra el Valentino, y este, riéndose desafiante, le devolvió la mirada a Elsa.

—No le hemos hecho nada, oye —dijo el canalla—, aquí somos todos muy decentes.

Melita se aferraba a su hermana como si fuera a venirse abajo, mirándola con los ojos brillantes, bañados en unas lágrimas que no acababan de romper, hasta que, susurrando muy cerca de Elsa para que él no la oyera, confesó:

—Quería volver a verlo. Le quiero tanto… Quería volver a verlo.

No era la primera vez que Elsa cumplía su papel de hermana mayor. Si en algo se había caracterizado Melita era por aquella obstinación de rodearse de quien menos le convenía, por elegir siempre la más imprudente de entre dos opciones. El camino que escogía resultaba de común el más inseguro; si resolvía blanco, le habría convenido negro; como el niño que, si ha de apoyarse en la pared, acaba poniendo la mano sobre la estufa. No por maldad, ni siquiera por ignorancia; parecía estar en su naturaleza decidir en cada caso la opción que más daño habría de causarle.

De modo que Elsa estaba furiosa con Melita, por haberla conducido hasta esta situación terrible, violenta; por su mala cabeza, por haber conocido a Valentino, por la eterna tensión que le suponía estar siempre vigilándola; Melita le había arrebatado su papel de hermana y la había colocado en el trabajo extenuante que suponía ser su madre.

La rubia susurró algo al Valentino y este dirigió los ojos hacia la muñeca de la traductora, mientras ella descorría el cerrojo de la puerta.

La traductora agarró a su hermana por la mano.

—Vámonos, Melita, que se nos va a pegar el olor a podrido.

Elsa abrió, llevándose a su hermana con ella, y salieron al frío de la calle, allí las esperaba un silencio temible.

No llevaban caminados dos pasos, aferrada una a la otra, cuando, atrás, asomó el Valentino.

—Huevos y ternera —dijo.

Elsa y Melita se volvieron hacia el estraperlista. Allá en la puerta asomó la rubia tras Valentino y este añadió:

—A mi chica le ha gustado el reloj ese que llevas, Elsa.

La traductora se llevó la mano al pecho y lo tapó como si estuviera protegiéndolo.

—¿El reloj? —dijo en un murmullo asustado.

Melita tiraba de ella.

—Es el reloj de mamá, Elsa, vámonos.

—¿No está enferma tu hermana? —añadió el guapo riéndose—; huevos y ternera, a cambio del reloj. A mi nueva novia le encanta y yo —dijo encogiéndose de hombros— soy un caballero, tengo que cumplirle todos los caprichos.

Melita agachó la cara entre los hombros, devastada por dentro. «Tú y yo, nena; tú y yo».

—Déjamelo ver —dijo la rubia, señalando.

Elsa se había quedado petrificada; aferraba el reloj contra su corazón.

—Elsa, vámonos. No me hace ninguna falta la carne, estoy bien.

—Sí te hace falta —dijo Elsa.

Había salido sola la voz, como si perteneciera a otra persona; le sorprendió escucharse. Ya estaba desabrochándose el reloj de la muñeca.

—¡Elsa, el reloj de mamá no!

Elsa Braumann acarició la cara de su hermana.

—Tienes que comer —respondió con una sonrisa triste.

Volvió donde el Valentino.

—Huevos y ternera. Mañana pasaré a recogerlo.

—Conste que todavía me debes lo de las últimas veces.

Brillaron las pupilas de la rubia cuando Elsa, sabiendo que sería la última vez que lo viera, acabó entregándole el reloj entre los sollozos de su hermana.

Al escaparse el reloj de sus dedos Elsa Braumann tuvo la impresión de que, con él, se le iba parte del alma. Puso todo el empeño en afianzar los recuerdos donde aparecía su madre con aquel reloj. Apretando los dientes, fijó a fuego la imagen de la buena mujer; pasándole brillo al anochecer con un poco de pasta dentífrica, después de lavar los platos; los ojos ensoñados, mientras plegaba y desplegaba el cierre de mariposa. «Fue de los primeros —le dijo su madre una vez—, nadie tenía un automático. Años después me confesó tu padre que ese mes no tuvo ni para pagarse el cuarto, ya sabes cómo es: se lo había gastado todo en este regalo». Su madre le contó esta historia muchas veces y Elsa observaba fascinada cómo sus mejillas perdían ojeras y ganaban rubor, y podía ver entonces a la muchacha que esa mujer había sido, deslumbrada por aquel pretendiente al que sus padres, desde España y en encendidas cartas, llamaban inútil, y poeta y tarambana. Elsa Braumann fijó a fuego, también, la imagen del final, con los ojos enrojecidos de su madre mirándolas, tendida y empapada en sudor, desabrochándose el reloj en la cama de una pensión de mala muerte: «Acuérdate, hija, este relojito lleva mi pulso. No dejes que se duerma». «No, mamá, estaré pendiente para que no se pare». «Eso. Tú vigila, ¿sí?». Y, cada poco, la joven Elsa sacudía la muñeca, tras tras tras, y sabía que el pulso de su madre seguía vivo, escondido en el engranaje.

Ahora aquel reloj era, como su madre y como su padre, solo un fantasma; ya no los volvería a ver, muerta una recién llegada a su añorada España; muerto el otro en el Real Sanatorio de Guadarrama, de tuberculosis, y el tercero perdido para siempre en la muñeca de aquella desalmada. Ya nunca más podría escuchar el pulso de su madre en los latidos del engranaje.

—¿Me queda bien? —preguntó la rubia muy ufana, mostrándolo.

Elsa agachó la cara, luchando por no llorar, y dijo que sí.

—Por favor, no deje que nunca se pare.

*

Esa noche la pasó en duermevela, a pesar de que había caído rendida. Cada poco abría los ojos preguntándose la hora, mirando el cielo a través de la ventana, por si había amanecido ya.

Se había despertado varias veces a lo largo de la noche, y no le quitaba ojo a Melita.

A Elsa todavía le parecía ver la sangre en el suelo, de aquella tarde en que volvió a casa y encontró a su hermana en el dormitorio, sobre la cama y medio muerta. Una «pérdida espontánea», lo llamaron. Ojalá, se decía Elsa, pudiera olvidar aquella sangre. Ocurría a veces, ya se lo había dicho don Ricardo, el pediatra: «No nacen todos los niños. Algunos, malogrados, se quedan a mitad de camino, los pobrecitos. Ahora está en el limbo y es feliz. A lo mejor más feliz que nosotros, fíjese: obligados a sobrevivir en un mundo en ruinas».

Lo poco que Elsa durmió esa noche transcurrió entre sueños pesados; de cuando en cuando se revolvía, como huyendo de algo.

Amelia, entre la culpa y la pena, había vuelto desolada de donde Valentino.

—¡No tenías derecho a dar el reloj de mamá! ¡Era el único recuerdo que teníamos de ella!

—¿La culpa es mía, ahora? ¡No haber recurrido al Valentino, Melita, que pareces boba!

—¿A quién íbamos a recurrir, Elsa?

—¡A todos menos a ese, leches! ¡Y ya que nos has metido en el lío por haber ido, por lo menos sacar algo de comida, digo yo!

—¡No a cambio del reloj de mamá!

—¡Amelia, para ponerte buena tienes que comer!

—¡Coño, prefiero no comer!

Ahora se llevaban peor, de pequeñas discutían menos. Entonces se toleraban más la una a la otra, antes de la guerra, antes de la muerte de su padre y de su madre, de la miseria y del cansancio infinito. El comportamiento alocado e irreflexivo de Melita le pasaba más desapercibido a Elsa. La rigidez de Elsa, su preocupación constante, se le hacían más llevaderos a Amelia.

—¡Prefiero no comer! —repitió la menor de las dos llorando como una niña.

—Pues ahora te jodes, no haber ido.

—¡Te jodes tú!

—No, tú, Melita.

—Tú.

—Te jodes tú.

—No, te jodes tú.

—¡Cállate, Melita! ¡Cállate!

Por fin se quedaron en silencio, contemplando desde su cama la luz de la luna que entraba por la ventana, escuchando los ruiditos que hacían los ratones en la madera, tras las paredes. Por las noches se recrudecía la humedad que respiraba la casa y se veían obligadas a taparse hasta las orejas.

Solo después de un rato, tras haber llorado a lágrima viva, Melita había murmurado:

—Elsa…, Valentino ya no me quiere.

«Tú y yo, nena, tú y yo».

Elsa se levantó corriendo de la cama, cruzó a la de su hermana como si salvara un río y se metió con ella entre las sábanas para abrazarla.

—No te preocupes —le dijo. Y le dio un beso y luego otro y otro y otro—. No te preocupes.

Estaba el sol recién nacido cuando, entre sueños, escucharon el timbre de la puerta y se incorporaron, despabiladas de golpe.

Mientras su hermana se agarraba a la colcha, Elsa acudió a abrir inquieta, pues desde que había vuelto de la Capitanía General vivía en un nerviosismo constante.

En su cama y a través de la puerta entornada, Amelia escuchó que su hermana hablaba con un hombre en el rellano. Cuando Elsa volvió estaba pálida como una mortaja.

—Me…, me llaman de la editorial —mintió—, tengo que salir un rato.

Elsa se vestía con el mismo traje que había llevado ayer, y que había abandonado al pie de la cama nada más llegar.

—Qué quieren —preguntó Amelia en un murmullo—. ¿Irán a pagarte lo que te deben?

—No lo sé… —mintió Elsa con un tono áspero, evitando contarle nada—. Duérmete.

—Si te pagan, pregúntales que si te pueden adelantar algo de lo siguiente.

—Sí.

—A ver si puedes recuperar el reloj de mamá.

—Que sí.

—Si ves al Valentino, Elsa, ¿le puedes decir de mi parte que…?

—¡Melita, déjame! —replicó la traductora, furiosa. Temblaba de nervios.

Por un momento se miraron igual que dos fieras hambrientas, desesperadas.

Después se rehuyeron los ojos, avergonzadas de verse reflejadas en aquel espejo, que les daba una imagen de ellas que no reconocían. Se sentían las dos con la piel tan tirante que parecía que apenas uno rascara fueran a estallar, igual que globos. A veces, por la noche, una despertaba a la otra con el rechinar de los dientes, crrrrac, crrrrrrac. «Elsa, no hagas eso». Todo el día en tensión, imposible descansar aquellos músculos agarrotados.

Cuando Elsa y el policía del lunar junto a la boca salieron a la calle la esperaba un coche diferente al del otro día, un Austin del 35.

—Suba —le dijo el policía abriendo la puerta—. La están esperando.

Y, en el asiento de atrás, Elsa descubrió la sonrisa del coronel Bernal.

*

El policía no los acompañó.

Conducía un joven con uniforme militar, del que los separaba un cristal cerrado, y que ni siquiera osaba observarlos por el retrovisor.

—¿Adónde vamos?

—Aquí al lado —respondió Bernal.

La traductora encontró insolente la sonrisa. Estaba cansada y de mal humor.

—¿Usted cree que enviar policías a buscarme es una buena idea? Los vecinos estarán aterrados. Y qué estarán cuchicheando de mí.

—Dígame —replicó Bernal como si no la hubiera escuchado—, ¿ha pensado en lo que hablamos el otro día?

Elsa miraba a través del cristal mientras bajaban la calle de la Luna; luego doblaron a la izquierda por San Bernardo; algunas casas habían sido tan castigadas por los bombardeos de Franco que solo quedaba la fachada. Los carteles publicitarios estaban desportillados: SASTRERÍA EL CORTE INGLÉS, PRECIADOS 3. LA MEJOR CERVEZA EL ÁGUILA. Madrid le pareció más gris y triste que nunca. Las personas con las que se cruzaban iban cabizbajas y apagadas; sorprendía ver lo raídos que parecían ciertos abrigos, lo sucias que estaban aquellas pieles, aquellas uñas, y Elsa se preguntó si ella misma no ofrecería, sin saberlo, esta misma estampa.

Al cruzar la avenida de José Antonio advirtió que se estaban instalando grandes faldones, que colgaban de las ventanas y las farolas; faldones rojos con la esvástica. Madrid se preparaba para recibir la visita de un alto cargo nazi, muy cercano a Hitler.

Elsa apartó la cara, atragantada, con los ojos puestos en el recuerdo de aquella estación de tren donde, no hacía tantos años, sus padres las llevaban de la mano, buscando su vagón, nerviosos y pálidos. En esta carrera muchas veces le preguntaron las niñas adónde iban, por qué habían abandonado su casa apenas con lo puesto, pero la madre era solo capaz de murmurar: «Tenemos que dejar Alemania. Vamos a España, la tierra de mamá. En España las cosas estarán más tranquilas que aquí». Hitler había conseguido una sorprendente victoria en el Reichstag. Los nazis eran ya el segundo partido de Alemania.

Luego vendrían los años de la miseria: la muerte de su madre, nada más llegar a España; las desventuras de su padre por responsabilizarse al fin, el inútil, el poeta, que, a pesar de que nunca fue un mal hombre, se pasaba el día en las nubes, soñando con proyectos irrealizables que nunca verían la luz, más a gusto entre los naipes y las camarillas de literatos que entre los diccionarios que facilitaban sus traducciones. Después, los años de plomo de la guerra; el hambre, el hambre, el hambre, y los nazis de nuevo, cada vez más cerca, en una España que tendía la mano a Hitler; el marchitarse del viejo Braumann, que nunca llegó a ser el escritor que había soñado, al que los supuestos amigos, sablistas y gorrones, enseguida fueron dejando de lado, cada día más consumido por la tuberculosis, emprendido aquel sendero que terminaría llevándole a la muerte.

A la vista de las banderolas nazis, la traductora recordó las palabras que se le habían dicho en aquella primera reunión y preguntó:

—¿Cómo sabe que yo soy de fiar?

Bernal no dijo nada y Elsa insistió:

—Eso me dijeron ustedes la otra noche. ¿Cómo sabe que puede confiar en mí, coronel? No conoce mis inclinaciones políticas; no sabe si soy una republicana acérrima o una anarquista.

A Elsa le llamaron la atención los dientes que el coronel exhibía en su sonrisa, pequeños y limpísimos.

—¿Es usted anarquista, Elsa?

La traductora se arrepintió enseguida de jugar con aquello, e iba a excusarse cuando el coche se detuvo.

Estaban en la calle Jacometrezo, detrás de la plaza de Santo Domingo, y el coronel Bernal alargó el brazo para abrirle la puerta.

—Ya hemos llegado; salga, por favor.

Al pisar la calle la recibió una bocanada de aire frío.

Bernal rodeó el coche y, acercándose, se colocó la gorra militar bajo el brazo.

—Lo sé todo sobre usted, Elsa; no es republicana ni anarquista —le dijo—. Solo una excelente traductora.

El coronel señaló hacia el portal del edificio frente al que se acababan de detener.

—Entre, por favor.

*

A lo largo del tramo de escaleras, la mitad inferior de la pared aparecía pintada de marrón, color más sufrido que el blanco que continuaba vano arriba y que se había transformado en gris. Subía él delante.

—¿Cómo va el relato?

—¿El qué?

—Dijo que estaba trabajando en la traducción de un relato inédito de los hermanos Grimm.

—Ah —respondió Elsa—. Ahí va, poco a poco. Estos días me está costando mucho ponerme.

—¿De qué trata?, ¿me lo puede contar?

Elsa sonrió.

—Trata de un pastorcillo, un muchacho que no tiene nada y que, al morir un tío suyo, hereda un pequeño rebaño de hermosas ovejas.

»Una mañana, el joven pastor descubre los restos devorados de una oveja. Lo primero que hace es internarse en el bosque para hablar con el lobo. Lo encuentra recostado contra un árbol, de la boca le asoman todavía algunas lanas.

»—Hermano lobo —dice el pastor—, vengo a pedirte que no me comas mis ovejas. Soy muy pobre y ellas son todo lo que tengo, y tú tienes muchos otros animales en este bosque a los que devorar.

»—Muchacho, soy un lobo —le responde el lobo encogiéndose de hombros. Sin embargo, el pastor le ha rogado con tanta prudencia que el enorme animal acaba derramando una lagrimita—. Pero me has conmovido y puedes marcharte tranquilo, que no volverá a suceder.

»El pastor vuelve a su rebaño muy satisfecho de haber mantenido esta conversación; pero al cabo de dos días, amanecen devoradas tres ovejas más y…

Al llegar al segundo piso se detuvo en su narración: encontraron una de las puertas abiertas y un militar haciendo guardia.

Bernal le dijo que podía retirarse y el joven se marchó escaleras abajo.

—Pase.

Elsa no movió un músculo.

—¿Es…? ¿Esta es su casa?

—No, señorita Braumann; no es una visita íntima, le doy mi palabra de honor. Entre, se lo ruego.

—Yo no le conozco tanto como usted a mí, coronel. Todavía no sé si tiene de eso.

Bernal reprimió una sonrisa y estaba a punto de replicarle cuando del piso salió la portera, cargando unos sacos de tela llenos de algo que apestaba. Al ver al militar, agachó la vista, musitó un buenos días y siguió camino.

El coronel le insistió a Elsa para que pasara.

—Después de usted —dijo ella.

*

Encontraron un largo pasillo que, junto a la entrada, comunicaba con un cuarto de baño. Siguiendo la pared había libros por todas partes, amontonados en columnas. Elsa siguió al coronel, pero desconfiaba de sus intenciones y no cerró tras ella. Sobrepasaron la puerta de la cocina y la de otro baño, un aseo de cortesía que solo disponía de inodoro. Olía a lejía. Cruzaron también dos puertas enfrentadas, que conducían a sendos dormitorios y en las que Elsa atisbó más montañas de libros.

Algunos de los ejemplares desprendían el aroma inconfundible de lo prohibido: Voltaire y Tolstoi, Rousseau, Marx, Freud y Dostoievsky.

En busca de libros como aquellos, las autoridades estaban expurgando librerías, editoriales y también bibliotecas privadas. Se contaba que habían quemado libros en las calles de Navarra y de Barcelona; allí mismo, en Madrid, el año pasado, habían organizado una enorme hoguera de libros en el patio de la Universidad Central, con motivo de la Fiesta del Libro. Para destruirlos no había un criterio claro, más bien una vaga intuición de que aquellos perversos autores cultivaban la llamada literatura disolvente. Cuánto habrían lamentado sus padres aquella situación, la misma que, en el fondo, fue la que decidió por fin que abandonaran su querida Alemania. «¿No dijo el querido Heine algo así? —había comentado el padre, lastimero—. Se empieza quemando libros y se acaba quemando gente».

—Está todo un poco desordenado —dijo Bernal, como excusándose.

Llegaron finalmente a un saloncito que comunicaba con el exterior a través de dos ventanas. Sobre un sofá cubierto por una colcha verde había hatillos de periódicos, atados con un cordel y que apenas dejaban espacio para que una persona tomara acomodo en el sofá. En la mesa del comedor, más libros; y más libros en el suelo, y rodeando las paredes en atestadas librerías. No quedaba espacio para cuadros.

El piso daba la impresión de estar abandonado hace meses: de la lámpara colgaban las telarañas.

—¿Quién vive aquí? —preguntó Elsa

Bernal encendió el botón de la radio, una Invicta pequeña, en cuyo interior se fueron calentando las válvulas, y respondió sin dudarlo:

—Usted.

Fue una sola palabra, y, a pesar de escucharla perfectamente, la traductora fue incapaz de comprender el significado.

—A la mayor brevedad —añadió Bernal— vendrán mis hombres a limpiar y a retirarlo todo. Pero el piso está ya a su entera disposición.

—Coronel, no entiendo…

—Elsa, a partir de ahora esta es su casa. Si quiere quedarse con algunos libros sepárelos, diré que no se los lleven. Otros están prohibidos y no podrá quedárselos, como es natural; ya pasarán un día a retirarlos.

—¿Quedármelos? Pero… ¿y el dueño de esta casa?, ¿y la persona que vive aquí?

El coronel Bernal miró en derredor.

—Aquí ya no vive nadie.

Poco a poco fue acrecentándose la voz del locutor en la radio, como si esta despertara:

Delegación de Abastecimientos: mañana se efectuará un reparto de patatas a toda la población civil de Madrid y pueblos de Puente de Vallecas y Chamartín de la Rosa, a razón de un kilo por persona y al precio de 0,65 pesetas, previo corte del cupón núm. 28 en las cartillas de abastecimientos.

El coronel se retiró la gorra de debajo del brazo. Hubo un cierto cambio en el tono de su voz, apenas perceptible: un lejano imperativo que ya no sonaba tan amable.

—Me temo que el general y yo no nos explicamos bien el otro día. No le estábamos proponiendo que trabajara para nosotros en esta misión.

La miró por fin, y los ojos eran tan melancólicos como firmes.

—Se trataba de una orden.

Elsa guardó silencio; de la calle llegaba el bullicio de Callao, de la avenida que descendía hacia la plaza de España, por un lado, y hacia la Cibeles por el otro. Todo volvió a adquirir un tinte irreal, como si, otra vez, su vida no le perteneciera.

La traductora se dio la vuelta y enfiló pasillo afuera.

—No pienso aceptar como regalo la casa de otra persona —dijo.

—Unos días entonces —replicó Bernal recuperando su acostumbrado tono amable. Y Elsa se detuvo—. Unos días, ¿de acuerdo? Hasta que la misión acabe. Aquí estarán bien y podremos contactar sin miradas curiosas. Quédense unos días, usted y su hermana, y luego haga lo que le plazca.

A pocos pasos de distancia le miraba Elsa Braumann. El coronel avanzó un paso.

—Señorita, no quiero que se sienta prisionera. Es usted valiosa para nosotros, como un tesoro que necesitamos aferrar. Por favor, considérenos sus compañeros; estamos juntos en esto. Necesitamos que esa reunión salga bien, Elsa.

Caminó Elsa los pocos pasos que los separaban. Volvió al saloncito.

—Entiendo que da igual lo que cada uno de nosotros necesite.

—Hay asuntos —respondió Bernal— que están por encima de nuestros intereses. Yo estoy acostumbrado a supeditar mi vida a esos asuntos, por mi condición de militar. También usted se acostumbrará.

Respiró hasta hincharse los pulmones y agachó la cara.

—Le pido perdón si la he violentado. Las cosas se precipitan y el día está cada vez más cerca, no podemos permitirnos el lujo de ser amables.

Se dio la vuelta para marcharse.

—Olvide la deuda que tenía con la casera —dijo poniéndose la gorra—; a estas horas ya estará pagada. Mis hombres traerán a su hermana; aquí podrá descansar. Buenos días.

Elsa escuchó cómo en el corredor se perdían los pasos del militar, cómo cerraba la puerta al marcharse.

Al verse en aquel piso la embargó la sensación de estar en un sitio que no le pertenecía, como si estuviera experimentando el sueño de otra persona.

Pero transcurrieron unos instantes, hasta unos minutos, en los que Elsa quedó petrificada, en aquel salón lleno de libros; y nadie se presentó.

Apagó la radio.

Como un autómata echó a caminar por el pasillo, insegura todavía; y le parecieron inquietantes los ruidos cotidianos, nuevos todos para ella; las voces de un vecino, de la cañería, unos pasos en el piso de arriba. Tampoco le pertenecían estos ruidos; ella se los había apropiado, pero eran de otro.

La casa estaba vacía. Su anterior dueño había desaparecido, ya no volvería.

En la cocina, sobre la encimera y envueltos en papel de periódico, Elsa encontró dos docenas de huevos y varios filetes de carne de primera. Y junto a la carne, el reloj de su madre.

La traductora

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