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Acababa de enterarse de la noticia terrible, pero igualmente el coronel acudió al despacho del general Moscardó nada más hacerle llamar. Mientras avanzaba por el largo pasillo decidió que lo primero que haría esa tarde era ir a ver a Rius a su casa.

Bernal llamó a la puerta y pasó sin más protocolos. Dentro, Moscardó hablaba por teléfono:

—¿En coche a la reunión desde San Sebastián? No me fío un pelo, Paco, tenemos miedo de que haya un sabotaje.

Bernal se cuadró y el general le hizo una seña de que se dejara de saludos. Tapó el auricular y le dijo susurrando:

—No te marches que acabo enseguida. —Volvió a dirigirse al aparato—: Y no puedes acudir a la reunión en un tren normal. Lo tenemos todo pensado, cogeremos el antiguo tren del rey Alfonso, que tiene bastante empaque.

Bernal se acercó a la mesa y tomó la hoja donde Elsa Braumann había estado trabajando. Encontró bonita su letra, de formas redondeadas y limpias.

El general Moscardó estaba a punto de colgar.

—No, nadie pensará eso, Paco. Tú no te preocupes y déjalo en nuestras manos. Sí, te informamos de todo. A tus órdenes.

Colgó y señaló un informe desplegado sobre la mesa.

—He mirado el diseño de la seguridad del trayecto; está impecable.

—Me preocupan los túneles —apuntó Bernal.

—Y a mí, pero bastará con doblar la vigilancia varios días antes, como has señalado. Y en los puentes también. Los nidos de ametralladoras perfecto, cuenta con ellas.

—Estupendo.

Bernal pensaba ya que Moscardó iba a despacharle cuando el general se revolvió en el sillón, incómodo, y abrió una pitillera Chester de alpaca, que presentaba la abolladura de un disparo de bala.

—Quería hablarte de otra cosa. ¿Te has enterado de la noticia?

—Sí —respondió Bernal sabiendo que se refería a lo de Rius.

—Está aquí.

—¿Rius?, ¿aquí, en la Capitanía?

—Se ha presentado hace media hora, diciendo que quería despedirse de ti, me cago en todo. He mandado que lo lleven al salón de oficiales. Me ha dicho el ujier que venía borracho.

Bernal tragó saliva; hacía unos segundos que se había ido poniendo firme.

—Conviene que yo vaya al salón, entonces —dijo—, no sea que monte un número.

—Eso es lo que quería decirte —replicó el general sacando un cigarrillo—. Entiendo que es amigo de tu familia, y tuyo, y que… Carajo, que os unan esos ideales, y yo lo respeto, bien lo sabe Dios, pero…

—Esos —dijo Bernal— eran los ideales de todos, antes de la guerra.

—Antes, tú lo has dicho. —El general se puso en pie; le bailaba el cigarrillo entre los labios—: No hemos hecho una guerra para colocarnos otra vez en la casilla de salida y que todo vuelva a descontrolarse. Tú me entiendes, ¿no? —Aquí trató de ser conciliador—: La puñetera monarquía es cosa del pasado, Bernal. A lo mejor vuelve un día, vete a saber, pero Franco se ha propuesto limpiarlo todo, y no va a permitir que volvamos al pifostio del 31.

Bernal elevó la barbilla, firme ya.

—Me consta que el general Rius es un hombre de honor.

—Ya ya —repuso Moscardó, evitando el tema—. Ve, anda; habla con él y que se marche lo antes posible.

Bernal se cuadró y encaminó los pasos hacia la puerta. Antes de salir le llamó Moscardó.

—Bernal —dijo encendiendo el cigarrillo—. Acéptame un consejo. Acaban de ascenderte, tienes una carrera prometedora por delante.

Le clavó los ojos antes de añadir:

—Ahora no te conviene rodearte de gente como esa.

*

El sonido del timbre le hizo dar un respingo; era la primera vez que lo oía y tardó un instante en darse cuenta de que era el de la casa. Al levantarse derribó con el codo la torre de libros que andaba examinando.

Al otro lado de la mirilla, cuando giró al fin el pasador, descubrió el rostro de un joven, enrojecido por el esfuerzo, seguido de otros que cargaban cestas y maletas.

—¿Dónde quiere que pongamos esto?

Esto eran las muy discretas posesiones de las dos hermanas: ropa, cacharros de cocina, libros y viejas fotos. Con ellos venía una alborozada Melita, también a ella la habían traído aquellos amabilísimos jóvenes, en cuyos trajes de civil Melita había sido incapaz de adivinar a unos soldados. Llevaba en la mano la jaula con el loro.

—Vaya pedazo de techos, Elsina. Aquí caben dos personas, una encima de otra. No me puedo creer que vayamos a disfrutar de este piso enorme.

Había quedado atrás el cuchitril, bendita la hora, y Melita recorría el largo pasillo muy excitada, admirando el saloncito, los dormitorios, uno para cada una; el baño ¡con bañera! Elsa fue incapaz de transmitirle su intención de volver a mudarse en cuanto acabara su misión en la reunión con Hitler. Tampoco podía decirle la verdad acerca de la naturaleza de este regalo, pero Melita tenía en tan alta consideración profesional a su hermana que aceptó como natural la versión de que la editorial les había cedido el inmueble.

—No te acostumbres mucho, Melita —dijo la traductora al ver lo alborozada que estaba su hermana—, es solo temporal.

—Hija, qué aguafiestas, temporal… En la vida todo es temporal, ¿o es que hay algo que dure hasta que baje Dios en el Juicio Final?

—No digo eso. Digo…

—Si la editorial te ha cedido el piso igual nos deja quedarnos aquí sin más. ¿Por qué habrían de quitártelo ahora?

Elsa no pudo sino retirarle la mirada, contemplando las torres de libros de aquella casa que sentía usurpada.

—Solo digo que no nos acostumbremos.

Les llevó más rato del previsto distribuir sus cosas en aquellas habitaciones. Melita estaba tan contenta que su anemia parecía haberse volatilizado, y mientras dirigía a su hermana sobre dónde colocar esto y lo otro el rubor cubría de nuevo sus mejillas.

—Ya estás mejor —le decía Elsa—, ya estás dando órdenes.

Melita, acomodando al loro, encontró no solo un viejo tocadiscos, sino los tesoros que lo acompañaban: bailables americanos como El humo me hace llorar, foxtrot de Jerome Kern, o exquisiteces como Preludios y fugas del núm. 13 al núm. 24 (Bach), Edwin Fischer piano; sentidos y arrastrados tangos como Alma de bandoneón o Cambalache, de una película que ambas recordaban de antes del Alzamiento.

Que el mundo fue y será

una porquería, ya lo sé.

En el quinientos seis

y en el dos mil también.

Tras la guerra habían desaparecido de las ondas los sensuales tangos, las coplas picantes; se había prohibido la emisión de canciones tan populares como Ojos verdes, pese a que, por contentar a la censura, se había grabado una versión que cambiaba la frase «Apoyá en el quicio de la mancebía» por «Apoyá en el quicio de tu casa un día». En cuanto al llamado hot jazz, se lo consideraba indecorosa música de negros, que ofendía la hondura y dignidad españolas; por no hablar de aquellos bailes que lo acompañaban, una extranjerización que conducía a los jóvenes no a bailar, sino a «hacer el indio».

Mientras Elsa regresaba al examen de las pilas de libros, que parecían interminables, Melita no tardó un segundo en pinchar la aguja en un disco.

—Elsa, ven que te enseñe los pasos del lindy hop.

Pero Elsa andaba ya embebida en aquellos ejemplares; de rodillas sobre la alfombra iba tomando uno y luego otro, y otro. Los abría para olerlos, para deleitarse en el tacto de las viejas páginas, repasando con los dedos el gofrado modernista de un lomo, las palabras Juana Eyre inscritas en una cubierta encuadernada a mano o las hermosas ilustraciones de Édouard Riou en una edición parisina de Voyage au centre de la terre; una portada de La divina comedia en rojos y azules de la casa editorial Maucci, con grabados de Doré en su interior… Eran seguramente cientos los ejemplares que allí se amontonaban.

—Desde luego te gustaban los libros, amigo.

Eso dijo, dirigiéndose al dueño de la casa pero usando el verbo en pasado, y solo de advertirlo la estremeció un escalofrío.

Riendo, Melita bailaba y hacía en verdad el indio, mientras la música trepaba hasta los techos, con el loro como asombrado testigo.

A Elsa le llamó la atención uno de los libros, por su autor, del que había oído hablar a causa del más triste de los motivos, ya que en los corrillos editoriales corría el rumor de que hacía poco que, huyendo de los nazis, se había suicidado en un pueblo fronterizo de Francia. Ojeó el libro escrito por el tal Walter Benjamin y enseguida quedó atrapada por algunos pensamientos, subrayados a lápiz por el antiguo dueño de este ejemplar.

Navegó por aquellos subrayados que eran como vínculos entre ella y el desconocido dueño de la casa, caminitos a lápiz hacia su espíritu. Un hilo tenue pero fortísimo, acaso indestructible, unía al filósofo que había generado estos pensamientos con el hombre que los había subrayado y la mujer que ahora los leía.

Fue entonces cuando Elsa descubrió las cartas; cayó una de ellas, amarillenta y arrugada, deslizándose como un hálito sobre su falda. Había otras, muchas, escondidas entre las páginas del libro de Benjamin. Y Elsa Braumann, con respeto reverencial, como si abriera la ventana de una casa ajena y mirara hacia el interior, leyó la primera de ellas.

Querido Maxi:

Te escribo desde La Coruña. Ahora vivo en una pensión de mala muerte, es incómoda y no demasiado limpia. ¿Que cómo estoy durmiendo? ¡Con decirte que la otra noche tuve que levantarme de la cama y sentarme en una silla para poder descansar…!

Por no estar en este cuchitril salgo mucho a pasear y por las tardes me reúno con algunos amigos en casa de uno de ellos, un profesor de literatura rojísimo y su esposa, una francesa muy leída que nos ha introducido a todos en las mieles de un tal Jean-Paul Sartre. ¿Te suena a ti el nombre? Es un filósofo, por lo visto, y ha publicado ya alguna obrita interesante, pero aquí ninguno lo conocíamos. Hemos organizado un pequeño club de lectura y estamos leyendo un libro suyo que se llama La náusea, que te recomiendo mucho.

Aquí los días están siendo grises, y no me refiero a esta condenada guerra que nos ha caído encima, quién nos lo iba a decir hace un año, sino a la lluvia. Llueve constantemente, a pesar de que es verano, pero aquí no parece importarle a nadie, están de lo más acostumbrados. ¡Con lo que me fastidia a mí la lluvia, que me deshace la cortinilla de pelo que tanto tiempo me cuesta componer cada mañana! La lluvia es anticonstitucional, te lo digo de verdad.

Adjunto con esta carta un paquete con algunos libros que he podido rescatar. Hace unos días la Falange organizó una quema de libros que habían requisado en las bibliotecas del Seminario de Estudios Gallegos y en las de centros culturales, pero estos que te envío pertenecen a la biblioteca privada de Casares Quiroga, que se ha autoexiliado en Francia y tuvo que marcharse poco menos que con lo puesto, dejando atrás sus libros queridos. Ya ves tú, quién se lo iba a decir a Casares, que al comienzo de la guerra, por no echar leña al fuego, prohibió que se le dieran armas al pueblo.

Son pocos pero escogidos, Maxi, los he salvado del fuego in extremis. Cuida de estos libros, te lo ruego, tenlos a buen recaudo. Hay que preservarlos; son el testimonio de un mundo que ya no existe, un mundo mejor, donde todos éramos más libres. Si puedo te mandaré más.

Me temo que no podré quedarme aquí mucho tiempo y que tendré que volver a escapar.

Confío en que tú estés bien, no te metas en líos y sé prudente, que te conozco: no está el horno para bollos. Te mando un cariñoso abrazo.

Tu amigo,

Matías

Agosto de 1936

*

La de oficiales era una sala enorme, forrada de maderas nobles y techo artesonado. Allí podían charlar los mandos y tomarse un trago; o incluso echarse una cabezada en alguno de los muchos sillones. Por todas partes había adornos que recordaban al mundo militar, banderas, cuadros de batallas; una colección de sables recorría la pared y terminaba en una foto enmarcada del general Mola, de la que colgaba un crespón negro.

Bernal encontró a Rius junto a la chimenea encendida, sirviéndose un coñac de una botella de cristal de roca tallado. Vestía de militar, pero se había abierto la chaqueta y la camisa, y asomaba la camiseta por debajo. Detalles como los bigotones blancos, alargados, y el pelo recortado al uno remitían a la vieja escuela decimonónica.

El general palideció.

—Coño —dijo al ver los galones de Bernal—, ¿coronel?

—Me acabo de enterar de lo suyo —replicó desde la puerta Bernal, muy recto, casi firme.

Al general Rius le brillaba la piel sudorosa. Se llevó el vaso a la boca para beber un sorbo de Terry. Estaba borracho. Volvió a contemplar las llamas de la chimenea y dijo:

—Franquito, y la recua esa de lameculos que le tiene encumbrado, me destinan a un acuartelamiento de quinta en Fuerteventura. ¡A mí, que me dejé los cojones en la guerra! Si por mí fuera los barrería a todos de la poltrona esa en la que han aposentado los culos, malditos todos. ¡Vamos, que en la práctica me destierran! Y en dos años me pasan a la reserva, como si lo viera.

Bernal temió que fuera se escucharan las voces y acudió a tomarle del brazo. Con un respeto reverencial atrajo al viejo hacia un sofá, a cuyo extremo le ayudó a sentarse.

—Haga el favor y siéntese, mi general, no beba más.

El viejo elevó el vaso, brindando hacia el techo.

—Por el rey —dijo. Y bebió hasta apurarlo.

Luego, volvió a tronar.

—¡Lo dije! Si le entregáis España a Franquito va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra, ni después de ella, ¡hasta la muerte! Hay que devolver el poder al rey Alfonso. ¡O a su hijo Juan, coño, si es que no les gusta el otro! ¡Jefe de Estado cualquiera menos Franco, por el amor de Dios!

—No diga usted esas cosas, mi general, se lo pido por favor.

El viejo militar se desfondó de pronto, apenadísimo.

—La vida entera entregada por mi país —dijo para sí—. Y ahora cuatro advenedizos me pagan con esto: desterrado. Han acabado con mi honor. Lo han pisoteado y se han meado en él.

Nada respondió Bernal.

El viejo volvió a caer en la cuenta de los nuevos galones del coronel, y se avivó un poco, sinceramente contento.

—¡Pero hombre y tú…! ¡Coronel, nada menos!

—Me han ascendido —replicó el otro algo cohibido.

—¡No me extraña, carajo! Eres un buen militar, Bernal, pero sobre todo, mira lo que te digo, eres un buen hombre. ¡Españoles como tú son los que necesita este jodido país, y no…!

—Por favor, mi general, hable bajo, sea prudente.

—Te están comprando. Te compran, porque saben que cojeas del mismo pie que yo, para que olvides por quién luchamos en la guerra. No fue por Franco, carajo, fue por el rey. ¡Fue por el rey! Y si yo no fuera un viejo también habrían intentado comprarme a mí. Ahora les es más fácil quitarme de en medio.

Viéndose reflejados en el espejo enorme que dominaba una pared, Bernal tuvo la impresión de estar contemplando no a dos personajes, sino al mismo en momentos diferentes de su vida.

El viejo león hizo un esfuerzo para ponerse en pie.

—Me voy.

Bernal lo acompañó. Abrió la puerta de la sala de oficiales sin hacer ruido, igual que si estuviera en un funeral, para que el viejo pudiera salir.

—Hemos presenciado la muerte de todos los héroes —murmuró el general—. Y ahora toca vivir tiempos oscuros, una época triste, dominada por hombres mediocres, ambiciosos y cobardes.

Bernal contempló cómo se alejaba tambaleándose el viejo león, pasillo afuera, agarrado a la pared. No quiso acompañarle, por evitar que los vieran juntos. Le quemaba el rubor culpable en las mejillas.

La traductora

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