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ОглавлениеElsa Braumann estaba perdida en un bosque de adverbios y pronombres la noche en que la muerte llamó a la puerta. El reloj marcaba las cuatro de la mañana.
La traductora levantó la mirada, estremecida. Se quitó las gafas y, acaso pecando de inocente, dejó el lápiz entre las páginas del manuscrito, para continuar trabajando después: ni siquiera reparó en la posibilidad de que podría no volver.
Apenas había cenado la sopa boba que había preparado esa noche. Tras vestir la cama de Melita para que la encontrara limpia a su llegada, la traductora se había sentado a trabajar, decidida a entretener el insomnio. Así se perdió entre frases y párrafos mientras la luna iba asomando tras las nubes; y andaba lidiando con una construcción particularmente enrevesada, cuando los nudillos de la muerte llamaron a la puerta.
Elsa Braumann se puso la bata de su padre, armándose de coraje, y caminó de puntillas en el recibidor. Le temblaban las piernas: en este mismo edificio y nada más comenzar la guerra, las brigadas se habían presentado donde el dueño de la imprenta. Le acusaron de imprimir pasquines contra la República, le dieron el paseo y nunca más se supo. Acabada la contienda, la muerte que entonces vestía de rojo ahora lo hacía de azul, pero lo mismo daba: persistían los temibles paseos.
—Quién es.
—Policía —respondió la voz de un hombre en la escalera.
Cuando la traductora retiró la cadena y abrió, encontró en el rellano a un tipo vestido de negro; resplandecía el cuero de la chaqueta en la penumbra. Le venía grande, como si la prenda hubiera pertenecido a otra persona, y Elsa imaginó que se la había arrebatado a un cadáver justo antes de enterrarlo.
—¿Elsa Braumann? —dijo el hombre enseñándole una identificación. Jugueteaba un palillo en la boca, de labios finísimos, junto a un lunar grande como un garbanzo—. Policía. Tiene usted que acompañarme.
El miedo la dejó clavada en la puerta.
—Yo… —balbuceó— no he hecho nada.
—Vístase, tiene que venir conmigo.
Elsa Braumann acudió al cuarto que compartía con su hermana. El techo abuhardillado impedía estar de pie en el fondo del dormitorio: apenas cabían sus camas, muy juntas y encasquetadas entre las dos paredes, separadas por una mesita de noche. Si Melita hubiera estado allí la habría mirado con los ojos espantados.
—No será nada —se dijo Elsa por lo bajo buscando en el ropero, pero en el tono de su voz se adivinaba el miedo. Eligió el vestido más sobrio que tenía y se lo entró por la cabeza. Buscó los zapatos de tacón bajo; al ponérselos ni siquiera reparó en las puntas gastadas—. Seguro que no es nada.
Hubo una última mirada a la cama vacía de Melita. No había la más mínima arruga sobre la colcha verde, planchada a conciencia.
Cruzando entre los desconchones y humedades del pasillo, Elsa volvió al recibidor; el policía fumaba un cigarrillo en el rellano. La traductora cogió el abrigo que colgaba tras la puerta.
—¿Tardaremos mucho?
El hombre del lunar en la boca se encogió de hombros.
—Perdone —dijo ella dispuesta a volver dentro—, se me ha olvidado el bolso.
—No le hace falta llevar nada; vamos —replicó seco el policía. Y añadió—: No tenga miedo.
Y, cosa curiosa, esto la atemorizó todavía más.
Al contemplarse de pronto en el espejito del recibidor, Elsa Braumann no reconoció los ojos asustados de aquella mujer alta que pasaba de los treinta. Agachó la cara para eludir su reflejo, como hacía siempre, salió al rellano y cerró tras ella.
La traductora y el policía se marcharon escaleras abajo. Crujieron las maderas en el silencio de la madrugada.
*
Hacía ya años que no acostumbraba a salir de noche y le sorprendió lo vacía que estaba la Gran Vía a esas horas; no había un alma, solo el coche de los policías atravesaba la avenida. Ahora la llamaban «de José Antonio», pero Elsa Braumann recordaba que había sido la de Pi y Margall y Conde de Peñalver, la avenida de la CNT, de la Unión Soviética, de México.
En el asiento trasero del Mercedes Benz 150 viajaba Elsa, flanqueada por el policía del lunar en la boca, que fumaba en silencio. Conducía otro hombre, de aspecto tan adusto como el de su compañero, y gordo. Pisaba el pedal sin pudor y a volantazos, ya que nadie se cruzaba en su camino.
—Más despacio, tú —le dijo desde atrás el del lunar.
Como si aprovechara que estas palabras rompían el silencio, Elsa se atrevió a preguntar adónde se dirigían.
—Cerca —respondió el conductor—. No se preocupe.
Viajaban con las ventanillas abiertas, a pesar de que ya estaba entrado octubre. El viento ondulaba la media melena de la traductora; agradeció la brisa en la cara, el fresco prestaba un asidero de realismo a este viaje, que tenía para ella tintes de pesadilla.
En el cine Callao daban El mundo a sus pies, que en el periódico se anunciaba como «un espectáculo chispeante de alegría y belleza»; y, un poco más abajo, en el Palacio de la Música, echaban una de la guapísima Diana Durbin, Reina a los catorce; películas que a la traductora le habría encantado ver si no fuese por la peseta y media que costaba la entrada.
Sobre la fachada del edificio de Telefónica, como una exhalación, se proyectó la sombra del automóvil al pasar. Todavía se advertían, año y medio después, algunos destrozos que había provocado la artillería de Franco durante la guerra; pareciera que si uno metía los dedos en los agujeros de metralla los iba a encontrar calientes.
—Soy traductora de alemán —murmuró, y según lo dijo le pareció una niñería.
Ninguno de los hombres replicó, sus rostros parecían haber perdido la vida de la que habían disfrutado un día.
En estos minutos de incertidumbre Elsa repasó cada pequeña infracción que hubiera cometido, cada detalle minúsculo que pudiera incriminarla en algo que justificara esta visita de madrugada. «Yo no he hecho nada —se decía a sí misma mientras recorría con los ojos el cuero cuarteado del asiento—. Yo no he hecho nada». Parecía que rezara.
Cuando estaban cerca de la plaza de la Cibeles, el conductor aminoró la velocidad e hizo señas con dos ráfagas de luz a los soldados que guardaban la entrada de la Capitanía General de Madrid. Avisados de su llegada, los soldados abrieron la verja de hierro y el automóvil accedió a la zona ajardinada que rodeaba el edificio.
*
El hombre gordo se quedó en el coche. Elsa subió los escalones de entrada, escoltada por el policía de la chaqueta de cuero. Los soldados con los que se cruzaron permanecieron como cariátides, mientras custodiaban el edificio. En algo la tranquilizó que no la hubieran conducido a los famosos sótanos de Gobernación, en la Puerta del Sol.
Al acceder al salón de entrada resonaron sobre el mármol sus zapatos de tacón bajo. Acudieron hasta un ujier sentado a una mesa. Nada más verla, como si la estuviera esperando, el ujier tomó el teléfono y llamó a un número interno.
—Acaba de llegar —dijo al aparato. La ropa le olía a naftalina.
Elsa tragó saliva, pero levantó la barbilla y ya no movió un músculo.
El ujier escuchó a su interlocutor durante un instante. Luego, colgó el teléfono y por fin le habló:
—Enseguida vendrán a recibirla. Se puede sentar ahí, si quiere.
Elsa giró la cabeza y observó un banco de madera apoyado contra una pared. Bajo el banco había una trampa para ratones.
El policía del lunar sacó una caja de Ideales y se dedicó a fumar mientras Elsa, procurando disimular el miedo, esperaba con la mirada gacha. Descubrió su reflejo desvaído, mirándola desde el suelo de mármol, y apartó la cara para no encontrarse consigo misma.
Un par de minutos después levantaron todos la vista al sonido de unos pasos.
Acudía a recibirla un militar pequeño de mirada afable, un capitán adornado con un bigotito estilo Chaplin, y con una cortinilla de pelo sobre la calva; llevaba consigo una carpeta de color marrón. No miró al policía, ni le dijo nada: saludó a Elsa al modo marcial, llevándose la mano a la sien.
—Buenas noches. Haga el favor de seguirme.
Elsa emprendió camino salón adelante, en pos del hombrecillo. Ni se despidió del policía ni quiso volver la vista atrás.
El capitán condujo a Elsa Braumann por largos pasillos, atravesando el que en tiempos había sido el Palacio de Buenavista. El edificio estaba vacío a esas horas, fantasmal: durante el trayecto no se cruzaron con nadie. Se hallaba todo, como el resto de Madrid, en un cierto estado de supervivencia: el papel de las paredes estaba sucio y roto, las maderas del suelo desgastadas. Las carestías de la guerra, tan reciente, se hacían notar aquí y allá.
El militar la hizo bajar por unas escaleras hasta acceder a los sótanos, en cuyos pasillos se amontonaban cajas de madera y también sacos; estos contenían la arena que en el transcurso de la guerra había cubierto la Cibeles para protegerla de los bombardeos. Apestaba a humedad, había goteras por todas partes.
Anduvieron un largo pasillo, doblando a la derecha, a la izquierda.
Necesitada de hablar y temblando, Elsa Braumann preguntó en un hilo de voz:
—¿Adónde vamos?
—Aquí al fondo. Ya casi estamos.
Terminaron llegando a una puerta de metal en lo que a Elsa le pareció el rincón más profundo del edificio. El capitán tocó con los nudillos y, sin esperar respuesta, asomó al interior.
—La señorita —anunció.
A través del resquicio Elsa acertó a vislumbrar el cuartucho, iluminado por una bombilla que colgaba del techo. Bajo ella, un militar se hallaba de pie ante un hombre sentado, de espaldas y maniatado, que la traductora no llegó a ver por completo.
*
El coronel, alto y espigado, dejó al hombre de la habitación y salió a recoger la carpeta marrón que le entregaba su ayudante, con quien no cruzó palabra para dirigirse a la traductora.
—Dispense la hora.
Tenía los ojos inteligentes de un zorro, de un color entre verde y castaño, y los rasgos elegantes de quien habría podido pasar por inglés; usaba bigotito y recordaba a Errol Flynn. Elsa sintió vergüenza por la gastada botonera de su abrigo y lamentó no haberse decidido a darle la vuelta la semana anterior, cuando se lo hizo al de Melita.
—Coronel Bernal —dijo él presentándose mientras se estrechaban las manos.
—Estoy un poco nerviosa, no sé por qué me han…
—Castrillo —dijo el coronel a su ayudante—, ¿está el barón arriba?
—Sí, mi coronel; reunido con el general y esperándolos.
—Estupendo. ¿Me acompaña, señorita Braumann?
Dejaron atrás al capitán, que pasó al interior del cuartucho, y Elsa y Bernal desanduvieron el camino que la había conducido hasta allí.
—¿Un general? —preguntó ella, y se señaló a sí misma—. ¿Seguro que no se han equivocado de persona?
Bernal sonrió bajo los pómulos delgados, y el adusto gesto del militar adquirió una calidez inesperada.
—Seguro.
Mientras caminaba a buen paso, Bernal iba consultando los documentos que contenía la carpeta marrón. Había quedado a la vista un informe extenso en el que la traductora pudo atisbar fotos que capturaban su día a día: accediendo al sanatorio con su hermana, volviendo a casa después de pasar por la cartilla de racionamiento, entrando en una librería… Se agitó la respiración de Elsa Braumann. Había anotaciones a lápiz en los encabezados, tachando y subrayando párrafos enteros, o anotando ciertos detalles en los márgenes.
—Traductora de alemán —dijo el coronel sin levantar la vista de los papeles.
—Traductora, sí. Mi padre era alemán y mi madre española; hasta los seis años me crie en…
La sonrisa de él la hizo detenerse. Elsa se puso colorada y, con un gesto hacia la carpeta, añadió:
—Usted ya sabe todo eso, ¿verdad?
Bernal la hizo pasar delante para volver a subir las escaleras que antes había bajado ella con el capitán: recorrieron la planta baja del palacio hasta que encontraron unas escaleras de mármol, por las que el coronel Bernal la hizo subir.
—Según se me ha informado —dijo tras ella—, ahora está usted trabajando en la traducción de una recopilación de relatos de un autor alemán… —Consultó los documentos y leyó—: Karl May.
Elsa asintió escuchando a su espalda, peldaño tras peldaño, los pasos del militar. Tenía las palmas de las manos sudorosas.
—Relatos del salvaje oeste americano —respondió ella—. Al führer le gusta mucho Karl May. Pero no, la traducción de los relatos de May la he terminado ya. Ahora he comenzado a trabajar en una cosa curiosa: un cuento inédito de los hermanos Grimm que ha encontrado la editorial; un manuscrito, nada menos: El lobo y el pastor.
El coronel Bernal advirtió que, hablando de este tema, se encendía la voz de la señorita.
—¿Un cuento de los hermanos Grimm que nunca fue publicado? —Bernal se detuvo ante una puerta enorme, de labrada caoba, y llamó con los nudillos—. Disculpe. Es aquí.
Al otro lado se escuchaban las voces de unos hombres. Elsa y Bernal quedaron allí, aguardando.
—¿Fuma?
Cuando Elsa parpadeó para encarar al coronel lo encontró ofreciéndole los cigarrillos de su pitillera.
—Son italianos. Muy suaves.
—No suelo —respondió Elsa—, pero se lo voy a aceptar.
Tomó uno. Bernal sacó un mechero y le dio lumbre.
—No conozco al tal Karl May —dijo—. A mí me encanta Emilio Salgari.
Nada respondió Elsa Braumann; ensimismada en sus temores recorría la cara delgada de Bernal, que ahora se iluminaba ante la llamita del encendedor.
Bernal tomó otro de los cigarrillos y se colocó la embocadura dorada entre los labios.
—Me gusta mucho Salgari.
De improviso se abrió la puerta y a Elsa le dio un brinco el corazón.
Asomó un caballero de aspecto atildado, sosteniendo una pipa. Vestía un elegante frac que desentonaba con aquel ambiente funcionarial, como si a media noche lo hubieran sacado de una fiesta en el Casino.
No saludó a Bernal, pero analizó a Elsa con la mirada, de arriba abajo.
—Entre —dijo.
Y el coronel le indicó a Elsa que pasara primero.
*
El coronel y la traductora se vieron rodeados por un bosque de documentos, amontonados en columnas y atados con tiras de cuero; cientos, miles de expedientes.
Tras la mesa del despacho, de estilo fernandino y engramada con pan de oro, presidía la pared un retrato del caudillo. Allí los recibió un militar de barba canosa y bigote de punta engominada, de aspecto severo. Nada más pasar, Bernal se puso firme.
—Descanse —dijo el general, y añadió haciéndole un gesto a Elsa—: Pase, pase.
Ella se acercó hasta la mesa. Bernal le entregó el informe al militar.
Eran altos los techos del despacho; allá arriba figuraban, representados al óleo, un grupo de ángeles que parecían asomarse al mundo, observándolo desde las nubes.
El general se dirigió a Elsa sin darle la mano, marcial y expeditivo, igual que si este fuera uno de los muchos asuntos perentorios que debía atender esa noche.
—Disculpe que la hayamos sacado de casa a estas horas, pero la cosa merece toda nuestra discreción. ¿Le han explicado por qué la he hecho llamar? —El general no la dejó responder y, mientras consultaba el informe que glosaba vida y obras de la traductora, preguntó—: Su hermana…, ¿está mejor?
Estremecida porque aquellos hombres conocieran hasta este detalle, Elsa dijo que sí.
La escrutaron los ojos del viejo, mecidos por dos grandes bolsas.
—¿Tiene frío? Yo soy de natural fogoso, pero entiendo que no todo el mundo tiene carbones en la sangre, como es mi caso. Bernal, ordene que enciendan la chimenea.
—No, por favor —dijo ella deteniendo con un gesto a Bernal, que ya se ponía en marcha—. No tengo frío.
Apareció una sonrisa en su rostro y, sin ambages, reconoció:
—Estoy aterrada, solamente.
Parecieron dulcificarse los ojos del viejo.
—Pero bueno, ¡si aquí no nos comemos a nadie! Venga, señorita, haga el favor.
El general la condujo hasta el centro de la estancia, donde, sobre una mesa, se amontonaban papeles, carpetas y mapas.
—Diga, ¿quiere hacernos el favor de traducir esto? —preguntó el viejo señalando una hoja.
El del frac tomó acomodo ante ella, en un sillón de orejas, y se dedicó a observarla en silencio. Elsa Braumann tuvo la impresión de estar participando en un teatrillo que se ofrecía para divertimento del misterioso caballero.
—¿Que lo traduzca? ¿Ahora?
—Ahora, por favor.
Ante la atenta mirada de los tres hombres, Elsa tomó asiento y enfrentó el texto.
Un párrafo, pensó. Cincuenta y nueve palabras. Alemán. Bien escrito. Hermoso.
El general le ofreció una estilográfica, que ella tomó con cierta reserva.
Comenzó la traducción. Una frase. Otra. Se le vinieron a la mente las lecciones de su padre. Avanzaba en el texto poco a poco, a su modo lento pero seguro: poniendo marcas aquí y allí, a lo largo del párrafo; llamadas, signos que le valían para recordar este o aquel detalle, señales que indicaban estructuras, palabras que le provocaban alguna duda y a las que regresaría luego, para confirmar o no la primera intuición.
Procuró no levantar la mirada hacia el caballero que, sentado y fumando de su pipa, la escrutaba como el entomólogo que observa a un insecto, y que de pronto dijo:
—En términos generales no creo en la traducción.
*
Elsa levantó la vista del papel.
—¿Perdón?
—Pienso que un texto se puede convertir a otro idioma, sí, pero no son la misma obra, sino un sucedáneo que, además, siempre es de una calidad menor respecto del original.
Luis Álvarez de Estrada y Despujol, barón de las Torres, se puso en pie para vaciar la pipa sobre un cenicero que rebosaba en la mesa.
—Por eso no leo a los orientales; a Rabindranath Tagore, por ejemplo. —Añadió—: Desconfío de la calidad de la traducción que vaya a encontrarme.
Elsa tuvo la impresión de que el caballero aguardaba su conformidad.
—El trabajo de un poeta —replicó ella.
—¿Qué?
—Es una cosa que aprendí de mi padre. La gente cree que para ser fiel a un texto hay que traducirlo literalmente, pero no es así. El trabajo del traductor tiene mucho que ver con el del poeta.
Al caballero le sorprendió que, mientras la señorita continuaba la traducción, escribiendo y anotando cosas, fuera capaz de ir hablando.
—Las traducciones que más admiro son las de Salinas traduciendo a Proust, Dámaso Alonso a Joyce, Neruda a William Blake. Fue lo primero que me enseñó mi padre de este oficio: la buena traducción no es una copia de la obra original, es otra cosa. El traductor no debería pretender sino transmitir la Verdad del texto.
Levantó la vista hacia el barón y le entregó la hoja.
—Se pierde usted grandes cosas, por no conocer a Tagore.
El texto estaba traducido.
Luis Álvarez de Estrada se sacó las gafas de la chaqueta y leyó con atención el trabajo. Transcurrieron unos segundos que a Elsa le parecieron interminables, mientras los dos militares aguardaban expectantes su dictamen.
El barón la miró.
—Leí su traducción del Hiperión. Hölderlin me parece un pomposo relamido, aparte de que estaba como una cabra; pero su traducción, Elsa… —silabeó las palabras, deteniéndose en ellas como si las degustase—, su traducción al español del Hiperión representa uno de esos raros casos en que lo traducido encuentra el original.
Elsa Braumann tragó saliva.
El caballero enarboló la hoja.
—Compruebo que no ha caído usted en la trampa —dijo.
—Al principio pensé que se refería a la soledad, pero releyéndolo me dio la impresión de que quien lo escribió lo hacía con una cierta intención poética, y me pareció que «Einsamkeit» explicaba mejor el sentimiento.
El general y el coronel se miraron de reojo, sonriendo.
El barón se retiró las gafas y dijo a los militares:
—No encontraremos a nadie mejor que ella.
Después, mientras sacaba unos guantes que iba entrándose circunspecto, se dirigió hacia la puerta sin despedirse.
—Explíquenselo todo —dijo.
Al cerrar tras él, el despacho adquirió un silencio pastoso, tan irreal que Elsa creyó que iba a despertar de pronto en su cama; pero en eso dijo el viejo:
—Soy el general Moscardó, jefe de la Casa Militar de su excelencia el general Franco. Dígame, señorita, ¿tiene usted planes para estas próximas semanas?
—¿Estas semanas…? No sabría decirle. ¿Por…?
—Porque, Dios mediante, su excelencia el general Franco y Adolfo Hitler van a reunirse en secreto y queremos que usted sea parte del equipo de traductores que asistirá al encuentro.