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LAS DE CASCAJARES.

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No es aristócrata por la sangre, ni siquiera tiene un título nobiliario de los de nuevo cuño; no por haber llegado tarde al reparto de ellos, sino acaso por distinguirse más, llamándose a secas el señor de Cascajares.

El cual es un banquero, o hacendado, o contratista de alto bordo, muy rico, según la fama, que reside en Madrid, en donde, al decir de los que de allá vienen a pasar las vacaciones de verano, habita espléndido palacio en el paseo de Recoletos, o elegante casa en la calle de Alcalá, o en la del Barquillo.

Es diputado a Cortes cuantas veces quiere, y lo quiere casi siempre, porque todos los Gobiernos apoyan su candidatura, en cambio de la decisión con que él aplaude a todos los Gobiernos. Sin embargo, no es hombre político: solo se comunica con los del poder por el ministerio de Hacienda.

Su señora tiene más conexiones e intimidades que él con los altos personajes de la cosa pública. Se tutea con muchos de ellos, aunque tampoco es aficionada a la cábala ni al cabildeo; es decir, que le gusta el personaje por lo que brilla, y nada más.

Tiene tres hijas solteras, y va con ellas al gran mundo. Ni éstas son modelos de hermosura, ni la madre encaja, por ninguna parte que se la mire, en el más modesto de los moldes aristocráticos; pero, así y todo, pasan en la corte por ornamentos distinguidísimos de la alta sociedad. Lo cierto es que los Asmodeos y Pedro Fernández las citan siempre, en sus almibaradas crónicas de Madrid, en el catálogo de las bellas, discretas y elegantes.

Dos hijos varones tienen también los señores de Cascajares. El mayor es diplomático; y aunque rara vez sale de Madrid, siempre se le considera como en activo servicio, para los efectos de la nómina y del escalafón, en una de las embajadas de más categoría. El segundo, que pasa ya de los veinticinco, no se ha decidido aún por la carrera que ha de seguir. Por de pronto asiste con asiduidad al Veloz-Club y al Casino, y sabe poner cien onzas a una sota, sin que le tiemble el pulso.

Toda esta gente, más tres doncellas o camaristas, dos criados para los señoritos, un sotamayordomo, ú hombre de confianza, para el señor, dos lacayitos y un cocinero negro, vienen en el mes de Julio a Santander a habitar un piso amueblado, en la población, que paga el señor de Cascajares a razón de 8.000 reales mensuales, con la obligación de habitarle dos por lo menos, o de pagarle como si le habitara, y de reponer cuanta vajilla, ropa de camas y muebles sufran el menor deterioro en el ínterin.

Día y medio dura la mudanza, desde la estación del ferrocarril a casa, de los mundos, maletas, cajas, baúles, rollos de mantas, bastones y paraguas, que siguen a la familia de Cascajares como la estela al buque. Y se llena de baúles un cuarto del patio, y hay mundos amontonados en las gabinetes, y cajas sobre todos los veladores, y paquetes sobre todas las sillas, y maletas hasta en el mismo salón en que aquellas señoras reciben las visitas.

Tanto es el equipaje y tanta la servidumbre, que la familia no ha podido colocarse en ninguna fonda del Sardinero; y por acordarse tarde, tampoco logró establecerse en uno de aquellos amueblados chalets.

Esto tiene disgustadísimas a las niñas y desazonada a la mamá. Y no es para menos el caso. Las de Himalaya, las de Tenerife, las de Potosí, las de Chimborazo..., en fin, toda la más encumbrada aristocracia está en el Sardinero; y ellas, por consiguiente, sin sociedad. Además, mal alojadas y achicharradas de calor. (El termómetro marca 20° al sol, y cuando ellas salieron de Madrid señalaba 41 a la sombra). Gracias a que han conseguido alquilar por toda la temporada un mal carruaje que las lleva por la mañana al baño y por la tarde a pasear al Sardinero.

Así es que se las ve poco en la calle; y cuando se las ve, se observa que se mueven perezosamente, como buque en calma chicha, y miran tiendas, objetos y personas con gesto de hondo disgusto. Si alguno las saluda al paso, responden con lánguido cabeceo, que más parece desmayo que otra cosa.

Por lo común, se las halla, hechas un racimo y envueltas en transparente bata, sentadas en el mirador.

En esta ocasión y en otras varias del día, nunca les falta en la acera de enfrente una especie de guardia de honor, compuesta de los arrapiezos más encanijados y escrofulosos, pero a la vez más principales, que haya en la población. Allí, los inocentes, se pasan las horas muertas retorciéndose la inverosímil guía del incipiente bigote, exhibiendo, a fuerza de disimuladas contracciones de muñeca, los puños de la camisa, esgrimiendo las solapas de la levita para que se destaque en todo su desarrollo la curva del robusto pecho, y haciendo, en fin, cuantas evoluciones y habilidades pudiera una bestezuela amaestrada por diestro gitano para seducir al incauto feriante.

Ya hemos dicho que las de Cascajares no son bellas; pero que son distinguidas, categoría inventada en estos tiempos democráticos para colocar en ella todo lo que no es vulgo, sin ser aristocracia, no por la sangre, sino por el aire.

El efecto de esta distinción se deja conocer en el pueblo inmediatamente. En esos días es cuando se tropieza uno con alguna indígena que lleva sobre su cuerpo cierta cosa rara que llama nuestra atención; v. gr., un moño encima de los riñones, un pispajo de tul en el cogote, el pelo echado sobre los ojos, o medio vestido azul y medio de color de canario, collar de rollos de canela, o pendientes de melocotón..., cualquiera extravagancia por el estilo.

Si tenemos franqueza para tanto, y la preguntamos, deteniéndola en la calle, qué es aquello, nos responderá sorprendida:

—¿No le hace a Vd. gracia?

—Maldita.

—¡Oh! pues lo llevan mucho las de Cascajares; y en Madrid hace furor.

—¡Hola!

—¿No le gustan a Vd. esas chicas?

—¿Quiénes?

—Las de Cascajares.

—La verdad es que no me han llamado la atención...

—¡Oh! ¡pues son muy distinguidas!

Y no es otra, lector, la razón de que muchos arreos femeniles que te parecen espantapájaros por esas calles de Dios, se consideren, entre las gentes de buena sociedad, como modelos de gracia y bien caer.

¡Lo llevaban las de Cascajares!

Y es de advertir que entre los hombres que se pagan mucho del adorno exterior, sucede lo propio. Tienen también sus Cascajares distinguidos que les hacen zambullirse en unas bragas descomunales; ú oprimir el busto entre las láminas de una levita sin solapas, sin faldones, y hasta sin paño; o la mollera en un cilindro sin alas, o en unas alas sin cilindro.

Volviendo a las de Cascajares, añado que asisten a los bailes campestres, muy elegantes, pero con mal gesto; bailan poco, o no bailan nada. Son las últimas que llegan al salón, y las primeras que se retiran de él.

Y como son tan distinguidas, suspiran muy a menudo por aquel Biarritz de su alma, donde todo es chic y confortable. En cuanto a Santander, no las hace felices.

El diplomático dice «amén» a todos los discursos de sus hermanas, y no se separa de ellas en todo el día. Es autoridad de peso en asuntos de moños y vestidos; y en el ramo de modas en general, bastante más entendido que en los protocolos de la secretaría de su cargo.

Por lo que hace al otro Cascajares, se levanta a las dos de la tarde, come a las seis, se va a la ruleta, si la hay, o a timbirimba más fuerte, que sí la habrá, y no vuelve a casa hasta las tres de la mañana, viendo siempre las estrellas, aunque el cielo esté nublado; porque es de advertir que tropieza mucho en el camino.

En cambio, su papá no tiene más afán que pasear solo por el Alta; y como se acuesta temprano y madruga mucho, sólo ve a su familia a las horas de comer. Sabe que está sin la menor novedad en su importante salud, y no se mete en otras honduras. Lo mismo hace en Madrid.

Y llega a la mitad el mes de septiembre, vuelven a empaquetar los equipajes; y después de haber pagado diez visitas de las veinte que deben, tórnanse a Madrid las de Cascajares, llevándose las maldiciones de las diez familias con quienes quedan en descubierto, y dejando, en cambio, el recuerdo de su distinción entre las señoras pudientes, que las imitan en cuanto les es dable, así en el vestir como en el andar, y entre algunas inocentes cursis que sudan y se desgañitan por remedar sus frescas y turgentes sedas, con marchitos tafetanes y delebles percalinas.

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