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LAS INTERESANTÍSIMAS SEÑORAS.

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Generalmente son dos: rubia la una, morena la otra; pero esbeltas y garridas mozas ambas. Arrastran las sedas y los tules como una tempestad las hojas de otoño. De aquí que unos las crean elegantísimas, y otros charras y amaneradas. Pero lo cierto es que los otros y los unos se detienen para verlas pasar, y las ceden media calle, como cuando pasa el rey.

Como nadie las conoce en el pueblo, las conjeturas sobre procedencia, calidad y jerarquía, no cesan un punto.

El velo fantástico de sus caprichosos sombrerillos, que llevan siempre sobre la cara, es el primer motivo de controversias entre el sexo barbudo. Si aquellos ojos rasgados, y aquellas mejillas tersas, y aquellos labios de rosa que se ven como entre brumas diáfanas, son primores de la naturaleza, o artificios de droguería. Esta es una de las cuestiones. Pero aunque se resolviera en favor de la pintura, no sería un dato; porque ¿qué mujer no se pinta ya?

Otra duda: ¿dónde viven? Se averigua que se hospedaron en una fonda muy conocida, a su llegada a Santander, y que permanecieron en ella tres días, durante los cuales las acompañó por la calle varias veces un inglés cerrado.

Primera deducción: que son inglesas.

A esto replica un curioso que las siguió entonces muy de cerca, que siempre hablaban por señas a su acompañante, y que le decían «aisé» para llamar su atención. Dato feroz: de él se desprende que no son inglesas, ni tienen la más esmerada educación, puesto que usan ese vocablo con que el tosco populacho bautiza a todo extranjero cuando quiere decirle algo.

Pero un joven optimista hace saber que esa palabra es compuesta de dos inglesas, muy usuales en la conversación, y que equivalen a digo yo, o mejor aún, a nuestro familiar oiga usted.

Se desecha el dato desagradable.

Ignorándose dónde viven después que salieron de la fonda, se las sigue discretamente con objeto de averiguarlo. Trabajo inútil. Como si el pueblo fuera para ellas tramoya de magia, desaparecen en el punto y hora que les convienen.

Estas contrariedades excitan doblemente la curiosidad y multiplican la suma de los curiosos y de los admiradores, cuya voracidad fomentan ellas, sin pretenderlo quizá, exhibiéndose con nuevas y más atractivas galas, y más sandunguero garbo.

A todo esto, los que las suponen de solar conocido alegan que las han visto en el teatro, en dos butacas. Pero esto es poco y equívoco.

Otros, de mejor instinto investigador, declaran que las vieron, días antes, salir de la iglesia: este es mejor dato, sin duda.

Pero otro mucho más elocuente se ofrece a los pocos días.

Se las ve en el baile campestre, lo cual, ya lo sabe el lector, constituye aquí casi una ejecutoria de limpia prosapia.

Sin embargo, todavía no resuelve ni aclara nada este dato. Asistieron a la fiesta, aunque con intachable arreo, solas como de costumbre. Se observó que no quisieron bailar, no obstante las muchas invitaciones que otros tantos despreocupados las hicieron. La incipiente juventud no se atrevió a tanto desde que notó que las damas distinguidas las miraban de reojo.

Esto era muy significativo. No pudo averiguarse, por más que se registraron al otro día los billetes de convite entregados al portero del salón, qué socio las había dado la credencial para entrar allí.

Inútil es decir que estas nuevas confusiones excitan más y más el afán de las conjeturas acerca de las desconocidas. Las señoras del pueblo comienzan a ocuparse de ellas con alguna vehemencia, y también se dividen en pareceres.

No falta ya quién asegura que son dos princesas rusas que se han propuesto darse, a todo gusto, un paseo por Europa. Pero como hay también quien afirma que hablan el castellano, y hasta con cierto dejillo andaluz, se conviene en que serán dos sevillanas de buen humor, cuyos maridos llegarán de un momento a otro.

Esta suposición coincide con el aserto de un curioso, de que, según noticia de Pedro, tomada de Juan, que a su vez la tomó de Felipe, las dos incógnitas tienen letra abierta en una casa de comercio, de las más respetables de la plaza.

Y entonces es cuando empieza a vacilar la repugnancia que hacia ellas sentía la femenil sociedad indígena. Y tanto vacila y tanto decae, que si a la sazón no asisten aquellas al más encopetado baile particular, o a la tertulia más entonada, es o porque no ha habido una disculpa para invitarlas, o porque ellas no han querido aceptar la invitación.

Tal sube y baja en el humano criterio el concepto que en él se forjan los hombres... y las mujeres, dejándose seducir por las apariencias.

Un día se observa que al pasar junto a uno de esos forasteros bullidores y omniscientes, en lo que respecta a pueblos, tipos y costumbres, y de quien hablaré al lector más adelante, le sonríen con inusitada familiaridad, a cuyo agasajo corresponde él flagelando el vestido de la rubia con dos golpecitos de bastón.

Entonces se le asedia, se le acosa, se le marea con preguntas de todos los colores.

Asómbrase el interpelado del asombro de los interpelantes, y dales una respuesta brevísima.

—¡No es posible! —se le replica.

—Con verlo basta, caballeros.

Desde el día siguiente se las mira en la calle como a gente conocida, y se observa un hecho bien opuesto a todo lo usual y corriente en el trato social; y es a saber, que a medida que van ellas ensanchando sus relaciones entre los antes codiciosos de sus miradas y preferencias, van éstos escatimándoles sus atenciones en público; es decir, que más se aíslan cuanto más se comunican.

Muy poco tiempo después tiene lugar el completo eclipse de estos dos astros, que aparecieron entre los de primera magnitud.

Y llamo completo al eclipse, porque se necesita un ojo muy avezado a la observación para distinguirlos, de vez en cuando, en las alturas de un palco segundo del teatro, oscurecidos ya por la luz de una candileja; o describiendo, como fuegos fatuos, caprichosos giros y recortes en el Muelle, al desembarcar en él los indianos de un vapor-correo.

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