Читать книгу Tipos trashumantes: cróquis á pluma - José María de Pereda - Страница 9
UN ARTISTA.
Оглавление—¿Gusta Vd. que le sirva, cabayero?
—Sí, señor.
—Sírvase Vd. tomar asiento aquí... ¿Qué va a ser?
—¿Cuál?
—Digo si gusta Vd. cortarse, rizarse...
—Quiero que me afeiten.
—Al momento, cabayero... ¿Le gusta a Vd. así el respaldo? ¿Quiere Vd. que le suba..., que le baje?
—No, señor.
—Muy bien. ¿Fría, o caliente?
—Como a Vd. le dé la gana, con tal que me afeite pronto y bien.
—¡Oh! como una seda, cabayero... Un poquito más alta la barbiya, si Vd. gusta... Así... ¿Qué calores tenemos, eh? ¡Cómo se estará asando aquel Madrí!... ¿Hace mucho que no ha estado Vd. por Madrí, cabayero?
—Y ¿qué sabe Vd. si yo he estado allá alguna vez?
—¡Oh! yo le conozco a Vd.
—Pues que sea por muchos años.
—Sí, señor. Cuando vino Vd. a cortarse el pelo anteayer, me lo dijo el chico que le sirvió a Vd.
—Es decir, que es Vd. nuevo en esta peluquería.
—Ocho días hace que llegué de Madrí.
—Como en verano se aumenta la parroquia...
—No, señor: yo he venido de placer; quiero decir, a baños.
—Vamos, afeita Vd. por recreo.
—Hágase Vd. cuenta que sí; porque lo que sucede es de que al saberse que yo había venido, me solicitó el maestro; y yo, por hacerle un favor...
—Ya lo comprendo.
—Como a mí, en dejándome tiempo para bañarme, una hora para el café y otras dos para ir con los amigos al paseo, no me hace falta el resto del día...
—¿Y todos los años viene Vd. a bañarse aquí?
—No, señor. Esta es la primera vez; pero otros amigos de mi arte han venido otros veranos, y me han hablado muy bien de este pueblo. Lo demás, yo siempre he salido a San Sebastián. Hay muy buena sociedad allí.
—De modo que Vd. no piensa quedarse todo el año en esta barbería.
—¡Qué ha dicho Vd! ¡Dejar yo aquel Madrí... Madrí de mi alma!... Desengáñese Vd. cabayero; nosotros, los artistas, acostumbrados a aquel mundo, no servimos para provincias.
—Según eso, nacería Vd. allí.
—Naturalmente, cabayero.
—Lo supongo; y supongo también que será extremada la necesidad que tiene Vd. de los baños de mar, cuando sale Vd. todos los veranos a una miserable provincia para tomarlos.
—Yo le diré a Vd. lo que hay. Mi papá estuvo en Ultramar muchísimo tiempo desempeñando un buen destino, y a los dos años de venir él de allá, nací yo... Por cierto que mi mamá tuvo un parto atroz... ¿Hace daño?
—¿Cuál, hombre?
—La navaja.
—Va «como una seda.»
—Es claro... Pues verasté. Yo me crié muy delicadito, y los médicos decían que unos tumores como puños que me salían en salva la parte, eran escrúfulas, ínticas a las que papá había traído de América.
—Pero las llevaría ya de España.
—No señor, los cogió allá.
—Yo creía que las escrófulas no se adquirían así tan de repente.
—Por eso decían los médicos, cabayero, que cuando las escrúfulas se cogen de golpe y a esa edad, ya no se sueltan; y a más a más se pegan.
—Ya me voy enterando.
—Como que mamá, que nunca las había tenido de joven, se fue a la sepultura llena de ellas... Pues verasté: y criándome yo tan delicadito, dijeron los médicos que necesitaba poco trabajo y mucho baño de mar. Por eso nunca pude ir al colegio; que, por lo demás, mi papá quería que yo estudiara para ingeniero. Pero papá era muy liberal, y murió en la Plaza de la Cebada... de un tiro, cuando la revolución del cincuenta y cuatro. Entonces mi mamá no pudo con el susto, se le metieron en el cuerpo las escrúfulas, y murió también. Quedándome yo huérfano y con pocos recursos, me dediqué a este arte, y con él voy viviendo, gracias a los baños de mar que tomo todos los veranos... ¿Quiere Vd. que le descañone?
—Haga Vd. todo lo de costumbre.
—Y Vd., cabayero, ¿no se da luego una vuelta por Madrí? Conocerá Vd. allí mucha gente.
—No tanta como Vd.
—¡Oh! yo conozco a todo el mundo... Sobre todo, artistas y literatos.
—¡Anda!
—No sé si vendrá este año por aquí Benito.
—¿Qué Benito?
—Galdós.
—Parece que le trata Vd. con mucha confianza.
—Muchísima. Cuando salí de Madrí quedaba él dando las últimas plumeadas a un libro muy bonito que va a publicar en seguida.
—Se le leería a Vd.
—Porque yo no quise que se molestara, no me le leyó; pero hablamos de él, así, por encima.
—Vamos, le gustará su parecer de Vd.
—Aunque yo no debiera decirlo... ¿No ve Vd. que no se riza con nadie más que conmigo?
—Es extraño eso; porque yo juraría que gasta el pelo rapado.
—Efectivamente: pero yo me refería a la barba.
—Siempre se la vi afeitada.
—Pues se la afeito yo, cabayero.
—¡Ah! ya.
—Y la misma intimidad tengo con Adelardo Ayala. Pues ¿y con Campoamor?... El primero que le dio la mano cuando se echó el último dracma suyo, fui yo. «Gracias, chico —me dijo—, y créete que estimo tu enhorabuena como la mejor.»
—De modo que trata Vd. a toda la literatura por debajo de la pata.
—Hágase Vd. cuenta que a toda... ¡Qué chicos! Tienen la gracia de Dios... Pues ahí está Lagartijo que dice en el Imperial a voz en cuello, que la tarde que no estoy yo en la plaza no sabe dar un volapié. ¡Ese sí que tiene sombra!
—¿El Imperial?
—No, señor, Lagartijo... Así decimos en Madrí... Cosas de esos chicos del Gil Blas. Aquí, en provincias, tiene uno que mirarse mucho para hablar, porque enseguida se escama la gente.
—Ya ve Vd., la ignorancia...
—Es natural; porque no están, como uno, al tanto de las cosas del día..., pero allí, aunque no se quiera, hay que estruirse... Misté, cabayero; yo estoy todo el año en la peluquería de Prats, que es la mejor de Madrí. Allí el literato; allí el músico; allí el diputado... Para que Vd. vea: ocho días antes que Salaverría leyera en las Cortes los presupuestos últimos, sabia yo todo aquello del recargo que tanto dio que hablar. Lo mismo me sucedió con lo de los fueros. Así es que yo tengo a montones las papeletas para las trebunas de orden; y si no voy a todas las sesiones, es porque, para mí, todo lo que no sea hablar Emilio, o Roque Barcia...
—De modo que es Vd. de los que llaman «de la cáscara amarga.»
—Pues ahí verá Vd... No, señor. Por de pronto, yo no soy ya hombre de opinión, porque los desengaños me han hecho ateo en política; pero, de estar por alguno, más bien estoy por los de guante blanco, que, al cabo, se peinan y se afeitan, y son, como el otro que dice, parroquianos de uno. Es que esos oradores yo no sé qué tienen para mí. Bien séase que no los entiendo, o que lo dicen con cierto... Vamos, ello es que me llevan detrás, como si me dechizaran... Aquí, en provincias, estarán ustedes poco al tanto de esas cosas.
—Nada, hombre, nada.
—Es natural. Les falta el roce y la... Allí da gusto; de todo se trata y en todo se ilustra la persona... ¿Descañono más?
—Está bastante.
—¿Fría, o caliente?
—De la más fría.
—Tenga Vd. la bondad de ensugarse con esta toballa. Le daré a Vd. unos golpes de peine.
—¿En dónde?
—En el pelo... ¡Oh, cabayero, qué antigua es ya esa moda que Vd. lleva! Ahora, en Madrí, todos los chicos distinguidos llevan el pelo en bandós...
—Sí, ¿eh? Pues deje Vd. lo mío como está, y así seré mucho más distinguido.
—Como Vd. guste, cabayero... ¿Conque también tienen ustedes ya tranvía?
—Así parece.
—Han querido imitar al de Madrí. ¡Aquel sí que es tranvía!
—Mejor que éste, ¿eh?
—¡Qué tiene que ver! Sin embargo, cabayero, para una provincia, éste es todo lo que se puede pedir.
—Ya me hago cargo. Además, aquel recorre sitios más amenos.
—¡Muchísimo más! Recoletos, la calle de Alcalá, la Mayor, Palacio, el barrio de Pozas..., todo Madrí; conque, figúrese Vd.
—Al paso que aquí, Molnedo, San Martín, la Magdalena, el Sardinero...
—Eso es: mucho prado, mucha mar..., rústico todo. Pero no hemos de pedir en una provincia las ventajas de un Madrí. ¡Cuántas tiene Vd. en España todavía mucho más atrasadas que ésta! Pero ya irán ustedes entrando poco a poco. Por de pronto, la buena sociedad madrileña que les visita todos los veranos, ya adorna esto, y algo ilustra. Misté; el domingo fui yo en el tranvía, y se me figuraba que estaba en Madrí. Todos los pasajeros éramos de allá, y todos conocidos. Así es que la gente se nos quedaba mirando cuando nos apeamos.
—¡Qué le parece a Vd.!
—Lo mismo me sucede cuando voy por las mañanas a tomar el baño. Toda la gente que anda por el arenal y por la galería, somos de Madrí. De modo que todo se le vuelve a uno saludar. Le digo a Vd., cabayero, que algunas veces me parece que estoy en el Prao, y me da tristeza.
—¿Por qué, hombre?
—Ya ve Vd. la diferiencia. Cuatro peñascos, un arenal y un poco de agua. Compáreme Vd. esto con aquel gentío de carruajes, con aquellos palacios y aquel vaivién de sociedad, que a veces no cabemos en el salón..., porque, créame Vd., cabayero, aquello es la mar de elegancia... Esto no es decir que el Sardinero sea del todo malo, pues, para una provincia, no puede pedirse más; pero desengáñese Vd., a los que estamos hechos a aquel Madrí... ¡Ay, Madrí de mi alma!... Está Vd. servido, cabayero.
—Muchas gracias, amigo.
—Me alegraré haberle dado gusto.
—Pues vaya Vd. alegrándose.
—Ya lo sabe Vd.; por ahora, desgraciadamente, aquí; desde el mes que viene, calle del Carmen, peluquería de Prats, para cuanto se le ocurra.
—No olvidaré las señas. Conque agur, y aliviarse de las escrúfulas.
—Tantísimas gracias... Beso a Vd. su mano, cabayero.