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EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR.

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Una semana antes de suspenderse, por razones de alta temperatura, las sesiones de las Cortes, pronunció un discurso de abierta oposición a la política del Gobierno. Tres días después se trasladó a Santander con su señora, luciendo todavía los tornasoles de la aureola en que le envolvió aquel triunfo parlamentario. No hay que decir si llegaría hueco y espetado, él que, por naturaleza, es grave y repolludo.

Como ni S. E. ni su señora piensan tomar baños de mar, sin duda por aquello de que de cincuenta para arriba, etc..., refrán cuya primera parte les coge por la mitad, no han querido alojarse en el Sardinero; y como tampoco quieren el bullicio y las estrecheces del cuarto de una fonda, se han acomodado en una modesta casa de huéspedes, ocupando la mejor sala con el adjunto gabinete.

Su Excelencia sale a la calle con zapatos de cuero en blanco, sombrero hongo de anchas alas, cómoda y holgada americana, chaleco muy abierto y tirillas a la inglesa.

Siempre camina lento y acompasado, con las manos cruzadas sobre los riñones, y entre las manos la empuñadura de cándida sombrilla. Nunca va solo; generalmente le acompañan cuatro o seis personas de la población, y de sus ideas políticas.

Marchan en ala, y el personaje ocupa el centro de ella.

A cada veinte pasos hace un alto, y el acompañamiento le rodea. Es que va a tocar uno de los puntos graves de su discurso; porque es de advertir que S. E. no gasta menos, ni aun para diario.

Y, en efecto; si un oído indiscreto se acerca entonces al grupo, percibirá estas, ú otras semejantes palabras, dichas en tono campanudo y resonante:

—Porque, señores: los hombres que hemos adquirido la experiencia del gobierno con amargos desengaños, debemos al país toda la verdad, todo el esfuerzo de nuestro patriotismo acrisolado. Por eso, si en el Parlamento, como la Europa ha visto, fui implacable con los hombres de la situación, lo fui mucho más, lo estoy siendo todos los días en el terreno de mis personales relaciones con todos ellos. Momentos antes de salir de Madrid, decía yo al Presidente del Consejo de Ministros: «Esa que ustedes siguen es una política de aventuras; y ciegos están si no ven que con ella está el país al borde de un abismo... El país no quiere utopías; el país quiere hechos prácticos; el país quiere reformas tangibles y beneficiosas; el país quiere economías positivas; y ustedes, para corresponder a sus justos anhelos, le dan la dictadura en Hacienda, el cáos en la política y el desconcierto en todo.»

—¡Bravo! —exclamará aquí uno de los oyentes que más arriman los asombrados ojos a los crespos bigotes del orador—. Y él, ¿qué le respondió a Vd.?

—¿Qué me respondió? —replicará S. E. mirando al interpelante como si fuera a tragársele, y recorriendo luego el grupo con la vista airada, haciéndole desear por un buen rato la respuesta—. Lo de siempre: que el estado del país; que el desbarajuste de las pasadas administraciones; que los compromisos contraídos; que la demagogia; que la revolución latente; que la necesidad de cimentar las instituciones... ¡Farsa, señores, farsa todo!

—¡Pues es claro! —responderá el coro.

Y el orador, después de pasear otra vez la vista por los circunstantes, sin añadir una sola palabra, erguirá la cerviz, fruncirá el ceño, y continuará su paseo.

Y así hasta el infinito.

Por la noche, aquellos mismos complacientes y complacidos caballeros le acompañan al Círculo de Recreo; y dicho se está que le llevan, medio en triunfo, al salón del Senado, venerable mansión donde, al revés de la cárcel del mísero Cervantes, «toda comodidad tiene su asiento y ni el más leve ruido hace su habitación.»

Allí se levantan los más autorizados señores al ver al recién llegado, cédenle la poltrona presidencial; y, alargando tirios y troyanos el pescuezo y los hocicos (intentique ora tenebant, que dijo el otro) dispónense a escuchar, sin perder sílaba, la quincuagésima octava variante sobre el consabido tema...

Que sigue y se reproduce también en el camino del Sardinero, que gusta S. E. de recorrer a pie, muy a menudo.

Y así va corriendo la temporada, salpimentando sus solaces con tal cual visita a éste o al otro personaje que veranea en la playa, o pasa de largo para el extranjero.

Al fin del verano se le lleva un día a ver el Instituto, y otro a la Farola de Cueto, que, por lo visto, es todo lo monumental que aquí tenemos, digno de que lo vean esos señores; y hasta el año que viene, si para entonces no está S. E. en candelero... o en las Marianas, que de todo se ha visto.

Cuando el personaje montó en el coche que le llevó a visitar la Farola, se notó que le acompañaba una señora, sobrado vulgar de aspecto, y nada joven, por las trazas. Aquella señora era la suya; y entonces se la vio en público por primera vez.

Extrañó mucho la gente reparona que un señor de tal fachada y de tantos requilorios, hubiera elegido una compañera de tan vulgar modelo.

Pero estos reparones no reparan que los hombres no nacen para ser personajes como los príncipes para ser reyes; y así les sucede a muchos lo que al cosaco Kalmuff, que «como no esperaba llegar a sargento, descuidó un poco la letra»; es decir, que como al verse abogados sin pleitos, o temporeros de una modesta tesorería de provincia, o alféreces de reemplazo, no pudieron soñar que el viento de una revolución, o los caprichos de la fortuna los colocasen en las mayores alturas del presupuesto, no se les ocurrió entonces tomar una señora de majestuoso porte, para reflejar en ella en el día de la apoteosis los relumbrones del oficio.

Mas a esto dicen también las gentes, que en España todos los hombres, en cuanto llegan a serlo, debieran prepararse para lo más grave, porque parece ser, y varios hechos lo atestiguan, que, por una rara excepción de la naturaleza, todos los españoles servimos para todo.

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