Читать книгу Principios de una psicoterapia de la psicosis - José María Álvarez - Страница 12
Punto de partida
ОглавлениеDicho esto y con vistas a desplegar los primeros argumentos, considero oportuno situar de dónde parto. Como todo el mundo sabe, la perspectiva que nos hacemos de la clínica está en gran medida determinada por nuestro puesto de trabajo. El mío, en la asistencia pública, se desarrolla en la Unidad de Psicoterapia Especializada, en el marco de un Servicio de Psiquiatría y Psicología clínica, dentro de un hospital general. En ella atendemos a personas con patología mental grave, a menudo diagnosticadas de alguna forma de psicosis, aunque posiblemente recuperables. El ámbito de nuestra acción tiene, como hoy día es habitual, al menos aquí, un soporte comunitario, con un equipo asistencial que se ocupa personalmente de cada uno de los pacientes y los asiste allí donde sea preciso. Una parte del trabajo consiste en que todo eso funcione, sobre todo que esté perfectamente coordinado con el resto de la red y que se intervenga al instante, como corresponde a las situaciones críticas de las personas a las que atendemos. Con algunas de ellas, cuando es oportuno, se inicia una psicoterapia individual —a veces intensiva—, con vistas a darles el último empujón en su proceso de reequilibrio.
En este ámbito resulta imprescindible ir al grano y resolver problemas minuto a minuto. Con el paso del tiempo, es cierto, se adquieren algunas destrezas en cuanto a saber hacer y saber estar. Además, en mi caso, el paso del tiempo ha contribuido a aminorar cierta tendencia especulativa para acrecentar la vertiente práctica y eficiente. Se trata de un desplazamiento que corre paralelo a la asunción de las tareas clínicas que asumo en el hospital, donde los pacientes a los que atiendo actualmente están bastante enfermos.
También en este marco es necesario saber detrás de lo que se anda. Porque ir a tientas acarrea muchos peligros, sobre todo desestabilizaciones y cronificación. De ahí surgió la necesidad de poner en claro algunos principios de nuestra acción. De cara a escribirlos, comencé a revisar la literatura especializada, a releer buena parte de ella, la más conocida, y a acercarme a otra que sólo conocía de oídas. Comoquiera que las publicaciones son numerosísimas, me centré en las que están escritas por psicoanalistas y terapeutas de distintas orientaciones, pero todos ellos clínicos de trinchera, de los que han estado o están en el trato diario con la locura11. Porque seguro que esos especialistas, aunque sus teorías sean a veces peregrinas, tienen algo valioso que decir de su experiencia cotidiana.
Así fue como, al cabo de unos meses de continuas lecturas, caí en la cuenta de que me estaba metiendo en la espiral de las opiniones ajenas y me alejaba de mis puntos de vista que, aunque fueran insustanciales, se iban desdibujando poco a poco. Corté por lo sano y me puse a escribir lo que pensaba sobre esta materia. Un tiempo después recuperé las lecturas, sin dejar ya de anotar algunas viñetas clínicas y momentos cumbre de algunos tratamientos que me habían enseñado cosas valiosas a lo largo de tres décadas.
De resultas de esta forma de indagar, se agrandaba día a día mi impresión inicial de que la psicoterapia de la locura es un campo esencialmente heterogéneo, mucho más que el de la neurosis. Esta variedad se refería tanto a cuestiones de estilo y formas de hacer, como a los referentes teóricos que servían de inspiración a los clínicos y también al tipo de intervenciones que éstos realizaban con sus pacientes. Quizás esta pluralidad sea el resultado inevitable del trabajo en equipo, del que suelen derivar opiniones distintas acerca de un mismo paciente.
El caso es que en medio de tanta diversidad, lo que me llamó la atención fue que unos y otros obtuvieran resultados terapéuticos importantes. Al principio este hecho me pareció misterioso, en la medida en que a través de caminos tan alejados se podía confluir en resultados similares, sea desguazando las defensas y torpedeándolas con interpretaciones o procurando mantenerlas en pie. La respuesta que encontré a esta cuestión planteada por la literatura especializada coincide totalmente con lo que he aprendido de la clínica diaria. Tanto las publicaciones como el quehacer profesional me llevan a creer lo mismo: en el tratamiento de la locura, la transferencia es muchísimo más potente que cualquiera de las técnicas empleadas, más aún que cuanto se les dice a los enfermos a lo largo de los tratamientos. Lo creo así después de leer con atención lo que los analistas dicen y han dicho a sus pacientes. Pues muchas de esas intervenciones —a veces meros disparates que, en el mejor de los casos no tienen ni pies ni cabeza y en el peor, depende de cómo se considere, constituyen auténticas ofensas que podrían motivar una denuncia en el juzgado—, cuando son francamente desafortunadas e inducen desequilibrio, resultan inmediatamente corregidas por la fortaleza y el poderío de la transferencia. Los pacientes son en eso bastante generosos y hacen honor a la paciencia que el propio término les supone, sobre todo porque les somos muy necesarios en muchos momentos cruciales de su vida. Eso es lo que creo.
Con vistas a ilustrar cuanto vengo diciendo, sacaré a colación una sonora metedura de pata del psicoanalista y psiquiatra finlandés Yrjö A. Alanen:
En una oportunidad llegué hasta el punto de sugerir a Eric [uno de sus primeros pacientes] que en sus fantasías sobre las escapadas de su mujer, parecía que se imaginaba a sí mismo en su posición: posiblemente era capaz de imaginar en su mujer sus propios sentimientos hacia estos hombres. Eric soltó una carcajada, por lo cual para beneficio de nuestro proceso terapéutico pareció descartar este intento de interpretación erróneo, o al menos inoportuno12.
Esta interpretación a bocajarro de un supuesto deseo homosexual, proyectado en el delirio de celos conyugal, constituye en sí misma un disparate, tanto por no venir a cuento como por estar afianzada en una teoría errónea. Por fortuna para el paciente, su lazo transferencial con el terapeuta, adecuadamente tejido, salvó la situación y el tratamiento prosiguió.
Mi punto de partida, por tanto, propone la hipótesis de que el verdadero poder de la psicoterapia de la locura radica en la transferencia y que los efectos de la palabra están supeditados a ella. Con esto no sugiero que se pueda decir cualquier cosa ni en cualquier momento ni de cualquier modo. Al contrario, es más importante saber lo que no hay que decir que lo que se podría decir, con lo cual, aunque a veces hablemos con el psicótico a tontas y a locas o à bâtons rompus, estamos obligados a conocer con precisión las cotas que no conviene sobrepasar y los territorios en los que no hay que entrar.
Evidentemente, la transferencia en la neurosis y en la psicosis es bastante distinta. Aunque después me extenderé sobre ello, sirva de aproximación, en el caso de la neurosis, un célebre pasaje en el que el propio Freud comenta las cosas del saber y del amor transferencial. En Presentación autobiográfica, escribe:
Me encontraba con una de mis pacientes más dóciles, en quien la hipnosis había posibilitado notabilísimos artilugios; acababa de liberarla de su padecer reconduciendo un ataque de dolor a su ocasionamiento, y hete aquí que al despertar me echó los brazos al cuello. El inesperado ingreso de una persona de servicio nos eximió de una penosa explicación, pero a partir de entonces, en tácito acuerdo, renunciamos a proseguir el tratamiento hipnótico. Me mantuve lo bastante sereno como para no atribuir este accidente a mi irresistible atractivo personal, y creí haber aprehendido la naturaleza del elemento místico que operaba tras la hipnosis. Para eliminarlo o, al menos, aislarlo, debía abandonar esta última13.
En el caso de la locura, la cosa es muy distinta. Al inicio de mi práctica profesional privada me sucedió algo que jamás olvidaré. En cierta ocasión, me retrasé unos minutos a la cita con una mujer paranoica, Iris, a la que atendía desde hacía unos años y seguiría tratando durante una década más. Como sabía que iba con un poquito de retraso, subí las escaleras a toda velocidad y, cuando llegué al rellano de la consulta, me la encontré allí, hierática, con su llamativa delgadez estoica. Me saludó, como era habitual, pero sin añadir comentario alguno. Abrí la puerta y le cedí el paso, como corresponde a un caballero. Entonces sucedió algo imprevisto: la alfombra sobre la que se disponían la mesa del despacho y algunas sillas estaba, para mi sorpresa, apelotonada en uno de los extremos (un descuido de la persona que limpiaba la consulta). Salí del paso al instante echando mano del sentido común, poco recomendable en nuestro oficio. Así es que me agaché y estiré la alfombra hasta que se colocó en la posición habitual. Después, ella pasó y se sentó, como siempre hacía. Lo que no calculé fue el factor sujeto, esto es, que me había arrodillado ante aquella mujer de un rigor extremo y gesto pétreo, sólo alguna vez distorsionado por una sonrisa, un discreto llanto o unas palabras atropelladas. Al cabo de unos días, cuando se presentó puntual a la nueva cita, la mujer traía en su mano derecha un maleta. Entonces caí en la cuenta, de repente, de eso que llamábamos la erotomanía de transferencia. Al verme un tanto azorado, levantó la cabeza, me miró y dijo: «Cuando un hombre se arrodilla ante una mujer, todo está dicho». Salvé la situación como pude y logramos continuar nuestro trabajo durante unos cuantos años más. Aquel baño de realidad me enseñó algo esencial, algo que, por lo demás, ya conocía por los libros: en la clínica bajo transferencia, nosotros formamos parte del cuadro; en lugar de meros observadores, somos protagonistas principales14.
Quizás con esta viñeta haya conseguido transmitir algo de la especificidad de la transferencia en la locura. Como después mostraré, su materia prima está hecha de extrema soledad, a la que nosotros respondemos con nuestra presencia y buena disposición. Sin embargo, el ejemplo más preciso para ilustrar la transferencia en la locura es el de aquella otra mujer que, durante unos años, me llamaba sistemáticamente por teléfono cada semana. A mis ¿Sí?; ¿Diga?; ¿Dígame?, etc., no contestaba nada. Aunque no había palabras, sí había alguien al otro extremo de la línea del teléfono. Yo no sabía quién era mi interlocutor, pero si insistía tanto en llamarme y en no decir nada, seguro que era por algo importante. Al cabo de un tiempo, cuando aquella antigua paciente, Luisa, volvió a consulta, me dijo que me había estado telefoneando todos esos años sólo para saber si yo seguía vivo. Añadió que con saber eso le bastaba, porque sin mí qué iba a ser de ella. También me dijo que si no había venido durante esa larga temporada era para no perjudicarme (cosas de su delirio).
De conformidad con lo que acabo de apuntar, en el tratamiento de la locura la presencia cuenta más que en el de la neurosis, aunque esta presencia se manifieste apenas en unas palabras dichas por teléfono o en un OK a los WhatsApp que recibimos cada cierto tiempo de alguien al que vemos de ciento en viento. También se ha destacado, tocante al tratamiento de la psicosis, la personalidad del terapeuta. Esta opinión se puede leer en muchos de los que han dedicado su vida a este singular oficio. En esos términos se han expresado autores como Yrjö Alanen, Vamik Volkan y otros terapeutas, cuando señalaban que «la personalidad del terapeuta es más importante en la psicoterapia de pacientes psicóticos que en las terapias más técnicas de las neurosis»15. Resulta llamativo que muchos terapeutas de psicóticos suelen manifestar una gran firmeza en sus creencias e ideales con respecto a la teoría que profesan y a la práctica que realizan. Esta entrega apasionada se materializa, como no puede ser de otro modo, en el énfasis con que hablan con los pacientes y en la seguridad de lo que les transmiten. Sobre este particular, Lacan, en 1978, con ocasión de las jornadas de estudio sobre el pase, observó:
Es preciso decir que para constituirse como analista hay que estar tremendamente chiflado; chiflado por Freud, principalmente, es decir, creer en esta cosa absolutamente loca que se llama el inconsciente y que he tratado de traducir como «sujeto supuesto saber»16.
Si estas palabras de Lacan se trasladan a los terapeutas de la locura, esa chifladura se magnifica y en algunos casos llega hasta el extremo de la locura stricto sensu.