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Palabras previas

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No hace falta visitar un manicomio en Alepo para darse cuenta de que la locura es una defensa. Sí, una defensa necesaria para sobrevivir cuando alguien se ve sobrepasado por experiencias inhumanas. Posiblemente la locura se convierta ahí en uno de los últimos y más desesperados agarraderos, en el postrero y deshilachado cabo que le mantiene, de alguna manera, en un exánime contacto con los otros. La locura es humana, demasiado humana, pero los humanos no estamos preparados para sobrevivir a cualquier circunstancia ni situación. Y menos aún aquellos que, por distintas razones, se quedaron a medio hacer y subsisten a la intemperie, más expuestos y vulnerables.

Como en otros lugares del mundo, en Alepo la locura estalla en un instante y a ella se agarran algunos sujetos frágiles, de los que llevan demasiado tiempo soportando lo insoportable y de pronto rebosan. A partir de ahí ya no hay vuelta atrás. Una configuración psíquica quebradiza propulsa de pronto al sujeto a otra dimensión, la de la locura. Eso sucede cuando el parapeto del lenguaje blandea y esa persona ya no es capaz de representar o poner palabras a sus vivencias traumáticas. Basta un instante para que una madre enloquezca cuando su bebé, al que tenía en brazos, se desangre reventado por la metralla de una bomba que acaba de explotar. Basta un instante para que un joven se trastorne cuando ve volar por los aires a los miembros de su familia, con los que estaba comiendo. Estas y otras escenas nos acercan con crudeza a la realidad del infierno, una realidad presente y cotidiana, más cercana de lo que queremos creer.

Mucho más, porque no hace falta visitar un manicomio en Alepo para contemplar otros infiernos menores, sin bombas ni tanques, sin el olor de la reconcomida desesperación. Y en estos otros avernos silenciosos y próximos, también hay personas que se rompen después de haber aguantado las embestidas de la vida. Aquí, en este primer mundo sigiloso, seguro, lleno de comodidades, con hogares calientes, despensas llenas y familias más o menos estables, hay personas que tienen dentro de sí su pequeño infierno y un buen día comienzan a crepitar hasta que saltan, como las castañas sobre una plancha ardiendo. Después de esa experiencia entran en otra dimensión vital en la que las relaciones consigo mismo y con los otros se transforman, como también se transfiguran las relaciones con el lenguaje y con el cuerpo. A partir de ahí la locura se ha adueñado de esa persona. O mejor dicho: esa persona se ha agarrado a la locura como último recurso.

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Esta obra parte de la consideración de la locura como una defensa y deriva en que el trato con el psicótico y el tratamiento de la psicosis dependen directamente de esa visión. Más de tres décadas después de dedicarme profesionalmente a atender a este tipo de personas, me propuse evidenciar el poderío preeminente de la transferencia en la psicoterapia de la psicosis. Si tuviera que sintetizar esas tres décadas, lo primero que destacaría es que el fármaco más potente para la locura es la transferencia, es decir, la relación entre el paciente y el terapeuta. Tal es la hipótesis de la que partí y me propuse argumentar.

Cuando revisé la literatura especializada tocante a esta cuestión, a esta primera conjetura, surgida de mi trabajo diario, sumé otra proveniente del estudio de la literatura especializada. Me llamó la atención que los psicoanalistas y psicoterapeutas que se habían dedicado al tratamiento de este tipo de pacientes, informaban de buenos resultados pese a orientarse con teorías y desarrollar prácticas bastante heterogéneas. Al entrar en detalles de qué y cómo hacían con sus pacientes, consideré que la relación transferencial era mucho más resolutiva que las técnicas empleadas, la mayoría basadas en interpretaciones a bocajarro y otras un poco más prudentes. Como se ve, estos dos supuestos, el clínico y el bibliográfico, confluyen nuevamente y ensalzan el poder de la transferencia.

Muchos discípulos de Freud, siguiendo sus recomendaciones, consideraron que la transferencia no podía darse con este tipo de pacientes. Por fortuna, algunos desoyeron sus comentarios y se aventuraron a sentarse y hablar con los psicóticos, con vistas a procurarles ayuda en una época en la que el resto de tratamientos eran francamente inútiles. Ahora bien, es cierto que la relación con el loco es diferente de la que establecemos con un sujeto corriente, es decir, un neurótico. Pero eso no quiere decir que el loco sea incapaz de establecer una relación. Al contrario, cuando se tiene un poco de experiencia con estas personas, uno sabe que el espesor que adquiere la transferencia es rocoso, como lamentablemente prueba la transferencia delirante.

En cierta medida, la sugerencia de Freud contraria a la transferencia en la locura se apoyaba en el grado superlativo de encierro autístico y de narcisismo exorbitante de este tipo de sujetos. Desde esa realidad exclusiva y alejada de los otros, estas personas no desarrollan el mismo tipo de relación con su terapeuta que la desplegada por un sujeto normal. En éste, el amor, el deseo y la atribución de un saber al clínico constituyen la base necesaria para poner en marcha un análisis.

Surge en este punto la pregunta sobre qué motiva al loco a visitarnos y hablar con nosotros. La respuesta que doy en este libro se basa en mi experiencia clínica. La llamo la soledad por excelencia. Creo que si un loco viene a vernos y se sienta a hablar es por la soledad esencial que lo aplasta. Ahora bien, alguien puede contradecir este parecer y argumentar que si está tan solo, ¿cómo es capaz de relacionarse con nosotros? Toda la cuestión de la transferencia en la psicosis deriva de esta pregunta. A mi manera de ver, la soledad por excelencia del loco es un refugio buscado y a la vez una cárcel insufrible. El loco está limitado para la relaciones, sin duda. El milagro que el terapeuta obra ahí es conseguir que ese ser solitario agarre su mano y establezca un contacto, a veces el único que tiene en la vida. Si eso se logra, podremos intervenir en ese exceso abrasador y adictivo que es la locura, sobre todo limitándolo.

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Sobre la psicosis se publican hoy día muchos artículos y algunas monografías. En ellos, la tendencia general consiste en comentar, glosar y ordenar lo que las autoridades del saber proponen. Entre tanta publicación, me hubiera gustado encontrar un breviario o un manual que explicara cómo tratar con los locos y de qué forma dirigir sus tratamientos. Salvo contadas excepciones, lo que encontré al respecto me pareció, en el mejor de los casos, repetitivo, anecdótico, deshilachado y torpe; en el peor, rancio e hilvanado con teorías obsoletas que daban pie a intervenciones clínicas sobrecogedoras. Con respecto a la psicoterapia de la locura hubiera preferido, la verdad, menos teorías de la psicosis y más claves prácticas para aplicarlas en el trabajo diario. Por eso en esta obra he elegido como referencias casi exclusivas a los clínicos que han tratado con locos y tratado la locura en el marco institucional, es decir, los que han convivido de continuo con la patología mental grave. Además, también en esta ocasión me separo algunos palmos de esos maravillosos ensayos profesorales y eruditos —al estilo de David Pujante y su incomparable Eros y Tánatos en la cultura occidental— y me acerco a otros un poquito menos sometidos al rigor de las fuentes, quizás por ello más creativos, como La orgía perpetua de Mario Vargas Llosa.

La idea de escribir un libro de este tipo surgió a consecuencia de la asunción de nuevos cometidos en el trabajo hospitalario. A ello se añaden las continuas peticiones de residentes y de compañeros, ávidos de algunos principios con que orientarse en el quehacer diario en las trincheras de la locura. Sus preguntas suelen ser sencillas y prácticas, acordes a las preocupaciones que les asaltan cotidianamente. Sin embargo, se escribe muy poco sobre eso. Es llamativa la sobreabundancia de textos sobre teoría de la psicosis y la parvedad de los que se centran en cómo hablar con los locos, qué decir y qué callar, cómo realizar una psicoterapia con estos pacientes, tan trastornados que no se sabe muy bien cómo entrarles y conversar con ellos. Al final, como me ha sucedido en otras ocasiones, me senté y escribí este libro, otro más de los que me hubiera gustado leer cuando comencé mi carrera profesional. Espero que mi esfuerzo le sirva a alguien para algo.

La obra consta de tres partes: exordio, principios y conclusión. La he escrito con toda la sencillez de la que soy capaz. He evitado en lo posible prodigarme en disquisiciones teóricas. Sobre eso ya publiqué bastante y ahora no me llama la atención. Principios de una psicoterapia de la psicosis es una obra práctica en la que abundan las viñetas clínicas, tanto propias como de otros autores. Como el título indica, no se trata de los principios de la psicoterapia de la psicosis, sino de una psicoterapia. De una psicoterapia entre muchas, aunque dudo mucho de que sea la más coherente y eficaz de todas. Lo que sí puedo asegurar es que esta psicoterapia se basa en una amplia experiencia con pacientes gravemente perturbados.

Principios de una psicoterapia de la psicosis se abre con una introducción que da cuenta de qué es la psicoterapia de la psicosis y expone su aplicación en el contexto de nuestro trabajo hospitalario. En la segunda parte, le siguen diez capítulos que desarrollan sendos principios, los que me sirven hoy de guía: la locura como defensa; su variada expresión clínica; la necesidad de la psicopatología para la psicoterapia, y viceversa; la relación de la transferencia y la soledad, y de ésta y la locura; las diferencias entre la transferencia neurótica y la psicótica; el poderío de la transferencia; las características de las relaciones transferenciales con arreglo a los distintos polos de la psicosis; la sugerencia de no interpretar al loco; y, por último, cerrando el círculo, la recomendación de no perturbar la defensa, menos aún con esas interpretaciones que pretenden sacar a la luz las entretelas de la historia de un sujeto que apostó por rechazarlas como si jamás hubieran existido. Todos estos aspectos se extractan en las conclusiones, tituladas «Sirve igual para un roto que para un descosido». Ahí especifico, antes de rendir un breve homenaje a Freud, algunas de las posiciones y actitudes que puede adoptar el terapeuta en el tratamiento de la locura.

Ningún libro soluciona el cuerpo a cuerpo de la clínica. Confío, no obstante, en que éste aporte algunas claves. Y me gustaría que allanara el camino a muchos principiantes para aligerarles los sinsabores que hemos pasado otros. Kafka escribió en «El cazador Gracchus» (La muralla china):

La idea de querer ayudar es una enfermedad, y debe ser curada en la cama.

Esta cita se usa a veces para exhortar a desconfiar de las almas caritativas. Cualquiera que lea este libro verá que tratar con un loco y tratarle su locura tiene poco de compasión. Nietzsche decía que compadecer es despreciar, y tenía razón. Lo que aquí propongo, al contrario, es una tarea noble y respetuosa. Y puesto que trabajamos con personas, más vale que estemos bien dispuestos y tengamos cierta preparación.

José María Álvarez

Valladolid, enero de 2020

Principios de una psicoterapia de la psicosis

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