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Prólogo La posibilidad de una relación

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La locura es una defensa que, en ocasiones, conduce al retiro e impone una distancia. A veces la defensa es tan radical que la distancia se convierte en abismo. Un abismo defensivo, pero también un abismo de soledad y exilio. Cuando esto ocurre, cuando la locura nos arrastra hacia los sumideros de la vida, entonces es posible que sólo una mano tendida que agarre bien fuerte y tire en dirección contraria pueda conducir la locura hacia un lugar más habitable, quizá hacia un encuentro o un lugar en el que la soledad pueda ser compartida. El encuentro, el buen encuentro, tiene mucho de bálsamo. Aunque parezca una exageración, a veces el encuentro es la única sustancia a la que la locura puede agarrarse cuando los fantasmas que la oprimen amenazan con dejarla tirada en la cuneta, desamparada, humillada, indigna, condenada, perseguida, rota, mancillada.

No se trata de una ocurrencia mía. Es algo que la locura nos enseña a diario, siempre y cuando uno esté preparado y dispuesto a seguir recibiendo lecciones. No obstante, en parte, también es algo que el autor de este libro me ha ido trasmitiendo a lo largo de los años. Son cosas que le he escuchado decir a José María Álvarez en multitud de oportunidades, desde que realicé parte de mi formación como psiquiatra entre los muros del antiguo Villacián. Por eso tengo la impresión de que Principios de una psicoterapia de la psicosis es una síntesis de todas las conversaciones que vengo manteniendo con él y su obra desde hace más de tres lustros. Una síntesis elegantemente desarrollada donde la posibilidad de establecer una relación adecuada con la locura emerge como la fuerza motriz fundamental para el buen progreso de su terapia.

Los encuentros, los buenos encuentros, siempre tienen algo de imprevisto. Ni avisan ni están programados. No se anuncian en ningún letrero. No tienen fecha ni un espacio fijado. Sin embargo, cuando se dan, se hacen notar y tienen efectos. Son aquellos a los que uno siempre quiere volver después de haberlos probado; donde la soledad se alivia y las palabras no se pierden en el espacio infinito; aquellos que consiguen fijar, dando cuerpo y abrigo, lo que antes flotaba en el vacío. Los buenos encuentros son aquellos en los que las palabras son escuchadas, pero también los silencios, sin sollozos ni objeciones, sin pedir nada a cambio. Para la locura, lo esencial de esos encuentros es que sirven como remedio frente a la soledad más devastadora que impone la certeza, el mutismo y el infatigable parloteo del lenguaje interior que nos empuja a perdernos en nosotros mismos. Lo esencial de esos encuentros no ha de buscarse en el dicho, sino en el hecho de que algo pueda ser escuchado. En el hecho de que la locura llegue a sentir que ahí puede estar, expresarse, incluirse, participar, incluso mantenerse callada. Que puede venir, saludar y marcharse. Que puede estar segura de que, más adelante, cuando sea preciso, allí estaremos, allí volveremos a encontrarnos. En definitiva, lo esencial de esos encuentros reside en la oportunidad que la locura tiene de hallar en ellos la posibilidad de una relación, y nosotros de facilitársela. Aunque ésta no sea el fin de ningún tratamiento, al menos es el fundamento en el que ha de afirmarse toda aspiración terapéutica.

Permítanme que insista, el tema bien lo merece. Que la locura busque y encuentre un alivio a través de la relación no es algo banal, ni mucho menos. A veces lo es todo. A veces ese pequeño paso supone un gran avance, una primera conquista. En ocasiones, incluso, un modesto éxito. No es ninguna exageración. Es algo que ocurre con relativa frecuencia. No sólo en los consultorios. También fuera de ellos. En la amistad y en el amor. En la pluralidad de los grupos y en la intimidad de la pareja. En el anonimato de las masas y en la fascinación por ciertos mitos. Cuántas veces habremos sido testigos de la paz y el equilibrio que la locura encuentra en todas esas posibilidades de relación tan diversas. Que la locura descubra que puede tener un lugar en el Otro —un Otro que acoge su certeza sin cuestionarla, un Otro que le agarra cuando más abajo pretende tirarse, un Otro que está disponible, aunque no la entienda— a que la locura llegue a descubrir eso no es algo banal, ni mucho menos. Eso tiene una trascendencia descomunal, pues no sólo reconforta y supone un alivio, sino que a veces encierra el germen de una pequeña sociedad donde lo que antes estaba en desorden puede empezar a encontrar un mejor acomodo más allá de uno mismo, más allá de la soledad, en un trabajo compartido, entre tú y yo, entre nosotros, entre todos nosotros. Quien no entienda que ese pequeño paso para la locura ya supone un éxito, mejor que abandone el barco antes de zarpar. Porque la soledad sólo se trata en compañía, aunque ésta sea muda, hable otro idioma o no tenga nada que decir.

¡Qué valor tiene todo esto! Piensen en la práctica clínica. Escuchen bien lo que les voy a decir. José María Álvarez lo suele repetir con cierta insistencia: lo prioritario para el tratamiento de la psicosis es saber establecer una buena relación con ella. Después ya vendrán las palabras y las intervenciones. Después ya vendrán los inventos. Pero lo primero es saber ocupar el lugar que la locura nos da en la relación que establece con nosotros. Eso es primordial. Después ya llegará el momento de lo que se dice y se calla, de lo que se rescata y se desecha, de lo que hay que limitar y también de lo que conviene fomentar. Pero siempre sin perder de vista esa posición y ese lugar que la locura nos ha asignado para su tratamiento.

Cuando lo parco abunda, saber hacer con poco es mejor que no hacer nada. Los que trabajamos en las instituciones sabemos que buena parte de nuestra práctica cotidiana con la locura se desarrolla en circunstancias muy difíciles, con sujetos que vienen de mala gana, incluso forzados; con sujetos que no dicen nada, porque ya está todo dicho; con sujetos que no desean nada, que no aceptan nada y que no están dispuestos a nada. Pues bien, en ocasiones con ellos es posible abrir un pequeño resquicio que permita que esa nada no lo abarque todo. Hay pacientes que no están dispuestos a nada, salvo a venir a consulta para vernos. Lograr ese poco es nuestro primer cometido. Ese poco, entre tanta nada, es una auténtica joya que hay que cuidar y sostener algún tiempo, en ocasiones durante toda una vida. ¿Que por qué? Pues porque a esa menudencia, aunque no lo parezca, algunos se agarran con todas sus fuerzas para no caerse de nuevo. Porque en ese encuentro, por ridículo y absurdo que parezca, con frecuencia se fragua una relación privilegiada que más adelante, cuando las cartas vengan mal dadas a lo largo del tratamiento, nos servirá para mucho más de lo que uno puede imaginar.

En el trato con la locura conviene aceptar esos mínimos sin rebasar los límites que generalmente los rodean. Cuando la locura nos muestra poco es señal de que sus defensas tienen mucho que guardar. Eso supone aceptar que en ocasiones la locura nos concede un lugar marginal, aunque no irrelevante; implica que la locura a veces no tiene nada de genial y demasiado de miseria; que en ocasiones prefiere un saludo sin palabras o un estribillo monótono y repetitivo, que un encuentro formal y elaborado en el que se le inquiete demasiado; conviene aceptarlo y no dejarse llevar por la desidia o la imprudencia de querer ir más allá de lo que se nos autoriza.

Detengámonos un momento a pensar en todos esos pacientes que viene a consulta para no decir nada, o casi nada. Pero vienen y la cosa funciona. Me atrevo a decir que funciona mientras respetemos sus condiciones y los límites detrás de los que se parapetan. Funciona mientras nos conformemos con los pequeños pedacitos que nos quieren mostrar, sin decir mucho, o casi nada; sin insistir con demasiadas preguntas ni aclaraciones; sin perturbar su silencio ni la distancia que imponen. Sabemos que funciona porque hemos comprobado las consecuencias que tiene no hacerlo. Muchos hemos sido testigos de que, en algunas ocasiones, después haber rebasado la raya que ellos establecen, las cosas comienzan a cambiar de signo. Y lo que antes parecía marchar, aunque fuera a paso lento, ahora comienzan a manifestar un sinfín de problemas, desde el portazo y el «ahí te dejo», hasta el «no me persiga usted más» o el denso eros del «usted dio el primer paso». Al fin y al cabo, de lo que se tratar es de entender que en el tratamiento de la locura es más importante saber trabajar con los escombros para armar un edificio modesto, que pretender levantar grandes andamios soñando con los palacios y rascacielos a los que el ideal y la teoría nos propulsan. Aceptar que no todos los pacientes nos regalarán la genialidad de Schreber o el virtuosismo de Joyce es mucho más terapéutico que empeñarse en hacer de cada caso un caso ejemplar y grandioso.

Llegar a comprender todo esto no ha sido inmediato. Las cosas más elementales llevan su tiempo y requieren una gran dosis de esfuerzo. En mi caso, ese proceso se ha visto favorecido por la inestimable enseñanza de José María Álvarez, a quien algunos consideramos algo más que un maestro. Durante años él nos ha iluminado el oscuro camino que discurre por ese vasto territorio al que llamamos locura. Y lo sigue haciendo. Echando mano a sus tres famosas lámparas del saber (la de la historia, la psicopatología y el psicoanálisis) José María nos ha enseñado que no conviene subirse a las alturas cuando el terreno todavía no está bien asentado. Que lo sencillo y más accesible siempre son la mejor puerta de acceso al conocimiento. Que los libros encierran grandes magisterios y, sin embargo, de ciertas experiencias ningún libro nos podrá aleccionar. Como él bien dice, una de esas experiencias es la que supone el encuentro «cuerpo a cuerpo» con la clínica de la locura. Un «cuerpo a cuerpo» descarnado, perturbador y descocado. Un encuentro imprevisible que nos asoma a lo más penoso del ser humano, pero también a sus prodigios.

Sin embargo, tengo la impresión de que Principios de una psicoterapia de la psicosis es una pequeña excepción a esa regla sobre la imposibilidad de los libros para instruir sobre ciertas experiencias que el propio autor suele entonar, y a la que antes hacía referencia. Porque, sin lugar a dudas, el libro que tenemos entre manos constituye una suerte de muletilla para saltar a la arena del encuentro con la locura con un poco más de aplomo y firmeza, pero sin abandonar nunca la humildad y las nociones más esenciales. En él el autor ha recogido todos aquellos principios que considera fundamentales para el tratamiento de la locura, haciéndolos girar de manera lúcida y cabal en torno al particular fenómeno de la relación de transferencia en la psicosis. Pues la locura a veces nos permite establecer con ella una relación. Una relación que no se formula en los términos de una terapia y, sin embargo, el tratamiento en ella acontece de manera espontánea. Ahora bien, como José María señala en el libro, este tratamiento sólo se conducirá en la dirección adecuada si uno ha sabido ocupar el lugar más conveniente en la relación, lo que requiere haber asumido que uno está ahí para ser usado por la locura en su singular búsqueda del mejor equilibrio.

En definitiva, Principios de una psicoterapia de la psicosis es una magnífica obra sobre el buen uso de la transferencia en el tratamiento de la locura. Escrita con un estilo sencillo pero elegante, directo pero riguroso, sus contenidos serán acogidos por los lectores como agua de mayo, tanto por los más jóvenes como por los experimentados. En ella encontrarán un sinfín de tesoros en forma de indicaciones, advertencias y recomendaciones clínicas que harán las delicias de cualquier clínico. Finalmente, no nos queda más que felicitar y agradecer a mi querido colega y amigo José María Álvarez el brillante y generoso trabajo que ha realizado para conseguir trasmitir una enseñanza tan hermosa y reveladora, como la que a continuación descubrirán.

Juan de la Peña,

Madrid, enero de 2020

Principios de una psicoterapia de la psicosis

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