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ESPAÑOLES POR EL MUNDO, HOY

César Vacchiano

Ingeniero y analista

En 1785, el rey Carlos III decidió que era preciso diferenciar la bandera que ondeaba en los buques españoles, por la frecuente confusión que se suscitaba con ingleses y franceses, dada la presencia común de una simbología de «cruces». Nuestra bandera nace así en 1785 y nos ampara en el mundo.

En 2014, en Trondheim, encontré un joven muy dinámico que gestionaba la actividad digital de una red de hoteles en Noruega. Llevaba una cinta en la muñeca con la bandera española y, tras las primeras palabras en inglés, descubierto el origen común, me explicó su aventura profesional y cómo había conseguido ser mejor considerado que en su propia tierra; estaba convencido de que ser español es un asset y, sin duda, le ayudaba a «vender».

Con frecuencia muchos de nosotros hemos percibido la preocupación de líderes empresariales y sociales sobre las percepciones que suscita nuestro país y el efecto que provocan en diferentes ámbitos, con repercusiones en la relación internacional. Lo español se configura como un concepto de interpretación subjetiva, abordado casi siempre con interés y pretensiones de mejora, que no ha sido contemplado como objeto de gestión para contextualizar una ambición: capitalizar un activo inmaterial, que pertenece a todos los ciudadanos y que puede actuar como palanca favorable en las relaciones que nos vinculan con el mundo, al que hemos ofrecido y ofrecemos personas, talento y bienes reconocidos, que han construido una reputación basada en evidencias.

Los atributos reconocibles de España, referidos en todos los estudios de las instituciones y think-tanks que han estudiado nuestros valores, muestran acuerdos sobre:

 Gente solidaria, buena para trabajar y bien formada.

 Organizaciones rigurosas y eficientes.

 Lugares agradables para vivir, con amabilidad.

 Un patrimonio artístico y cultural de primer nivel.

 Capacidades creativas en diversos ámbitos del saber.

 Un país europeo, convencido del futuro de Europa.

 Un líder de conocimientos en varias actividades: Sanidad, turismo, alimentos, moda, ferrocarriles, bioquímica, construcción, energía…

 Con empresas competentes en prestación de servicios.

 Y personas de talento que dan visibilidad a su éxito.

Estos atributos, y otros, derivados de una interpretación utilitaria de los anteriores, en conjunción con características personales o sociales propias del occidente latino, generan una percepción de gran país para vivir, quizás no tanto para trabajar o hacer negocios.

En mi deriva profesional para profundizar en el valor inmaterial de la marca como activo del negocio de cualquier empresa, he acabado convencido de que, sin cultivar la percepción, es imposible influir en la conducta. Por ello he trabajado en construir un modelo para la reputación de España como expresión de ese activo inmaterial, decantado durante siglos por generaciones sucesivas de españoles. En una visión actual, globalizada e hipercomunicada, hemos de ser capaces de identificar los componentes principales que definen su valor, seleccionar las variables que la dotan de contenido, los indicadores que facilitan la medición de su evolución y los procesos que orienten el consenso para una gestión descentralizada. Algo complejo, quizás muy influido por una mentalidad de ingeniero, pero imprescindible para dar contenido objetivo a un sentimiento, que cualquiera puede abordar desde una personalidad e ideología propias.

Sin embargo, esa percepción, cultivada o no con una estrategia de país, es un instrumento contributivo al bienestar general de los ciudadanos. Actúa como impulso previo en múltiples decisiones que nos afectan y genera repercusiones en lo económico y en lo cultural, llegando a convertirse en un parámetro del análisis social. Para casi nadie es dudosa la idea de que la percepción sobre España, en una visión globalizadora del mundo, puede contribuir a una mejora determinante del éxito de nuestras relaciones y de nuestro poder de influencia, que acaba traduciéndose en inversiones, exportación, visitantes y respeto institucional. Para un país que ha llegado a construir el 34 % de su PIB con contribuciones del exterior, estamos ante una necesidad que requiere, al menos, atención y conciencia de implicación por parte de todos.

Y esa es la cuestión principal. En qué forma nos sentimos con la fortaleza interior, con las convicciones que impulsen la seguridad y la proactividad en la proyección de nuestra naturaleza; del valor de nuestro origen y del potencial de éxito asociado con el mismo en el desempeño de nuestras actividades. Profesionales españoles alcanzan reconocimiento en su trabajo, como muchas de las empresas que compiten en una apertura al mundo sin precedentes, médicos, deportistas, funcionarios, militares, músicos, cocineros, artistas…, miembros de una sociedad moderna que solo se inquieta ante la calidad relativa de sus representantes en instituciones públicas de gobierno, un aparato hipertrofiado, en el que el ciudadano parece quedar subordinado al interés personal de quienes hacen de la política un objetivo de supervivencia.

Esta obra es un minúsculo ejemplo de los múltiples argumentos que pueden dar soporte a un sano orgullo por haber nacido en España. Somos menos del 1 % de la población del mundo, pero hemos influido en lo que son el 10 % de la misma. Nuestra lengua es la segunda en importancia en términos de utilidad franca y, para quienes hoy atraviesan años de juventud que inspiran el conocimiento del mundo, España es una prioridad. No estamos ante un adoctrinamiento interesado, ni en busca de réditos que favorezcan un bienestar personal; los motivos que se incluyen en las páginas que siguen son hechos, casi datos de una evolución colectiva que es, sin duda, una de las más ricas entre las que ofrece la humanidad.

El potencial colectivo está fuera de duda también. Construir la percepción exterior es una cuestión de Estado y ha de asumirse como una responsabilidad compartida tanto en el espectro temporal como en el ideológico. Porque, en cierto modo, cuando el antagonismo busca la destrucción del contrario para ocupar su posición, algo del ideario colectivo y del valor común a todos también se destruye.

Estos «datos» convertidos en argumentos para nuestra seguridad intelectual al disfrutar del origen español, no son únicamente herramientas para quienes asumen la acción exterior: embajadores, representantes públicos, empresarios, promotores de una presencia institucional o comercial, que han de favorecer expectativas de éxito en su misión. Son elementos para un orgullo de pertenencia, que nos permita agregar valor competitivo a las emociones y sentimientos arraigados con el origen y cultura próximos a cada individuo; los que han nacido de la familia, la escuela y el lugar que da origen a nuestra memoria. Porque son compatibles, pertenecen a la misma cadena de valor que conduce al reconocimiento ajeno, y quienes no construyen valor a lo largo de sus vidas, reducen el recuerdo y su significado para los que han de seguir, en una competencia continuada, en entornos más difíciles de comprender si no prestamos atención a la necesaria solidaridad con el pasado, que ha de permitirnos hacer más accesible el futuro.

Quienes hemos participado en esta obra nos sentimos parcialmente satisfechos y quienes juzguen la utilidad de nuestra selección podrán sumarse a esa satisfacción divulgando y promoviendo nuevos contenidos capaces de construir la reputación colectiva que nos merecemos; no solo por lo que hicieron nuestros ancestros hispanos, sino por lo que somos capaces de aportar ahora, desde cada perspectiva y personalidad individual, en un ecosistema de tolerancias fértiles.

No es casualidad que un convencido de su marca triunfe en Noruega con soluciones que nacen del conocimiento y del trabajo bien hecho.


César Vacchiano

1785 motivos por los que hasta un Noruego querría ser Español

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