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¿Cómo entendemos la fe?

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El Catecismo de la Iglesia católica enseña que «la fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios». Pero añade enseguida: «Es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (nº 150). Dicho de forma más sencilla, esto significa que, a juicio de la Iglesia, la fe consiste en la relación con Dios que se realiza mediante la obediencia (nº 144) de nuestro entendimiento a las verdades reveladas y enseñadas por la misma Iglesia (nº 156; 168). Por tanto, creer consiste en un «acto religioso», que supone ante todo el «sometimiento de la razón» a lo que enseña la Iglesia.

Como es evidente, esta forma de entender la fe supone una «sacralización» (la fe como acto «religioso») y una «racionalización» (la fe como acto del «entendimiento»), que están afirmando que una persona tiene fe solo cuando cumple estas dos condiciones: 1) es una persona religiosa; 2) que somete su entendimiento a las enseñanzas que le impone la Iglesia. Así, la fe es presentada como «religiosidad» y «creencias».

La larga historia que explica cómo, desde la vida del Jesús terreno, se ha llegado hasta las preocupaciones de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, ha sido bien analizada (cf. J. Auer, Was heisst glauben?: MthZ 13 (1962), p. 235-255). En esta historia fue importante el influjo del gnosticismo, que derivó el significado de la fe hacia una «ordenación de “verdades”», cosa que ya aparece en Clemente de Alejandría (Strom., VII, c. 10, p. 55-57) y se acentúa luego con san Agustín, cuyas fórmulas «crede ut intelligas» y sobre todo «intellige, ut credas» (De praed. sant., 2, p. 5) sitúan la fe en la inteligencia. Más tarde, en el s. XI, el padre de la gran escolástica, Anselmo de Canterbury, le puso como subtítulo a su Proslogion la fórmula que resultó ser la «definición de la teología»: «fides quaerens intellectum», la fe en busca de su inteligibilidad. O sea, «fe» igual a «inteligencia de verdades». Por eso nada tiene de extraño que Tomás de Aquino expusiera el concepto de fe sobre el fondo del concepto aristotélico de ciencia (J. Trütsch: Myst. Sal., I/2, p. 908-910). Pues bien, a partir de estos planteamientos, en la Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, del Concilio Vaticano I (en 1870), se dice: «La Iglesia católica profesa (que la fe) es una virtud por la que creemos ser verdadero lo que por Dios ha sido revelado» (cap. III, 1. DH 3008). Así, para el Magisterio de la Iglesia, quedó definitivamente claro que «lo que se cree» (fides quae) es más importante y decisivo que «cómo se cree» (fides qua) y, por tanto, más determinante que «cómo se vive» todo aquello en lo que se cree. Lo cual quiere decir que la fe se separó de la vida y quedó localizada en las verdades que se aceptan y que el Magisterio Jerárquico controla. De esta manera, y llevando las cosas hasta el límite, se puede ser un «creyente intachable» y, al mismo tiempo, ser también un «ciudadano indeseable». Cosa que, por lo demás, sucede no raras veces.

Desde el momento en que son muchos los cristianos que entienden y viven así la fe, el problema de la fe de los ateos y del ateísmo de los creyentes se planteó de forma inevitable. Y son muchas, muchísimas, las personas que no tienen este problema resuelto. Porque son muchas las personas que no aceptan las verdades de la fe, pero viven en plena coherencia con su propia humanidad. Como igualmente abundan también los que aceptan al pie de la letra las verdades que enseña el Magisterio eclesiástico, pero igualmente aceptan y hasta fomentan apetencias y formas de conducta que son profundamente inhumanas.

La fe en tiempo de crisis

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