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La situación actual de la fe

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No parece exagerado afirmar que la fe cristiana no se vio jamás en una situación tan confusa y tan problemática como la que estamos viviendo en nuestro tiempo. El papa y los obispos explican el abandono creciente de la fe y de las prácticas religiosas, que va aumentando en los países más ricos, por el laicismo, el relativismo, el hedonismo y, por supuesto, el anticlericalismo y la persecución religiosa que soporta la Iglesia y el hecho religioso en general. Al echar mano de esta explicación, el papa y los obispos culpan a los ateos y a los hombres sin religión de los males y las crisis que aquejan a la religión. Pero, fuera de muy contadas excepciones, no reconocen su propia responsabilidad en la creciente y preocupante crisis religiosa que estamos viviendo en los países de cultura occidental. Y conste que, cuando hablo de la responsabilidad de los jerarcas eclesiásticos, no me refiero primordialmente a cuestiones de moralidad (escándalos en asuntos de economía, de abusos sexuales…), sino a problemas doctrinales. Y esto, en un sentido muy concreto, a saber: el Magisterio Eclesiástico sigue presentando la fe cristiana como un asunto puramente doctrinal. El comportamiento de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe es ejemplar en este asunto. Tener fe es cuestión de obediencia y sumisión. Es, ante todo, sometimiento de la razón a muchas cosas indemostrables e incluso contradictorias, no solo con los postulados de la ciencia, sino incluso con el sentido común. Es, además, obediencia a no pocas cosas que impone la jerarquía eclesiástica, y cosas además que entran en conflicto con derechos fundamentales de todo ser humano, como es el caso de la aplicación, dentro de la Iglesia, de los derechos humanos. Y tener fe es también practicar sumisamente un conjunto de rituales y normas religiosas que provienen de tiempos inmemoriales y que, a duras penas, entienden y explican los estudiosos y eruditos en esas cuestiones que cada día interesan a menos gente.

Pues bien, desde el momento en que la autoridad eclesiástica entiende, enseña y defiende con rigor la fe tal y como acabo de indicar, sucede lo que estamos viendo a todas horas: la fe cristiana se ha separado de la vida, se ha alejado de la vida y, con demasiada frecuencia, no tiene nada que ver con la vida que lleva la mayoría de la gente, empezando (tantas veces) por la gente «religiosa», y acabando (con frecuencia) en el caso de tantas y tantas personas que no quieren saber nada de la fe de la Iglesia, pero resulta que son ciudadanos ejemplares y buenas personas a carta cabal. Así las cosas, nada tiene de extraño que haya «creyentes» que viven de espaldas al Evangelio de Jesucristo. De la misma manera que hay «ateos», «agnósticos», «anticlericales»… que son gente cabal.

Por tanto, el conflicto está servido. Al plantear este conflicto, no he pretendido ni atacar a la Iglesia, ni poner en duda el Evangelio, ni desautorizar a san Pablo. Solo he pretendido una cosa: poner en evidencia que la fe cristiana, tal como se nos presenta y se nos enseña, es una «fe hipotecada» por problemas de fondo muy serios. Problemas que la cultura de nuestro tiempo no acepta ni soporta. Lo cual quiere decir que, mientras no levantemos esa hipoteca, seguirá habiendo personas que se ven como ateos, pero que tienen tanta fe como el centurión romano de Cafarnaúm. De la misma manera que seguirá habiendo creyentes, y hasta defensores de la fe, que creen de verdad en su poder, en su imagen pública y en su seguridad económica. Porque esos, y no otros, son los principios determinantes de su vida. A fin de cuentas, nuestras creencias son nuestras convicciones. Y nuestras convicciones se verifican en lo que hacemos o dejamos de hacer.

La fe en tiempo de crisis

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