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El ateísmo de los «creyentes»

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Cuando Mateo se atreve a poner en boca de Jesús la asombrosa afirmación según la cual los «escandalosos» publicanos y las «despreciadas» prostitutas entran antes que los «ejemplares» sacerdotes en el Reino de Dios (Mt 21,31b), el texto evangélico introduce admirablemente el enorme problema que representa, para las religiones (para la católica en concreto), lo que aquí estoy señalando como ateísmo de los «creyentes».

No se trata de una exageración. Lo más chocante, al explicar este espinoso asunto, es que los evangelios sinópticos, cuando hablan de los discípulos y apóstoles en su relación con la fe, siempre ponen en cuestión esta relación. A veces, Jesús califica a los que creían estar más cerca de él como «no creyentes» (apistoi) (Mc 4,40; cf. Mt 17,17). Porque tenían una fe tan insignificante (oligopistía), que venía a ser como un grano de mostaza, es decir, prácticamente nada, lo menos que se podía tener (Mt 17,20). Y hay casos en los que rotundamente se dice que aquellos discípulos sencillamente «no tenían fe» (apisteo) (Lc 24,11) o que eran «lentos para creer» (Lc 24,25). Pero lo más frecuente es que los evangelios califican a los discípulos y apóstoles como hombres de «poca fe» o de una fe tan escasa, que es lo mínimo que podían tener (oligopistoi) (Mt 8,26; 14,31; 16,8; Lc 12,28; cf. V. 22). Advirtiendo además que la oligopistía, aplicada a quienes se creían seguidores de Jesús, no se refiere propiamente al rechazo de la fe, sino a la escasez, falta de firmeza o incluso carencia en esa fe (G. Barth: DENT, vol. II, 519).

Mención aparte merece el caso de Pedro. Este hombre, el primero siempre en las listas de los apóstoles, fue reprendido por Jesús a causa de su exigua fe (Mt 14,31). Y el mismo Jesús le llegó a decir que había rezado por él para que no le llegara a faltar la fe (Lc 22,32), cosa que desgraciadamente debió ocurrir, ya que el propio Jesús añadió enseguida: «Y tú, cuando te conviertas» (Lc 22,32), es decir, cuando vuelvas de tu descarrío (cf. M. Zerwick), «afianza a tus hermanos», lo que parece indicar claramente que los demás apóstoles también fallaron a la fe (J. M. Castillo, Los pobres y la teología, Bilbao, Desclée, 1998, p. 213).

A la vista de estos datos, puede parecer excesivo, injusto y hasta una cosa sin sentido hablar de «ateísmo» refiriéndonos a hombres que acompañaban habitualmente a Jesús, como era el caso de sus discípulos. A lo sumo, se podría decir de aquellos hombres que no eran «buenos discípulos». Pero ¿«ateos»?

En principio, al menos, no hay que llevarse las manos a la cabeza. De sobra sabemos que en la vida se encuentra uno cantidad de personas que pertenecen a grupos religiosos o que están integrados en la Iglesia, pero de tal manera que, si se conoce la intimidad de esas personas, se lleva uno la enorme sorpresa de que las convicciones determinantes de su vida no son los principios constitutivos de la fe. Son gente cuya imagen pública parece que va por los caminos de la fe, pero sin embargo lo decisivo en sus vidas no tiene que ver nada con la fe. Y me temo que esto es más frecuente de lo que imaginamos. ¿Cómo se explica este hecho?

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