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Cómo se designa a los jueces

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La independencia con que ha sido concebido el Poder Judicial en nuestro ordenamiento se manifiesta a través de su alejamiento de la política partidaria y porque las designaciones de sus miembros no provienen del mandato electivo. Para tornar eficaces estas características de nuestro órgano judicial, el constituyente diseñó un sistema de designación que no tiene como sustento la elección popular y resulta ajena a la intermediación de los partidos políticos, al menos en su concepción teórica. También estableció una diferencia sustancial mediante el otorgamiento de la garantía de inamovilidad de los jueces, que impiden que el órgano judicial tenga renovaciones coincidentes con los cambios de mayorías políticas. El ejercicio de la función sin mandato determinado intenta garantizar al ciudadano el alejamiento de los jueces de intereses políticos que puedan generar dudas sobre la imparcialidad de sus decisiones y permitir un desarrollo coherente de la atribución de interpretar la ley.

Los constituyentes originarios concibieron al órgano judicial como un verdadero poder del Estado, que comparte con los restantes órganos el gobierno de la Nación. “Si el Poder Judicial gobierna la nación en el ámbito de su competencia al igual que los Poderes Legislativo y Ejecutivo en el marco de las que tienen respectivamente asignadas, ejerce un poder de naturaleza esencialmente política, cuyas manifestaciones son múltiples”, opina acertadamente Eduardo Graña y subraya que este poder político se expresa con claridad cuando los tribunales realizan en nuestro sistema el control de constitucionalidad de las normas, haciendo operativo el principio de supremacía de la Constitución y declaran la invalidez de una ley o un acto dictado o ejecutado por los restantes órganos de gobierno.3

La concepción de la independencia del Poder Judicial que heredamos del pensamiento de Alexander Hamilton no implica dotar de una superioridad jerárquica al Poder Judicial sobre el Legislativo o Ejecutivo, sino crear un órgano de control que restablezca la soberanía del pueblo expresada en la Constitución, cuando la voluntad del Parlamento se ha alejado de ella o cuando el Ejecutivo la viole por decisiones arbitrarias. Esta función del órgano judicial resulta trascendente para la salud del sistema político porque consiste en preservar el sistema democrático frente a desviaciones de los restantes órganos de gobierno. La circunstancia de que los miembros de la Corte y los jueces inferiores carezcan de mandato popular para ejercer sus funciones no altera la legitimidad de sus acciones, ni los coloca en desigualdad frente a los otros órganos. No podemos soslayar que los mecanismos previstos en nuestra Constitución hacen que el cuerpo electoral intervenga en la decisión a través de sus representantes, pues la responsabilidad de la designación recae en el presidente de la Nación (art. 99 inc. 4 de la Constitución Nacional), con el acuerdo previo del Senado, requisito indispensable para que el Ejecutivo pueda ejercer su potestad de designación. Por consiguiente, en este mecanismo complejo de nombramiento intervienen quienes ejercen sus mandatos a través del derecho de sufragio.

Tales argumentos fueron soslayados cuando se atacó al Poder Judicial durante la última presidencia de Cristina Fernández de Kirchner. Llamativamente, tanto la primera mandataria como su marido y ex presidente y parte del elenco gubernamental habían sido miembros de la Convención Constituyente de 1994 y ninguna objeción manifestaron sobre este mecanismo de designación ni sobre la organización del Poder Judicial. La justicia argentina es democrática porque se organiza de acuerdo con las pautas de la Constitución Nacional, conforme sucede en todos los países que han adoptado la democracia como forma de Estado.

La función de interpretación judicial es absolutamente esencial en todo ordenamiento jurídico. Hans Kelsen sostenía que el derecho vigente era la norma y la interpretación que de ella realizaban los jueces en cada momento histórico. La interpretación judicial diseña la forma y el contenido de los derechos e instituciones consagrados en la Constitución escrita y permite que sus textos se adapten a la dinámica social, dando respuestas a los conflictos que toda sociedad desarrolla en su evolución. Si bien la actividad está subordinada a la ley, la función interpretativa va dando contenido concreto a las cláusulas generales de la Constitución o de la ley, y construyendo su dramaturgia a través del tiempo.

El constituyente dedica dos capítulos de la Sección Tercera a la regulación constitucional del Poder Judicial y de su función. Desarrolla en estos artículos los principios básicos que hemos expuesto y enfatiza la independencia de este órgano, especialmente con respecto al presidente. La prohibición contundente al presidente de la Nación para que ejerza funciones judiciales, contenida en el art. 19 de la Constitución Nacional, es una derivación razonada de la forma de gobierno adoptada por el constituyente y del claro objetivo de evitar la concentración de funciones en el órgano ejecutivo, aunque en la Constitución de los Estados Unidos no tiene cláusula equivalente.

La separación de funciones que impide al presidente cumplir actividad jurisdiccional, aun en los supuestos de emergencia institucional, como el estado de sitio, demuestra la vocación constitucional de impedir cualquier tipo de intromisión del titular del Ejecutivo en el ejercicio de las atribuciones que con exclusividad se otorga a este poder. Nótese que la división entre las otras funciones del Estado (legislativa y ejecutiva) no tiene la misma fuerza, puesto que se le han reconocido –primero por vía de interpretación y luego por su inclusión en el texto constitucional– numerosas facultades de legislación al presidente. También desde el inicio de nuestra organización constitucional hubo una más estrecha colaboración entre estos dos órganos, al reconocérsele al presidente la facultad de iniciativa legislativa y de promulgación de leyes, observación (comúnmente llamado “veto”) y reglamentación de la ley. Solo en casos excepcionales se reconoce a órganos de la administración la capacidad de desarrollar actividad jurisdiccional –tribunales administrativos–, pero exclusivamente en el caso de que sus decisiones sean revisadas por órganos judiciales. Sin esta posibilidad de revisión, la existencia de ese tipo de actividad es reputada inconstitucional y así lo ha expresado la Corte Suprema de Justicia en numerosos fallos a lo largo de su historia.

Mediante las garantías de inamovilidad e intangibilidad de la remuneración de los magistrados se ha pretendido asegurar que la separación de funciones impuesta tenga vigencia real. Ambas garantías de los jueces intentan impedir que por vías indirectas los demás órganos de gobierno y, muy especialmente, el Poder Ejecutivo interfieran en la independencia e imparcialidad de los jueces mediante presiones funcionales o económicas.

La inamovilidad no solo garantiza la continuación en el cargo mientras dure la buena conducta, sino que también protege la sede y el grado (el lugar geográfico donde desempeña su función y la jerarquía de su cargo), pues su nombramiento se realiza para un cargo judicial determinado, que no puede ser alterado por la autoridad sin consentimiento expreso del magistrado, aunque la decisión implique un ascenso dentro de estructura del órgano judicial. Esto es especialmente notorio cuando existe una organización de doble instan­cia y garantiza que el juez designado en primera instan­cia no sea simuladamente ascendido a juez de cámara para quitarle la decisión de un juicio determinado, maniobra que hemos observado en los últimos años con inadecuada frecuencia para sacarle el conocimiento de un expediente a un juez, especialmente en los temas de corrupción que involucran a funcionarios con poder político.

La intangibilidad de la remuneración de los magistrados, principio que no se aplica a los restantes órganos del Estado que carecen de una protección similar, es otra forma con la que el constituyente intentó preservar la independencia del órgano judicial. No constituye un privilegio para los titulares de los órganos judiciales, sino una protección para el ejercicio independiente de su función jurisdiccional, pues su objetivo es evitar que mediante presiones de carácter económico se busque influir en el ánimo de los jueces para orientar sus decisiones. A esta protección de los ingresos de los jueces, se le agrega una también severa restricción para el ejercicio de otras actividades, pues los integrantes de la Justicia tienen un cuadro de incompatibilidades estricto cuyo objetivo es preservar la imparcialidad de los tribunales frente a los intereses que eventualmente generen conflictos que deban ser sometidos a su conocimiento. Excepto la docencia y las actividades de investigación, toda actividad pública y privada, aunque sea sin fines de lucro, les está vedada.

Ambas garantías, inspiradas en la Constitución de los Estados Unidos y en los proyectos constitucionales patrios, tienen la finalidad señalada de evitar que los restantes poderes políticos del Estado practiquen maniobras persecutorias sobre los miembros del órgano judicial para presionar en sus decisiones. También buscan que la resolución de conflictos y la interpretación legal queden a merced de las mayorías de turno que se suceden en las restantes áreas de gobierno. La jurisprudencia estadounidense ha destacado la necesidad de poner a los jueces fuera del alcance y aun de la sospecha de cualquier influencia del órgano legislativo y también ha determinado el derecho a la actualización monetaria de los ingresos de los magistrados por el efecto de la inflación.4

En cuanto a la estructura, la Constitución solo crea el órgano superior del Poder Judicial que es la Corte Suprema de Justicia de la Nación, como ya se indicó al comienzo del capítulo. Los tribunales inferiores son creados por ley del Congreso y se subordinan jerárquicamente a la Corte, dando a este poder del Estado una organización vertical y compleja. El establecimiento de tribunales permanentes cumple con la garantía del juez natural, previsto en el art. 18 de la Constitución Nacional y en las declaraciones y pactos internacionales sobre la materia y evita la autoritaria constitución de tribunales especiales para juzgar determinadas categorías de hechos o personas. Así, garantiza la preservación del principio de igualdad, pues impide la constitución de fueros personales.

Solo los jueces predeterminados por la ley y designados según las normas constitucionales pueden juzgar un caso. No puede haber tribunales judiciales para un hecho concreto porque de este modo se viola esa garantía del denominado “juez natural”, que es base del debido proceso y de la existencia de una justicia democrática.

La distribución de competencias entre tribunales federales y locales surge del principio general conocido como principio de reserva, según el cual las provincias retienen todo el poder no delegado a la Nación. Esta delegación de facultades jurisdiccionales se realiza mediante el art. 116 del actual texto, que reproduce el originario art. 100 de la Constitución de 1853-1860. En esta cláusula se designa cuáles son los casos que corresponden a la competencia federal, distribución que toma criterios distintos, pues se determina por la materia, persona y lugar.

En nuestro ordenamiento jurídico, existen tres tipos de leyes: federales, comunes y locales –algunos autores agregan ahora un cuarto tipo en virtud de las atribuciones legislativas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero consideramos que son una especie de las normas locales– y un doble orden jurisdiccional. La interpretación y la aplicación de las leyes federales le corresponden a la justicia federal y así se desprende claramente de la redacción del art. 116 y de la calidad de fuero limitado y de excepción, que unánimemente le confieren la doctrina y la jurisprudencia. Por el contrario, las leyes comunes dictadas por el Congreso para uniformizar la regulación legal, pero derivadas a jurisdicción local por el art. 75 inc. 12 de la Constitución Nacional, y las leyes locales sancionadas por las legislaturas provinciales y por la legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, son competencia de los tribunales provinciales.

Debemos destacar, sin embargo, que el Congreso ha asumido la práctica de “federalizar” algunas materias que constitucionalmente corresponden al ámbito de la legislación común, tomando como premisa que en determinados casos u ocasiones se encuentran en juego la protección de bienes jurídicos de carácter federal que justifican la excepción. Tal criterio ha sido utilizado en la última década para justificar la federalización de las causas de seguridad social, materia que integra el derecho común según lo prescripto en el citado art. 75 inc. 12 de la Constitución Nacional, dado el compromiso de la Nación en el otorgamiento de los beneficios de esta área del derecho, según lo dispuesto en el art. 14 bis y en el recientemente incorporado art. 75 inc. 23. El resultado obtenido fue contrario al querido dada la multiplicación de la litigiosidad en esta área y el incumplimiento del ANSES de las sentencias de estos tribunales y de la Corte Suprema de Justicia, como veremos en el desarrollo de capítulos posteriores.

La competencia originaria y exclusiva de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, regulada en el art. 117 de la Constitución, significa que un grupo de casos de los atribuidos a la competencia federal en el art. 116 tendrá como tribunal de instancia única a la Corte Suprema de Justicia. Así, el constituyente predetermina un desdoblamiento en la competencia de órgano máximo del Poder Judicial de la Nación, puesto que podrá ser originaria o apelada, según que el caso esté previsto en el artículo citado o no.

La Corte Suprema Argentina

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