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Introducción

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Este libro comenzó a gestarse en una conversación en un café de la avenida Santa Fe de Buenos Aires, donde estuvo el cine Grand Splendid, en el que durante años vi muchas películas que no solo me entretuvieron, sino que son parte de mi formación; un lugar con especial significado en varias décadas de mi vida y propicio para el nacimiento de un proyecto de creación. Allí, el 25 de mayo de 2015, hablamos con Josefina Delgado de la conveniencia de acercar a los lectores una visión del rol que cumple la Corte Suprema de Justicia y cómo este fue evolucionando en la turbulenta vida institucional argentina. En aquel momento el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner presionaba para que el juez Carlos Fayt saliera del tribunal.

Cuando esa presión había ya languidecido por la alteración cotidiana de la realidad en un año electoral y por la renuncia presentada por el lúcido magistrado a partir de la fecha de terminación del mandato de la presidenta, el sorprendente decreto del flamante presidente Mauricio Macri, que designó dos miembros del tribunal en comisión, demostró que la cuestión mantenía actualidad aun con los cambios de signo político, y que la opinión pública se expresaba sobre la Corte con conocimientos endebles o deliberadamente errados.

Desde la década del noventa del siglo pasado hasta la fecha, la Corte y algunos de sus miembros ocupan la primera plana de las noticias, son figuras públicamente conocidas y la gente opina sobre sus decisiones con la liviandad –o liquidez, para usar la expresión de Zygmunt Bauman– que caracteriza a nuestra época.

Pero ¿qué concepto tiene la población sobre la función que ocupa la Corte Suprema en nuestro sistema político? ¿Recuerda, si lo estudió en la escuela, cómo se organiza y cuáles son sus atribuciones? En las clases de Historia, ¿se le informó de la importancia que asumió el Tribunal en algunas angustiosas situaciones atravesadas por la Argentina luego de su organización constitucional? Hace algunos años, en un examen de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho de la UBA, pregunté a un alumno qué era la Corte a la que se refería en su exposición. Con mucha firmeza contestó: “El martillo maestro de la democracia”. La metáfora mecánica era utilizada por un doctrinario. La cita era vagamente correcta, pero cuando intenté dilucidar si podía interpretarla, advertí que no lograba darle contenido a esa enunciación.

En notas y comentarios en redes sociales, advierto que se alude al órgano con un notable desconocimiento sobre el rol que ocupa, sus facultades y límites, las diferencias entre nuestra Corte Suprema y los órganos homólogos de otros regímenes de gobierno. Y en estos errores de concepto e información incurren muchas personas con indiscutible formación cultural e influencia en la formación de opinión.

Los debates impulsados en los últimos años sobre la Justicia, la intención abierta de contar con jueces adictos o que al menos no pongan en apuros los designios del titular transitorio del Poder Ejecutivo, han sembrado mayor confusión en un tema que requiere conocimientos precisos en el ciudadano común, porque tiene consecuencias sobre su vida cotidiana.

Al rastrear nuestra historia también encontramos que en muchas oportunidades la Corte asumió un papel fundamental más allá de sus atribuciones específicas y alcanzó un protagonismo diferente al de los tiempos de las redes sociales, pero de profundo contenido político.

También se desconoce que, a través de su silenciosa tarea cotidiana, este organismo extendió los derechos humanos de los argentinos, impulsó con su actividad la renovación legislativa y permitió la modernización de nuestro derecho, que en cualquier país constitucionalmente organizado se convierte en un elemento central de la narrativa de la comunidad. Pero en muchos otros prefirió congraciarse con el Ejecutivo de turno y dar andamiaje jurídico a las excepciones que son el límite del Estado de derecho.

La Corte ha cumplido y cumple un rol central en el sistema político argentino. Las funciones de este organismo, las decisiones que adopta, su posibilidad de poner freno a los otros poderes del Estado y, muy especialmente, al Ejecutivo, ya que nuestra forma de gobierno ha virado de hecho y de derecho hacia un hiperpresidencialismo, importan a todos los habitantes del país e influyen en sus relaciones internacionales.

El presidencialismo fuerte que los constituyentes del siglo XIX adoptaron, otorgándole al presidente argentino muchas más atribuciones que al de los Estados Unidos de América –modelo normativo sobre el que se diseñó nuestra primera Constitución– fue tornándo­se cada vez más intenso. Los gobiernos de facto que asolaron nuestro país durante más de cinco décadas profundizaron esta tendencia y el liderazgo militar y caudillista de Perón lo llevó a su máxima expresión en la reforma constitucional de 1949.

La reforma de 1994, que proclamó tener la intención de “atenuar las facultades presidenciales”, solo dio fundamento normativo al crecimiento que en los hechos habían tenido esas facultades, fundamentalmente en la primera presidencia de Carlos Saúl Menem. La Constitución vigente otorga al presidente funciones que le permiten avanzar sobre el Poder Legislativo mediante decretos de necesidad y urgencia, delegación legislativa o promulgación parcial de leyes.

En este marco institucional, la función de la Corte adquiere para el ciudadano un rol fundamental para custodiar sus derechos humanos y la efectiva vigencia de la garantía básica de estos, que es la separación de poderes.

La Corte, entonces, no es lejana a las personas que habitan o residen en nuestro territorio aunque influya en sus vidas más inadvertidamente que los otros órganos que conforman el gobierno del país.

Siempre es necesario aclarar conceptos, pero en esta situación histórica actual en la que por primera vez en setenta años ocupa la presidencia un argentino que no pertenece ni al peronismo ni al radicalismo, que asume con una minoría parlamentaria sin precedentes y luego de gobiernos de fuerte impronta personalista, volver a reflexionar sobre la organización y sentido de la Corte en nuestro régimen de gobierno adquiere una dimensión singular. Principalmente, cuando la cobertura de vacantes fue una de las primeras controversias que promovió el presidente aun en el interior de la coalición que lo acompaña.

Tengo también la esperanza de que la sociedad argentina asuma el desafío de enfrentar una revisión de su sistema constitucional. En el universo de la información y del hasta hace poco inimaginable acceso al conocimiento y a la cultura que la tecnología nos brinda en la actualidad, revisar ese sistema que desde 1994 hasta la fecha solo ha dado tumbos es un objetivo que aunque pueda parecer utópico debería ser irrenunciable.

Me anima a la escritura de esta obra compartir con el lector y, especialmente, con aquel que carezca de nociones de derecho, datos y reflexiones que permitan desordenar los lugares comunes que se repiten sobre la Corte y trazar un cuadro de cómo fue pensada por nuestros constituyentes, cómo se construyó a sí misma en el devenir histórico y cuáles fueron los momentos en que ocupó el centro de la escena política.

La estética no examina los objetos de arte, sino la relación entre intérpretes y receptores, es una versión de la teoría de la comunicación en la que el público significa tanto como los intérpretes. En el derecho constitucional, que analiza los órganos de gobierno, ese público no está restringido a profesionales y jueces porque el proceso de definir las instituciones concierne a los legos, a los litigantes y estudiantes actuales y potenciales, al pueblo que quiere conocer la extensión de sus derechos. Me sentiré afortunado si puedo hablar con una sola voz a muchos públicos.1

Ese es el desafío. Espero que al terminar la lectura puedan concluir que he cumplido con este cometido.

1. Lief Carter, Derecho constitucional contemporáneo, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1985, págs. 15-22.

La Corte Suprema Argentina

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