Читать книгу Las Travesuras de Naricita - José Monteiro Lobato - Страница 8

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II. Una vez…

Una vez, después de dar comida a los pececitos, Lucía sintió que los ojos le pesaban de sueño. Se acostó en el pasto con su muñeca en el brazo y se quedó mirando cómo paseaban las nubes por el cielo, a veces formando castillos, y otras, camellos. Y ya estaba casi durmiendo, envuelta en el chismeo de las aguas, cuando sintió cosquillas en el rostro. Se le agrandaron los ojos: un pececito vestido como una persona estaba de pie en la punta de su nariz.

¡Sí, vestido como persona! Traía un abrigo rojo, un sombrerito de copa y un paraguas en la mano. ¡La más grande de las galanterías! El pececito miraba la nariz de Naricita frunciendo la frente, como quien no entiende nada de lo que está viendo.


La niña contuvo el aliento por miedo a asustarlo y así se quedó hasta que sintió unas cosquillas en la frente. Espió con el rabillo de los ojos. Era un escarabajo que se había posado ahí. Pero un escarabajo que también estaba vestido como una persona, llevaba un sobretodo negro, anteojos y un bastón.

Lucía se quedó aún más inmóvil, porque todo eso le interesaba mucho.

Al ver al pececito, el escarabajo se sacó el sombrero respetuosamente.

–¡Muy buenas tardes, señor Príncipe! –dijo.

–¡Buenas, maestro Cascudo! –fue su respuesta.

–¿Qué novedades trae a Vuestra Alteza por aquí, Príncipe?

–Es que me corté dos escamas del lomo y el doctor Caracol me recetó aires de campo. Vine a tomarme el remedio en este prado, que me es muy conocido, pero encontré aquí este cerro que me parece extraño –y el Príncipe golpeó con el regatón del paraguas en la punta de la nariz de Naricita.

–Creo que es de mármol –observó.

Los escarabajos son muy entendidos en cuestiones de la tierra, porque viven cavando hoyos. Aun así, aquel escarabajo con un sobretodo no fue capaz de adivinar qué tipo de “tierra” era aquella. Se agachó, se ajustó los anteojos, examinó la nariz de Naricita y dijo:

–Es muy blando como para ser mármol. Parece más queso crema.

–Es muy moreno para ser queso crema. Parece más chancaca –apuntó el Príncipe.

El escarabajo probó la tal tierra con la punta de la lengua.

–Es muy salada para ser chancaca. Parece más…

Pero no concluyó, porque el Príncipe lo había dejado para ir a examinar las cejas.

–¿Serán aletas, maestro Cascudo? Venga a verlas. ¿Por qué no se lleva algunas a sus niños para que las usen como látigos en sus juegos?

Al escarabajo le gustó la idea y fue a recoger las aletas. Cada hebra que arrancaba era un dolorcito agudo que la niña sentía, ¡y ella tenía muchas ganas de sacarlo de ahí con una mueca! Pero soportó todo, curiosa por ver en qué terminaría aquello.

Dejando al escarabajo ocupado con las aletas, el pececito fue a examinar las ventanas de la nariz.

–¡Qué bellas madrigueras para una familia de escarabajos! –exclamó. –¿Por qué no se viene para acá, maestro Cascudo? A su esposa le gustaría esta división de piezas.

El escarabajo, con el manojo de aletas debajo del brazo, se fue a examinar las madrigueras. Midió la altura con su bastón.

–Realmente son buenas –dijo–. Solo temo que viva aquí alguna bestia peluda.

Y para asegurarse hurgó en el fondo de la madriguera.

–¡Chú! ¡Chú! ¡Sal de ahí, bicho inmundo!

No salió ninguna fiera, pero como el bastón le hizo cosquillas a la nariz de Lucía, lo que sí salió fue un formidable estornudo: ¡Achú!… y los dos bichitos, cogidos por sorpresa, dieron vueltas con las piernas al aire y cayeron con fuerza contra el suelo.

–¿No le dije? –exclamó el escarabajo, levantándose y limpiando con la manga el sombrerito sucio con tierra. –¡Sí, es un nido de una bestia, y de una bestia estornudora! Ahora me voy. No quiero hacer negocios con esta gente. ¡Hasta luego, Príncipe! Espero que sane y sea muy feliz.

Y allá se fue, zumbando como un avión.

Sin embargo, el pececito, que era mucho más valiente, permaneció ahí, cada vez más intrigado con esa montaña que estornudaba. Por fin, a la niña le dio lástima y decidió aclarar todo el misterio. Se sentó de súbito y dijo:

–No soy ninguna montaña, pececito. Soy Lucía, la niña que viene todos los días a darles comida. ¿No me reconoces?

–Era imposible reconocerla, niña. Vista desde el agua se ve muy diferente.

–Puede que me vea distinta, pero te aseguro que soy la misma. Esta señora aquí es mi amiga Emília.

El pececito saludó respetuosamente a la muñeca y en seguida se presentó como el Príncipe Escamado, rey del Reino de las Aguas Claras.

–¡Príncipe y rey al mismo tiempo! –exclamó la niña aplaudiendo–. ¡Qué bien, qué bien, qué bien! Siempre tuve el deseo de conocer a un príncipe-rey.

Hablaron un largo rato, y finalmente el Príncipe la invitó a que visitara su reino. Naricita sintió un gran entusiasmo

–Vamos al tiro –gritó –antes de que la Tía Nastácia me llame.

Y allá se fueron los dos tomados del brazo, como viejos amigos. La muñeca los seguía sin decir una palabra.

–Parece que a doña Emília le comieron la lengua los ratones –observó el Príncipe.

–No fueron los ratones, Príncipe. La pobre es muda de nacimiento. Ando en busca de un buen doctor que la cure.

–Hay un doctor excelente en la corte, el célebre doctor Caracol. Emplea unas píldoras que curan todas las enfermedades, excepto su baba. Estoy seguro de que el doctor Caracol va a hacer que la señora Emília hable hasta por los codos.

Seguían hablando sobre los milagros de las famosas píldoras cuando llegaron a una cierta gruta que Naricita jamás había visto en ese lugar. ¡Qué cosa tan extraña! El paisaje parecía otro.

–Aquí está la entrada a mi reino –dijo el Príncipe.

Naricita fisgoneó, con miedo a entrar.

–Está muy oscura, Príncipe. Emília es muy miedosa.

La respuesta del pececito fue sacar del bolsillo una luciérnaga en un mango de alambre, que le servía de linterna viva. La gruta se iluminó hasta muy adentro y la “muñeca” perdió el miedo. Entraron. Por el camino fueron saludados, con grandes muestras de respeto, por varias lechuzas y numerosísimos murciélagos. Unos minutos después llegaron a la entrada del reino. La niña abrió la boca, admirada.

–¿Quién construyó este maravilloso portón de coral, Príncipe? Es tan bonito que parece un sueño.

–Fueron los Pólipos, los albañiles más trabajadores e incansables del mar. También mi palacio fue construido por ellos, todo de coral rosado y blanco.

Naricita todavía tenía la boca abierta cuando el Príncipe notó que el portón no había sido cerrado ese día.

–Es la segunda vez que esto sucede –señaló con cara de molestia–. Apuesto a que el guardia está durmiendo.

Al entrar, verificó que tenía razón. El guardia dormía un sueño entre ronquidos. No era más que un sapote muy feo, que tenía el puesto de mayor del ejército marino. El Mayor Agarra-y-No-Suelta-Más. Recibía de salario cien moscas al día para quedarse ahí, con la lanza en la mano, casco en la cabeza y espada en el cinturón, vigilando la entrada del palacio. El Mayor, no obstante, tenía el vicio de dormir en horas de trabajo, y esta era la segunda vez que lo pillaban en falta.

El Príncipe se acomodó para despertarlo con una patada en la panza, pero la niña intervino.

–¡Espere, Príncipe! Tengo una idea muy buena. Vamos a vestir a este sapo con la ropa de mi muñeca, para ver su cara cuando despierte.

Y sin esperar respuesta, le sacó la falda a Emília y se la puso, despacito, al dormilón. También le puso la caperuza de la muñeca en lugar del casco, y el paraguas del Príncipe en vez de la lanza. Después de haberlo transformado en una perfecta viejecita, le dijo al Príncipe:

–Ahora lo puedes patear.

El Príncipe ¡zas!… le propinó un valiente puntapié en la barriga.

–¡Uhhh! –gimió el sapo, abriendo los ojos, aún ciego de sueño.

El Príncipe, poniendo voz grave, lo lumeó:

–¡Bonita cosa! ¡Mayor! Durmiendo como un cerdo y además andas vestido de viejecita… ¿Qué significa esto?

El sapo, sin entender nada, se miró atorpezadamente en un espejo que había por ahí. Le echó la culpa al pobre espejo.

–¡Está mintiendo, Príncipe! No le crea. Nunca fui así…

–De hecho, tú nunca fuiste así –explicó Naricita–. Pero, como dormiste escandalosamente durante el servicio, el hada del sueño te transformó en una viejecita. Bien hecho…

–Y como castigo –añadió el Príncipe– estás condenado a comer cien piedritas redondas en vez de las cien moscas de nuestro trato.

El sapo, muy triste, hizo un gran puchero, yéndose tristón, y arrinconándose en un rincón apartado.

Las Travesuras de Naricita

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