Читать книгу Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto? - José Montero - Страница 10
ОглавлениеCapítulo 4
“Transmisión del pensamiento”, dijo Lula en voz alta cuando leyó en la pantalla de su nuevo teléfono el mensaje de Tomás, que decía: “¿Podemos vernos?”. Ella, en simultáneo, acababa de mandarle otro con una propuesta similar, pero más imperativa: “Necesito hablar con vos”.
Rápidamente acordaron –porque Lula insistió y no hubo forma de hacerla cambiar de opinión– que esta vez ella iba a viajar de nuevo hasta Parque Patricios, para conocer la casilla de Toto.
—Tenés que bajarte en la estación Hospitales –explicó él–. Estoy sin la moto, te voy a buscar a pie –agregó.
—Okey.
Una hora después, cuando la vio salir de la boca del subte, le costó reconocerla.
Lula se había puesto unos pantalones flojos que deformaban su figura, un buzo con capucha (donde había ocultado el cabello) y los infaltables lentes oscuros; para completar el disfraz, cero maquillaje.
—Parecés un pibe –le dijo Toto.
—Andá a freír churros –replicó Lourdes.
—Tengo en casa, y ya están fritos.
—¿Compraste? Tengo un hambre... –se burló ella.
Caminaron y tomaron por la calle Pepirí. El plan era seguir derecho hasta el fondo, cruzando la barrera, pero en la plaza José C. Paz había un control de tránsito de la policía. De pronto, una agente se plantó sobre la vereda y les pidió documentos.
—Todos los días me paran cuando vengo con la moto, y hoy que vengo caminando ¿también me paran? –se quejó Tomás.
—Estamos trabajando para su seguridad –dijo la mujer policía–. El masculino que viene con usted me resulta sospechoso.
—¿Masculino? –rió Lula–. Soy una chica.
—Yo con su elección de género no me meto. ¿Me permiten sus identificaciones?
Toto y Lourdes presentaron sus documentos y la agente, al ver el de Lula, cambió de expresión. Tuvo que leer en un murmullo varias veces el nombre y apellido de ella para comprender. Finalmente dijo con tono mucho más familiar y cholulo:
—¿Vos sos Lula, de Zaraza?
—Sí –admitió Lula.
—Ay, no te puedo creer. ¿Qué hacés acá? Nunca creí que iba a encontrarte en este barrio.
—Yo tampoco.
—Cuando le cuente a mi hija, se desmaya. Cuatro añitos tiene y se sabe todas tus canciones. Es refanática. Yo también.
—Bueno, gracias.
—¿Nos podemos sacar una selfie?
—En realidad… –intentó decir Lula, pero fue inútil.
La policía ya había sacado su celu, extendido su brazo y obtenido una foto de los tres. Si era capaz de desenfundar su arma tan rápido como el teléfono, los delincuentes estaban perdidos.
—¡Ay, gracias, Lula! ¡Sos una genia! En el barrio van a reventar de envidia.
—¿Podemos seguir? –preguntó Tomás.
—Dejen que les avise a mis compañeros –dijo la agente señalando al resto de la dotación de los dos patrulleros.
—Me encantaría, dulce –dijo Lula y la compró con un beso–, pero estoy apurada. Otro día.
Al final llegaron hasta la barrera, la cruzaron y entraron en la casilla justo cuando dos trenes que pasaban juntos (uno en cada dirección) provocaron un terremoto de 8 grados en la escala de Richter.
—Pasá, ponete cómoda –invitó Tomás.
A pesar de que era temprano para merendar (las tres y algo de la tarde), tomaron unos mates, devoraron los churros rellenos con dulce de leche y bañados en chocolate y luego discutieron quién hablaba primero.
—Tu mensaje llegó diez segundos antes. Sorry, empezás vos. Sos el más angustiado. El que necesita contención psicológica urgente –se impuso Lula.
Toto rió y festejó la desfachatez, pero se puso serio de inmediato para decir:
—Volví a mentirte, Lula. El otro día no tenía fiebre.
—¿Qué pasa? ¿No querés trabajar más conmigo? –se adelantó ella.
—No puedo manejar. Me volvieron los mareos que sentí cuando mi vieja me abandonó. Intento recuperarme, pero no hay caso.
—¿Qué pasó?
—…
—¿Tuviste algún problema? ¿Discutiste con alguien? ¿Cortaste alguna relación?
—No, Lula, sabés que no estoy con nadie.
—Qué sé yo. Capaz que no me contás.
—A esta altura, te cuento todo.
Se clavaron los ojos hasta que Lula no pudo sostenerle la mirada y se concentró en una diminuta manchita de chocolate que había quedado en la comisura de los labios de Toto. Se mojó un dedo con saliva y se la limpió. Él se dejó hacer.
—Pasó algo, sí –se sinceró Tomás y le narró, hasta el más mínimo detalle, el episodio vivido en Parque Patricios con el espíritu, o el recuerdo, o la imagen, de su madre.
—¿Puedo ver la estampita? –pidió Lourdes cuando concluyó el relato.
—Eso es lo más loco. Yo la tuve, la toqué. La guardé en un cajón, pero ya no está más.
Lula inspiró hondo buscando una explicación a lo incomprensible.
—¿Te acordás de qué cementerio era?
—Chacarita.
—¿Recordás la dirección que figuraba?
—Sección ocho. Todo lo demás, ni idea.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro.
Lula chequeó información en el teléfono y anunció:
—Está abierto hasta las seis. Vamos.
Tomaron un taxi y en poco más de media hora estuvieron en el Cementerio de la Chacarita.
El conductor preguntó si los dejaba en la puerta principal o si deseaban entrar.
—Ni idea –dijo Tomás.
—Vamos a la sección ocho. ¿Sabe dónde queda? –preguntó Lula.
El taxista la miró por el espejo retrovisor y dijo:
—En Buenos Aires hay miles de calles. Con suerte, conozco quinientas. ¿Encima me pedís que conozca la ciudad de los muertos, pibe?
Lula seguía en su “modo chico”. Estuvo a punto de responder, pero se contuvo cuando Tomás le apoyó una mano en la rodilla en señal de que no valía la pena.
Toto le pidió al conductor:
—Por favor, entre, señor. Una vez adentro le preguntamos a algún empleado.
—Ahí me gusta más –respondió el tipo dando un volantazo para dirigirse hacia un ingreso de autos.
—¿Viste que hablando se entiende la gente, “Carlitos”? –le dijo Toto a Lourdes, cargándola por su aspecto y por las confusiones que generaba.
Les preguntaron a varios cuidadores por la ubicación de la sección ocho, pero nadie sabía. Ni siquiera se dignaban a hablar. Miraban para otro lado, se encogían de hombros, pegaban media vuelta.
El taxista llegó a una conclusión:
—Me parece que acá, para que funcione, hay que engrasar la máquina.
—Sí, ¿no? –dijo Tomás.
—¿Eh? ¿De qué hablan? –preguntó Lula.
—Que quieren un billete –abundó Toto.
Sacó algo de la billetera y se lo entregó al chofer, para que este a su vez se lo ofreciera a otro cuidador que venía de frente.
—No, ¿qué hacés? –dijo el empleado del cementerio al ver el billete extendido–. Más discreto. Hacémelo chiquito.
El taxista lo dobló en cuatro y se lo dio en forma disimulada, como si estuviera saludándolo con un rápido apretón de manos.
—Parece que estamos comprando droga –dijo Lula, indignada.
—Tranquila –la contuvo Tomás, por lo bajo.
Llegaron por fin al lugar que buscaban. Pagaron el viaje y el taxi se fue.
La sección ocho ocupaba dos manzanas irregulares. Había cientos de tumbas.
—¿Por dónde empezamos? –preguntó Lula.
—Si supiera… ¿Nos separamos para hacer más rápido? –propuso Tomás.
—Ni loca. Me da miedo.
—Es de día.
—Me da miedo igual.
—La que propuso venir fuiste vos.
—Pensemos.
—No es mi especialidad –sostuvo Toto.
—Hacé un esfuerzo.
—…
—¿Qué dijo tu mamá en el sueño?
—No fue un sueño. Fue real. Lo viví.
—Quiero decir…
—No, está bien. No hay evidencia física –admitió Tomás–. Pude haberlo imaginado. Pude haber sentido como real algo que solo ocurrió dentro de mi cabeza.
—O quizás es un mensaje de ella.
—No sé.
—Tratá de recordar las palabras que usó. ¿Qué te dijo?
—Uff.
—Cerrá los ojos –le sugirió Lula y apoyó la mano sobre sus párpados, para tratar de guiarlo–. Volvé a ese instante en el parque. Reconstruí el clima, la luz, los sonidos. Ahí está llegando. ¿La tenés frente a vos?
—Sí.
—Ahora te habla. ¿Qué te dice?
—Gesticula, pero no puedo oírla.
—Leé sus labios.
—Me dice…
—…
—Me dice: “Cuando me perdones, yo seré libre. Y vos serás libre para amar sin miedo”.
Los dos quedaron atravesados por la emoción. Se miraron en silencio, se entendieron sin palabras. Tenían una conexión única.
El viento repentino levantó un remolino de hojas alrededor de ellos. Lula entonces preguntó:
—¿Vos la perdonás a tu mamá?
—Yo lo que quiero es ser libre.
—…
—Y amar sin miedo al abandono.
—…
—A lo que más le temo es a ser abandonado otra vez –dijo Tomás en un borbotón de palabras que salió de su boca.
Lula se sintió incapaz de articular una respuesta. Toto siguió:
—Igual no tiene importancia porque la persona que quiero… –dejó la frase incompleta.
Lourdes lo abrazó infinitamente, llenándolo de calor y afecto. Cuando se soltaron y ella abrió los ojos, su mirada cayó en una tumba pobre, con cruz de madera. A pesar de que las letras se encontraban borroneadas por la intemperie, no tuvo dudas.
Era el nombre de la mamá de Toto.
Se acercaron. Revolvieron entre la maleza seca y encontraron una foto con la cara de la madre tal como la había visto Tomás en el parque.
A él, entonces, lo ganó un ataque de llanto incontenible. Lula tampoco pudo refrenarse y lo acompañó con sus lágrimas, y en el medio de esa agonía sanadora le preguntó:
—¿La perdonás, Tomás? ¿La perdonás?
—¡Sííííí!