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EN EL ÚLTIMO CAPÍTULO...

libro 1


Valente cobraba caros sus servicios.

Había dos opciones: o Tomás le pagaba un monto fijo por la gestión de contactarlo con “El caballero de la noche”, independientemente del resultado de la entrevista laboral (por así decirle), o le daba el 50 por ciento de su sueldo durante los primeros seis meses.

Cualquiera de las posibilidades era un abuso. Sin embargo, a Toto le pareció peor la alternativa de abonar por el contacto no garantizado. Darle la mitad de sus ingresos, durante medio año, no le hacía ninguna gracia, pero al menos había una contraprestación. Solo le entregaba el dinero si obtenía el trabajo.

Trató de negociar un porcentaje menor. Al menos un 40 por ciento. Imposible. Valente era un hueso duro de roer. Y además era insoportable, así que –con tal de dejar de escucharlo– Tomás le dijo que sí y cerraron el trato con un apretón de manos asqueroso. Más que transpirar, la mano de Valente chorreaba. Toto se secó la palma y los dedos en la pierna de su pantalón de jean y se prometió prenderlo fuego, aunque después cayó en la cuenta de que no estaba para tirar ropa.

La entrevista con “Batman” fue más extraña aun que el encuentro con Valente.

El tipo lo citó en un gimnasio de boxeo y artes marciales mixtas en Constitución, pasadas las 23 horas. La lógica indicaba que el lugar ya tendría que estar cerrando. Por el contrario, era un hervidero de forzudos que hacían fierros, saltaban la soga, le pegaban a la bolsa de arena o a la pera loca, gritaban mientras descargaban una masa sobre una rueda de tractor y practicaban en el ring o dentro de la jaula. Las piñas, las patadas y los rodillazos sonaban muy fuertes. Si ese era el entrenamiento, Tomás no quería saber cómo eran los combates reales.

Preguntando llegó hasta un hombre que tendría unos 50 años. Era delgado, pura fibra. Estaba colgado cabeza abajo. Subía y bajaba. Subía y bajaba. Hacía abdominales sin parar. Parecía que lo hacía sin esfuerzo. Su panza era una plancha de ravioles, todas almohaditas bien marcadas que sobresalían.

—¿Buscás a Batman? –quiso saber el gimnasta.

—Sí –contestó Tomás.

—¿Quién te manda?

—Valente.

—Soy yo.

—Un gusto. Tomás –se presentó.

—¿Vos no entrenás, Tomás?

—No mucho –dijo el visitante; la verdad es que nunca hacía actividad física.

—Se nota. Tenés que ponerte en forma. Hacerte fuerte, duro.

—¿El trabajo nocturno es tan peligroso?

—Trabajar de noche o de día es lo mismo. El mayor peligro es darte el palo. Clavarte el manubrio en el pecho. Parece un lugar común, pero es así: en la moto, la carrocería sos vos.

—Eso dicen.

—Si estás entrenado, absorbés mejor el golpe. Lo asimilás. Mirá. Tocá. Tocá esta panza.

—No, está bien.

—Tocá, te digo. Sentí. Es una piedra. Una viga de acero. ¡Tocá!

A Toto no le quedó otra que apoyar un dedo sobre los músculos del estómago de “Batman”.

—¿Y? ¿Cómo se siente? Impresionante, ¿no?

—Es lo que iba a decir.

“Batman” hablaba sin dejar de hacer sus abdominales. Toto se preguntó cuántas repeticiones era capaz de llevar a cabo. ¿Doscientas? ¿Trescientas? Se quedaba corto.

—Vamos a probar, a ver cómo andás –anunció “El caballero de la noche”.

—Gracias.

—Todavía no me agradezcas nada. Si veo que no sos bueno para el laburo nocturno, no corrés más.

—Lo que me gustaría saber es la clase de clientela…

—Clientela común. Gente que paga para que le lleven y le traigan cosas.

—¿Es todo… digamos…?

—¿Me estás preguntando si es todo legal?

—Quiero decir… No se ofenda…

—¡Más vale!

—Perdón que pregunte… Pero ya tuve un problema.

—Lo sé. Imaginá la cantidad de situaciones que la gente tiene que resolver sí o sí de noche: cruzar la ciudad hasta una farmacia de guardia para comprar un medicamento urgente; ir a buscar unas llaves que alguien dejó olvidadas; llevar documentación que tiene que estar a primera hora de la mañana en una casa de sepelios de La Plata; llevar correspondencia interna de las líneas aéreas a Ezeiza o Aeroparque.

—Entiendo –dijo Tomás.

Pero “Batman” se había entusiasmado y siguió explicando:

—Todas esas cosas no pueden esperar, porque el avión sale a las cinco de la mañana, al difunto lo tienen que enterrar, adentro de la casa hay un chico que quedó encerrado, el remedio es de vida o muerte, y así. Para resolver esos problemas estamos nosotros. La única mensajería que trabaja de noche.


Semanas después, superado el período de prueba, Tomás comprendió que “Batman” solo había mencionado una parte de los viajes. El verdadero negocio, el real motivo que generaba la mayor cantidad de tráfico, eran las ventas de “llame ya”.

¿Los programas de televenta iban a altas horas de la noche porque era la franja más barata para comprar el espacio en los canales de cable? ¿O elegían deliberadamente salir de madrugada porque entonces se concentraba la clientela más débil, la que llenaba con consumo el vacío de su existencia?

Trasladando cajas y paquetes de noche, Tomás aprendió que personas solitarias, deprimidas o con trastornos mentales gastaban su dinero en comprar ese juego de sartenes antiadherentes, la faja reductora que usarían una sola vez, la súper exprimidora para preparar los más sabrosos y nutritivos jugos de fruta, el curso para aprender idiomas mediante ondas magnéticas, las plantillas para parecer más alto y un sinfín de cosas inútiles, y pagaban más caro el costo de envío para recibirlo de inmediato, esa misma noche, porque “necesitaban tenerlas ya”.

Durante los primeros seis meses que trabajó para “Batman”, Toto no tuvo ningún reparo en ser parte de la maquinaria que se aprovechaba de estas personas. Tenía la deuda con Valente. Era imposible escapar sin saldarla. Dejar de trabajar para “El caballero de la noche” no borraba los pagarés, así que ni se le cruzaba por la cabeza la alternativa de renunciar. Se encontraba bajo un régimen semiesclavo. Tenía que vivir con el 50 por ciento del salario. Lo estaban desalojando, debía buscar otro lugar urgente, comía mal porque no le quedaba dinero para el supermercado. Para colmo se enfermó y los medicamentos le salieron un ojo de la cara. Fue una gripe atroz. Una semana de agonía durante la cual, de todos modos, siguió trabajando. En fin, tenía suficientes problemas como para pensar en dilemas morales.

Pero luego, cuando terminó de pagarle a Valente, empezó a ver lo que antes no veía. Advirtió que esas personas que recibían sus compras a las dos, tres, cuatro de la madrugada, y encima le daban generosas propinas, no parecían muy sanas. Se veían desequilibradas. Decían incoherencias. Estaban bajo los efectos de alguna droga o del alcohol. A veces alcanzaba a ver que el interior de sus casas o departamentos estaban sucios, abarrotados de cosas. O convivían con veinte mascotas.

El trabajo comenzó a molestarle. Sentía que él también se estaba abusando de los solitarios de la noche. En eso pensaba una madrugada, ya de día, cuando vio de lejos el taxi del cual bajaba una chica hermosa, y adivinó las intenciones de otro motoquero, e intentó frenar el robo.

Y así fue como conoció a Lula.

Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?

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