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Capítulo 2


El primer impulso le ordenó deshacerse de la estampita. Se frenó por un sentimiento de respeto hacia lo religioso.

Necesitaba guardar una prueba física del encuentro, que había sido etéreo y fantasmal. ¿Cómo calificar, si no, el hecho de toparse con la madre muerta? Si era que efectivamente estaba muerta. Porque no tenía forma de confirmarlo. Algo escrito en un pedazo de papel no tenía validez en el mundo real. ¿O sí?

No quería pensar ni hacerse tantas preguntas. Ya demasiado había sufrido. ¿Para qué remover las cosas? ¿Acaso no podía “clavarle el visto” al episodio y seguir su vida como si nada?

Claro que podía, se dijo. E hizo lo que siempre hacía cuando un asunto le resultaba molesto. Lo metió en un cajón. Lo enterró bajo un montón de papeles, objetos, ideas y problemas que había enterrado antes.

En este caso, guardó la estampita en el último cajón de la cocina. El más inútil. Ese al que van a parar las velas para cuando se corta la luz, bolsas y envoltorios usados, algún corcho, hilo, un poco de cinta adhesiva, menúes de comida con precios irrisorios, viejos, dejados alguna vez por el delivery, etcétera. Tomás, en definitiva, se hizo el tonto. Simuló que no le preocupaba el destino de su madre.

Buscó cualquier excusa para salir a dar una vuelta en moto. Le sacó el candado. Abrió la puerta de alambre que separaba el mínimo patio de la vereda. Le quitó el pie de apoyo y la llevó a pulso hasta la calle, a la vez que pasaba el tren que iba a provincia y hacía vibrar todo. Levantó una pierna, la pasó por encima del asiento y se sentó. Todo iba normal, sin contratiempos, hasta que quiso introducir la llave en el contacto. Ahí el mundo se le dio vuelta. Los mareos rodaron por su mente y cayeron como una ficha que encendía la maquinaria del aturdimiento. Del martirio que lo había marcado a fuego como si tuviera, grabada en la frente, una A de abandonado.

Se fue al piso. Tuvo que esforzarse para salvar la moto. Cualquier pavada, cualquier rotura, le saldría un dineral.

Dificultosamente, volvió a guardarla y encadenarla. Después, cuando se tranquilizó, le mandó un mensaje a Lourdes.

“Me vas a matar, pero este fin de semana no puedo trabajar. Estoy con fiebre”, se justificó.

No pasó ni un minuto. El celular de Toto comenzó a sonar. Era Lula.

—¿Qué pasó?

—Nada, estoy muy resfriado –contestó Tomás, cambiando la voz para sonar convincente.

—¿Te mando un médico?

—No, ya me hice ver –siguió él con la mentira–. Lo que me da bronca es dejarte en banda. Justo este finde…

—Justo este finde tenía tres “presencias” y una se cayó. Así que cancelo las otras dos y listo.

—¡No, Lula! ¿Cómo vas a perder esa plata? Dame un par de minutos y contacto al Viejo Oscar.

—No quiero gente desconocida.

—Es de confianza. Puede llevarte a cualquier lado sin mirar un mapa.

—Prefiero cancelar.

—Me hacés sentir culpable.

—Culpable, nada. Sos mi excusa. Ya que no laburás, yo descanso. Con los shows tengo suficiente. De paso, me hago desear.

—Pero mirá que el Viejo… –volvió a la carga Tomás.

—Toto, ¿no entendés que no quiero andar con nadie más?

—…

—No me interesa otro que no seas vos.

—…

—Sonó fuerte eso, ¿no? –dijo Lula para remarcar la idea.

—Sin embargo, vos…

—Estoy muy bien con Darío.

—¿Entonces?

—A veces digo cosas que ni yo me entiendo.

—…

—Mejor lo dejamos ahí, ¿sí? –pidió Lula.

—Está bien.

—¡Me das la razón como a los locos!

—Sí, querida –se mofó Tomás.

—Te mando un besito, cuidate –se despidió Lourdes con la mejor onda.

—Otro, gracias.

Toto cortó la comunicación preocupado. Tenía un tema grave que resolver. ¿Cómo volver a la normalidad? ¿Cómo dejar atrás los mareos? El equilibrio en la moto era de vida o muerte.

Su respuesta fue que iba a hacerlo “a lo bestia”. Como lo había hecho siempre. Probando. Cayendo y levantándose. Dándose el cuerpo y el alma contra el piso. Y si en el medio rompía su herramienta de trabajo, mala suerte. Ya la arreglaría. Lo importante era regresar al trabajo. A Lula.

Ella, por su parte, ni pensó en cuestiones laborales. La cabeza se le llenó de interrogantes sobre su vida amorosa. Sobre lo que sentía. ¿Por qué siempre había elegido relaciones sin compromiso? ¿Por qué se había puesto en riesgo? ¿Por qué había tenido un touch and go con un desconocido? Y ahora ¿por qué estaba con Darío? Le gustaba, pero hasta ahí, y además el éxito lo había cambiado y convertido en un tonto. ¿Lo había buscado solo por una cuestión de poder, de arrebatarle el chico a Corina, de plantarse así ante el mundo y usar esa relación para crecer mediáticamente? Si esa era la verdad, su actitud resultaba horrible. ¿Y Tomás? Era el pibe que menos le convenía, pero el que más ocupaba sus pensamientos. Una eventual relación con él no tenía ninguna perspectiva de futuro, pero… ¿importaba el futuro? Por lo pronto mandaba el presente, y el presente de Lula en relación a Toto tenía un cartelón rojo que decía “no”, “prohibido”, “ni lo pienses”, “arderás en el infierno”.

Así se consumieron las horas de Lourdes luego de la charla con Tomás, tratando de desenmarañar el caos de sus sentimientos, a la vez que miraba una serie en la computadora y, al mismo tiempo, paveaba en las redes sociales, lo cual aumentaba su confusión. Acaso era deliberado. Prestar atención en simultáneo a varias cosas (interiores y exteriores) era como no pensar, como eludir decisiones y responsabilidades.

En eso estaba cuando, de pronto, le entró un mensaje de número desconocido.

Uno más.

Se llenó de miedo cuando leyó: “¿Así que Tomás no puede llevarte? ¿No querés volver a pasear conmigo?”.

Lo peor, lo que la hizo entrar en pánico, fue que el mensaje por primera vez llevaba una firma.

Lo firmaba, en efecto, Juan.

Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?

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