Читать книгу Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto? - José Montero - Страница 12

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Capítulo 6


Tomás sacó la moto y Lula se montó detrás de él.

Arrancaron para el lado del Puente La Noria y Toto ni se acordó de los mareos. Habían quedado sepultados, junto a la tranquilidad de haber concluido un capítulo doloroso, en el cementerio.

No era la primera vez que circulaban por esas avenidas en las que nadie respetaba los semáforos en rojo cuando caía la oscuridad, porque detenerse era enfrentarse al riesgo de un asalto. Sin embargo, en esta ocasión Lourdes se sintió inquieta y preguntó si estaban yendo bien.

—Vamos joya –fue la respuesta.

—¿Qué hay por acá un día de semana, a la medianoche? –insistió ella cuando faltaba poco para cruzar el puente.

—¿Oíste hablar de La Salada?

—Obvio. La feria de ropa trucha.

—Hay de todo.

—¿Cuál es el plan?

—Ya vas a ver.

—¡Ufa!

Llegaron a La Salada por la calle que bordea el Riachuelo, del lado de provincia. El asfalto era nuevo y el lugar estaba repleto de policías.

—Hasta hace poco los puestos ocupaban todo. No se podía circular por acá –informó Tomás–. Hubo allanamientos, detuvieron a los mafiosos, levantaron todas las estructuras y solo quedaron los comercios más formales, puertas adentro.

—Aburrido. ¿Y? –pidió algo más concreto Lourdes.

Toto imprimió velocidad a la moto y solo la amainó donde terminaban los galpones de la feria, la policía desaparecía y la calle estaba ganada por decenas, cientos de motoqueros alumbrados por sus luces y por unos tambores metálicos de donde salía fuego.

—Bienvenida a las carreras clandestinas.

—¿En serio? –se entusiasmó Lula–. Había oído hablar de esto, pero no sabía dónde… ¡Es genial! –rió.

Levantó el visor del casco. Los ojos le brillaban de excitación frente al rugido de los motores, las aceleradas, el chirrido de los neumáticos, el griterío, la música.

Se quitó el casco y enseguida volvió a recogerse el pelo. Se cubrió con la capucha del buzo y con los lentes oscuros. Sacó el labial y repasó el rojo intenso de la boca. A Tomás lo mataban esos gestos de coquetería, que eran automáticos, no tenían nada de premeditados ni de pose, pero definían la personalidad de Lula.

—¿Vos corrés?

—Vengo a mirar. Hacía mucho que no caía por acá. Desde que murió Ángel.

—Entiendo.

—Él me trajo.

A medida que se acercaron, Tomás vio algunas caras conocidas, pero muchas nuevas. Y notó que el ambiente había cambiado. Circulaban la cerveza y otras bebidas alcohólicas. Había discusiones a los gritos. Peleas. Patovicas. Y había también billetes en las manos.

—¡Hagan sus apuestas! –gritaba alguien que organizaba el juego.

No era el único. Varios hacían la misma tarea, levantando papeles de a 100, 200 y 500 pesos y doblándolos entre los dedos, formando abanicos que valían fortunas.

—¿Quién le va al Cicatriz? ¡Pago dos a uno contra el Cicatriz! –preguntó un levantador de apuestas.

—Esto no era así –comentó Tomás.

—¿No? ¡Apostemos! –replicó Lula.

—Vos hacé lo que quieras, conmigo no cuentes.

—¿En serio?

—Si Ángel se levanta de la tumba y ve esto, se vuelve a morir. Era un tipo sano que había conocido sus propios demonios.

—…

—Ahora que no está él, hacen cualquiera.

—Bueno, perdón –dijo Lula–. Te entiendo, pero…

—Si querés jugar, jugá. Sacate las ganas. Vas a perder.

—¡Ay, qué mala onda, nene!

Por contradecirlo, Lourdes sacó un billete de qui-nientos.

—¡Uau, nena! Así me gusta. ¿Le vas al Cicatriz? –preguntó el Bizco, uno de los portadores de los abanicos de plata.

—Obvio –contestó Lula, pero era claro que no entendía a qué estaba jugando.

Se puso como loca cuando las dos motos se ubicaron en la línea de largada. No hacía falta que nadie explicara quién era "El Cicatriz". El tajo de siete puntos que le cruzaba la mejilla lo delataba. El otro corredor se hacía llamar el "Caballero Rojo", pero no tenía nada de ese color que justificara el nombre.

El comienzo de la carrera se marcó con una potente linterna que alguien encendió a cientos de metros, en una zona oscura.

Las motos salieron disparadas en medio de los aullidos, y Lula fue una de las más entusiastas. Alentaba al Cicatriz como si fuese un jugador perdido que se descontrolaba por un caballo en el hipódromo. Toto miraba la escena y se arrepentía de haberla llevado a las carreras. Se sentía enojado porque el Viejo Oscar, al confirmarle el sitio donde se estaban haciendo, no le había dicho cuánto habían cambiado las cosas.

Muy pronto dejó de verse quién iba primero y quién segundo. No importaba. Las motos eran luces que se perdían en la negrura. Al fondo alcanzó a distinguirse que giraron alrededor del tipo que sujetaba la linterna y, de inmediato, emprendieron la vuelta.

En los últimos tramos volvió la locura de los espectadores que hinchaban por uno y por otro. La carrera se resolvió en los diez metros finales, cuando el Cicatriz bajó aún más la cabeza (para ofrecer menos resistencia al aire), pegó una acelerada agónica, destructora de motores, y se impuso por una rueda.

Lula estalló en un grito de alegría, saltó, abrazó a Tomás y lo besó. Entre tanta confusión, sus labios rozaron los de él, pero no se hizo cargo. Toto, en cambio, quedó al borde del colapso.

De inmediato Lourdes salió corriendo y se arremolinó junto a las personas que iban a cobrar las apuestas pactadas con el Bizco. Todos pasaron antes. Ella quedó para el final.

—Todavía no tomo plata para la próxima carrera, nena –dijo el tipo.

—Vengo a cobrar. Yo le fui al Cicatriz.

—Sí, ¿y?

—Ganó el Cicatriz.

—Yo con vos pagaba dos a uno contra el Cicatriz. ¿Se entiende, nena?

—No, y no soy tu nena.

—A ver si nos calmamos. Es bien fácil. Pagar dos a uno contra el Cicatriz quiere decir que pago si el Cicatriz pierde.

—Pero… es una estafa, yo creí…

—Cuidado con lo que decís, nena. Yo no estafo a nadie. Tengo una reputación acá.

—Me imagino, una reputación de porquería.

—¡Ey, ey, ey! ¡Flaco, controlá a tu perra! –exclamó el Bizco dirigiéndose a Tomás, que se acercaba para constatar cuál era la trampa.

—¿¡A quién le decís perra!? ¿¡A quién le decís perra!? –saltó Lourdes y Toto tuvo que agarrarla desde atrás, levantarla del suelo y llevársela mientras ella pataleaba, agitaba los brazos e insultaba más que un camionero.

—Basta, Lula. Es gente pesada. Te cortan la cara por cualquier cosa.

Ella estaba roja de furia e impotencia, pero también sabía que había sido una tonta al confiarle plata a un personaje como el Bizco.

—Está todo arreglado. Te lo dije –sostuvo Tomás.

—Okey, ya entendí, parecés mi vieja –se quejó Lula; luego bajó un cambio y deslizó–. Perdón.

—Perdoname vos. Me pediste que te trajera a un lugar salvaje y fue demasiado. Mejor nos vamos, ¿sí?

Ya estaban alejándose hacia la moto cuando otro pasador de apuestas (era fácil adivinar que lo llamaban el "Rengo") se les cruzó en el camino, puso una mano en el pecho de Toto y le dijo:

—Ey, amigo. ¿No conocés la regla? El que trae invitados corre sí o sí.

—¿Y quién puso esa regla estúpida? –preguntó Tomás, desafiante.

—La acabo de poner yo –dijo el Rengo levantando el buzo y mostrando la culata de un revólver–. ¿Algún problema?

—Ninguno –respondió Tomás a la vez que Lula lo agarraba de un brazo–. Desde que se inventó la pólvora se acabaron los valientes y cualquier gil se cree vivo.

Cuando el Rengo estaba a punto de reaccionar, apareció el Viejo Oscar. Se puso en el medio y dijo:

—Paren, loco. ¿Cuál es el problema? Toto es mi amigo –lo abrazó para demostrar ante todos que respondía por él.

Tomás aprovechó la cercanía para recriminarle:

—Viejo, te voy a matar, ¿por qué no me dijiste que las carreras se habían vuelto un antro de criminales?

—No pasa nada, son buenos muchachos –dijo Oscar en voz baja; luego aumentó el volumen–. Dejá de bardearlo, Rengo.

—Tranquilo, Viejo. Le estaba explicando que tiene que correr –sostuvo el Rengo.

—Dejate de embromar.

—Es la regla.

—Yo no corro por plata –se plantó Tomás.

—A ver, che –gritó el Rengo a los cuatro vientos–. ¿Alguien quiere correr contra Toto por algo que no sea plata?

—Yo –saltó alguien desde el fondo, alzando una mano.

La mano empezó a aproximarse por encima de las cabezas.

—¿Quién es yo? –reclamó que se identificara el Rengo.

—¡Facu!

Se desató una pequeña ovación. Cuando cesó, el tal Facu apareció en primera fila. Era un alfeñique de cincuenta kilos. Delgado al extremo, petiso, orejón y dientudo. Tenía todas en contra, pero en su favor contaba con una moto de alta cilindrada que, con alguien tan livianito encima, seguramente volaría.

—Corramos por la chica –propuso Facu, y recrudecieron los aplausos, los chiflidos y el griterío en su apoyo.

—¡¿Pero qué se creen que soy?! ¡¿Una mercadería?! ¡¿El premio de una rifa?! –bramó Lula, haciéndose oír sobre la muchedumbre.

—¡Sííííí! –fue la respuesta generalizada.

—¡Paren, che! ¡A la amiga de Toto no la toca nadie, ¿estamos?! –reclamó el Viejo Oscar.

Era evidente que lo respetaban, porque se hizo silencio.

—Okey, corramos por el honor –dijo Facu.

Lula quedó al cuidado del Viejo Oscar. En la línea de largada, Toto miraba la moto de Facu y sabía que no tenía demasiadas chances. Sus 250 centímetros cúbicos competían contra 500.

Tampoco tenía ganas de correr porque lo estaban obligando. Si lo hacía era para cumplir los códigos del grupo –que ya no era el suyo–, zafar lo más rápido posible e irse con Lula, poniéndola a salvo.

Sin embargo, todo cambió cuando la luz de la linterna se encendió allá a lo lejos y Tomás entró en modo competitivo. Quería comerse a los chicos crudos, ganar a cualquier precio, estaba dispuesto a saltar sobre su presa con el cuchillo entre los dientes.

Facu iba con ventaja, pero Toto comprendió que iba a llegar con demasiada potencia y velocidad (y poco peso) al momento de girar alrededor del tipo que sujetaba la luz.

Efectivamente, ocurrió eso y Facu, para no irse al demonio, tuvo que hacer una frenada más larga. Se pasó como cincuenta metros y recién ahí pudo pegar la vuelta.

Para entonces, Tomás ya había girado e iba derecho hacia la línea final. Facu se le acercaba peligrosamente. En determinado momento se pusieron a la par, y Toto hizo una jugada arriesgada. Le tiró la moto encima y el otro, temeroso de perder el control, aflojó.

La maniobra rindió sus frutos y Tomás llegó a la meta con lo justo, pero llegó primero.

Terminada la carrera, los dos hicieron una larga frenada. Siguieron casi cien metros en dirección a La Salada.

En todo el trayecto, Facu fue insultándolo de arriba abajo. Tomás no se enganchó. Ni le dio bola. Mantuvo la compostura y dijo:

—¿Por qué te hacés problema, amigo? Corrimos por el honor y vos no tenés. No perdiste nada.

Fue peor. Facu se enardeció y los insultos recrudecieron. Toto simplemente esperó que se cansara. Cuando ya estaba por ir en busca de Lula, vio a alguien conocido. No tenía demasiado interés en hablar. Así que simuló no haberlo visto y apoyó un pie en el asfalto para doblar. Un gorila se le interpuso y le dijo:

—Momento. El jefe quiere hablar con vos.

—¿El jefe? –preguntó Tomás–. ¿Desde cuándo? En las carreras nunca hubo jefe.

El gigante ni siquiera se molestó en responderle. Simplemente se mantuvo delante de Tomás para que no se fuera.

Toto iba a necesitar algo más que una moto para sacarlo del medio. Iba a necesitar un camión. O un tanque. Como no tenía ninguno a mano, optó por obedecer.

De pronto alguien conocido se acercó.

—Toto, querido, cuánto tiempo sin verte. Buena carrera. ¡Te felicito! –dijo Catriel, un poco cambiado, el pelo más a la moda, anillos de oro en los dedos.

Siguió diciendo frases de ocasión, buena onda, mientras lo abrazaba y lo palmeaba. En esos segundos que duró el saludo, Tomás vio que otro de los gorilas apretaba a un tipo, que parecía muy disconforme y quejoso, y le sacaba un paquete. No era precisamente un paquete de me-dialunas. Eran varios fajos de dinero que fueron a dar a las manos de Catriel, quien dijo:

—Gracias, Tomás, me hiciste ganar mucha plata.

Motoquero 2 - ¿Cómo salimos de esto?

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