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6. El misterio del pecado

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Pecado y mal moral

El pecado es un misterio y un misterio especialmente difícil de entender porque, por una parte, es un campo ancho de materia: coincide con cosas que nos parecen mal moralmente; pero, aunque coincidan, no es el mismo concepto; no es lo mismo hacer algo moralmente malo que pecar; pecar es rechazar a Dios, y el individuo que no cree en Dios... más o menos puede tener una conciencia moral en ciertos aspectos. Desde luego, la gente que tiene conciencia moral sin creer nada en Dios, casi, casi es por un residuo –al menos eso decía Sartre– por un residuo de vida católica, porque es que, si no existe Dios, la moral prácticamente no tiene fundamento; algunas cosas ya se ve que son malas: matar a uno porque sí... está mal, pero quedan pocas más cosas... Así lo interpreta él y, en realidad, me parece bastante normal...

Nosotros –no digo sólo nosotros sino en general el ambiente en que nos movemos– podemos hacer coincidir el pecado con cosas que están mal; lo que decía [en la meditación anterior]: llega la gente, se confiesa, y lo que dice son una serie de cosas que, si no creyera en Dios, en el ambiente europeo en que nos movemos, seguiría diciendo que esas cosas están mal; hay ciertas materias [cuya transgresión] no les parecería mal porque prefieren más otras: el que le gusta más la justicia se acusaría de injusticia y con mucha delicadeza y al otro la justicia no le importa, pero tiene cierta tendencia a la castidad y le parecen mal las cosas de lujuria, y se acusaría de esas cosas... No están acusándose de pecados para nada... Y esto es lo que me parece que pasa muchas veces... Porque no deja de ser significativo que, precisamente en los campos en que el pecado es más solo, por ejemplo el de la fe o el de la esperanza, la gente no se acusa casi nunca; hay muy poca gente que se acuse de que no tiene confianza en Dios o de que no siente la complacencia de Dios en él; se acusan de faltas de prácticas... Si no fuera católico, sería budista o se haría animista... Alguna práctica religiosa tendría... porque no quiere decir que esto sea cristiano. Pues esto tenemos que tenerlo en cuenta.

La dificultad de reconocernos pecadores

En segundo lugar, el pecado es un misterio especialmente difícil simplemente porque nos joroba ser pecadores: tenemos que reconocer que funcionamos mal. Aunque en ciertos momentos nos gusta que lo sean los demás, para poder criticar de ellos, en otros momentos tampoco nos gusta: por un lado, tenemos que convertirlos y, por otro lado, no podemos fiarnos de nadie... Es una cosa bastante desagradable. Consecuencia: que del pecado ni nos gusta hablar mucho, como no sea en teoría, ni nos gusta mucho examinarnos. Una de las pocas cosas que me han molestado dando ejercicios es cuando, en un monasterio de varones, al segundo o al tercer día, me llama uno de los padres y me dice:

–“Es que estamos desilusionados... porque empezó usted muy bien, hablando de Dios unas cosas muy bonitas... pero es que lleva tres meditaciones sobre el pecado... Usted no entiende este ambiente nuestro...” (Queriendo decir: “es que somos todos tan buenos... ¿a qué viene hablar del pecado a nosotros?”).

Yo me quedé estupefacto... Entonces ¿ni pecan ellos ni tienen que expiar? Pues a ver si los convierto... porque están muy mal... Cuando a un individuo le hablan del pecado y no se siente aludido es que anda muy mal...

[En la charla anterior] hablé del pecado en general, ahora vamos a concretar un poco más. Vamos a ver el panorama de pecado en que nos movemos. En primer lugar, darnos cuenta de que somos pecadores; esto lo sabéis porque a unos cuantos os lo he enseñado yo –y si no os tengo que quitar la nota que os diera– ... [En rigor] no podemos decir que somos pecadores, no estamos declarando públicamente que cometemos sacrilegios, porque estamos celebrando o comulgando todos los días... Y ser santo y pecador, al mismo tiempo, es imposible; está condenado expresamente. Cuando decimos “que somos pecadores” no queremos decir necesariamente que estamos en pecado mortal, sino que, en primer lugar, en nosotros hay una fuerza que nos inclina al pecado; por eso tenemos que morir al pecado; estamos vivos para el pecado todavía, porque el pecado vive en nosotros... –como queráis–; a última hora es el influjo del diablo.

La comparación que he hecho varias veces, como me parece bastante gráfica, la vuelvo a recordar. Es como el individuo que tiene, en estos momentos, un tumor que de suyo es mortal, un cáncer... El individuo sabe que él no es un cáncer, es la persona de antes, pero tiene cáncer; y sabe que irremisiblemente el cáncer le va reduciendo las fuerzas vitales, físicas, y primero no le deja ir al trabajo –lo cual tiene sus ventajas, pero bueno–, después no le deja salir a la calle, después no le deja salir de la habitación, luego no le deja salir de la cama y luego no le deja salir del ataúd... ¡esto no tiene remedio! Y el hombre tiene la conciencia de que esto es así y su psicología está funcionando en relación con que tiene cáncer... Si está en esta época todavía, el hombre tiene la conciencia de que esto no tiene remedio y que, antes o después, lo más fácil es que “la palme...”, pero bastante pronto. Pero, un día u otro, aparecerá una medicina que cure el cáncer o algún remedio –si no, qué hacen los médicos, para eso cobran...– Cuando aparezca, se podrá decir, como de otras tantas enfermedades que hace unos cuantos años eran mortales: “... pues mire, usted tiene cáncer –quiere decir que usted se muere de todas las maneras–, pero yo le curo –quiere decir que “yo le curo de esto”–. El individuo puede tener, al mismo tiempo, perfectísimamente, la conciencia de que tiene una cosa mortal y de que no se va a morir. Porque la salvación le viene de otro, esto le va a crear una actitud de docilidad al médico, para no hacer lo que el médico le prohíbe y docilidad para hacer lo que el médico le mande; esta situación se da en montones de enfermedades en esta época.

El pecado en nosotros: una fuerza que nos lleva a la muerte

Esto es lo que nos pasa con el pecado que vive en nosotros. Nosotros sabemos que tenemos, en nosotros, una fuerza que irremisiblemente nos va llevando al pecado mortal y el pecado mortal al infierno; de aquí nosotros no podemos salir. Y que lo sabemos, lo sabemos. Ahora, si lo sabemos de una manera muy vital, si esto es operante, si lo saboreamos, si nos asustamos, si obramos en consecuencia... esto es “otra canción”. De eso se trata en esta predicación: plantearse un poco qué fuerza tiene en nosotros esta conciencia que, en resumidas cuentas, viene de la fe. Precisamente, la grandeza de la Virgen María consiste radicalmente en que es la única persona humana que no le ha pasado esto. Nosotros hemos de tener esta conciencia: “yo irremisiblemente me voy al infierno...” y al mismo tiempo tener la tranquilidad absoluta de que hay un Salvador. Pero esto me dará una conciencia de docilidad, que es de lo que se trata, de docilidad absoluta al Espíritu Santo. Se trata de que tengo que estar pendiente del Espíritu Santo, lo cual evidentemente es muy agradable, porque es muy buena persona, y tengo que no hacer lo que me dice que me puede dañar y tengo que hacer lo que me dice que me puede salvar. Esto es el asunto.

Humildad y prudencia

Esto se manifiesta, por ejemplo, por la humildad. Los santos han tenido esta conciencia clarísima respecto del Señor y respecto de los demás; se manifiesta [también] por la prudencia. ¡La abundancia de imprudencia tan fenomenal que hay en esta época...! A mí sencillamente, una persona que ve la televisión, ahí a lo que le echen, ya sin más explicaciones, me digo: “pero este tío está completamente loco”. La actitud que tenemos ante las cosas en general; por ejemplo, nadie me podrá decir que en el evangelio se diga que las riquezas son malas, pero nadie me puede negar que dice que son peligrosas: no se habla ni una sola vez “procurad tener mucho dinero y veréis qué bien os va, que eso es muy bueno para la salvación”; siempre se habla de ello como algo peligroso... Pues la gente está deseando que les toque la lotería... Una cosa que no me la explico... ¡Siempre se está felicitando a la gente porque tiene más peligros para salvarse que antes...! Es una cosa que no se concibe. Y no ya sólo en estas riquezas [materiales]; por ejemplo, no conozco un solo santo que, ante el hecho del episcopado, que es una riqueza espiritual [no le haya dado cierto miedo]. No me refiero a las cosas externas, que en cada época... en tiempos de Franco le regalaban un “mercedes” a cada obispo... era más barato que comprarle... ahora no tiene esas ventajas... Pero el mero hecho de tener una cierta grandeza espiritual, a todos los santos les ha dado cierto miedo. Desde los padres del desierto, que decían que había que estar lejos de las mujeres y de los obispos, para que no les hicieran curas siquiera... –¡más miedo tendrían a ser obispos...!–, hasta cualquier santo modernísimo que ha tenido que ver muy clara la voluntad de Dios [para aceptar], porque si no –mire usted– esto es muy peligroso.

A nosotros parece que nos divierte el jugar con los peligros... ¡Cuantas más dificultades tengamos mejor! Pongamos [otro caso]: los mismos conocimientos; es evidente que el conocer, que es una riqueza, es un peligro. Ya hablaré del estudio como algo que hay que hacer. Pero es completamente distinto decir “Dios quiere que yo estudie, Dios quiere que yo tenga conocimientos” que divertirme yo y ponerme muy contento por lo que sé... porque es un peligro sencillamente. Las cosas de este mundo todas son peligrosas. Y en este mundo incluso las cosas del otro porque las usamos mal. Pues ¡estamos continuamente tan contentos de estar rodeados de peligros por todas partes! Quiero decir que no tenemos ni idea de que somos pecadores, que tendemos al pecado, que usamos las cosas mal, que nos sirven de ocasión de pecado ¡nada! ¡Es algo curioso!

Yo el progreso de una persona, en parte, lo mido por esto. He puesto varias veces el ejemplo de una señora, casada, a la que le decía hace poco: “dese usted cuenta de que una señal de progreso evidente, en usted, es que hace unos cuantos años siempre su preocupación era la salud física de sus hijos y actualmente no habla usted nunca más que de la santidad o no santidad de los hijos... Es evidente que ha cambiado, que tiene una conciencia clara del miedo al pecado...” Hace quince años tenía miedo a las enfermedades y actualmente, que viven en Madrid que es mucho más peligroso que el pueblo donde vivían, lo único de lo que me habla no es de la posibilidad de que los coja un coche o se vayan en coche y se maten... Eso también le interesará, pero ya no es el centro de su preocupación, es sencillamente si pueden perderse, si pueden despistarse, si no comulgan bastante, si andan con malas compañías, en fin, los ambientes... Pues esto respecto de los demás y respecto de nosotros mismos... ¿Es lo que nos va interesando cada vez más? Hablo desde el punto de vista de la prudencia, la prudencia de evitar peligros... puesto que no lo vemos como peligro... porque no nos creemos que somos pecadores.

Todos los santos, hasta el final de su vida, han tenido, al mismo tiempo, la confianza en Dios para meterse en cualquier cosa peligrosa, cuando sabían que Dios quería que se metieran, pero, en cambio, han tenido, al mismo tiempo, la prudencia de no meterse en una cosa peligrosa porque sabían que, si no estaba claro que Dios quería, podían caer. Y la impresión que da la gente ahora –curas y monjas y obispos y seglares– es que somos todos invulnerables. Yo me acuerdo que, en Palencia, pusieron una vez una película, a la cual yo tuve la culpa de ir, que era de una indecencia impresionante ¡las cosas como son!, pero en fin... Al acabar, me viene todo asustado un muchacho –seminarista– diciéndome:

–“Mire yo vengo muy preocupado porque le dije a usted el otro día que no tenía problemas en materia de castidad y el ver esta película me ha perturbado mucho...”

–Pues, hijo, es que eres el único sensato... porque es que no ha venido nadie más...

Y esto es lo trágico: que es que ya nadie siente nada... Aquí se puede ver lo que sea y no siente nadie nada... Que no lo sentiríais alguno porque estuvierais igual que yo pensando “qué hacemos, decimos que se corte esto o qué... tenemos la esperanza de que no salgan más barbaridades o esto va a seguir hasta el final siempre con el mismo tono...

Pero es que a la edad que tenéis todos, y aunque seáis mayores... Bueno, pues, allí nadie se conmovió; es más, alguno me fue a decir:

–“Es que esta película, para nosotros no importa...”

–Dije: anda estos..., por lo visto, son de madera o no me lo explico. Pero es que esto es normal. Oís hablar de una película indecente y la mayoría de los curas os la cuentan... y es porque la han visto ¿Por qué la han visto? Porque no les pasa nada... Una vez –debió de ser hace un par de años o por ahí– a las ocho de la mañana me llama un cura de un pueblo diciéndome:

–“Mira es que me dijeron que una película que era muy interesante y, francamente, la he visto y yo me he quedado muy preocupado y no sé si comulgar y decir misa...”

Digo: “dila, tú tranquilo... me lo sé de memoria... no pasa nada”

Y al poco tiempo un matrimonio me cuenta: “es que hemos visto la misma película –por la misma razón, porque les habían dicho que era muy interesante– y es que estamos volados...” Un matrimonio de cuarenta y tantos años... “Yo me iba a la cocina cinco minutos, el otro cogía el periódico, porque estábamos avergonzados de las burradas que veíamos...”

Pues yo les he oído comentar a otra serie de curas: “que nada, que eso no tiene nada de particular”... ¡Yo me quedo asombrado! Esto es lo que explica otras muchas cosas: que no tenemos ni idea del pecado; que no tenemos ni idea de que somos pecadores, quiero decir, ni que podemos caer en pecado... Esto nos va produciendo un embotamiento y acabamos por no ser sensibles para nada... Y el celo pastoral ¿dónde va a quedar? ¿y el celo pastoral respecto de mí mismo y el deseo de santidad...? Esto meditarlo y pedirle a Dios.

De hecho pecamos

En segundo lugar, que somos pecadores se manifiesta porque pecamos... Y aquí, hablando de nosotros, todos hacemos pecados veniales, seguro... ¿Qué sean muy deliberados? Esperemos que no. Pero es que, además, tened en cuenta que está definido que los hacemos... Pero es que da la impresión de que los hacemos todos menos yo... porque aquí todo son “faltas”, pecados no hay nunca... Si está definido que no puede pasar nadie un tiempo largo sin cometer pecados veniales... ya los teólogos afinan: no serán plenamente deliberados... porque muchos santos dan la impresión que un pecado plenamente deliberado no han hecho –santa Teresa del Niño Jesús–; pero si santa Teresa del Niño Jesús, que desde los tres años no ha negado nunca nada a Dios con plena conciencia, se confesaba, me extraña que nosotros no tengamos que confesar más que cada cuatro meses... Y –vamos– esto es cada vez más corriente en la mayor parte de los ambientes. Pues que pecamos... Y que mucha gente está en pecado mortal. Y que, por supuesto, podemos pecar. Si no hemos hecho un pecado mortal es porque Dios nos tiene de su mano, ni más ni menos.

La gravedad del pecado venial

Bossuet tiene un sermón –no me acuerdo si es a religiosas o es a la corte, porque la mayor parte de sus sermones son en esos ambientes– de cómo se puede llegar a cualquier pecado de los que parecen incluso más alejados del propio temperamento personal... Y va haciendo una historia: empieza por la codicia, la codicia me va llevando a la envidia... y acabo eliminando al que sea... si puedo, claro; y se puede llegar al asesinato... Darse cuenta que podemos llegar a cualquier cosa ¡Y esto tampoco nos lo creemos! Y lo que ya decía: que un pecado venial es una cosa muy grave. Después del pecado mortal no hay nada más grave que un pecado venial. Y que, por consiguiente, entre un pecado venial, que no hay por qué cometer, y, en fin, un terremoto, el terremoto no tiene importancia ninguna... Que han muerto siete mil personas, que se tenían que morir de todas formas... Dios les habrá dado la gracia para morir bien... Pero es que un pecado venial es mucho más grave que un terremoto; el que se muera una persona no tiene importancia ninguna y no es que lo diga yo, es que lo dice Nuestro Señor Jesucristo: “no temáis a los que matan el cuerpo y no pueden hacer más...” Es que eso no tiene importancia, no va a pasar nada, más que os maten... El Espíritu Santo, inspirando a los escritores sagrados habla así...

Iba antes a decir una guerra, pero una guerra es distinto porque tiene muchísimos pecados mortales por necesidad, pero un terremoto... ¿Me creo de verdad esto? Es que el embotamiento nuestro... Como de hecho pecamos, y como de hecho vemos que la gente peca, terminamos por embotarnos. Una cosa es que tengamos que ser misericordiosos... Pero no sólo no está en contradicción, sino que depende una cosa de la otra: sólo puedo ser muy misericordioso cuando me parece mucha desgracia el pecado. Yo no puedo tener mucha misericordia... ¿para qué la voy a tener si no le pasa nada a nadie? ¿Cómo voy a tener misericordia de mí mismo si resulta que no me pasa nada...? No puedo compadecerme, es decir, dolerme, arrepentirme, tener contrición de mí mismo más que cuando me parezca muy grave lo que hago, porque me encuentro realmente muy mal.

El desorden espiritual

En tercer lugar, que somos pecadores se manifiesta por todos los desórdenes, lo que dice san Ignacio: desorden en las operaciones, y lo que dice san Juan de la cruz –y suelo expresarlo yo más así–: toda la multitud de apegos que tenemos, es decir, por la multitud de vicios; porque los apegos son siempre resultado de unos vicios; si no, estaríamos mucho más desprendidos. Una santa Teresa del Niño Jesús, una santa clásica inocente, tiene muy poquitos apegos, aunque fuera pecadora; no hay más que leer lo que cuenta ella misma: un poco de mimo y casi nada más después. Acabo de leer la vida de santa Bernardita, los apuntes que deja, es igual: tiene muy pocos apegos, simplemente que tiene la concupiscencia y que todavía no se ha desarrollado, pero no ha enquistado los que tiene, que es lo que hacen los vicios, los apegos, las tendencias desordenadas, y por tanto no se le han desordenado más. Pero es que los desórdenes nuestros son el fruto de nuestros vicios, que han funcionado por esos niveles: por esas formas temperamentales más propias. Y estamos llenos de ellos.

La urgencia de ser santos

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