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4. Radicalidad, interioridad, totalidad y coherencia
ОглавлениеLa radicalidad en cuanto a Dios
Nuestra actitud viene de arriba. La actitud primera es esta: la radicalidad. He puesto muchas veces el ejemplo de la pobreza. Uno puede decir: “pues yo soy pobre porque ¿para qué quiero tantas cosas?”; esto es muy razonable... pero lo pensaba también Diógenes, q.e.p.d., y no parece que era especialmente cristiano. San Jerónimo, comentando aquello de “lo hemos dejado todo” dice: “Jesucristo no les contesta <vosotros que lo habéis dejado todo>, sino <vosotros que me habéis seguido> porque dejarlo todo también lo dejaron Cráteres y otros filósofos”. Se trata de que cada cosa venga hecha porque sois hijos de Dios, que venga del Padre. La buena noticia es que somos hijos de Dios.
Otra contestación que puede dar otro es: “yo quiero ser pobre porque así me domino más, soy más dueño de mí mismo, soy más libre”... Pero eso lo puede decir también un pagano; entonces ¿qué gracia tenemos? ¿y qué gracia tiene el asunto? No es que esté mal, esa expresión puede ser válida, pero no es la expresión cristiana todavía, no es la definitiva.
Puedo decir: “es que cuando hay tanta gente que se muere de hambre, yo no quiero morirme de indigestión...” Está bien, la solidaridad humana está bien, será filantropía, una cosa buena, digna de alabanza, pero no es cristiana; si lo hacemos por eso, todavía no estamos actuando cristianamente. Y por tanto estamos todavía “en la carne” y, por consiguiente, “la carne no aprovecha para nada”, “el que siembra de la carne cosecha corrupción”, etc.
Uno puede decirme: “es que Jesucristo lo hizo”. Ya estamos en otro terreno. De todas maneras se puede preguntar: ¿y por qué lo hizo Jesucristo? Jesucristo lo hizo porque es el hijo de Dios. Y usted lo hace porque es hijo de Dios también. Yo estoy en la intimidad de Cristo cuando estoy viviendo, conviviendo, su vida de Hijo de Dios. Entonces me es válida la expresión: lo hago porque Jesucristo lo hizo. Si decimos “porque es el Hijo de Dios” ya no hay más, porque más allá de Dios ya no existe nada. Y entonces ya estamos en la raíz. La raíz de todo es el Padre; quiere decir que es el origen de todo.
Acostumbrarnos a hacer esto –de una manera u otra, con la técnica que use cada uno– es esencial, porque, si no, vamos teniendo unos planteamientos que radicalmente deben estar bien, pero resulta que, momento tras momento, vamos viviendo de una manera muy carnal. Vamos haciendo unas mezclas que, en resumidas cuentas, resulta que son inoperantes, no producen fruto o, por lo menos, no producen el que tenían que producir.
La radicalidad en cuanto a mí
Ahora la radicalidad, en un segundo término, que ya no es la última radicalidad sino que es consecuencia de la anterior, será esta expresión o consideración de Cristo mismo y del Espíritu Santo. Pero la radicalidad también tiene que ver, después, con nosotros mismos: tenemos que bajar a la última raíz nuestra; la última raíz nuestra es mucho más complicada. El Padre eterno es muy misterioso, pero de complicado nada: es la simplicidad absoluta. Nosotros no somos tan misteriosos, pero somos de una complicación impresionante; de manera que es dificilísimo conocernos. [Es necesario] que vayamos también procurando que las cosas broten de nuestra personalidad, que es lo que podemos llamar radical, esas cosas que los místicos llaman “el hondón”, “el ápice”, el centro, lo profundo... del alma; que broten de ahí. Porque es facilísimo que nos pongamos como una especie de vestido, una serie de hábitos, de costumbres, de modos de operación, de maneras de ser, que muchas veces son incluso meramente biológicas o meramente sociológicas, de costumbres. Por eso cambiamos con tantísima facilidad. En resumidas cuentas, quiero decir que o no tenemos el centro y la raíz en la Santísima Trinidad, en Cristo o que nosotros no estamos agarrados a ella a pesar de que nos creamos que sí. Esto no es más que lo que dice Jesucristo: “el que recibe mis palabras y las oye es como la casa que está hecha en piedra y viene las lluvias y los vientos y lo que venga y la casa no se hunde”; y el que no está arraigado en la Palabra de Dios, no la recibe, vienen las lluvias o lo que sea y se cae.
–“¿Y cómo han pasado todas estas cosas en España? En España éramos todos tan buenos... Y resulta que rezábamos unos rosarios, que se organizaban en el Retiro, donde iba un montón de gente...”
–Bueno, para lo que es Madrid no iba nadie, en resumidas cuentas;
–Pero bueno, el Retiro se llenaba...
–También se llena cuando traen un animal nuevo y lo exponen allí... Por supuesto, si viene el Papa o si viene Eisenhower... es igual... La gente no sabe qué hacer... Ya hasta celebramos en Toledo los comuneros... de los cuales no sabe casi nadie ni quiénes son... Yo contesto: porque aquello no tenía raíz, sencillamente. Y cuando vinieron las aguas se hundió.
–¿Por qué no me secularicé yo ni el otro o el otro?
–Bueno, no voy a decir que ningún español tenía nada de raíz en Cristo, pero la sustancia de ese deterioro tan absoluto del catolicismo español es sencillamente que no estaba arraigado en Cristo ¡y no hay más historias! ¡no hay más razones! Luego se pueden ver montones de señales... pero la razón es esta y es que, además, está en el evangelio.
Decía: “ver si estamos nosotros arraigados” ¡Que nos conozcamos!... Que nos demos cuenta ¿Es mi raíz, es mi personalidad la que va creciendo a partir de mi filiación divina o simplemente voy plantándome una serie de costumbres, de costumbres mentales incluso, de hábitos que se deterioran con otros hábitos u otras costumbres y otras maneras? Por eso cambia la moda y cambian las personas también. Y ahí, darnos cuenta de lo fácil que nos es el sustituirnos a nosotros mismos por razonamientos o por lo que sea. El vernos como una unidad. Por ejemplo: uno dice: – “Pues yo estoy predicando y, sin embargo, la gente no me hace caso...” Yo le contesto: –“¿Y a qué llama usted predicar?... El decir palabras no es predicar sin más.
Jesucristo nos ha enviado a dar testimonio, no a hablar. He puesto siempre este ejemplo: “la verdad es la adecuación moral de la palabra con el hecho” ¡mentira y gorda...! La palabra siempre es un puro signo de la persona que habla. Cuando mi padre estaba escondido y venían los rojos y preguntaban “¿está D. José?” Mi madre para decir la “verdad” ¿tenía que haberles dicho: “está escondido, búsquenle”; luego jugamos como en el lago: frío, frío, coger agua del río, caliente, caliente...? Se dice que no está; ¿se miente? En absoluto; ¿por qué? Porque esa pregunta no tiene... Sencillamente, habla la persona, y la persona habla en su contexto y situación... Entonces, para que yo predique de verdad hace falta que yo sea yo y que yo sea un predicador. Y no basta con decir que lo que digo es verdad y que la gente no me hace caso, porque la gente no tiene por qué hacerme caso, porque [Jesucristo] no me ha enviado a hablar, a razonar, me ha enviado a dar testimonio.
En la medida que la palabra que estoy diciendo es un testimonio, porque forma parte de la expresión de un testigo, en esta medida, si me rechazan estarán rechazando un testimonio de Jesucristo; pero si están rechazando simplemente una serie de cosas que diga yo, aunque estén muy bien dichas, no están rechazando nada porque [lo que digo] no me está expresando.
Pues ver este aspecto de radicalidad. Para eso hace falta que me vaya conociendo a mí. Conocimiento propio no es una consecuencia de la tendencia psicologista moderna, es una cosa muy vieja en los autores espirituales: conocer a Dios y conocerse a sí mismo; san Agustín ya lo decía –sólo que lo decía en latín– “Señor que te conozca y que me conozca”. Se trata de conocernos, estar examinando: ¿lo radical de mi personalidad está arraigado en Dios? Radicalidad en cuanto a Dios y radicalidad en cuanto a mí.
La radicalidad en cuanto a las cosas
Pero además otra cosa, radicalidad en cuanto a las cosas: en cuanto a qué sentido tienen las cosas en sí, las tareas que vamos a hacer; lo cual naturalmente supone una actitud de acogida, de entendimiento, y partiendo de ese conocimiento, y como consecuencia, una actividad desbordante realmente. Estar atento a las cosas, ver cuál es su realidad y ver qué hay dentro y ver de dónde salen... Hay esta costumbre, ¿por qué la hay? Quiere decir que tenemos que conocer también a las demás personas en su realidad personal, por tanto en su radicalidad. Por una parte, ciertamente, tenemos tendencia a esto, porque tenemos raíz sencillamente, porque realmente nuestra raíz está en el Padre eterno porque nos está engendrando en última hora en el Verbo. Pero también tenemos tendencia a lo otro... Tenemos tendencia a esto porque somos unas personas y tenemos tendencia a la superficialidad porque empezamos de chiquititos a conocer por los sentidos y seguimos conociendo por los sentidos y porque, como nos hemos criado –sin meterme con los padres ni las madres de nadie, ni con los maestros y curas que nos hayan tratado– viendo, oyendo y sorbiendo un ambiente en el cual, lo sensible, aunque no se dijera nunca que era más importante que lo que no se ve, pero de hecho se le estaba dando más importancia en ciertos momentos determinados, pues nos hemos criado con una tendencia a dar importancia a las cosas... superficialidad sencillamente.
Gracias a Dios, muchas veces hay más hondura de la que parece pero estamos viviendo muy en la superficie, lo cual quiere decir que no estamos viviendo, que nos estamos desgastando. Por eso, la gente, cuando llegan casos que manifiestan, descubren, la radicalidad o toma unas actitudes muy radicales también –se convierte– o, al revés, lleva hasta el extremo los aspectos sensibles; quiero decir que, ante una peste, por ejemplo, hay gente que se convierte y hay gente que le da por aumentar las orgías, sencillamente. Esto pasaba en la guerra igual; los soldados venían a descansar al seminario y uno veía que había dos clases: unos que les daba por lo devoto (“dentro de nada hay un ataque y existe un cincuenta por ciento de [probabilidad de] que nos maten o nos dejen completamente inútiles”), y entonces les daba por la devoción, se confesaban y se preparaban a bien morir por si acaso; pero otros era al revés: [les daba] por emborracharse y por preguntar dónde estaban las casas de prostitución para divertirse más. ¿Por qué? Porque el hombre unas veces reacciona con su radicalidad poniéndose radicalmente bien y otras veces es al revés; reacciona ante los casos extremos. Esto por lo que se ve es normal, bueno, en cierto sentido es anormal, porque debía ser lo primero nada más; es lo que suele suceder... Yo no he estado en otra guerra más que en esta, pero he leído bastante de otras guerras, pestes y cosas por el estilo y veo que pasa eso.
La interioridad
El otro aspecto –todos están en relación– es la interioridad. Es muy curioso cómo nosotros estamos continuamente –está en relación con lo anterior– con una serie de cosas que tienen mucha relación precisamente con lo sensible, porque entran por lo menos –aparte que también tienen su sensibilización– en la zona de lo controlable, intelectualmente también razonable, y podemos quedarnos tranquilos. Hay una cosa que leí hace muchísimos años y que me hizo gracia en un libro de Bertot; dije: “pues lleva toda la razón porque a mí me pasa eso”: llegaban los exámenes en el instituto y uno se sentía angustiado porque no sabía nada de la mitad de las asignaturas y entonces... “¡esto no puede ser! ¡esto hay que arreglarlo! ¡hay que empezar a estudiar!” Entonces me cogía los textos –no era el ejemplo que ponía él, pero vamos...– los programas, veía los días que me quedaban, hacía la distribución y esa tarde ya me había quedado tranquilo, como si lo hubiera hecho, ya daba lo mismo, ya no hacía falta estudiar, ya sabía que cada tarde tenía que estudiar tres lecciones de matemáticas, cinco lecciones de física, cuatro de química... Y, una vez que había hecho la distribución, a descansar... porque ya todo está hecho... Luego no estudiabas, claro, pero te habías quedado tranquilo.
Esto nos viene a pasar igual con la vida cristiana: en cuanto podemos colocar unas cuantas normas: “hay que venir a misa, hay que comulgar...” Si veis la historia de la Iglesia, esto va pasando continuamente ¡es divertidísimo! En cuanto se han establecido unas leyes... ya si se guardan importa menos, pero ya tenemos todo legislado, ya sabemos lo que está bien, lo que está mal, y la interioridad se queda como antes... A mí me resulta extraordinariamente curioso porque me parece que una de las notas que más se resaltan en los evangelios, en las discusiones de Jesucristo con los fariseos, es cabalmente esto. Jesucristo no dice nunca que no haya que hacer ciertas cosas, es más, dice expresamente que éstas no hay que omitirlas, pero claro, hay que partir de la interioridad, porque, por ejemplo, lo que mancha al hombre no es lo que entra de fuera sino lo que sale del corazón.
Esto no lo niega nadie, pero luego en la práctica lo practicamos muy poco; [basta] estar en una reunión de superiores... En cuanto nos podemos apoyar en unas cuantas normas externas que se guardan bastante bien, ya tenemos la conciencia tranquila. Y claro, resulta que lo característico del evangelio respecto de las interpretaciones generales de la gente piadosa –no digo de la piadosa de verdad, sino de la gente piadosa oficialmente de los judíos, los fariseos por ejemplo– es cabalmente esto: que Jesucristo busca lo interior y ellos se contentan con lo exterior. Pero es que seguimos igual.
Entonces, pues, examinaros un poco: ¿Qué fuerza tiene en mí la tendencia a lo interior y qué fuerza la tendencia a lo exterior? Una cosa que tenemos que tener en cuenta con mucha frecuencia es si tenemos la capacidad, incluso psicológica, de captar como real lo que no vemos; ya he puesto ese ejemplo muchas veces: hay una obra de teatro que se llama “La barca del pescador” y lo que tiene para empezar es una frase, que creo que es de Voltaire: “si te dijeran que apretando un botón se moría un chino y con eso te daban a ti un tesoro, a que apretabas el botón..., porque un chino ¿qué es eso?”; y nadie niega que un chino sea una persona, pero bueno, como no le conocemos...; en Toledo ahora vemos ya bastante gente de ese estilo, pero como no conocemos o no hemos tratado a ninguno, al lado de la cantidad de chinos que hay... Es una cosa completamente irreal un chino, un vietnamita, uno de Alaska... que se mueran todos ¡qué más da!
Esto nos está pasando continuamente; ¿por qué nos ponemos a pensar un rato en la capilla o en el cuarto y vemos tan claro que hay que amar al prójimo y apenas salimos resulta que el prójimo nos resulta tan poco fácil de amar? Sencillamente, porque hacemos una abstracción de lo que a nosotros nos parece real el rato que estamos [orando]... La sensación que tenemos es: lo real es que este es así... es un pesado... Esto está ligado con lo otro, lo de la sensibilidad y superficialidad, en resumidas cuentas. Y esto nos dificulta continuamente el ir a lo interior realmente y el estar continuamente colocando las cosas que son sensibles como signos. [Por eso hay que] ver qué significa esto en esta persona... La mayor parte de las veces no lo podemos saber ni en nosotros mismos. Esto que he hecho ¿qué significa en mí? Cada acto puede significar cincuenta actitudes distintas... o por lo menos cuarenta y nueve; y resulta que esto es complicado, nos exige pensar... Es más fácil decir “este ha dicho esto luego piensa esto”... Este ha dicho esto y puede pensar lo contrario, porque está significando tal o cual cosa. Esto tiene una manifestación y realización continua en toda la vida espiritual.
La gente en general, en España, está catequizada –los que están, vamos– pero no está evangelizada. ¿Por qué? Porque catequizar es enseñar, expresar de una manera racional y con unas normas morales... y hasta ahí hemos llegado todos. En cambio, evangelizar es dar un testimonio de Cristo y a Cristo no se le ve. Y Cristo sí que es sensible pero nosotros no le podemos ver todavía. Y lo mismo pasa con las actitudes interiores: la actitud interior no sé cuál es. Me importan mucho más todas las tendencias legales que en cierto sentido las tenemos un poco todos...
¡La cara de asombro que pone la gente cuando digo cosas de estas! No es lo mismo dar clase que ser profesor: dar clase es algo necesariamente concreto que tiene sus horarios determinados, sus tesis, sus apuntes, su instrumental... y se ve enseguida... Ser profesor es toda una actitud: profesar algo. La obligación no es dar clase, la obligación es ser profesor, que quiere decir que te ligas tú –una persona– con Dios que te envía, con las personas a quienes se te envía, con aquellas a las que se te envía inmediatamente y con una multitud de personas en que va a estar redundando lo que enseñes. Ahí el dar clase es uno de los signos y, como es uno de los signos nada más, pierde mucha categoría.
La gente que se caracteriza porque cumple muy bien con su obligación suelen ser cargantísimos. Es al revés: ¿qué quiere decir ser profesor? (profesor de EGB estoy pensando, pues no se puede decir maestro, que es una palabra mucho más bonita pero que está muy desacreditada, precisamente porque es más bonita), quiere decir que llego a clase a las nueve y media en punto y salgo a la una y media en punto, y he estado soltando rollos toda la mañana menos la media hora de recreo... y como he hecho esto pues ya está... y si no han aprendido peor para ellos... y si no me he explicado bien pues peor para ellos... Un maestro de verdad es un individuo que tiene el dinamismo interior de comunicar y de formar a esas personas y entonces está continuamente –en cierto sentido, moralmente hablando– viendo cómo puede enseñar mejor, a fulanito que es muy torpe y a menganito que es más listo de lo corriente... En fin, supone mucho más... supone una vida personal. Ver, pues, si tenemos y hasta qué punto la tendencia a quedarnos en lo exterior.
También podría haber –no porque haya [interioridad] de verdad sino porque nos disculparíamos así– un disculparnos de no saber significar lo interior [en lo exterior]. Lo interior necesariamente tiene sus signos en el ser humano, ya que de alguna manera tiene que manifestarse, y entonces, por ejemplo, tienen que existir unas normas en el seminario, en las clases, de alguna manera hay que hacer las cosas, porque tenemos cuerpo y vivimos en el tiempo. Pero es completamente distinto que una interioridad vaya creando unas formas de expresión a que nos quedemos puramente en las normas de expresión.
Esto está muy ligado a que debemos examinar de vez en cuando qué imagen tengo yo de lo que es un santo, qué imagen tengo yo de mí mismo cuando sea santo, porque generalmente tendemos lo mismo a poner unas cosas exteriores, que muchas veces no son las que tenemos que hacer. ¿Cómo me imagino yo la cruz sacerdotal? Me la imagino, pues, a mi gusto, porque a mí de momento ahora no me cuesta pensar, en cambio la cruz sacerdotal consiste en que el obispo me ponga en un sitio más cómodo pero mucho más molesto psicológicamente para mí. Entonces, pues, ver estas dos cosas: ¿tengo una tendencia a la interioridad? ¿voy creciendo en ella?, pero a la interioridad personal. Y, por consiguiente, ¿voy creciendo en la capacidad de inventar –que quiere decir que me doy cuenta, que descubro y soy capaz de llevar a término– los signos verdaderamente significantes de esta interioridad?
Como hay algunos –bastantes– que son comunes, quiere decir que caigo en la cuenta del valor de signo que tienen muchísimas cosas: la misa, los sacramentos, la predicación... Pero voy cayendo en la cuenta de qué significan. Porque, si no, lo que pasa es que para unos lo que importa es decir misa y para otros no importa decir misa... y lo que importa es lo interior... La pobreza de espíritu: lo que importa es la actitud interior de pobreza, la radicalidad que decía antes, pero naturalmente los que me dicen que tienen espíritu de pobreza y cada año se han mejorado materialmente en cincuenta cosas... a lo mejor lo hacen para disimular... pero lo que hay que concluir es que no tienen espíritu de pobreza... O es que no veo la forma de realizarlo... pues son unas limitaciones naturales... Una pobreza sin espíritu no sirve para nada, pero un espíritu de pobreza sin pobreza, sin un intento serio de ir siendo cada vez más pobre, [significa] que no existe y ya está. Igual en la obediencia y en todas las cosas.
Podemos caer en las dos cosas; lo más corriente es que caemos en la mediocridad: ni somos muy interiores ni somos muy exteriores, porque no nos conviene ninguna de las dos cosas; si tomamos muy en serio lo exterior: a estas fechas, después de veinte siglos de Iglesia, tantos engorros, tantas cosas que hacer, que es un rollo y, de no ser algunos temperamento muy especiales... procuramos en ese momento recurrir a lo interior. Pero lo interior, una labor seria –la palabra trabajo no me gusta mucho–, de atención a Dios, atención al Espíritu Santo, de atención a nosotros mismos... tampoco tenemos ganas de hacerla. Y entonces estamos ahí a medias, que es la situación más antipática.
La totalidad
Otro aspecto del evangelio, muy importante me parece a mí, es la totalidad. Un sentido de totalidad de recibir al Espíritu Santo, que es simplicísimo y si le recibimos no podemos más que recibirle totalmente, pero nosotros vamos recibiendo al Espíritu Santo –como cualquier objeto humano o material que recibamos– por grados, con aspectos, al menos en lo consciente. Entonces, tenemos que ver: lo que estamos hablando ¿es coherente con el resto del evangelio? Para saber si una cosa viene del Espíritu Santo, una de las normas de discernimiento es esta: ¿es coherente con lo demás? Porque, claro, ver cómo unas personas se fijan en unos aspectos, incluso los desarrollan, y otras personas se fijan en los contrarios... Uno dice, pero bueno... si es que están las dos cosas en el evangelio de verdad, pero lo que pasa es que precisamente no lo han tomado de la raíz, de la raíz del Espíritu Santo que les iluminaría, un poco antes o un poco después, para ver la coherencia, sino que, como viene precisamente de su superficialidad, de su pura manera de ser, no de quién son sino de cómo son, a uno le atrae tal aspecto y, como le atrae, puede realizarlo con facilidad y como lo realiza con facilidad ya se da por satisfecho y procura no fijarse en el otro y desvalorizarlo lo más posible... Y al otro le pasa igual sólo que al revés. Esto es continuo. Y nos llenamos de estupor porque resulta que la gente no cambia, sino que la gente cada vez está peor...
Estaba yo dando ejercicios y una noche tuvimos una reunión para aclarar algunas cosas que había dicho: sobre todo, que había dicho que la caridad no consiste en dar gusto a la gente. Esto a algunos les pareció rarísimo. Fueron hablándose muchísimas cosas. Y dijo un cura:
–“Es que yo ya no sé qué hacer... tengo todos los movimientos que existen en la Iglesia en la parroquia y la gente no cambia...
Debía de tener todo lo habido y por haber... El hombre se veía que era buena persona, que trabajaba... Y uno le sugiere –yo no me atrevía a hacer semejante sugerencia–:
–¿No será que personalmente no acabas de rematar y no haces bastante oración y bastante mortificación, no eres bastante austero..., en fin, no eres tú?
Yo no recuerdo lo que contestó, porque estaba al otro lado de la mesa y yo esa conversación la dejé que siguiera por sus cauces y no me quise meter en ella, pero esta es la realidad. Sustituimos la acción del Espíritu Santo por alguna cosa parcial, que materialmente hablando coincide con algo que el Espíritu Santo quiere hacer, pero es una cosa suelta, no proviene del Espíritu Santo, proviene de que ahí coincidimos, en esa cosa material. Por ejemplo, tanto la oración, como la atención a los pobres, por no fijarme más que en estos dos aspectos. Hay gente que dice: “pues fulano reza mucho –a veces se ven negros para encontrar un ejemplo...– y luego...” Si reza mucho y luego no funciona, o una de dos: o es que está empezando el hombre a rezar ahora y todavía no ha dado fruto o es que no reza; está en la iglesia sin hacer nada o dando vueltas a lo que le parece, aunque sea el evangelio, pero por su cuenta, porque, si no, es imposible que no tuviera consecuencias...Y la conclusión que sacan es que no hay que rezar tanto... “Los que rezan tanto... los que van a misa... son los peores”. O al revés: siempre se encuentra algún individuo que se ha dedicado a los pobres y por dedicarse a los pobres se ha perdido... Y te dicen enseguida: “vaya, vaya...” Bueno, yo prefiero al P. Llanos12 a muchísimos curas que conozco, entre otras cosas, con su carnet comunista y todo... Pero aparte de eso, ¿y todos los curas que se han despistado y no se han dedicado a los pobres...? Sobre esto tiene cosas muy sabrosas y muy repetidas santa Teresa respecto de la oración, porque, claro, esta objeción no es nueva, estas cosas no son nuevas.
Que nos demos cuenta de que, aparte de que no hay manera de santificarnos, es que escandalizamos mucho. Porque si uno hace una cosa que materialmente está en el evangelio y que, por tanto, tendría que hacer probablemente de una manera u otra, pero no hace las demás, entonces las personas a quienes les cae simpático naturalmente aquello dicen: “eso es lo que es un sacerdote – esto lo habréis oído todos– y no reza tanto y no obedece al obispo; los buenos sacerdotes son los que atienden a la gente y se dejan de tanta obediencia y tanto rezo” O viceversa, al que le cae mal o no tiene ganas de meterse y sentirse más o menos comprometido a una tarea de más caridad con la gente...: “pues D. fulano es bueno sin hacer extravagancias...” Con lo cual nadie puede recibir el testimonio entero. Pues mire usted, es que la oración lleva a esto o no es oración. O la atención a los pobres viene de Jesucristo o no es atención cristiana. Esto es claro para nosotros pero para la gente no es tan claro. Pero, aparte de esto, aunque no diéramos ese escándalo, que le damos de verdad, nosotros no nos santificamos y, por esa razón, basta y sobra para que no santifiquemos a la gente tampoco.
La coherencia
La coherencia en el evangelio incluye una cosa como base: que meditemos el evangelio, que le meditemos con mucha frecuencia, que le meditemos con buenas disposiciones. Cuando digo evangelio quiero decir Sagrada Escritura, pues toda es buena noticia. Que lo meditemos humildemente con las ayudas que necesitamos, pidiendo a Dios, pero pidiendo también el auxilio a los que la Iglesia ha puesto para que nos ilustren –a Julio y a Paco, que para eso los han mandado a Roma–, los libros que nos puedan recomendar, en fin, una atención seria a la Palabra de Dios. Esto es bastante sencillo, no es complicado porque hay libros de exégesis a montones, hay libros malos pero hay muchos muy buenos... El estar atentos partiendo y también en coherencia. El sentirse coherente cuando uno lee la vida de un santo, por ejemplo, y darse cuenta que no hace más que seguir recibiendo la palabra de Dios; porque, por la misma razón que entiendo de la sensibilidad, tendemos a establecer inmediatamente compartimentos totalmente separados para leer la Sagrada Escritura y leer la vida de un santo.
Hay una consideración del P. Cossade que decía: una buena parte de la Biblia consiste en las interpretaciones que da el profeta de asuntos políticos: dar luz a la historia de Israel, las invasiones y todo eso... Sería un poco curioso que, después, que el Espíritu Santo se nos manifiesta actuara menos que antes, de manera que –estos son los signos de los tiempos– recibir la palabra de Dios también se recibe por las circunstancias que van pasando; hay que tener en cuenta que todos tenemos nuestra realidad profética. Con mucha humildad. Para partir, la base estará en la liturgia y en la Escritura, la palabra de Dios sin más, la interpretación y orientación nos la da la santa Madre Iglesia como tal, a última hora el Papa, en fin, la jerarquía, pero también nosotros tenemos nuestra capacidad de interpretación; partiendo de ahí, pero viendo si la cosa es coherente o no es coherente.
Ahora mismo estoy leyendo la biografía del obispo de Pasto; es curiosísimo, porque a este hombre, que es un santo, le parece normal –y le parece un disparate lo contrario– que se arme una guerra para convencer a la gente. No sois buenos... pues a tiros... Uno dice: pero bueno, a mí me parece que el evangelio deja bastante claro que esto no es sistema; él quería que invadieran el Ecuador –el gobierno ecuatoriano de aquel momento era anticatólico, muy radical– y los más lanzados querían entrar en el Ecuador y derrocar al gobierno y cambiarlo y al obispo le parecía que era lo que había que hacer y esto en el nombre de la fe... Que hubiera que hacerlo por razones políticas... soy bastante inclinado a pensar que muchas veces no hay más remedio que acabar a palos... pero esto son razones humanas... Pero que el evangelio no se impone a tiros esto me parece evidente, creo que está bastante claro; pues es una cosa bastante clara que no la han entendido bastantes santos... Falta de coherencia. Si nos falta y el Espíritu Santo no nos quiere iluminar... pues qué le vamos a hacer, El sabrá... pero que no nos falte porque nosotros no la buscamos.
Y esto supone toda una actitud. Y si esto no es coherente con lo demás, quiere decir que no viene del Espíritu Santo, por lo menos no viene tal como lo estoy entendiendo yo. Y hay cositas más pequeñas –que se preguntan muchas veces en el seminario–: el conflicto entre la obediencia y la caridad:
–“Es que es más caridad atender al compañero e irle a entretener porque sé que se aburre estudiando y resulta que el reglamento dice que no salga del cuarto en tiempo de estudio... ¿y la caridad?”
–¡Qué caridad ni qué niño muerto! La caridad ahora es más que la obediencia como virtud moral, pero precisamente la obediencia es la que te indica cuándo Dios te concede ejercitar la caridad... Si estas no son horas de salir del cuarto, quiere decir que Dios no te concede la gracia de ejercitar la caridad así... ¡deja al compañero que se aburra y que duerma tranquilo! En último término, tú obedece, que es lo que tienes que hacer, y así ejercitar la caridad.
La tendencia que tenemos hacia la incoherencia es algo curiosísimo. Lo que estoy hablando es ya una actitud de abnegación. Positivamente es recibir la acción del espíritu Santo, saber discernir que viene por ahí: por lo radical, por lo interior, por lo coherente, pero lo interior recibido personalmente, por tanto exteriorizado después; por lo coherente, que nos va formando personalmente. Pero además hay que negar la tendencia contraria que también la tenemos: tendencia a la superficialidad, tenemos tendencia a lo no radical, tenemos tendencia a lo incoherente. El caso es que a todos nos molesta, cuando hablamos con alguien, ver lo incoherente que es y a nosotros mismos nos molesta no ser coherentes y pensar de una manera y obrar de otra; tenemos que tener la humildad de reconocer que empezamos así. Cada uno vea: hay que examinarse un poco, en qué nivel me parece que, más o menos, estoy. Para saber cómo tengo que entender al Espíritu Santo. Pero hay que saber que tenemos que tender, en lo que dependa de nosotros, a ciertas actitudes y lo que no me hace tender hacia ahí no viene del Espíritu Santo.
Tenemos que ser coherentes también en la interpretación de los hechos. Y tenemos que tender a que haya coherencia entre nuestro pensamiento y nuestra realización. No el pensamiento que tengo yo pero en abstracto y las realizaciones que hago yo pero en abstracto, porque muchas veces mi pensamiento, precisamente porque le he recibido yo, va a obrar en mí y al obrar en mí va a obrar de unas maneras, porque tiene una coherencia en un nivel, en un grado, con unos matices distintos que la va a tener en otros. ¿Por qué? Porque soy yo el que lo hago, sencillamente.
Y finalmente, después de esta radicalidad, de esta coherencia y de esta interioridad, hay otro aspecto, que va íntimamente unido, que es el aspecto de totalidad, que podemos verle también como coherencia: ver todos los aspectos, cómo se iluminan los aspectos unos a otros, porque se iluminan unos a otros. La Palabra de Dios recibida coherentemente nos hace conocer a Cristo de verdad y, si no, no nos hace conocer a Cristo, nos hace conocer tal o cual palabra. La radicalidad precisamente es ser consciente de que cuando estamos recibiendo la Palabra de Dios, es Palabra de Dios. Es simplemente el llegar hasta el final en las cosas; vamos, por lo tajante.
La tendencia que tenemos nosotros, por todas las razones anteriores, es un poco a quedarnos en los medios, mientras que el evangelio va siempre hasta el final. El final en cuanto a que vamos, aspiramos a, esperamos, la perfección de la santidad, para nosotros y para los demás. Vuelvo a repetir: la perfección de la santidad de esta persona que, como es una persona humana progresiva y falible, y como además puede tener condicionamientos inculpables, puede suceder perfectamente estar en plena coherencia, que obliga a reconocer que somos incoherentes, porque la personalidad total no se va a realizar más que en la resurrección y la resurrección no se va a dar aquí en la tierra y, por tanto, no podemos pretenderla aquí en la tierra... Pero tenemos que tender siempre. Esto no es más que lo que expresa santo Tomás hablando de un religioso, vamos de los religiosos en general: al religioso se le podría reprochar siempre que no tienda a la perfección, pero no se le puede reprochar nunca que no sea santo en este momento, porque no se ha comprometido a ser santo en el año veintitantos, se ha comprometido a tender a la perfección; mientras se ve que tiende no hay nada que decirle. “Usted tiene muchísimos defectos todavía...” Pues sí, no he dicho que no voy a tener defectos, he dicho que voy a tender continuamente a la perfección, que son dos cosas distintas.
Aquí es igual: nosotros hemos de tender a la coherencia, la coherencia total, con nosotros mismos, que por nada en la tierra la vamos a conseguir, pero el Espíritu Santo nos mueve hacia una tendencia que incluye la humildad de reconocer que, en ciertos aspectos ya, que no dependan de nuestra voluntad, el Espíritu Santo puede dejarlos en absoluta incoherencia. Bueno pues, lo tajante en cuanto a cualquier situación; prudentemente tendremos que tener paciencia con mucha gente, irle dando cuerda, hasta que le propongamos la aplicación de lo tajante, pero tenemos que empezar, para nosotros mismos, por supuesto, y también tenemos que tener paciencia y ver que todavía no lo podemos realizar. Las cosas tienen que ser totales y por tanto tajantes; aquí una de las frases más fuertes es esa: que si tu ojo te escandaliza te lo saques y que si tu mano te escandaliza te la cortes; parece un poco difícil, no creo que la izquierda tenga fuerza para cortar... Esto no lo aplicamos casi nunca y, en cambio, lee uno la vida de los santos y son... Ahí tendríamos que ver que, como el evangelio es así, no digo que en tal o cual momento, pero ¿la gente es capaz de hacerlo siempre? No digo siempre en cada momento; acabo de decir que no. Digo que todo el mundo es capaz de hacerlo, es decir, que el evangelio crea las fuerzas.
En un momento determinado no podremos exigir –porque sería una exigencias nuestra, que no tiene sentido siquiera– a tal o cual persona que “ahora mismo tiene usted que dejar a esta persona con la que está liada”, cosa que nos vamos a encontrar continuamente, lo estamos encontrando ya; yo no se lo puedo exigir porque no tiene fuerzas en ese momento; pero desde luego, el andar con paños calientes o el ir pensando que como es tan duro... Pues mire usted, ni duro ni blando, depende de las energías que tenga él; y siempre tenemos que contar que para muchas personas, en un momento determinado, la única forma de solucionar las cosas es romperlas ya; y que lo que tenemos que discernir es si es esto lo que tenemos que aconsejar –o lo que tenemos que hacer nosotros mismos–. Porque, así como hay casos en que la prudencia aconseja tener más paciencia, en cambio me parece que muchas veces faltamos a la prudencia porque no somos capaces de proponer las soluciones drásticas.
12 Célebre jesuita español que se fue a vivir a El Pozo de tío Raimundo, un barrio marginal de Madrid, llegando a militar políticamente en el Partido comunista español.