Читать книгу Trabajo social para tiempos convulsos - José Vicente Pérez Cosín - Страница 10
Оглавлениеdefender la introducción de la tradición escrita en la intervención, basándonos en el hecho de que permite aumentar la cantidad de información que puede procesar nuestra memoria a corto plazo en un momento dado [...] Además, puede sostenerse que la escritura proporciona un mecanismo por el cual las personas pueden participar más activamente en la determinación de la organización de la información y la experiencia, así como en la producción de diferentes relatos de los eventos y las experiencias (en White y Epston, 1993: 51).
Así nos acercamos a la elaboración de los contradocumentos. La PN manifiesta su seducción por la elaboración de contradocumentos que redescriben las capacidades de la persona, su competencia y su lugar en la comunidad a través de cartas, certificados y declaraciones personales. Dentro de estas técnicas de contradocumentación tienen una gran significación las cartas, y de las más famosas PN es la utilización de certificados que den testimonio de los nuevos relatos. Por medio de estos registros la PN con colectivos y comunidades puede documentar los saberes alternativos y ayudar en la generación de la reescritura de las vidas de las comunidades en las que opera. En la bibliografía narrativa se encuentran abundantes ejemplos de contradocumentos, generados por diversos autores y en distintos contextos geográficos. Siendo estos instrumentos esenciales para una intervención respetuosa con las personas, con ellas se intenta o bien reafirmar sus logros o que movilicen sus propios recursos.
Los hemos vistos cuando se ha querido dejar constancia en las comunidades de los acontecimientos que recuerdan su manera de combatir el dolor y una forma de honrar su relato. En cartas muy hermosas y sugerentes de unos familiares a otros o en contradocumentos en donde el profesional intenta privilegiar los logros alcanzados por las personas para reafirmar esta nueva condición adquirida. Son instrumentos muy valiosos para el trabajo desde la narrativa. Con ellos se aborda el lenguaje escrito para la intervención social de manera bidireccional, cuestión que trataremos en profundidad en otro capítulo.
Los creadores de la narrativa denominaron a estos registros con el término de contra-documentos con el afán de diferenciarlos de las técnicas que se utilizan en terapia. Esta diferenciación no solo responde a un cambio terminológico, sino que más bien es una manera distinta de abordaje de los registros profesionales que entraña una concepción de colaboración entre el consultante y el consultado, un posicionamiento que entraña poner en el centro de su práctica al cliente, cobrando así una dimensión preferente. Esto pasa por considerar que este tipo de trabajo son contraprácticas en contraposición con las prácticas culturales que convierten en objetos a las personas y a sus cuerpos (White y Epston, 1993).
En consecuencia, ante unas contraprácticas que abren espacios en los que las personas pueden reescribirse o reconstituirse a sí mismas, a los demás y a sus relaciones, según guiones y conocimientos alternativos, tendremos el correlato de los registros en los contradocumentos con su mismo espíritu. ¿Pero qué les hace diferentes a estos documentos de otro tipo de registros profesionales? A nuestro modo de ver, los contradocumentos reúnen unas características diferenciadoras que las podemos concretar en la siguiente ilustración.
Figura 7. Características de los contra-documentos
Fuente: elaboración propia adaptado de White y Epston (1993).
Como se desprende de sus características, los contradocumentos reflejan cómo se redirige el poder al dueño de las historias, sea un individuo, persona o una comunidad. La elaboración conjunta aumenta la relación entre el consultante y el profesional y ayuda a fijar la nueva identidad no dañada. Pero continuemos mirando otras señas de la identidad de la narrativa.
4. Puntos de encuentro entre la práctica narrativa y el trabajo social feminista
En esta búsqueda que iniciamos en este texto de reubicarnos en la posmodernidad como profesionales de la acción social, hemos andado por varios territorios y ahora queremos concluir con aquel que nos conduce por los espacios de las teorías feministas y el trabajo social. Pareciera que nos dejamos arrastrar por la ola que inunda las calles de morado y no es así. El trabajo social feminista es muy anterior al activismo feminista actual, de hecho, contribuyó a la creación del movimiento de 8M y es justo reconocerlo. No se puede entender el trabajo social sin el movimiento feminista. También el trabajo social feminista ha contribuido de forma relevante a la toma de postura de otras disciplinas, tal como evidenciamos en este apartado.
Así, por ejemplo, cuando M. White pública en el Dulwich Centre Publications una recopilación de varias entrevistas y ensayos, en la introducción de este texto que en español será publicado con el nombre de Reescribir la vida, hace referencia de manera muy clara a la atención que en nuestro trabajo prestamos a la política de género como resultado de las conversaciones que hemos mantenido con mujeres que practican una política feminista y que han estado dispuestas a plantear los problemas difíciles, no tanto específicamente con respecto a las prácticas terapéuticas sino más bien con respecto a las relaciones entre hombres y mujeres de manera más general, es decir, mujeres que están dispuestas a ir al frente, en compañía de los hombres, en la expresión franca de sus experiencias de estas relaciones. Así lo expresa el autor al refirirse a su esposa: «quisiera agradecer especialmente las conversaciones que Cheryl White y yo hemos compartido a lo largo de la historia de nuestra relación» (White, 2002: 14).
Estas conversaciones y otras muchas con diferentes miembros del Dulwich, compañeras trabajadoras sociales al igual que Cheryl White (Yuen y White, 2007), seguramente ayudaron a conformar esa identidad de género que se aprecia en las prácticas narrativas, la manera tan especial en la relación con los demandantes, que incluso opta en ocasiones como lenguaje neutro el femenino en lugar del masculino, etc. La elección de la narrativa por una visión feminista también tiene mucho que ver con las cuestiones de poder que este enfoque tiene muy presente. Un ejemplo de ello lo vemos cuando White, refiriéndose a la anorexia nerviosa, dice que «Es significativo que quienes más han sufrido esta enfermedad hayan sido mujeres y creo que esto dice mucho acerca de cómo este sistema de poder moderno ha sido adoptado en el campo de la política de género» (White, 2002: 51). Esta afirmación que hemos hecho no solamente se sustenta como vemos en las declaraciones de White, sino que también se aprecia en todo el trabajo narrativo, pues existe una especial adopción por la práctica desde la perspectiva de género.
Las contribuciones feministas se evidenciaron en las PN, fundamentalmente en dos cuestiones: la primera era que las prácticas narrativas fueron desarrolladas en el momento en que el feminismo estaba influyendo en el mundo de la intervención clínica, y las ideas narrativas desde su concepción eran explícitamente pro feministas. Y la segunda cuestión era el interesante trabajo de las profesionales narrativas feministas, que jugaron un papel crucial al señalar que las premisas de varias teorías no tomaban en cuenta los problemas de género y las relaciones de poder, «señalando que cuando la diferencia de poder dentro de un sistema familiar es ignorada, la intervención, inadvertidamente, se convierte en cómplice del status quo de género y lo perpetua» (Walters, Carter, Papp y Silverstein, 1988, en White, 1991/1993: 9).
Hemos recogido la versión de Russell y Carey porque sintetiza, en nuestra opinión, la relación de la práctica narrativa y el feminismo. Estas profesionales de la narrativa dibujan, partiendo de un eslogan, una versión muy certera sobre la necesidad de conjugar el feminismo, la política y el poder. A continuación, argumentan que:
Las investigaciones feministas hicieron célebre la frase lo personal es lo político representando una de las contribuciones teóricas claves del feminismo, pues representa un compromiso entender que las experiencias personales están influenciadas por las relaciones más amplias de poder (Russell y Carey, 2004: 7).
Una de las cuestiones que la narrativa retrata es que los asuntos de género no eran reconocidos en el ámbito de la práctica terapéutica, como dirán S. Russell y M. Carey:
Esta era vista neutral respecto al género, ahora se acepta que las relaciones de acuerdo al género no solo forman las experiencias de los individuos y las de sus familias sino también son influyentes en las conversaciones terapéuticas (Hare-Mustin, 1978). Antes del pensamiento feminista, los libros de texto y la enseñanza de la consultoría psicológica estaban centrados en el hombre, la experiencia masculina era la norma para juzgar la vida. Hubo tiempos en que la naturaleza genérica de estos supuestos no se cuestionaba (Russell y Carey, 2004: 6-7).
Es a partir de los años setenta cuando encontraremos a las primeras terapeutas familiares feministas, que empiezan a introducir un análisis de género en la investigación terapéutica y posteriormente abrirán nuevas formas para entender la vida de las personas y las relaciones familiares, creando nuevas posibilidades para abordar de forma diferente los problemas que las personas traían a consulta. Esta nueva forma de entender los problemas la incorporará la narrativa desde sus orígenes, apoyándose en su cuestionamiento de los conocimientos globales desde el poder de la cultura imperante.
Por su parte, la historia de compatibilizar trabajo social y feminismo tiene otra lectura. Aquí se viene ejerciendo la labor profesional con una mirada feminista desde los albores del oficio. Es un hecho que todas las mujeres pioneras del trabajo social han sido al mismo tiempo protagonistas del movimiento feminista (sin importar su corriente política o religiosa); esto nos muestra la estrecha interrelación histórica entre el trabajo social y el movimiento feminista.
Entendemos que, desde el trabajo social en la perspectiva de género, existe una tradición muy amplia de trabajar las cuestiones de los discursos de poder, es más, en su historia son dos los principios que pretenden superar el trabajo social: por una parte, se trata de cumplir con la obligación humanitaria para con las personas que no cuentan con privilegios sociales, a través de la implementación de una red de servicios públicos que llegue a todas las personas, y por otra, está presente en las actrices del proceso de la propia lucha por la emancipación femenina.
Podemos decir que el trabajo social feminista se sustenta en la realidad social que el ejercicio profesional muestra a las trabajadoras sociales de manera empecinada todos los días. Esto es, que el espacio profesional del trabajo social es un espacio de mujeres, tanto desde la vertiente profesional como desde la vertiente de las usuarias; la singularidad de las mujeres, pues cabe recordar las dificultades que tienen para pedir por ellas mismas, ya que cuando las mujeres acuden a un departamento de trabajo social pueden ser consideradas demandantes o pueden ser consideradas como personas de apoyo; la necesidad de incidir en el reconocimiento de los derechos de las mujeres como ciudadanas, ya que soportan la mayor carga en la unidad familiar, etc. Todo ello ha alimentado la necesidad de trabajar desde una perspectiva de género que reequilibre la balanza del desajuste que se produce en las relaciones sociales donde median las cuestiones de género.
Es decir, la propia idiosincrasia de la profesión es la que desde el inicio ha marcado la naturaleza feminista de la profesión, ya que es imposible no estar al lado de las más desfavorecidas, esto es innato a la ética y a los principios del trabajo social. Nuestro trabajo se ha dirigido a la vida de las personas, a mejorar su calidad de vida, a generar situaciones que favorecieran su emancipación, a ayudar en su desarrollo; en esta labor queremos señalar la importancia de la vida cotidiana para el trabajo social, pues toda intervención se desarrolla en torno a dificultades para asumir las demandas de esta.
La vida cotidiana es el espacio menos visible, existe en oposición al espacio público. Su funcionamiento es desconocido y casi despreciado socialmente; su desarrollo, en muchas culturas, se realiza tras los muros de la casa. Esta es una de las dificultades del trabajo social: la vida cotidiana de las mujeres es una parte de su objeto de estudio e intervención. La vida cotidiana es lo conocido, tan habitual que se convierte en invisible. El trabajo social ha sido un instrumento para visibilizar esta vida cotidiana. Queremos hacer una breve referencia a lo que ha significado el trabajo social desde la perspectiva de género; pensamos que esto facilitará la aproximación a la relevancia de este trabajo, en el que se han podido tratar otras disciplinas, entre ellas la práctica narrativa.
En Europa, el trabajo social desde una perspectiva de género comenzó a desarrollarse de manera explícita en los años ochenta, coincidiendo con la etapa thatcheriana en Gran Bretaña. En este periodo, apareció la figura de los y las carers,13 los cuidadores y las cuidadoras. Las trabajadoras sociales feministas analizaron la familia actual y llegaron a la conclusión de que las formas y los objetivos de la familia habían cambiado, que se había pasado de un lugar de protección a un lugar de crecimiento. La irrupción de la política de carers en Gran Bretaña generó grandes alarmas y la reactivación de las trabajadoras sociales feministas en defensa del estado de bienestar social. A la familia se le pide que desarrolle un espacio de «felicidad y crecimiento personal» (Rubiol y Mata, 1992). Esto plantea un contexto social diferente.
Para Dominelli y McLeod (1999) definir los problemas sociales desde una perspectiva de género es reflexionar específicamente acerca de los efectos concretos que tienen sobre las mujeres.
Esto requiere un examen de los problemas que tome como punto de partida la experiencia que las mujeres tienen de ellos, [...], las maneras especificas en que las mujeres viven su existencia (Dominelli y McLeod, 1999: 40-45).
Estas autoras sugieren que cuatro son las aportaciones más importantes de la práctica feminista al trabajo social:
I. La definición de los problemas sociales se debe hacer desde la perspectiva vivida de las mujeres, no desde los decálogos de necesidades y problemas que incluyen las necesidades de las mujeres en relación con la atención a los demás. Las mujeres tienen derecho, por sí mismas, a la «salud mental y física, al acceso a los recursos materiales, al poder político, a sentirse libres de miedo, al goce de su sexualidad y a su talento» (Dominelli y McLeod, 1999: 30).
Esta definición de los problemas desde una perspectiva de género es la base del trabajo social feminista.
Redefinir los problemas sociales con una perspectiva feminista significa [...] considerar [...] su impacto específico en el bienestar de las mujeres. Esto requiere un examen de los problemas que tome como punto de partida la experiencia que las mujeres tienen de ellos, [...] las maneras especificas en que las mujeres viven su existencia (Dominelli y McLeod, 1999: 45).
II. El trabajo en la comunidad es la segunda de las aportaciones de la perspectiva de género, si bien ha de entenderse un trabajo en comunidad desde una perspectiva de apoyo y educación, más cercana a un trabajo voluntario, de reivindicación política para la mejora de los derechos de las mujeres, y no como un método propio de trabajo social (Twelvetress, 1988: 32). En ese sentido, «los principales métodos empleados fueron el asesoramiento sobre derechos individuales al bienestar, la defensa de estos derechos y la campaña para su promoción» (Twelvetress, 1988: 32).
III. El asesoramiento es una práctica que trata de atender, de manera no culpabilizadora y terapéutica, el malestar de las mujeres. Debe atribuirse a motivos sociales y no individuales y ser analizado como resultado de la opresión. «Esto es consecuencia de la problematización del Trabajo Social oficial como institución social que refuerza la posición subordinada de las mujeres» (Dominelli y McLeod, 1999: 44).
IV. En el trabajo social institucional es difícil hacer un trabajo social feminista porque la metodología feminista supone hacer un trabajo igualitario, no jerárquico. Solo «se realiza primordialmente en los departamentos de servicios sociales y de vigilancia de presos en libertad condicional» (Dominelli y McLeod, 1999: 43). Desde una perspectiva de género, las mujeres han de ser consideradas como sujetos con derechos propios y no como sujetos transmisores de los demandantes.
Históricamente, el trabajo social feminista ha tenido varias orientaciones, que plasmamos en la siguiente ilustración siguiendo a Rubiol y Mata.
Figura 8. Tendencias del trabajo social feminista
Fuente: elaboración propia adaptado de Rubiol y Mata (1992).
En esta última perspectiva se insiste en la falta de recursos materiales, de poder y de apoyo emocional. Como en las anteriores tendencias, se insiste en las relaciones de igualdad entre las trabajadoras sociales y las usuarias, para promocionar relaciones igualitarias y fomentar la participación de las mujeres en su propia definición de bienestar. Fomenta una presencia política activa a nivel local y central. Una de las grandes ventajas de la perspectiva de género es que puede aplicarse, en principio, con todos los métodos propios del trabajo social. Se trata de realizar una intervención no jerárquica en una relación de igualdad, de escucha y apoyo mutuo entre trabajadoras sociales y usuarias que permita a todas aprender de todas.
Se ha reivindicado un modo propio de conocer de las mujeres distinto del razonamiento lógico-formal androcéntrico (propio de un yo epistémico), lo que conduce a considerar la narrativa como una forma específica del discurso femenino. Incluir la voz y asumir la condición de autora del discurso (expresada en primera persona del singular) se corresponde con un yo dialógico que siente y ama, frente al modo dominante de discurso. La oralidad tuvo desde sus primeros usos una vocación militante de dar la voz a las «vidas silenciadas» (McLaughlin y Tierney, 1993), entre las que estarían las mujeres.
La narrativa ha incluido el género como elemento constitutivo de poder. Esto mismo lo vemos en el trabajo social de género. La corriente australiana de trabajo social crítico representada por Healy (2001) como principal valedora es un claro ejemplo de ello, o los escritos de Weedon (1997), con títulos acerca de la identidad narrativa, la práctica feminista, etc., son sus claros representantes. Esta mirada sobre el poder es otro de los elementos que nos acercan a la narrativa compartiendo un mismo análisis de la realidad social.
Aquí damos por concluidos los nexos que encontramos entre el trabajo social y la PN. Hay muchas más evidencias, como el tipo de relación que gestiona entre profesional y consultante, que nos recuerda otra relación de ayuda, pero considero que las descritas tienen suficiente entidad como para que a partir de aquí se pueda suscitar la configuración de un modelo de práctica en trabajo social desde la narrativa, pues nos sentimos muy próximas a la manera de acercarnos a la práctica social. Antes de dar paso a los fundamentos de este enfoque, queremos recordar que siempre hay que tener en cuenta que en este modelo todavía es muy reciente su construcción clínica y que, por lo tanto, encontraremos muchas referencias psicoterapéuticas, pues estas están conviviendo con prácticas de intervención, siendo esta la opción de sus creadores y también la de los que nos posicionamos en una intervención social desde este modelo.
1. En adelante utilizaremos la abreviatura PN para hablar de práctica narrativa.
2. En la PN al proceso por el cual la persona cuenta sus narrativas se le llama historiar (storying).
3. Movimiento filosófico que cuestiona la naturaleza del conocimiento, señalando las limitaciones de la epistemología positivista para estudiar y comprender la experiencia humana.
4. Filósofo del cual Geertz tomó el concepto de «descripción densa», específicamente de su ensayo What is le Penseur doing.
5. Este concepto también tiene que ver con las identidades múltiples de la persona, no solo la identidad que dicta el problema, sino aquellas identidades que quedan libres del problema y que el modelo de déficit no busca, ni enfatiza.
6. Concepto acuñado por Piaget, que consiste en la modificación de la estructura cognitiva para acoger nuevos objetos y eventos que hasta el momento eran desconocidos. Subproceso de un proceso general de adaptación al entorno.
7. Trabajo social de casos, modelo clásico de intervención basado en la intervención de los trabajadores sociales sobre las personas, individuos, usuarios o clientes.
8. Milton Erickson, médico hipnoterapeuta. La mayoría de los saberes que conocemos de él son a través de sus discípulos.
9. Acrónimo en inglés de la Asociación Nacional de Trabajadores Sociales estadounidenses.
10. Se utiliza asistente social o trabajador social de forma isomórfica, ya que ambos términos son homologables. Se utilizarán en función de la época de los autores y de la zona geográfica de la que estos provengan.
11. Definición de White que, basándose en el concepto de Derrida de deconstrucción, da una acepción muy personal, que veremos más adelante.
12. PNC: Acrónimo de prácticas narrativas con colectivos y comunidades.
13. Personas que ayudan cuando existen situaciones sociales graves en la comunidad.